El estilo
de los elementos
Rodrigo Fresán
Random House, 2024
Los lectores
de Fresán saben—sabemos— que no entenderemos todo desde un principio. Los
lectores de Fresán saben—sabemos— de la cierta/incierta dificultad de
adentrarse en ese territorio inexplorado (por el momento) pero que, a golpe de
machete abriremos camino para llegar a los claros del bosque aclarados por el
autor. Quienes pretendan entender todo, desde el principio, harán mejor en
ascender esas escaleras ordenadas de los libros más vendidos donde (ahí sí)
todo se entiende y se tiende como sábanas blancas al sol de lo legible.
Para empezar
una cita de Jean Cocteau dedicada a Marcel Proust que en la página 202 le
recuerda César X Drill a Land: «No se asemeja a nada que conozca y me recuerda
a todo lo que más me gusta».
El estilo
de los elementos es el nuevo libro de Fresán y recuerda a todos los
anteriores libros de Fresán porque—digámoslo desde el principio— el estilo de
Fresán es jugar y escribir/reescribir sobre los mismos elementos, sí: memoria y
olvido; lectura y escritura; sueño y realidad; cuento y recuento… Y, digámoslo
también, desde el principio (segundo principio) los libros de Fresán son un
Maelström, un torbellino, un vórtice, un agujero negro (o azul y rojo) a donde
el lector se arroja o se deja arrojar—empujado o de la mano como un Dante
cualquiera— por su guía-autor en busca de un misterio. Y quien no desee
adentrarse tras esa Puerta de Tannhäuser que abandone toda esperanza y regrese
a la confortable literatura de salón.
Y, sí, de
nuevo más metáforas. Los libros de Fresán son aquellos textos “decorosamente
elaborados” que elogiaba Th. W. Adorno en su Mínima moralia. «Son como
las telarañas: consistentes, concéntricos, transparentes, bien trabados y bien
fijados. Capturan todo cuanto por ahí vuela».
Los lectores
de Fresán sabemos muy bien donde nos metemos. En esa telaraña. Nos mudamos ahí
por un tiempo (y un espacio) indeterminado. A veces uno desea avanzar para
llegar al final, pero a la vez lamenta el avance y el principio del fin y el
viajero se da vuelta y regresa a páginas anteriores por pasadizos y puertas
falsas o falseadas.
Entonces, cómo
hablar de este libro de Fresán. Cómo hacer la crítica de El estilo de los
elementos. Pues como proponía Anatole France: «El mejor crítico es el que
refiere las aventuras de su alma por las obras maestras». Y este lector que les
habla—y escribe— es lo que pretende hacer. Referir las aventuras vividas y
revividas durante las setecientas páginas de viaje submarino al Maelström fresaniano.
Y, entonces,
¿qué es El estilo de los elementos?
Pues es una
novela de iniciación, una novela construyendo al lector y deconstruyendo al
escritor, es una novela negra (o roja y azul), una novela política sin
política, una novela de memoria con (muchos) olvidos, una novela de hijos y de
padres. Pero sobre todo es una novela de la imaginación. Más que autoficción es
novela de autoedición y reedición. O como dice uno de los personajes, Ella: «Pero
me parece que esto no es una novela…Me parece que esto es como tu autobiografía
pero escrita por otro, ¿no?».
Para el lector
que esto escribe todo comenzó hace mucho, mucho tiempo, o no tanto, cuando leyó
otros libros del escritor Fresán y, entonces, eso: aquellos libros le
recordaban a todo lo que más le gustaba, pero no se parecía a nada conocido. O
sí. Sonaba aquello a autores tan poco legibles como Melville, Faulkner, Musil,
Nabokov, Banville o Vila-Matas. Y se dio cuenta—el lector de aquello— de la
necesidad (y el placer) de tener que releer esos libros. Sucedió con Historia
argentina y con La velocidad de las cosas y con el tríptico de La
parte contada. Y es que eso ya le pasaba (al lector-relector) con libros de
autores como—por mencionar uno actual y cercano— Enrique Vila-Matas, libros con
marcha adelante y marcha atrás, libros como yacimientos donde volver a escarbar
para—siempre, siempre— encontrar un objeto inesperado.
Y lo mismo
ocurre con este El estilo de los elementos. El lector—aquí—, una vez
terminado el libro hace unos días sintió de inmediato el deseo de volver al
principio y comenzar de nuevo ya con parte del código secreto del autor
aprendido y aprehendido. Y así un repaso a las primeras diez páginas resultó
suficiente para comprender que las relecturas procurarían instantes de placer
sin fin. Porque, como afirma uno de los personajes «el verdadero núcleo de todo
libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está
escrito sino el idioma dentro de ese idioma».
El estilo
de los elementos, como todo libro de Fresán, no tiene una explicación sino
muchas interpretaciones. Y lo dice el narrador, quien quiera que sea: «Pero hay
algo formidable en leer algo no entendiendo lo que se lee y aun así entender
que no se puede dejar de leer ese algo».
Y, sin
embargo, no se asusten lectores primerizos de Fresán. Al final todo se
entiende. Hay un hijo que es un padre que habla al hijo pero que se habla a sí
mismo cuando era hijo y no quería ser escritor sino lector, pero acabó siendo
escritor para escuchar unas cintas grabadas por una joven cuando él también era
joven y que otra joven que no es Ella sino ella le trae cuando es mayor y
escritor, pero imagina ser el niño lector que ahora, realmente, escribe. O algo
así, NOME.
Y aviso. En
este libro de Fresán, y en todos, lo que encontrarán, además de muchos
escritores y lecturas y lectores que escriben y escritores que no paran de
leer, es mucha sabiduría. «Algo de lo que uno puede entender lo que más le
convenga y mejor le parezca: lo que más le sirva y le funcione y, sí, lo ayude».
Y todo esto es
el estilo de este libro. Y de sus elementos.
Y Big Vaina.