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viernes, 21 de junio de 2024

 

Por qué Georges Perec

Kim Nguyen

La uña rota, 2024

67 páginas

 

 


 

                Las razones de Kim Nguyen para escribir Por qué Georges Perec solo tienen explicación para quienes hayan leído al autor francés. Lo dice la respuesta 229 del libro: «Porque cualquier tentativa de agotar la obra de Georges Perec sería, con toda seguridad, infructuosa».

                Pero antes de comenzar esta reseña voy a hacer una advertencia a potenciales lectores: este libro es adictivo. Yo caí en la trampa. Al llegar a casa con el librito quise echarle una rápida ojeada como quien abre la ventana al alba para ver qué día nos espera, pero me encontré pasando páginas sometido a una fuerza de atracción que impedía cerrar el libro y salir a la realidad. Era como si me hubiera lanzado a un río cuya corriente me arrastrara hacia un abismo desconocido. Leí respuestas y atravesé páginas como si de una novela de enigma se tratara. Me parecía que cada razón de Nguyen para acercarse a Perec fuera una pista para resolver el caso de una novela policiaca. Seguí los pasos de Nguyen para ver si al final saltaba alguna sorpresa, alguna revelación o el indicio de un misterio. No pude dejar de leer el libro hasta agotar las respuestas a la pregunta del título. Y sí, al final de la historia se resuelve un enigma. Nguyen nos muestra y demuestra que Georges Perec sigue vivo.

                Este libro atrapa. Gracias a dios que es un libro corto. Quizá esta reseña llegue a tener más palabras que el propio libro sobre Perec. Eso no sería nada extraño dado que Perec era el autor de la ligereza y de la brevedad. Su libro La vida instrucciones de uso —el primero que leí en los años ochenta— tiene más de seiscientas páginas, eso es cierto, pero es un libro de brevedades, de pequeñas piezas de un puzle que, juntas, crean la apariencia de totalidad, de infinito.

                Es lo mismo que ha hecho Kim Nguyen en este libro, construirlo con piezas del puzle de su amor por el autor. Cada una de las respuestas, que podrían ser infinitas, son huellas sobre las que ponemos nuestros propios pasos, con delicadeza, para seguir el rastro de un escritor feliz, tierno y juguetón. Seguimos las pisadas de Nguyen con la confianza en un lector ferviente, un lector que se ha adentrado en la topografía perequiana y ha salido de allí con un puñado de respuestas que no dejan de ser nuevas preguntas.

                Respuesta 108: “Porque Perec consideraba que la literatura es un gran puzle cuyas piezas son las obras de los escritores que le alimentaron y le dieron ganas de escribir. «Una especie de constelación con en el centro (o en los bordes) una pieza vacía que es la que yo vendré a llenar».”

                Respuesta 227: “Porque no cabe duda de que, para Perec, es un honor ser uno de los autores más saqueados de la literatura actual.”

                Lo decía el propio Perec en su libro El gabinete de un aficionado. En palabras de un ficticio crítico de arte, Lester K. Nowak, decía que “toda obra es el espejo de otra” y, asemejando el acto de escribir con el de pintar como una «dinámica reflexiva».

                Con las doscientas treinta y seis respuestas que Nguyen nos da en su libro crea un artefacto literario de primer orden, una máquina combinatoria como las que gustaba fabricar el OULIPO, al que perteneció el escritor Perec.

El libro de Kim Nguyen es también eso, “una dinámica reflexiva”.

                Y como dije al principio, el lector se ve atrapado en la topografía perequiana, entrando y saliendo por puertas que se comunican tanto con la tradición literaria como con la más divertida experimentación. Perec, nos viene a mostrar y demostrar Kim Nguyen, es un “tapiz que se dispara en muchas direcciones”, un escritor que a través del detalle llega hasta la totalidad.

                Lean esta propuesta de Nguyen los lectores adeptos y adictos a Perec y también los que pasen por ahí, los que esperan de la literatura algo más que productos fabricados en serie. Con este librito de Kim Nguyen tienen la llave para un universo infinito.

                “Porque Perec es futuro”, dice la respuesta 231.


Publicado en Entreletras, junio 2024

 

jueves, 20 de junio de 2024

 

La última frase

Camila Cañeque

La Uña Rota, 2024

 

 


 

                Habría que empezar por el final y seguir el juego de la autora para colocarse ante el abismo de los finales y mirar hacia abajo. Camila Cañeque falleció poco antes de ver publicado este su primer y último libro. Falleció mientras dormía, de muerte súbita con 39 años. La autora escribió su última frase en el entreacto del sueño, pero nos ha dejado este magnífico dispositivo de 452 frases finales de 452 libros para que contemplemos la inapelable terminación de todo cuanto nos acontece.

                La última frase es un libro de libros, un libro de fragmentos de libros con los que componer un libro renovado y de todo sentido. Es un libro de amor a lo literario, lo único verdaderamente real. Las últimas frases de los libros parecieran no tener importancia, serían amables e intrascendentes puertas de salida a otros mundos, al nuestro de cada día.

                En su ensayo Aspectos de la novela decía E.M. Forster que es en los finales donde el autor pierde aliento y, en ocasiones, no sabe cómo terminar y también en ocasiones lo hace de cualquier modo. Y, como demuestra Camila Cañeque con La última frase, esos finales, esas palabras —a veces eso, solo una palabra— dice más que todo lo dicho en el libro. O al menos no son pasadizos entreabiertos de cualquier modo por el autor para terminar su obra y despedirse sigilosamente.

                «y yo seguía centrada en las frases que están en la antesala de lo que no existe», dice la autora en la página 43 para explicarnos el proceso doloroso de darle sentido a una obra hecha de retazos y trozos (finales) de libros ajenos. Lo hace invocando la última frase de un libro de Annie Ernaux, Perderse, «Esta necesidad que tengo de escribir algo peligroso para mí, como la puerta de un sótano que se abre, donde hay que entrar cueste lo que cueste».

                Camila Cañeque no ha escrito un compendio de frases en fila, no se trata de un catálogo o de una lista de frases sin orden. La autora nos va mostrando su proceso vital durante la composición, de años, de un texto sin fin. «Era un impulso por paliar las despedidas propias y los finales personales, como si esperase una reparación o como si quisiera estar más preparada. Un constante ensayar la muerte sin entrar en ella».

                En literatura ha llegado el momento de la desaparición. Todo lo hasta ahora escrito es todo lo que se puede decir y, desde este momento, lo que viene, si viene, será un juego de recortes y reescritura, de reconstrucciones y puzles fabricados con lo que hay. En La última frase, Cañeque, ha sabido ver este instante y ha creado un architexto, una ficción de la ficción. Es esta una obra que ha entendido la necesidad de reconformar el ámbito literario partiendo de lo ya escrito. Es el final del principio o el principio del final.

                Pero ese final es asomarse al abismo y no mirar hacia abajo sino hacia delante. Dice la autora, en la página 60: «La ficción nos ofrece la seguridad de su propia muerte. Es la mayor fabricante de finales. Y la mejor». Así pues, de la muerte de la ficción —y de la propia literatura— surge la creación. Nos habla la autora de los finales como pequeños tratados del apocalipsis. Las llama «pequeñas criaturas apocalípticas» y las contempla como generadoras de expectativas. Todo pequeño final, transitorio, es el comienzo de algo, es una posibilidad de alargar el ahora.

                La autora, ya al final de su libro, nos avisa de haber salido de una prisión hecha de puertas de salida. Este libro, La última frase, es la puerta definitiva por la que escapar de esa prisión de fragmentos con forma de barrotes a través de los cuales, sin embargo, podían entrar los rayos del sol.

                Es este un libro para asiduos de la lectura, quizá para letraheridos y también, por qué no, para juguetones lectores de tipo perecquiano, esos que gustan de clasificar, repetir, agotar lugares y lecturas, aquellos que disfrutan a veces dolorosamente detectando grietas entre las palabras, casillas por rellenar, hacer juegos malabares con las frases ajenas para crear citas propias.

                La última frase escrita por Camila Cañeque, escritora, artista y filósofa, en su libro La última frase es:

«Una más».

Publicado en Entreletras, junio 2024

jueves, 23 de mayo de 2024

 




El futuro futuro

Adam Thirlwell

Anagrama, 2024

 

                Voy a arriesgarme, desde luego. Voy a aventurar una interpretación del libro de Adam Thirlwell. No es fácil saber de qué trata esta novela. De qué trata, de quién trata y en dónde ocurre. Cuál es su paisaje, su época, qué lenguaje hablan sus personajes. No es fácil asegurar el argumento de El futuro futuro. Pero lo vamos a hacer.

                Todo empezó con la escritura, dice el libro. No lo dice el narrador, o sí, pero el narrador está desaparecido. Hay una ausencia de mirada. ¿Estamos en el siglo XVIII o estamos (están los personajes) en el futuro?

“El verdadero futuro no era lo que iba a acontecer dentro de un mes o incluso un año, sino el futuro futuro, decía Saratoga: ajeno e incomunicable”.

                Alguien nos cuenta la historia de una tal Celine y sus amigas. Y lo que le rodea son las palabras, todo es lenguaje. Un lenguaje que crea desinformación y donde es “muy difícil encontrar alguna seguridad personal”.

                El universo se desintegra en una nube de calor, cae inevitablemente en un vórtice de entropía, en una sociedad hecha de palabras e imágenes que circulan y recirculan,

“—Necesitamos escritores —dijo Celine.

—¿Escritores? —dijo Marta—. ¿Hablas en serio? ¿No has conocido nunca a un escritor? Les damos alcohol y chicas. Les damos glamour.”

                ¿Qué pasa con los escritores? Toda la novela está recorrida por el espectro (a veces corpóreo, sí) de los escritores.  “En la historia del mundo, dijo Marta, los más corruptibles, los más letales y más inocentes siempre habían sido los escritores”.

                En ese siglo de las Luces, que parece desplazado al futuro, había escritura por todas partes. El mundo era una jungla llamada escritura. ¿Es, pues nuestra época, el siglo XXI? O es más bien el futuro del nuestro siglo donde ya todo se iba convirtiendo en datos y desinformación.

                Thirlwell juega con los tiempos, y juega con el lenguaje. Esparce términos “modernos” en un espacio temporal remoto. Aquí circulan taxis, la gente lleva mochilas, repostan en gasolineras, están sometidos al algoritmo, contemplan fotografías

                Entonces, esa Celine y sus amigas (y amigos) ¿en dónde viven? Viven en el lenguaje. Viven en el libro que leemos. Viven el nuestra imaginación, en la ficción.

                El mundo de esta novela es un viejo mundo a punto de desaparecer “por completo y convertirse en una pequeña cadena digital de símbolos, desvaneciéndose en el aire blanco”.

                ¿Se refiere el narrador al blanco de una página en blanco? En ese espacio disponible para el autor, en el que está a su disposición todas las posibilidades del universo, es donde residimos quienes nos adentramos en un libro.

                Solo al escribirlas, las cosas toman sentido y, de algún modo acontecen y se proyectan hacia el futuro en nuestro recuerdo. Esto es lo que Thirlwell nos plantea. La creación del mundo, de la realidad. Y aquí se aprecian trazas de grandes creadores de mundos: Nabokov, Vonnegut, Flaubert.

                Thirlwell ya nos trasladó al espacio de la escritura en aquel alucinante y alucinado libro La novela múltiple, un ensayo sobre la creación donde aparecían Laurence Sterne, Nabokov, Bohumil Hrabal, Gadda y algunos más.

                Y este El futuro futuro bebe de esas fuentes. Y de Joyce, Gombrowicz, Diderot. Y, claro, con esos mimbres la historia de esta novela se nos va de las manos y se le va de las manos al autor (porque la suelta), y viajamos a la luna con Celine en un futurible episodio con encuentro extraterrestre y donde fabrican libros sin autor, ¿les suena esto? “—Hace mucho tiempo —dijo Harper— nos dimos cuenta de que una historia no necesita autor”.

                Y luego atravesamos el espejo como la Alicia de Carroll.

                Y a vuelta con los escritores, la novela los halaga y los desprecia, leemos: “Un escritor es un animal que suele ser puro pero que de alguna manera busca la fama en todo momento, por letal que pueda ser esta, porque también está infectado por la enfermedad de la intemporalidad. Ama el lenguaje y quiere crear obras en las que esa materia oscura se haga luz, pero también quiere que ese lenguaje dure para siempre. Y así, tristemente, el escritor es ese animal que confunde fama con amor”.

                La novela de Thirlwell “crea” el mundo, su mundo. ¿Como toda novela? Puede, pero aquí es el lenguaje, las palabras las que generan a partir del vacío. Es la fiesta del lenguaje. Mención escondida a aquello que dijera (escribiera) Sergio Chejfec sobre que en el centro de ese vacío había otra fiesta.

                Y, según el narrador, los libros se habían acabado, pero había brotado otro poder: el lenguaje. ¿Paradoja? ¿Sinsentido? Nada de eso. Ya nos advirtió Ray Bradbury en su Fahrenheit 451. Libros prohibidos y demasiadas palabras en las paredes. Y gente viajando para no pararse a pensar, todos en continuo divertimento. ¿Les suena?

                “Los libros se habían acabado, lo decía todo el mundo constantemente, pero las revistas seguían estando por todas partes, y tal vez era lógico. La revistas eran lo contrario a la literatura; no eran escépticas ante nada, el universo que describían era del todo irreal…”

                Así es el mundo de El futuro futuro. Casi el presente de un pasado inmediato. Un mundo donde los clásicos se habían acabado y en el que haría falta un nuevo tipo de escritura, “algo que permitiera a los lectores comprender la fuerza histórica de las verdades nuevas”.

Esta es la realidad de El futuro futuro. El lector termina de leer y no tiene ni idea de dónde se ubica exactamente “esa realidad que producen las palabras”, pero sabe también que tal realidad existe.

Publicado en Entreletras, mayo 2024

martes, 26 de marzo de 2024

 




Baumgartner

Paul Auster

Seix Barral, 2024

                                                               Auster y la novela por venir

 

                Lo confieso, he tenido que hacer dos lecturas de Baumgartner para comprender por qué en la primera la novela no me había llegado del todo. Una ventaja del lector aficionado, sin lealtades vicarias, es escribir sobre libros que le han dejado buena impresión o aquellos de donde ha obtenido algún conocimiento. Esta última novela de Paul Auster —en el mejor de los casos— estaría en la segunda premisa pues algo he aprendido, sobre la vida y sobre lo literario.

Mi primera lectura perpleja me condujo a sospecha de una verosímil ineptitud personal pues en ocasiones el lector está en una longitud de onda lejana al texto abordado por contingencias privadas, preocupaciones o iniquidades externas. A todos nos ha ocurrido aborrecer un libro a las cuarenta páginas, apartarlo y, pasado un tiempo —días, meses, años—, regresar sobre él y amarlo, disfrutar de su delicada textura que antaño nos pareció rugosa e insípida.

                Prometo —a mí mismo, antes que nada— releer este Baumgartner dentro de un tiempo. Semanas, meses, años…, quién sabe. Pero es este un litigio privado…

                Mis dos lecturas del libro de Auster se instruyen por respeto al autor, a quien admiro por toda su obra y en especial por obras maestras como La trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, Leviatan o La noche del oráculo, en donde el lector saborea, aún, el manjar de la gran literatura. Cómo no respetar y admirar la prosa radiante de Auster. Me propuse por tanto releer y comprender. Pero ¿qué comprender? Pues las razones personales —pero también técnicas, argumentales, estilísticas— que me han llevado a una conclusión tajante. La novela de Auster no es buena.

                Comencemos por lo más dramático. ¿Recuerdan aquello que le dijo John Banville al también escritor Rodrigo Fresán en una entrevista? “El estilo avanza por delante dando zancadas triunfales mientras la trama va por detrás arrastrando los pies”. En las grandes obras de Auster el estilo tiraba de la trama, avanzaba como un general valiente a la cabeza de sus tropas, confiadas en el éxito de la batalla. Sin embargo, aquí, en Baumgartner, es la trama, el argumento, la historia del setentón Sy la que encabeza las huestes narrativas. El gran estilo austeriano se ve así sometido a las vicisitudes del protagonista, a su lentitud, su convalecencia, su tristeza. ¿Dónde queda aquella escritura vibrante, ingeniosa, arriesgada de La noche del oráculo o Leviatan?

                ¿Se imaginan conducir un Ferrari como coche auxiliar en la vuelta ciclista? Qué sentido tendría subirnos a trescientos caballos para ir a cincuenta por hora. Nadie usaría un caballo pura sangre como montura de los Reyes Magos en su cabalgata. Y no es que no vea en el texto el estilo poderoso de Auster. Se lo ve, pero acongojado, marchito. Es el tema —la vida otoñal del protagonista— lo que paraliza al estilo. Tanto es así, que las mejores páginas de la novela son los fragmentos autobiográficos de la esposa, Anna Blume, insertos al modo cervantino donde sí contemplamos al estilo, valiente y con brío, a la cabeza de la narración.

                Ya el inicio de la novela (y más habiendo leído el final, sobre el que volveremos más adelante) conduce al lector —a quien esto escribe—, con tanto tropiezo, resbalón y caída, a imaginarse al histriónico actor Steve Martin interpretando el papel de un vejete rijoso y torpe en una suerte de cómica dramaturgia. Y es que los tres primeros capítulos resultan tediosos, inanes, sin fuerza. Los salvan, como he apuntado antes, los fragmentos “narrados” por Anna con una prosa mordaz, ágil y verosímil.  Ahí el estilo sí avanza “a zancadas triunfales”.

                En la segunda lectura, en vez de al rijoso Steve Martin, imaginé, en un instante de lucidez, a un Buster Keaton crepuscular y perplejo, pero imbuido de una cierta ternura que parecía un giño al magnífico Hector Mann de El libro de las ilusiones. Resultó un espejismo. Y es que la artesanía austeriana falla en esta novela. La sugerente aparición del joven Papadopoulos al inicio de la novela —mediante una de esas famosas llamadas intempestivas de otras novelas de Auster—, del que se pierde el rastro y que sólo al final reaparece como si Auster, al repasar la novela, cayera en la cuenta de aquel hilo perdido y desperdiciado.

                Para terminar, lo mejor de la obra: el final y el futuro. Y es que Baumgartner pareciera más bien los preliminares de la verdadera novela que Auster se proponía (y se propondrá, arriesgo), escribir. Porque la verdadera novela se intuye al final, en el magnífico capítulo cinco, con la aparición de la joven estudiante Beatrix Coen. Esa es la novela que nos interesa, la historia y relación del viudo Baumgartner y la joven Bebe, relación intrigante bajo el fantasmático influjo de esposa muerta y obra literaria a revivir por Beatrix y Sy en tardes de té, pastas y poemas. Ese es el triángulo dramático que Auster deja abierto al final de su novela. Y es hasta posible —aventuro— que el texto ya lo tenga el gran Auster sobre su mesa. Y ahí ponemos la esperanza en que el gran estilo austeriano regrese a la batalla.

“Y así, con el viento en la cara y la sangre aún rezumando de la herida en la frente, nuestro héroe se dirige en busca de ayuda, y cuando llega a la primera casa y llama a la puerta, empieza el último capítulo de la historia de S. T. Baumgartner”.

Así sea. Salud.


 




Ocho entrevistas inventadas

Enrique Vila-Matas

H&O Editores, 2024

 

                Es paradójico que este último libro de Enrique Vila-Matas no sea de Enrique Vila-Matas, porque —digámoslo— el “autor” de aquellas entrevistas no era aún el autor que sus lectores conocemos. Y no solamente porque fuera un escritor en sus inicios sino porque ni siquiera él mismo se sabía escritor. Las ocho entrevistas incluidas en este librito fueron publicadas a finales de los años sesenta y principios de los setenta, antes de que Vila-Matas se marchara a vivir a París y de cuya estancia nos habló en su París no se acaba nunca.

Creo que fue Musil quien renegaba de esos escritores (y editores) que publicaban textos inacabados o borradores o cuadernos de notas, es decir que el autor de El hombre sin atributos negaba valor literario a textos tangenciales y ancilares de un autor. Por suerte, sus cuadernos de apuntes y sus diarios fueron publicados de forma póstuma.

Entonces, ¿cuál es el valor de las entrevistas de un autor que aún no lo era? Si la lectura de las preguntas y respuestas (algunas totalmente “falsas”) nos hace entrever cierto estilo, ciertos motivos, ciertas posiciones del futuro autor, lo que más sorprende es el carácter fundacional en cuanto a la posterior actitud de Vila-Matas hacia la práctica literaria. ¿Qué es inventarse las preguntas y las respuestas de una entrevista sino contemplar la realidad con escepticismo y someterla a la ficción?

Todo es ficción.

¿Qué supone suplantar al entrevistado y darle la propia palabra sino una atracción por la impostura, por convertirse en otro? Muchos años después de estas fingidas entrevistas leeremos libros como Impostura, Doctor Pasavento o Montevideo en los que el autor maduro reafirma la posición literaria intuida en aquellas entrevistas ficcionadas.

Todo es ficción en Vila-Matas.

Yo me imagino al joven redactor de Fotogramas ante la propuesta de sus jefes para realizar aquellas entrevistas como a un Bartleby receloso que pensara: “¿Entrevistas? Preferiría no hacerlas, así que me las invento”.

Y es que todo es ficción en Vila-Matas, desde el principio.

En el libro que nos ocupa hay una especie de epílogo, “pieza vertebradora de su obra posterior” en palabras del prologuista Mario Aznar, que es el relato Recuerdos inventados, donde ya entrevemos las posiciones que tomará el autor. «Como nada memorable me había sucedido en la vida, yo antes era un hombre sin apenas biografía. Hasta que opté por inventarme una. Me refugié en el universo de varios escritores y forjé, con recuerdos de personas que veía relacionadas con sus libros o imaginaciones, una memoria personal y una nueva identidad. Consideré como propios los recuerdos de otros, y así es como hoy en día puedo presumir de haber tenido vida».

Recuerdos inventados, entrevistas fingidas: ingenio, ficción.

Algunas de las entrevistas son composiciones de otras que el joven redactor tomó como materia prima. Es el caso de la realizada a Patricia Highsmith para La Vanguardia. Otras están “intervenidas” por el autor, como las de Bardem o Rovira Veleta. Y por fin la apoteosis de la impostura es la realizada a Rudolf Nuréyev, que directamente fue fabricada por Vila-Matas sin siquiera acudir al encuentro con el bailarín en su hotel.

Como bien apunta Mario Aznar en su prólogo al referirse a la entrevista a Marlon Brando, Vila-Matas se erige —ya entonces— en ventrílocuo y pone en boca de su personaje las propias palabras. Es el adelanto de la obra posterior (muy posterior) Una casa para siempre, en la que el protagonista quiere tener una voz propia. La entrevista a Brando, sin desmerecer a las demás, es una pirueta genial pues en ella reconocemos al actor o al menos —bajo la dirección y el método de Vila-Matas— representa el papel verosímil de una actuación íntima y personal.

Ha escrito en algún lugar Vila-Matas que “la creatividad es la inteligencia divirtiéndose”. Y qué mayor ejercicio de juego y diversión que publicar — en su momento— unas supuestas entrevistas en las que casi todo es ficción, creatividad y juego.

De aquella dualidad o ingenio bifronte al asumir el papel de entrevistador y entrevistado viene la afición inquebrantable de Vila-Matas por convertirse a la vez en escritor y lector, en escritor y personaje, en escritor y crítico. Si Borges prefería hablar de libros inexistentes como si ya hubieran sido escritos, Vila-Matas prefirió que sus entrevistados se convirtieran en personajes de una creación literaria propia.

El no menor detalle de la evolución de las firmas del futuro escritor nos pone en la pista de que la formación de una conciencia de “autor” se construye en aquellos meses y en aquellas primeras “obras”, si podemos llamarlas así. Desde un absoluto seudónimo como Mary Holmes hasta el definitivo Enrique Vila-Matas observamos la materialización de una conciencia creadora y propia.

Con todo lo anterior queda claro que este libro agradará a los lectores fieles del autor, que con perspectiva comprenderán muchas cosas. Sobre todo, comprenderán cómo Vila-Matas se adscribió a una “extraña forma de vida”.

Publicado en Entreletras, marzo 2024

Incluído por Enrique Vila-Matas en su web.

viernes, 23 de febrero de 2024

 



El estilo de los elementos

Rodrigo Fresán

Random House, 2024

 

Los lectores de Fresán saben—sabemos— que no entenderemos todo desde un principio. Los lectores de Fresán saben—sabemos— de la cierta/incierta dificultad de adentrarse en ese territorio inexplorado (por el momento) pero que, a golpe de machete abriremos camino para llegar a los claros del bosque aclarados por el autor. Quienes pretendan entender todo, desde el principio, harán mejor en ascender esas escaleras ordenadas de los libros más vendidos donde (ahí sí) todo se entiende y se tiende como sábanas blancas al sol de lo legible.

Para empezar una cita de Jean Cocteau dedicada a Marcel Proust que en la página 202 le recuerda César X Drill a Land: «No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta».

El estilo de los elementos es el nuevo libro de Fresán y recuerda a todos los anteriores libros de Fresán porque—digámoslo desde el principio— el estilo de Fresán es jugar y escribir/reescribir sobre los mismos elementos, sí: memoria y olvido; lectura y escritura; sueño y realidad; cuento y recuento… Y, digámoslo también, desde el principio (segundo principio) los libros de Fresán son un Maelström, un torbellino, un vórtice, un agujero negro (o azul y rojo) a donde el lector se arroja o se deja arrojar—empujado o de la mano como un Dante cualquiera— por su guía-autor en busca de un misterio. Y quien no desee adentrarse tras esa Puerta de Tannhäuser que abandone toda esperanza y regrese a la confortable literatura de salón.

Y, sí, de nuevo más metáforas. Los libros de Fresán son aquellos textos “decorosamente elaborados” que elogiaba Th. W. Adorno en su Mínima moralia. «Son como las telarañas: consistentes, concéntricos, transparentes, bien trabados y bien fijados. Capturan todo cuanto por ahí vuela».

Los lectores de Fresán sabemos muy bien donde nos metemos. En esa telaraña. Nos mudamos ahí por un tiempo (y un espacio) indeterminado. A veces uno desea avanzar para llegar al final, pero a la vez lamenta el avance y el principio del fin y el viajero se da vuelta y regresa a páginas anteriores por pasadizos y puertas falsas o falseadas.

Entonces, cómo hablar de este libro de Fresán. Cómo hacer la crítica de El estilo de los elementos. Pues como proponía Anatole France: «El mejor crítico es el que refiere las aventuras de su alma por las obras maestras». Y este lector que les habla—y escribe— es lo que pretende hacer. Referir las aventuras vividas y revividas durante las setecientas páginas de viaje submarino al Maelström fresaniano.

Y, entonces, ¿qué es El estilo de los elementos?

Pues es una novela de iniciación, una novela construyendo al lector y deconstruyendo al escritor, es una novela negra (o roja y azul), una novela política sin política, una novela de memoria con (muchos) olvidos, una novela de hijos y de padres. Pero sobre todo es una novela de la imaginación. Más que autoficción es novela de autoedición y reedición. O como dice uno de los personajes, Ella: «Pero me parece que esto no es una novela…Me parece que esto es como tu autobiografía pero escrita por otro, ¿no?».

Para el lector que esto escribe todo comenzó hace mucho, mucho tiempo, o no tanto, cuando leyó otros libros del escritor Fresán y, entonces, eso: aquellos libros le recordaban a todo lo que más le gustaba, pero no se parecía a nada conocido. O sí. Sonaba aquello a autores tan poco legibles como Melville, Faulkner, Musil, Nabokov, Banville o Vila-Matas. Y se dio cuenta—el lector de aquello— de la necesidad (y el placer) de tener que releer esos libros. Sucedió con Historia argentina y con La velocidad de las cosas y con el tríptico de La parte contada. Y es que eso ya le pasaba (al lector-relector) con libros de autores como—por mencionar uno actual y cercano— Enrique Vila-Matas, libros con marcha adelante y marcha atrás, libros como yacimientos donde volver a escarbar para—siempre, siempre— encontrar un objeto inesperado.

Y lo mismo ocurre con este El estilo de los elementos. El lector—aquí—, una vez terminado el libro hace unos días sintió de inmediato el deseo de volver al principio y comenzar de nuevo ya con parte del código secreto del autor aprendido y aprehendido. Y así un repaso a las primeras diez páginas resultó suficiente para comprender que las relecturas procurarían instantes de placer sin fin. Porque, como afirma uno de los personajes «el verdadero núcleo de todo libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está escrito sino el idioma dentro de ese idioma».

El estilo de los elementos, como todo libro de Fresán, no tiene una explicación sino muchas interpretaciones. Y lo dice el narrador, quien quiera que sea: «Pero hay algo formidable en leer algo no entendiendo lo que se lee y aun así entender que no se puede dejar de leer ese algo».

Y, sin embargo, no se asusten lectores primerizos de Fresán. Al final todo se entiende. Hay un hijo que es un padre que habla al hijo pero que se habla a sí mismo cuando era hijo y no quería ser escritor sino lector, pero acabó siendo escritor para escuchar unas cintas grabadas por una joven cuando él también era joven y que otra joven que no es Ella sino ella le trae cuando es mayor y escritor, pero imagina ser el niño lector que ahora, realmente, escribe. O algo así, NOME.

Y aviso. En este libro de Fresán, y en todos, lo que encontrarán, además de muchos escritores y lecturas y lectores que escriben y escritores que no paran de leer, es mucha sabiduría. «Algo de lo que uno puede entender lo que más le convenga y mejor le parezca: lo que más le sirva y le funcione y, sí, lo ayude».

Y todo esto es el estilo de este libro. Y de sus elementos.

Y Big Vaina.


jueves, 14 de diciembre de 2023

 



El arte del saber ligero

Xavier Nueno

 

Confiesa quien esto escribe haber tomado al pie de la letra la propuesta del autor de este libro y reducido su contenido a diez frases. ¿Habré conseguido atrapar el mensaje que Xavier Nueno deseaba transmitir? ¿Me atrevería a decir que ahora poseo un arte del saber ligero? ¿Son esas diez frases del libro una lectura suficiente, ligera, portátil y abreviada del texto?

El libro de Xavier Nueno es ya en sí un tratado resumido de la función histórica de la escritura, de su producción excesiva y de la pulsión humana de su destrucción. Es este un libro entretenido, bien documentado y con una bibliografía muy completa.

«Frente a la pulsión universalista hay otra que desea reducir la biblioteca, hacerla portátil». Tras la invención de la imprenta, en el siglo XV, la capacidad de producción de libros se multiplica de tal modo que en los siglos posteriores se crean profusas bibliotecas con el fin de alojar los millares de ejemplares publicados. La conversión del libro en mercancía iniciada en el siglo XVI supone una superabundancia que convierte a las bibliotecas en recintos desbordantes y desbordados en cuyos anaqueles es ya difícil encontrar un libro concreto. La percepción es la de un mundo lleno de libros.

Levanto la vista de mi cuaderno de notas y contemplo mi propia biblioteca y, sí, me doy cuenta de que ahí también sobran libros. ¿Qué hacer? El libro de Nuno me pone en la pista.

Ante este panorama, surge una figura contradictoria. Son los «escritores del no (el autor los llama terroristas), que escriben sobre el abandono de la literatura. Se presenta, pues, una paradoja. El discurso contra los libros es parte de la tradición humanística. Será durante la Ilustración cuando esta pulsión contra el exceso de libros y de información adquiera mayor alcance. No en vano, la Enciclopedia de D’Alembert y Diderot no es sino un arte de la reducción, una búsqueda de síntesis del conocimiento.

Sobre la negación o abandono de lo literario nos puso al corriente el escritor Enrique Vila-Matas en aquel raro libro Bartleby y compañía, donde hacía un repaso por la historia de autores que dejaron de escribir o que jamás escribieron. La contradicción —según Nueno— es que muchos de los negadores de la escritura recurrieron a ella para negarla. Escriben sobre no escribir. Así pues el arte de la reducción es también un arte de la destrucción. Se trata de orientarse entre los demasiados libros.

Así lo hicieron las vanguardias de principios del siglo XX —surrealistas, dadaístas— en un afán por destruir los vínculos de la literatura con el poder político. Disertaron sobre «la necesidad de acabar con la literatura». De esta estirpe son Bartleby, Lord Chandos y Monsieur Teste.  «Desconfían del lenguaje, pero se van abocados a narrar esa desazón», añade Nueno. Se llega, entonces, a la paradoja de que «la única razón legítima por la que escribimos es porque hay demasiados libros».

Son los escritores con tijeras, empeñados en reducir las bibliotecas y la sobreabundancia de libros. «Se trata, pues, de crear un canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil», sigue el autor. Y de nuevo tenemos que invocar un libro de Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátil, como texto canónico sobre el asunto. Y es que, en aquel divertido y subversivo texto, el escritor nos presentaba la conjura shandy contra la pesadez de lo literario. Los conjurados —escritores como Larbaud, Walter Benjamin y Alberto Savinio y pintores como Duchamp o Picabia— conspiraban por un saber portátil, una obra ligera y reducida que cupiera en una maleta. Quizá yo mismo podría reducir mi biblioteca a unos pocos libros que transportar en una maleta. ¿Cuáles elegiría?

Xavier Nueno acierta en su libro al entreverar las épocas —Renacimiento, Ilustración, vanguardias del XX— en las que el afán de ligereza ha atravesado la historia de la escritura. Repasa, en un vaivén histórico, las fobias contra lo literario: misología, misografía, biblioclasmo. Un posible precursor de los lectores con tijeras sería Montaigne, de quien Nueno dice que «su arte de la lectura tiene que ser entendido como una estrategia subversiva». El autor francés abogaba por una lectura que trajera «placer, juego y pasatiempo».

Y el tipo de lector que es Montaigne nos conduce directamente al lector amateur. La biblioteca del amateur nos dice el autor, «es precaria e imperfecta», ajena a la exhaustividad de las bibliotecas profesionales, a los bibliotafios donde los libros viven una vida en la muerte. Nueno invoca a Roland Barthes. «El Amateur —escribió el ensayista francés— (aquel que pinta, toca…, sin espíritu de control o competición), el Amateur reconduce el placer, se instala graciosamente en el significante…, […], es tal vez el artista contraburgués»

El Amateur de Barthes se asemeja al honnête homme que proviene del lector que fue Montaigne, un lector de un «saber mundano». Este lector lúdico y despreocupado no deja de ser una figura muy actual en el tráfago de sobreabundancia libresca de los últimos tiempos. Su consigna debiera ser la de no hacer caso a tanta recomendación editorial masiva, rechazar el brillo excesivo de ciertos premios siderales y dedicarse a indagar en las grietas del exceso literario para realizar hallazgos insólitos y minoritarios.

De este modo la biblioteca del lector aficionado y exigente ha de estar formada por unos cuantos libros de cabecera, «libros-amuleto a los que volver una y otra vez sin agotar nunca su sentido», afirma Nueno. Se trata pues de una estrategia de aligeramiento, de levedad (como proponía Italo Calvino en los años ‘80), una voluntad de crearnos «un canon brevísimo y muy personal reunido, por ejemplo, en un cuarto oscuro de casa», como ha dicho el autor de la desaparición y lo portátil, Enrique Vila-Matas.

Convencido me pongo en acción. Dejo de escribir, apago la luz de este cuarto e imagino los libros que metería en una maleta pero que aún están por venir.

El arte del saber ligero es en definitiva un ensayo clarividente para aquellos lectores que han hecho de la lectura una cierta estrategia detectivesca y se fabrican una biblioteca ligera en la que nunca se agote el sentido.


lunes, 27 de noviembre de 2023

 

EL RUIDO DE UNA ÉPOCA

Ariana Harwicz

Gatopardo, 2023

 

De algunos libros no se debería hablar. No debiéramos añadir más de lo que ellos mismos nos dicen. Sin embargo, como afirmó Walter Benjamin «si una obra es criticable, es una obra de arte; en otro caso no lo es». Entonces de El ruido de una época —considerada como obra de arte y por tanto criticable— podemos hablar, aunque no deberíamos. Y es que ante algunos libros lo apropiado sería callarse pues el texto —y su autor, aquí autora— lo dice todo.

Confiesa este reseñista su impulso de apenas recomendar la lectura del libro de Harwicz y callar. Sin embargo, existe un modo de hablar de un libro, pero guardar silencio ante él. Tal contradicción la avala, de nuevo, Walter Benjamin cuando diferenció dos posibles miradas ante una obra: la mirada del químico y la mirada del alquimista. Para el primero lo importante son la madera y las cenizas; para el segundo sólo la llama de la obra conserva un enigma, el de lo vivo. Benjamin quería al crítico como alquimista con el propósito de encontrar en la obra su «contenido de verdad». Pues bien, el libro de Harwicz es una hoguera en la que las llamas son cada una de sus páginas entre las cuales el lector introduce sus manos y siente el fuego emancipador.

Dejemos, pues, hablar a las llamas de El ruido de una época. Ellas se expresan por sí solas.

«Si algún sentido tiene este libro —dice la autora en la Nota previa—, es el de afirmar la necesidad de la paradoja». «Es celebrar la contradicción». «En la resistencia a pensar de una sola manera». «Pensar la época (y cualquier cosa) es que esté bajo sospecha y contradicción».

Y en la página 168:

«El ruido de una época define el relato que hacen los muertos a los vivos y los muertos a los muertos, de tumba a tumba, de libro a libro».

«El ruido define la sensibilidad, el estilo, el nivel de los gritos, los alaridos y soliloquios y los delirios durante el sueño».

«El ruido de una época define las declaraciones de pasión, sus variaciones, como un poema cien veces releído. El ruido y el silencio, ese reto a duelo».

El ruido y el silencio; las llamas y las cenizas (Benjamin).

Las llamas de la paradoja:

«Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron. Montaigne es el mejor adversario de Pascal. Aron el de Sartre. Escribir es una controversia subterránea». «Si se elimina la ambigüedad en un artista, se lo destruye».

«Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza. Por eso es siempre tan paradójico escribir, porque se escribe la vergüenza, pero se necesita perder el pudor».

«Para pertenecer a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época».

«Reducir las contradicciones de los personajes no es solo imposible, sino antiliterario. Igual, la literatura está llena de antiliteratura, claro está.»

Las llamas de la escritura:

«Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir».

«No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario».

«Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no». Lo cual me recuerda aquello que dice mucho Vila-Matas, «que escribir es dejar de ser escritor».

«Al escribir hay que empezar de cero, resucitar las palabras, darles una RCP».

«La gran diferencia entre un escritor y un trabajador de la escritura (o un escritor profesional) es que el escritor profesional controla su obra. Se pone al servicio de la demanda. […] En cambio, el escritor no profesional no puede controlar su corazón, tiene que hacer el libro que tiene que hacer, hasta sus últimas consecuencias. Tiene que escribir lo que tiene que escribir».

«¿Por qué el escritor debería acoplarse a la mentalidad de su tiempo? Las mejores obras han sido transversales, oblicuas: se adelantaron al pensamiento de su época, o retrocedieron».

«El arte es una visión, y las visiones son siempre proféticas».

«Creo que hoy se imponen dos estilos irreconciliables: los que asumen la independencia de la literatura y los que escriben apuntando con el arma de la ideología».

Las llamas de la identidad (y la cancelación)

«Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo».

«El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico».

«No separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador». «En este contexto, yo anunciaría el fin del arte. Si Dios murió, también puede morir el arte, tranquilamente».

Todo lo anterior es sólo una muestra de lo que nos ofrece Harwicz en su libro y, para tranquilidad del lector interesado, no agota la potencialidad de la escritura de una autora que habla sin autocensura y como ella misma dice, citando a Imre Kertész, «Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo».

Ya ven que el reseñista, al fin, no se resiste a “hablar” del libro. Aunque nada mejor pueda ser añadido, aunque nada quede por decir tras la lectura de El ruido de una época, sí es lícito invocar a aquellos lectores ansiosos de leer una escritura genuina y polémica, una escritura no sometida al signo de la época donde el sonido es el de la vulgaridad, de la palabra superficial, un sonido difuso y vago. Lo importante —y es la propuesta de Harwicz— es escuchar el ruido de esa época, el ruido de la literatura.


viernes, 3 de noviembre de 2023

 



DAMAS, CABALLEROS Y PLANETAS

Laura Fernández

Random House, 2023

 

Bienvenidos a un mundo diferente, a una narrativa propia —aunque apropiada de eméritos precursores—, a la apuesta literaria personal y personalizada de la misma autora de aquel milagroso libro publicado hace dos años y de extenso y extendido título La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Bienvenidos al mundo paradigmático y soliviantado de Laura Fernández.

Como seguramente tantos otros lectores, entré en el universo de Laura Fernández a través de un espejo cósmico, aquel tocho de 600 páginas que transcurría en un eternamente nevado pueblo recluido en una bola de nieve de esas de: “¡agítese antes de usar!”. El caso es que la autora lleva años fabricando un estilo propio del que no se ha desembarazado por ser expansivo y adictivo y comprometido con un proyecto original, aunque no originario pues recoge influencias de clásicos como Vonnegut, Philip K. Dick, Pynchon, King y otros.

Este libro nuevo de Laura Fernández no es nuevo libro en su producción pues los relatos que incluye, como la propia autora detalla en los magníficos prólogos a cada uno de ellos, son relatos escritos en los últimos años y, por tanto, anteriores, muchos, a su portentosa creación de La señora Potter… Y, entonces, se descubre que un autor o autora puede tirarse años manipulando su sofisticada bomba de relojería, sin la debida atención de lectores despistados, hasta que un día el artefacto hace explosión e impregna a ese alelado mundo de lectores para convertirlos en denodadas criaturas del mundo creado por la autora.

Al universo expandido de la narrativa de Laura Fernández puede el lector acceder por cualquiera de las puertas estelares que son cada uno de sus libros; sea este último Damas, caballeros y planetas, sea el portento de La señora Potter…, sea Connerland, de 2017, o algún otro anterior. El caso es adentrarse en el universo de LF para, quizá, no salir jamás o salir rebotado por el efecto de un “agujero de gusano” que nos conducirá a sus (malditos) precursores ya mencionados: el Vonnegut de Dios le bendiga, Mr Rosewater; el P.K Dick de Ubik o El hombre del castillo, el Pynchon de V o La subasta del lote 49.

Personalmente me arriesgaría a entrever otra influencia o acaso conexión de estilo y temática con el gran Rodrigo Fresán de Vidas de santos, El fondo del cielo o cualquiera de las Partes (La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada). Pero esto pertenece al acervo de cada cual.

Y es que las influencias en LF no se quedan en esos grandes y esquizofrénicos autores sino que la escritora succiona sangre y polvo cósmico de lo pop y lo post; de series de televisión americanas, de los cartoons USA, hasta, diría, que de la teletienda, como si la autora hubiera sido abducida por un poltergeist televisivo para sacar provecho de sus entrañas y luego devuelta al mundo gris y aburrido a que nos tienen acostumbrados tantos seudo productos thriller viscerales, asesinos en serie serializados o superinteligentes investigadoras de cartón piedra, para cargárselos a todos con rayos cósmicos provenientes de la Puerta de Tannhäuser.

Laura Fernández se ha propuesto crear una literatura alternativa transida de posmodernismo, de un estilo kitsch, de un toque retro, pero al tiempo futurista y futurizado, un estilo anómalo atravesado de giros, onomatopeyas, desequilibrios tipográficos, espasmos y ¡oh!, exclamaciones. Una explosión galáctica sobre la prosa medida y perfecta, mejor, perfeccionada con la más sofisticada tradición hispana. Y de humor, mucho humor.

Los libros —las aventuras, las situaciones— de Fernández están llenos de fantasmas, de escritores vivos y muertos, de escalofriantes hombres y mujeres de (malos) negocios, de gente que lee y de gente que escribe, sí. Libros con humor, paranoia y desequilibrio. En estos libros la realidad está en otra dimensión, en otra galaxia, reducida (y expandida) a una minúscula célula portentosa a modo de aquel telúrico colgante de Men in Black que contiene toda la galaxia perseguida por las alimañas.

Dijo Proust que le gustaban aquellos libros que parecían escritos en otro idioma. Uno lee a Laura Fernández y parece estar leyendo en lenguajes cifrados, transidos de otras lenguas y de otras narrativas.

Damas, caballeros y planetas es, repito, una excelente puerta de acceso al mundo tergiversado y versado de Laura Fernández. Relatos —más una novela breve ‘El mundo se acaba pero Floyd Tibbits no pierde su trabajo’— que facilitan la deglución en pequeñas dosis de las píldoras LF (consulte con su librero), y que preparan al lector para pasar a mayores atracones festivos en sus novelas de largo aliento.

Por tanto, damas y caballeros, lectores todos, pasen y vean y lean un espectáculo insólito, lúcido y lucido; un mundo de colorines y artificios; un espectáculo literario portentoso y adictivo. Para lectores sin miedo a perderse en planetas inexplorados.



viernes, 22 de septiembre de 2023

Lecciones

 



LECCIONES

Ian McEwan

¿Qué tipo de lecciones nos da McEwan en su última novela? ¿Lecciones de vida? ¿Lecciones de literatura? ¿Se trata de que entendamos la imposibilidad de aprender algo de la experiencia? Sabemos que la literatura no tiene porqué dar respuestas sino más bien hacer las preguntas pertinentes. Y de esto va la cosa. La prodigiosa novela de Ian McEwan trata —en un recorrido que abarca casi los últimos cien años de Europa— de ponernos ante la historia de una vida particular, la del protagonista Roland Baines, y ante la gran Historia en la cual se engarza aquella mediante el atributo más preciado que tenemos, la memoria.

Y es que esta podría ser la novela de vida de cualquier ciudadano europeo si bien, como es lícito entender, el autor la encuadra en el propio y apropiado ámbito británico para, en un recorrido vital del protagonista, atravesar los más relevantes hitos del devenir europeo y, por expansión, occidental, desde la Segunda Guerra Mundial, Crisis de los Misiles en Cuba, tragedia de Chernobil, Caída del Muro, Brexit, hasta el reciente Covid.

El protagonista, un hombre sin grandes aventuras heroicas, pero sí sujeto a (y de) vicisitudes aventuradas, se inició en la vida con adolescente relación amorosa-sexual con su profesora de piano —madura y un tanto desequilibrada— para pasar, ya en la treintena a ser abandonado por una esposa insatisfecha y radical deseosa de emancipación y exitosa carrera literaria. Alissa Eberhardt desaparece de la vida de Roland y lo deja, casi padre soltero, con un hijo de meses y ante un panorama perplejo de trabajos precarios, nuevas relaciones sentimentales y la desazón ante un mundo que no comprende o atisba malogrado.

Roland sigue adelante, criando al hijo al que no oculta la deserción materna y al que no inocula el rencor ni la nostalgia de lo que pudo ser. Y es que Roland parece hacer honor, en su vida, al epígrafe que el autor espiga del Finnegans Wake de Joyce: «Primero sentimos. Luego caemos». Y esta es una de las lecciones que nos concede McEwan, que toda vida es narración de una vida y la herramienta más potente es el recuerdo de lo vivido y la esperanza de que lo porvenir sea mejor para los que dejamos. Lecciones de vida, sí, pero también lecciones de literatura que nos da un escritor prodigioso en su salsa y demostrando su maestría para trasladar al lector por estructuras laberínticas que viajan al pasado o lo insertan en la más efervescente actualidad.

                Esta Lecciones demuestra, a su vez, la capacidad del propio autor por regresar a narración poderosa tras obras penúltimas deslizadas a terrenos experimentales de la ciencia-ficción, la fábula política y la fantasía (Máquinas como yo, La cucaracha y Cáscara de nuez) para llegar a esta obra maestra que bien podría ser una despedida de una intensa carrera. Y lo que hace McEwan es reivindicarse como gran novelista británico actual ante otros grandes de su generación como el recientemente fallecido Martin Amis y el aún en activo Julian Barnes. Porque, eso sí, el autor de Expiación y Chesil Beach demuestra en esta novela que aún se puede escribir de la existencia sin necesidad de recurrir a atrabiliarias narraciones sangrientas o terroríficas tan propias de los manidos thrillers de los últimos tiempos.

La vida aparentemente anodina del Roland Baines de Lecciones nos advierte sin aleccionar sobre el mito de que una vida heroica ha de estar por encima o delante de la Historia y demuestra que no, que toda vida, por muy común que parezca, tiene cabida en una narración si esa narración se ejecuta con vigor y solvencia. Este es el caso del libro de McEwan. Su habilidad para los tránsitos temporales, las digresiones del protagonista, las relaciones metaliterarias y la gracia para entreverar el devenir histórico particular con la superestructura social de la Historia.

Roland Baines somos cualquiera de nosotros, ciudadanos europeos del último medio siglo que hemos crecido con el recuerdo —en algunos casos más literario que vital, por edad)— con los acontecimientos históricos más relevantes del occidente y podemos reivindicarnos en la vida de Roland por los amores (trágicos o festivos) que hemos vivido, los abandonos y las rupturas, los traspiés económicos o los fantasmas del pasado, en definitiva, por lo que representa vivir. Porque como dice el narrador, hablando del ocaso en la marea de la vida de la madre de Roland, «A medida que se retiraba dejaba charcos de recuerdos extraviados al azar».

Sí, memoria, escritura…Son un atributo importante de esta novela. Porque McEwan juega con múltiples referencias literarias, como si reivindicara que una vida es más plena si tiene cerca la literatura y los libros. Y en esta novela-historia muchos escriben: Alissa, la esposa que abandona a Roland, lo hace para ser escritora de fama; Jane, madre de aquella y escritora frustrada por elegir una vida conyugal opresiva y frustrante; el mismo Roland, escritor de diarios. Y también lecturas, autores. Conrad, Musil, Proust, Seamus Heaney, pasean por la novela como si el autor quisiera dar una lección añadida: que la vida es literatura.

Y es en la cuarentena cuando Roland comprende que la existencia son recuerdos y que esos recuerdos, si están escritos, parecen más verdaderos. Entonces decide llevar un diario que se alarga hasta su vejez. Diarios que se multiplican en decenas de cuadernos con las notas del presente y se convierten en la memoria de una toda una vida. Sin embargo, ya en la vejez, Roland relee esos cuadernos y los compara con los que escribió su suegra Jane durante la Segunda Guerra Mundial y que una vez pudo leer y comprende que los suyos no tienen la fuerza de la gran literatura y los destruye en pira literaria con un té en la mano pues «albergaba más en la memoria y la reflexión de lo que podría haber hallado en sus diarios».

Los lectores estamos, en resumen, de celebración por esta gran novela de un McEwan de setenta y cinco años en plena forma creadora. Leamos pues este libro y aprendamos la lección, aunque no haya lección que enseñar, pues, como le pasa al protagonista, «en ese momento liberado pensó que no había aprendido nada en la vida ni lo aprendería nunca».


viernes, 8 de septiembre de 2023

El poder de la distracción, de Alessandra Aloisi

 




El poder de la distracción

Existen conceptos sobre los que todos creemos saber algo o los consideramos asuntos nuevos o sólo contemporáneos. Es el caso del objeto de este breve ensayo sobre la distracción. La sociedad actual considera la distracción una actividad alternativa a las ocupaciones obligatorias formalizadas socialmente, esto es, al trabajo, a las tareas organizativas, los convenios sociales… Cualquier ciudadano definiría la distracción como los ratos de ocio y diversión.

En el libro que nos ocupa, la autora ha preferido remontarse a la raíz del término y, acompañada de testimonios filosóficos, literarios y artísticos, llevarnos de paseo por los caminos menos transitados o, al menos, más desconocidos. Y digo desconocidos no para personas eruditas o formadas en filosofía, sino para el lector común, que, aunque interesado, estará menos al tanto de las referencias cultas. Pues este libro se dirige a un público general, no a doctos especialistas. Se agradece ese afán divulgador en temas nada superficiales.

Así que la autora nos remonta a Pascal ya su concepto del divertissement, que el filósofo utiliza para referirse a la «dinámica a través de la cual los hombres tienden a apartar la vista de las preguntas o las tareas fundamentales de su existencia y llegan insensiblemente a la muerte». Por tanto, el divertissement pascaliano no es divertimento sino el conjunto de «actividades que llenan nuestras jornadas apartándonos de la tarea de pensar en nosotros mismos».

Desde este comienzo tan profundo y de carga tan teológica y moral del pensamiento pascaliano, la autora nos deja transitar por referentes más amenos. Del uraño y misántropo Pascal nos encontramos con el reflexivo y condescendiente Montaigne para quien el término divertissement refiere más bien a la distracción, a la desviación del intelecto hacia los objetos más variados. Para el “inventor” del ensayo «la variación siempre alivia, disuelve y diluye». Lo que en Pascal es tendencia general de la vida humana en la condición de pecado, para Montaigne se trata de un valor ético y «práctica de vida buena y saludable».

Personalmente me agradan esos libros cuyo título comienza con Elogio de…, o El arte de…. Así recuerdo los magníficos Elogio de la ociosidad de Russell o Elogio de la estupidez, de Erasmo de Roterdam. Y aquellos de El arte de la guerra de Sun Tzu, o El arte de callar, del Abate Dinouart. Y es que este ensayo bien habría podido llamarse Elogio de la distracción o El arte de estar distraído. Y esto viene al caso porque la autora, Alessandra Aloisi, hace en su libro un elogio de la distracción y nos revela la deuda del arte con esos episodios de desvío de la realidad.

El recorrido por la historia de las ideas sigue y nos encontramos con Leopardi y sus pensamientos en aquel delicioso libro Zibaldone. Conocemos a Maine de Biran, a Rousseau, a Horacio Walpole.

Leopardi escribió: «Yo considero aquellos a los que se llaman placeres como útiles y conductores de felicidad».

Otro acierto de Aloisi es aludir, sin caer en la polémica actualizadora, a las distracciones tecnológicas, a las que no considera formas de distracción artística, sino más bien meros pasatiempos que sin embargo nos impiden el ensueño y constriñen la imaginación.

El rastro que la autora sigue nos conduce a Proust y a las sugerentes revelaciones que su memoria involuntaria trae al espíritu del narrador. En la Recherche encontramos continuas referencias a la rêverie, al ensueño del recuerdo. En realidad, nos dice la autora, «el gran descubrimiento proustiano tiene menos que ver con la memoria que con el poder de la distracción».

Locke, Rousseau, Xavier de Maistre, Poincaré son algunos más de los autores a los que la autora apela para indagar en la capacidad de la distracción y el ensueño para traernos a la consciencia sensaciones que parecieron pasar inadvertidas. Es, por tanto, una potencia evocadora y creadora la de la distracción. Aloisi analiza la conexión de la distracción con locura, con la pereza, con el sonambulismo, con el viaje. Y ese es, por tanto, el poder de la distracción, su capacidad para crear el mundo y moldear la realidad.

Y ahora, para no distraernos de nuestra función, diremos de este libro que es un ensayo magnífico, de una longitud acertada y muy esclarecedor. Si a primera vista el título podría hacer pensar en uno de esos manuales de autoayuda sobre cómo pasar el tiempo libre, tras la mera lectura de su introducción nos revela una medida profundidad. Ensayo asequible, por tanto, para lectores sin una profunda formación filosófica ni literaria pero que busquen ciertas coordenadas intelectuales.

De agradecer las notas aclaratorias, no muy profusas y un índice onomástico que servirá al lector curioso para visitar el vínculo de ciertos autores con el asunto del ensayo.

Lean, pues, este libro y, una vez terminado, abandónense a sus distracciones y a sus rêveries.

ELIZABETH FINCH, de Julian Barnes

 

Con Elizabeth Finch, Barnes añade un título más a los libros biográficos de su producción literaria. Si con El loro de Flaubert, publicado en 1984, el autor consiguió la excelencia narrativa, posteriores obras han demostrado su interés por el afán de «hablar del asunto» de las vidas ajenas.

El hombre de la bata roja, dedicado a Samuel Jean Pozzi y El ruido del tiempo, donde cuenta algunos episodios de la vida del músico Shostakóvich son las otras dos obras netamente con vocación biográfica. Habría que añadir a esta lista el libro Nada que temer en el que Barnes realiza, aquí más, un ejercicio autobiográfico pues trae a la luz a familiares cercanos y ancestros.

Elizabeth Finch no llega a la excelencia de las obras anteriores. Y podría achacarse tal menor nivel a un cierto “apresuramiento”. Y es cierto que esta novela será considerada de talla menor en la obra del autor inglés, pero no es menos cierto que pocos autores mantienen un nivel de obra maestra en todas sus tentativas.

Aquí, a diferencia de las obras dedicadas a Flaubert, a Pozzi y a Shostakóvich, el personaje biografiado es alguien anónimo, es decir no se trata de un famoso artista o un relevante dandi, todos ellos personajes reales. Elisabeth Finch fue una profesora del narrador con la que mantuvo una relación de aprendizaje vital, intelectual y, sólo platónicamente, de amor. Y es que Barnes parece decirnos que toda vida puede ser motivo de interés. Quizá es la propia mirada del biógrafo la que constituye el elemento narrativo más allá de los méritos y los episodios más o menos relevantes del personaje.

En esta obra Barnes parece decirnos que es sólo en la ficción como todos podemos ser personajes. Así lo explica Anna, uno de los personajes del relato: «la idea de que una vida, por mucho que quisiéramos, no equivalía a un relato; o no a un relato tal como lo concebimos y esperamos». Y es que una vida se compone de meros episodios sin ilación y es la mirada del narrador, del biógrafo o de cualquier otro la que construye el relato de esa vida.

Hay una frase del libro El hombre de la bata roja que esclarece la concepción barnesiana de la existencia como materia de ficción. Allí se nos dice «la biografía es una colección de agujeros unidos por un cordel». Y es esta máxima la que fundamenta toda especulación sobre las existencias ajenas y las propias. Y así nos muestra Barnes la vida de su admirada profesora, mediante la indagación detectivesca en los agujeros de la vida, en los papeles que ha dejado y en las opiniones de los que la trataron.

El narrador recibe el legado escrito de la profesora y amiga una vez fallece. Cuadernos deslavazados con apuntes para una biografía de Juliano el Apóstata que Finch había dejado inacabados. Se crea de este modo un efecto de cajas rusas, de derivaciones biográficas que solo pueden ser completadas por la ficción.

Elizabeth Finch es, pues, una obra menor de Barnes, pero mantiene la ironía y el juego de alusiones propio del autor inglés. Su estilo se hace en esta obra más sosegado, menos artístico y sofisticado quizá porque el escritor profesional de obras anteriores se baja de su pedestal y delega en un narrador aficionado la construcción del relato. Y es el propio narrador, el alumno enamorado de su profesora, el que desestima la posibilidad de agotar la existencia de la amiga. «Guardaré lo que he escrito en un cajón, junto con los cuadernos de EF, quizás. De vez en cuando, me imagino a alguno de mis hijos encontrándolo tras mi muerte. “¡Anda, mira, papá escribió un libro! ¿Alguien quiere leerlo?”.

Y es así como Barnes considera la posibilidad de escribir sobre las vidas ajenas. Una consecuencia de la casualidad, del encuentro inesperado, de una mirada a los agujeros unidos por un cordel invisible.

 


Del Drina al Vístula, Mercedes Monmany

 

Con su habitual sensibilidad y fortuna literaria, Mercedes Monmany nos presenta el libro Del Drina al Vistula para mayor entusiasmo de sus lectores y de los amantes de la literatura europea. En unos tiempos en los que nacionalismos separadores y nuevas beligerancias afrentan el espíritu europeísta, la literatura bien puede convertirse en vínculo de entendimiento y consenso.

Del Drina al Vistula recorre las creaciones literarias del corazón de Europa en un recorrido fluvial—no en vano su título lo enmarcan dos ríos centroeuropeos—de ligera navegación, exactitud analítica y pasión por la historia literaria del viejo continente. Y es que la autora, como ya hizo en sus obras Por las fronteras de Europa, Sin tiempo para el adiós o Ya sabes que volveré, profundiza en el alma común de una Europa que ha expresado tanto sus conflictos como sus afinidades en la mejor literatura desde el siglo pasado hasta nuestros días.

Merece un aprecio especial la gran labor divulgativa de Monmany respecto a la literatura europea en general y la de Centroeuropa en particular. Una divulgación que la propia ensayista ha denominado una suerte de «evangelización» literaria. Y es que no es menor la necesidad de que el occidente europeo preste atención a aquellos países que durante tantos años—sobre todo tras la caída de imperio austrohúngaro y las dos guerras continentales— cayeron en el ostracismo y el aislamiento bajo el oscuro yugo soviético.

Quién mejor que Mercedes Monmany, ella misma educada en un imaginario literario de frontera —entre España y Francia; Portbou y Cérbère—, para comprender y hacernos traspasar las fronteras que durante tanto tiempo nos han alejado de las literaturas de países como Hungría, Polonia, Rumanía, Serbia o Ucrania. En este maravilloso libro podemos conocer a autores como Magda Szabó, Adam Zagajewski, Mircea Cărtărescu, Dubravka Ugrešić o Yuri Andrujovich. Países y autores que, según palabras de la autora «encarnaban enormes y profundos agujeros negros de desconocimiento». Y así lo expresa en el prólogo la autora, citando al Premio Nobel de 1980, Czesław Miłosz, que, en su obra La mente cautiva diría: «Cualquier polaco, checo o húngaro sabe bastante de Francia, Bélgica u Holanda, pero en cambio un francés, belga u holandés de cultura media apenas sabe nada de Polonia, Checoslovaquia o Hungría».

De reparar esta anomalía se ocupa Monmany en este nuevo libro con el cuidado y la sensibilidad habituales en sus obras. Aquí nos presenta unas decenas de autores y sus obras más relevantes con una mirada a las circunstancias históricas de cada uno de ellos con el fin de romper aquella invisibilidad en la que se desarrollaron ante la desidia de los países de la Europa libre. Sin embargo, no se trata sólo de dar a conocer obras y autores para equilibrar el injusto olvido de aquellos durante casi un siglo. Somos los lectores de la Europa occidental quienes más ganamos al acercarnos a estas literaturas. Somos los lectores quienes accedemos a un acerbo cultural de enorme calidad estilística y de pensamiento. Conocer la literatura húngara, rumana, croata, eslovaca, etc, amplía nuestro acerbo cultural y el acceso a experiencias diversas, dispares de las vidas de los países del oeste.

Este itinerario fluvial de mano de la autora nos hará atravesar historias y experiencias particulares, sencillas, de personas y personajes que sufrieron persecución, falta de libertad, terror dictatorial pero que, en su tragedia, mantuvieron el orgullo de nación y la dignidad anclada en la cultura. Su literatura muestra un apego a la sencillez y al compromiso con la belleza de sus lenguajes y sus ciudades. Sus historias se expresan sin el arrebato mercantilista de parte de la literatura occidental, subordinada en demasiadas ocasiones a la lista de ventas y al beneplácito de un mundo de lectores ávidos de novedades.

No quisiera cerrar este texto sin llamar la atención sobre los títulos descriptivos que acompañan, en cada capítulo, a los nombres de los autores. Muestran el don de la autora para resumir en pocas palabras el atributo más ajustado a cada autor. Representan, en sí, sugerentes títulos de posibles novelas, creando en el lector una poderosa expectativa de lectura. Algunos ejemplos. El rumor del tiempo. Elogio del nomadismo. Los sótanos de Bucarest. Los nuevos apátridas. Una sutil obra maestra. Ya sólo la lectura del evocador índice nos adelanta un horizonte de delicias literarias de primer orden.

El libro de Mercedes Monmany, digámoslo para terminar, es un libro imprescindible para aquellos lectores que deseen abrir su frontera literaria a autores de enorme calidad estilística y sensibilidad humana, una frontera que no ha de ser muro sino puerta amable de entrada al corazón de la Europa que siempre existió y a la que pertenecemos todos.

 


  Por qué Georges Perec Kim Nguyen La uña rota, 2024 67 páginas                       Las razones de Kim Nguyen para escribir ...