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lunes, 9 de octubre de 2023

 

Noir sobre blanco

Una mirada sobre LAURA, novela de Vera Caspary,

 

 

Vi por primera vez Laura, el filme de Otto Preminger de 1944 en los años 80, cuando me dediqué a grabar cintas VHS de la televisión. Me hice así con una buena colección de clásicos de cine negro. Desde aquella primera vez me pareció una película deslumbrante y, a la vez, enigmática. Que la cinta estuviera protagonizada por la bellísima Gene Tierny fue un aliciente y supuso, por qué no decirlo, mi enamoramiento eterno de aquella actriz, calificada en su tiempo como la mujer más bella del mundo.

Toda adaptación cinematográfica de una novela se permite ciertas estrategias inherentes al propio medio. Por propia definición técnica el lenguaje del cine no es el literario una película cuyo guion está basado en una novela ha de modificar, cortar y transfigurar la semántica original. Adaptar, en definitiva. Y es que, como veremos más adelante, realizar una versión fiel de esta novela no es sencillo (no lo fue), quizá sólo lo habrían hecho directores de la nouvelle vague o del noir francés.


La película comienza con una voz en off que nos introduce en la historia. Es la voz de Waldo Lydecker que, a modo del narrador de un relato, se dirige al espectador como a un auditorio congregado alrededor de una hoguera. Lydecker se convierte así en nuestro anfitrión al contarnos la historia del crimen y la investigación subsecuente mientras nos va presentando a los protagonistas. Esa reminiscencia literaria atrae el interés del espectador y le posiciona en el punto de vista del narrador.

En la historia hay un crimen, sí, pero el elemento que opera como enigma de la película es la atracción del detective McPherson hacia la protagonista, Laura Hunt. Esto no sería relevante si el objeto de tal atracción fuera una mujer a la cual conoce en el transcurso de la historia. Lo sobrecogedor es que el detective se enamora de una muerta, de la persona asesinada y nos traslada (tanto al espectador como al mismo McPherson) a un ámbito morboso pariente del trastorno sicológico.

Así, la creciente obsesión de McPherson por la joven asesinada se convierte en un relato paralelo a la investigación del caso. Entretanto el detective realiza sus pesquisas policiales e interroga a los allegados de Laura, asistimos al proceso (obsesivo, enfermizo) del enamoramiento. Y es aquí donde tenemos la clave que separa la película de la novela en la que está basada. Ya les dije que las herramientas del cine no coinciden absolutamente con las de la literatura. Esta incluye a aquella como forma artística total, al ser el lenguaje escrito la forma más precisa de entender la realidad. En el cine son las imágenes en movimiento lo que crea la estructura narrativa. Las imágenes, su secuencia y por supuesto los diálogos. Pero hay un aspecto del lenguaje cinematográfico que no iguala la capacidad expositiva total que sí posee el lenguaje literario.

El caso es que en la película se manifiesta el hecho fundamental (la atracción del detective por Laura) mediante la imagen. Un retrato de Laura es el objeto referente. El cuadro está en el salón de la casa de Laura, donde se desarrolla gran parte de la acción. La imagen de Laura Hunt está en ese cuadro que el detective contempla en soledad cuando va al apartamento (escena del crimen) para, supuestamente, efectuar sus averiguaciones. El proceso de enamoramiento se hace también explícito en los diálogos entre McPherson y Waldo Lydecker, en el que este detecta y reprocha al detective su evidente atracción por Laura. No olvidemos que Waldo se ha presentado como mentor y mejor amigo de Laura y se crea un conflicto entre ambos admiradores de la joven asesinada. Pues bien, es el cuadro, la representación visual de Laura, lo que ejerce de fetiche para informar al espectador del vínculo amoroso unívoco del detective y la mujer asesinada.

Desde los años 80 he visto Laura una docena de veces, y cada vez me parecía más enigmática esa atracción del personaje de McPherson hacia Laura. A mitad del filme, el detective deambula por el apartamento mirando en varias ocasiones el cuadro; ha entrado en el dormitorio de la joven y revuelto sus cosas; ha abierto sus cajones y contemplado la ropa íntima de Laura. Huele sus perfumes, revisa su mesa, ojea un cuaderno y regresa al sillón bajo el cuadro con una copa en la mano. McPherson se duerme abatido por el cansancio de sus pesquisas, por la tribulación amorosa y por el efecto del alcohol. La escena siguiente nos muestra la llegada de Laura a su apartamento y el encuentro que al principio aparece bajo la ambigüedad de un verosímil sueño del detective con el policía. Desde ese momento, la historia es fluida y al espectador nada le hace sospechar de otro enigma que la incógnita de quién y cómo ha asesinado a una joven que ahora no es Laura.


He de confesar que nunca me había interesado por la obra en la que el filme de Preminger estaba inspirada. En los créditos se mencionaba como «based on the novel by Vera Caspary», publicada en 1942 pero siempre supuse que tal novela sería una de esas obras menores que había servido de base para un brillante guion y una excelente película. Sin embargo, tras ver la cinta una vez más (hace un par de años si no recuerdo mal) decidí buscar la novela de Caspary. Encargué una edición de Alianza Editorial de 2016, traducida por Pilar de Vicente Servio. En la portada se ve a Gene Tierney frente a Dana Andrews en blanco y negro que representa la escena en que Mark McPherson interroga a Laura en el despacho de aquel bajo un foco deslumbrador. Que las ediciones del libro posteriores a la película lleven una portada con imágenes del filme demuestra que la novela quedó superada y relegada por lo visual.

Pues bien, mientras leía la novela descubrí que se trataba de un artefacto literario de primer orden. Lo que Caspary había escrito era una apología de lo textual, un homenaje a la capacidad de lo literario para explicar la realidad. La novela es un compendio de voces narrativas, de los efectos de la escritura y la lectura en la aprehensión de lo real. La revelación me hace pensar que todo el género negro se presta a construcciones más allá de su propio ámbito. Resulta que en la novela no es sólo Waldo Lydecker quien narra la historia, sino que también McPherson y Laura construyen su relato mediante sus escritos y sus lecturas.

La novela está dividida en cinco partes y cada una es el lado de un prisma de la realidad. Hay tres narradores, Waldo, McPherson y Laura. La primera parte es el relato del escritor y nos narra (recordemos aquella voz en off del filme) el asesinato de Laura y nos presenta su relación con la joven. Además, Lydecker enfatiza el aspecto necrofílico de la atracción del detective y su evidente rechazo hacia este. En la segunda parte el punto de vista se desplaza a McPherson, que narra la aparición de Laura y el proceso personal de su enamoramiento por la joven renacida de la muerte. La tercera parte es la transcripción taquigráfica de la declaración de Shelby Carpenter, el novio de Laura, en la que están presentes el teniente McPherson, el propio Shelby y el abogado de este, Mr Salsbury. En la cuarta parte es Laura quien hace la narración hasta minutos antes de la escena final, que forma la quinta parte en la que de nuevo McPherson retoma la narración para describirnos el desenlace.

Y es esta brillante estructura literaria, este prodigio de construcción narrativa, lo que, por razones técnicas obvias, queda desfigurado en la versión cinematográfica. Este hecho no obsta para que el resultado artístico del filme sea impecable. Se trata, como dije al principio, de dos géneros artísticos diferentes con sus propios recursos estilísticos. Es lógico que el director y sus guionistas vieran la necesidad de crear un punto de referencia visual (icónico) con el fin de guiar al espectador en el relato del enamoramiento del detective.

Es lógico imaginar que los guionistas decidieran sustituir el entramado literario ─tres narradores que escriben textos─ por una construcción visual y dialogada. La historia del rodaje cuenta que tal cambio fue sugerido por el productor Zanuck a los guionistas, Hoffenstein y Reinhardt. Y sospecho que para enfatizar el elemento visual decidieron contratar a una actriz «bella» como Gene Tierny. La belleza explícita de Tierny sirve de vínculo entre el espectador y el sentimiento de McPherson. ¡Cómo no va a enamorarse uno de Gene Tierny! Se enamora el detective y se enamora el espectador (no sólo el espectador masculino, cualquier mujer entendería tal atracción). Curiosamente en la novela Laura no es una mujer especialmente «bella». Y es esta sustitución de lo textual por lo visual lo que me chirriaba de la película cuantas veces la veía.

Siempre me pareció excesiva la obsesión de McPherson por la joven asesinada. No olvidemos que el teniente demuestra su pasión antes de que Laura regrese de entre los muertos. Así se explicita en la escena en que Waldo le reprocha su interés por adquirir el cuadro de Laura una vez que todos sus enseres se ponen a la venta tras su fallecimiento. ¡Qué obsesión la de este hombre por una mujer a la que «sólo» ha visto en un cuadro!, me decía cada vez que veía la película. Sí, la chica es una belleza, pero… El caso es que todo cobra sentido tras leer la novela. Ese «vacío», ese punto ciego está explicado por el elemento textual eliminado en la película. Veremos porqué.

Y es que McPherson, en aquellas escenas en las que «husmea» el apartamento de Laura, no sólo contempla el cuadro (de hecho, en la novela el cuadro es un elemento secundario), sino que lee sus diarios. Es decir, además de curiosear y acariciar las prendas íntimas de la joven, el detective se introduce en lo más profundo de una persona, en sus escritos privados, en sus confesiones personales, en la exposición de su personalidad, lee su diario. Y ese diario, para Laura, es muy relevante. Así lo confiesa al comienzo de su narración, «La semana pasada, cuando creía que iba a casarme, quemé mi niñez tras de mí. Y juré no volver a escribir un diario». Y es que McPherson entra en la intimidad de Laura a través de su “vida escrita”: lee su diario, curiosea sus cartas, sus facturas; escruta los libros de su biblioteca. Es decir, en esta novela la lectura es un modo de investigación. Y la escritura es un modo de expresión. Lydecker escribe (es periodista y escritor), McPherson escribe, «Ahora yo continuaré la historia», dice en la primera página de su “parte”. «Mi relato no tendrá el sofisticado toque profesional que, como diría él, distingue la prosa de Waldo Lydecker». De este modo explícito, McPherson comienza su narración y se convierte en escritor, toma el relevo de Lydecker. Y desvela de algún modo que se enamora de Laura tras conocerla «en» sus escritos.

Y, por fin, Laura también escribe. Su narración nos introduce en un relato más íntimo y descarnado. Para Laura la escritura es también una necesidad. Desde niña había llevado un diario. Al comienzo de su relato confiesa su necesidad de expresar su intimidad en él, «Nunca he sabido llevar un diario al uso, reducir mi vida a una línea por día, ni conceder al desayuno del día 16 la misma importancia que al enamoramiento del 17». Y más adelante confirma su apego por lo escrito, «antes de empezar a pensar con la cabeza sobre cualquier acontecimiento, tengo que verlo como algo sólido, en papel». Se revela en esta declaración la categoría lectora de la joven. La realidad vista a través de las palabras. Tanto es así que más adelante Laura admite que una vez intentó escribir una novela, «era mala y nunca la terminé; pero la escritura espesa el polvo». Y aquí no se trata sólo de poner por escrito los sucesos que les acontecen a los protagonistas narradores, es algo más, es una intención de estilo, de “escribir como se debe”.

En un momento de la narración, Laura se va por el lado lírico, hablando de pétalos rojos que se dispersan a sus pies. Y, entonces, se para y corrige ese estilo. «Esta no es forma de escribir la historia. Debería hacerlo de manera simple y coherente, enumerando los hechos uno a uno y poniendo orden en el caos de mi mente». Con este gesto la joven se distancia del estilo de Waldo, lírico y sofisticado, y se acerca al estilo seco, sobrio y popular de McPherson. Podríamos ver aquí la intención ─ ¿de Caspary?, ¿del personaje Laura? ─ por producir un deslizamiento de la alta cultura representada por Waldo a la cultura popular que representa el policía (paso de la novela clásica de misterio al hardboiled). Este deslizamiento resultaría anecdótico si no llegara unido con otro deslizamiento más profundo. Porque, ¿no es asimismo un desplazamiento la degradación personal y social de Laura al dejarse caer en brazos del tosco e insensible policía? Laura se abandona a una devaluación personal. Waldo nos ha presentado a una Laura sofisticada, inteligente, madura, creativa, dueña de su vida. Y como tal la vemos tras su regreso de la muerte. Pero no tardamos en asistir a una degradación de aquella Laura ideal (diríamos que “creada” por el elitista Lydecker) para contemplar a una Laura abandonada a lo sensual, atraída por lo barriobajero y embrutecido del mundo de McPherson. Por su puesto, en la película esta «degradación» de Laura no se ve por ningún lado.

En las últimas páginas de su propio relato, Laura se abre a las pasiones, se abandona a la lascivia, se convierte en otra mujer o, por qué no, se muestra verdadera. Lo que leemos lo ha escrito Laura, es su confesión. Hace literatura. Hay una escena clave en este proceso de degradación. Aparecen Laura, McPherson y Lydecker. El escritor trata de “salvar” a su amiga de entregarse al teniente, pero ante el empeño de Laura, desiste: «Os felicito por vuestra autodestrucción, hijos míos ─dijo Waldo, colocándose las gafas sobre la nariz» ─ «Waldo ─dije, dando un paso tímido hacia él. El brazo de Mark se tensó y me agarró. Me sujetó y olvidé al viejo amigo que esperaba junto a la puerta, con el sombrero en la mano. Me olvidé de todo; incluida la vergüenza, y me derretí, con la mente nublada; me liberé de todos mis miedos y angustias y me dejé caer en sus brazos, como una fulana».


A partir de esta escena asistimos a la máxima degradación de Laura. Ella misma se califica y parece hacerlo ─mediante la escritura, para mostrarlo al mundo─ con placer morboso. Las palabras utilizadas nos parecen insólitas en boca de la joven sofisticada que conocíamos. Desde luego no son palabras imaginables en boca de la actriz Gene Tierney. Todo esto no aparece en la película, por supuesto. Por eso la novela llega mucho más allá de contarnos una historia policíaca. La novela cuenta la historia de la conversión de una mujer. Y es la propia Laura quien nos lo cuenta, la que desea contarlo: «Sigo sentada al borde de la cama, a medio vestir. […] Tengo las manos tan frías que apenas puedo sostener el lápiz. Pero debo escribir; tengo que seguir poniéndolo todo por escrito para despejar la confusión de mi mente y pensar con claridad». Ese deseo de contar, esa necesidad de contarse es la de todo buen escritor. Escribir como único modo de ser en el mundo. Laura se ha quedado sola tras la salida de Mark, escribe en la noche, está dispuesta a todo, se abandona. Las últimas líneas de su relato resultan soberbias: «Está sonando el timbre. Puede que haya vuelto para arrestarme. Me encontrará como a una furcia, con mi combinación rosa con un tirante caído sobre el hombro y el pelo suelto. Como una muñeca, como una tipa, como una mujer de las que los hombres utilizan y luego dejan de lado».


lunes, 25 de septiembre de 2023

El test Calvino

 


EL TEST CALVINO

En la página 229 de su Si una noche de invierno un viajero (Ed. Bruguera, 1983, trad. de Esther Benítez), Italo Calvino (su personaje Arkadian Porphyritch) propone las distintas situaciones de los libros según la sociedad en la que se desarrollan.

Se me ocurre llamarlo el Test Calvino y podría ayudarnos a establecer la salud de nuestra literatura.

Amable lector, ¿cuál cree que es la actualidad de los libros?

A.      Los países donde todos los libros son secuestrados sistemáticamente;

B.      Los países donde pueden circular sólo los libros publicados o aprobados por el Estado;

C.      Los países donde existe una censura tosca, imprecisa e imprevisible;

D.      Los países donde la censura es sutil, erudita, atenta a las implicaciones y a las alusiones, regido por intelectuales meticulosos y malignos;

E.       Los países donde las redes de difusión son dos: una legal y otra clandestina;

F.       Los países donde no hay censura porque no hay libros, pero hay muchos lectores potenciales;

G.      Los países donde no hay libros y nadie lamenta su falta;

H.      Los países, por último, donde se publican todos los días libros para todos los gustos y todas las ideas, entre la indiferencia general.


viernes, 8 de septiembre de 2023

Peripecias de los hermanos Schneider de Esta bruma insensata

 


El último libro publicado por Enrique Vila-Matas fue Esta bruma insensata, (Seix Barral 2019). Desde entonces nada se sabe del escritor.

Para ser más exactos, en 2020 se publicó un libro-entrevista en Wunderkammer, realizado por Anna María Iglesia. Pero esa entrevista, tanto preguntas como respuestas, bien podría haber sido una construcción ficticia de la periodista (genial en todo caso), inventando las respuestas del escritor desaparecido. Ya el título, Ese famoso abismo, nos hace dudar de la presencia del autor en terreno firme. No, no se fíen, Vila-Matas ha estado estos tres años de ausencia en un lugar desconocido, sí, explorando un abismo, el abismo de la desaparición de la literatura.

Permítanme desvelarles dónde ha estado el escritor barcelonés. O mejor, lean mi propio libro, La paradoja del detective donde desentraño las circunstancias de la desaparición del escritor. Vila-Matas ha estado conspirando para hacer desaparecer la literatura. Así, como lo leen. En mi novela demuestro que Vila-Matas son, en realidad, dos personas, dos escritores de vocaciones diversas (Pregunta: ¿es uno Vila y otro Matas?, quién sabe). El propio autor dio alguna pista en su último texto. En Esta bruma insensata, los dos hermanos, Simon y Rainer, son los trasuntos de las dos personas que forman la marca Vila-Matas. En todos sus libros V-M ha ejercido el arte de desaparecer y el arte de transmutarse en heterónimos, en pessoas múltiples, Doctor Pasavento, doctor Ingravallo, doctor Pynchon, los (tres) hermanos Tenorio de Lejos de Veracruz, y así hasta el casi infinito. Sí, lean mi libro y descubrirán quienes son los dos escritores de estilos opuestos que escriben los libros de V-M.

En La paradoja del detective describo la escisión de esos dos autores que se conocieron en Paris en los años setenta y decidieron formar una sociedad literaria. Pero tras su última novela rompieron su sociedad. Uno ponía las citas y el otro las aventuras, uno aportaba la literatura y el otro la vida. Ya desde mis primeras lecturas de V-M intuí que este autor era, realmente, un escritor de novelas de aventuras. Más que Ian Fleming, más que Salgari. Viajes no faltan en las novelas de V-M. Viajes y desventuras, viajes y encuentros inesperados, viajes y monstruos, llegadas a puertos y aeropuertos, desapariciones, asesinatos, traiciones. ¿No es todo eso literatura de aventuras?.

En mi libro desvelo las últimas peripecias de los dos Vila-Matas. Han descubierto la organización que controla la literatura y que está transformando los libros en barato objeto de consumo. Las dos personalidades de V-M han luchado para desenmascarar el complot y han conseguido salvar a la literatura. ¿Cómo?. Haciéndola desaparecer, llevándola a las catacumbas, a los sótanos de lo literario verdadero, luchando contra los «cuervos perdidos en el mafioso centro de la selva fúnebre de su industria». En mi libro desvelo quienes, junto a V-M, han conspirado contra lo putrefacto de la literatura, de las libros legibles, de los autores mediocres, de tanto advenedizo famoso que pone nombre a novelas vomitivas. Tras la aventura los dos escritores se han separado y tomado caminos diferentes.

En los últimos días se da la noticia de la aparición de un nuevo libro de V-M para fin de agosto. Su título es Montevideo (Seix barral, 2022). Noticia fantástica para los lectores de V-M. Pero la pregunta es ¿quién ha escrito ese nuevo libro, el autor literario o el escritor de aventuras?. ¿El gran experto en citas distorsionadas y vidas de otros autores o el narrador de viajes, ausencias y desapariciones?

Ignoro el asunto y la trama de Montevideo pero seguro, tratándose de V-M, que hay mucha literatura y muchos viajes, como si leyéramos a Borges y a Stevenson a un tiempo.

«Ojalá comprendas que tu destino es el de un hombre que debería estar deseando elevarse, renacer, volver a ser. Te lo repito: elevarse

Si desean elevarse «sobre la pesada vida terrestre» lean La paradoja del detective. Y, por supuesto, lean el libro de los Vila-Matas.

El lector estuche I y II

 


EL LECTOR-ESTUCHE (I)

 

Impertinencia, polémica y destrucción

 

Tres lecturas diferentes me han llevado a consensuar las categorías que subtitulan esta reflexión.

La primera lectura es un compendio de ensayos y artículos de Juan Benet en el que se incluyen respuestas a entrevistas de los años 80 (Ensayos de incertidumbre, Lumen 2011, Ed. Ignacio Echevarría). Decía Benet a propósito: «Yo creo bastante en la eficacia de la impertinencia, sobre todo en la de determinadas opiniones impertinentes. En cierto modo esas opiniones son, por impertinentes, las más útiles, las más atractivas. Si las opiniones se matizan, pues se vulgarizan, y entonces caen en el lugar común»

Un artículo de Beatriz Sarlo en Babelia, publicado recientemente, es la segunda lectura motivadora. Su título no puede venir más a cuento, Elogio de la polémica. En su reflexión, la escritora argentina, defiende la polémica como herramienta de conocimiento ya que «respetar las ideas es polemizar sobre ellas pues para polemizar hay que conocerlas bien». Así se interpreta la polémica como acercamiento a los otros, a sus ideas con respeto y profundidad. Hay una coincidencia entre Benet y Sarlo en cuanto al matiz como postura temerosa, insípida y acrítica. Si las opiniones se templan en demasía se corre el riesgo de hacerlas transparentes y poco efectivas. La utilidad de la polémica conlleva una cierta alacridad, una mala leche medida, de forma que siempre las opiniones sean un modo de «radicalidad de la vida privada», en palabras de Benet.

La tercera lectura, relacionada a las anteriores, pues no hay nada independiente, ha sido un corto ensayo de Walter Benjamin titulado El carácter destructivo, publicado en 1931, (Iluminaciones, Taurus, 2018. Ed. Jordi Ibáñez) Una primera lectura del análisis del filósofo alemán pudiera limitar nuestra apreciación a la índole meramente negativa, violenta y aniquiladora de la destrucción. Pero Benjamin deja entrever una capacidad creativa y regeneradora en la destrucción. Y es que, en oposición a la destrucción apolínea, la del sistema económico capitalista, existe una destrucción dionisíaca, caótica, constructiva y esencial. En ella el sujeto destructor puede revertir la destrucción total y crear algo nuevo.

En su ensayo, Benjamin, habla del “hombre estuche”, aquel que ante el sometimiento de los poderes se repliega al calor de la cultura blanda y masticada del main stream y se despoja del espíritu crítico necesario para una reflexión propia. Y este concepto se nos ocurre trasladarlo- en el ámbito literario- a lo que podemos llamar lector-estuche. «El hombre-estuche busca su comodidad y la médula de esta es la envoltura», dice Benjamin. ¿Y no es tal descripción el guante que se ajusta al tipo de lector por el que se mide la actual ética comercial libresca? ¿Acaso las grandes editoriales (y muchos autores) no van reemplazando al lector adiestrado, crítico, exigente por un tipo de lector envuelto en mullidas narraciones digeribles?

El único modo de combatir al lector-estuche es mediante la impertinencia de Benet, la polémica elogiada por Beatriz Sarlo y el carácter destructivo de Benjamin.

 

             La impertinencia, si volvemos con Benet, es una toma de posición, una actitud radical de ámbito privado (aunque pueda salir a terrenos públicos). Se muestra como rasgo de carácter. La eficacia de la impertinencia se valoriza por su afrenta a las posiciones vulgares, matizadas y conciliatorias. «Me gusta ir por el mundo con ideas radicales. Es una radicalidad de la vida privada». Esto nos recuerda a opinadores “contundentes” como Nabokov que arriesgaba su radicalidad hasta vilipendiar al Quijote. Del escritor ruso-americano dijo Saul Bellow que era «uno de los grandes molestadores de todos los tiempos». Pero de eso se trata, de confrontar la opinión privada y personal con el sentir común e inmovilista. Recordemos la beligerancia de Benet contra el anodino panorama literario español de finales de los 60 y que estableció en su famoso libro de ensayos La inspiración y el estilo.

El objetivo de la impertinencia es el conflicto y la polémica, pues restaura la dialéctica de la reflexión (aquí, de nuevo, Benjamin) y esta remueve el presente. Sarlo también cita a Benjamin: «La única y verdadera forma para una reflexión sobre el presente es la polémica». Y la escritora argentina trae, en su artículo, una conexión muy oportuna entre polémica y literatura. Y en el tráfago de lo literario propone una crítica arriesgada, que se manche las manos (o la pluma) con opiniones contundentes y polémicas. «El conflicto es tan interesante en la ficción literaria como en las reflexiones críticas sobre esa ficción», apunta Beatriz Sarlo. Conflicto y polémica eran armas de Benet para remover el estado de cosas de la literatura de los 70 y famosas sus acometidas contra rocosos mitos literarios, por ejemplo, contra la pertinencia del Ulysses de Joyce, su desprecio a Galdós o sus andanadas contra el boom latinoamericano.

La polémica es crítica del presente, pues como dijo Benjamin, «La posteridad olvida o ensalza, solo el crítico juzga en presencia del autor». Por eso Sarlo comparte con nosotros una fantasía que debiera ser la norma, «un espacio literario donde sea posible polemizar sobre el último éxito. Polemizar no años después en una revista universitaria, sino escribir en la caliente actualidad». Pero esta polémica no es la candente rabia de las redes, ni es acólita del insulto ni compañera del desprestigio. No, ni las redes ni las ubicuas tertulias de los medios, donde los “tertulianos” saben de todo y opinan con necesidad metafísica (o mejor, crematística), no, esos no son los yunques donde polemizar las ideas. En la literatura lo que está fallando es una crítica capaz de exorcizar las obligaciones de las grandes maquinarias editoriales y dar opiniones autorizadas a los cada vez más legos lectores (que se convierte en lector-estuche). Pero esas opiniones hay que darlas en el presente, ante el autor y para los lectores sumisos.

 

 

EL LECTOR-ESTUCHE (y II)

 

             En la primera parte de este artículo definíamos el concepto de lector-estuche. Pues bien, vamos al grano: ¿Qué libros no lee el lector-estuche?

Nada de Kafka. Nada de Vila-Matas. No leerá jamás a Roberto Bolaño ni a Italo Calvino. Nunca sabrá que existieron Roberto Arlt o Kurt Vonnegut. El lector-estuche, encerrado en su mullido receptáculo, no se interesará por los libros de Fresán ni por los de John Banville. La lista sería interminable: Faulkner, Denis Johnson, Sebald, Musil, Broch, Magris, Sciascia, Bufalino; interminable: Julian Barnes, María Negroni, Pessoa, Tabucchi, Piglia y así hasta “casi” el infinito.

Y es que el lector-estuche sólo lee lo que le meten por los ojos (y los oídos), aquello que gana premios galácticos y que cubre las mesas de novedades de los puntos de venta. El lector-estuche cree que los libros se compran en las grandes superficies donde acude con el carro de la compra para acopiar lechugas, latas de sardinas, zapatos, camisetas y cosas así. Y ese acto de consumo incluye el producto libro.

Y, claro, en estos lugares (no-lugares) jamás encontrará a los autores mencionados más arriba. Y si por casualidad están, el lector-estuche los mirará de reojo. No le suenan, no han ganado un reciente super premio reseñado en la televisión del mismo grupo que la editorial que da el premio a sus propios autores. No, el lector-estuche sólo lee lo que se anuncia. No esperemos que busque, que indague, que se pregunte si hay algo más allá de los seriados thrillers superventas de autores tan visibilizados que parecen de la familia. El lector-estuche comprará libros de presentadores de televisión, de famosos del corazón, de políticos o libros que hablen de políticos que salen en televisión.

Y aún esto ocurre porque en el acto de lectura aún pervive un cierto prurito (quizá llegue a desaparecer como en la novela Fahrenheit 451, de Bradbury), un prurito, digo, de valor. Mucha gente aún cree que la lectura supone un “bien” en sí misma, que leer es bueno. Aquí recabo la opinión de un reputado crítico literario (y editor de libros), Ignacio Echevarría, que, en un artículo de 2022 en El Cultural, Los mejores, realizaba certeras consideraciones sobre la lectura. «Lo que nos hace mejores no es leer, ni siquiera leer mucho. Lo que nos hace mejores es leer bien, y leer según qué cosas», escribía el crítico. Y es que leer es como comer. No basta con alimentarse de cualquier cosa sino hacer una dieta sana y variada. Quien come siempre hamburguesas o siempre cocido madrileño no se está alimentando bien, ni siquiera estará disfrutando de esos platos pues la carencia de variedad reduce su capacidad para el gusto. «Quien lee idioteces, se idiotiza. Y por desgracia hay muchos libros, demasiados, que no son otra cosa que idioteces», escribe Echevarría. Por eso el lector-estuche es el epítome del idiotizado (no del idiota, pues quizá tenga atributos valiosos desaprovechados por sus lecturas), y esa idiocia le viene impuesta por una falta de criterio y por un supuesto mercado del libro sin piedad, sólo construido para atiborrar del lector consumidor del forraje más inane.

Al igual que el hombre-estuche de Benjamin acepta la destrucción apolínea del mundo, el lector-estuche acata la destrucción de la cultura por el mismo capitalismo de la producción que le da un trabajo y unos ingresos para que consuma aquello que ese capitalismo produce. Y otro “producto” más es el libro. Como ese tipo de lector lee para entretenerse (igual que ve series y viaja y va a la playa, para divertirse), no necesita autores que hagan preguntas (a sí mismos y a los lectores), no necesita a autores que escriban “complicado”. ¿Para qué?, eso no entretiene, ni divierte. Mejor -se dice el lector-estuche- libros con frases sencillas, que se entiendan, que utilicen las mismas palabras que se usan en los programas de televisión, o en la publicidad comercial.

El lector-estuche no lee para explicarse el mundo. Eso lo conoce por los medios de comunicación, por las redes, ve la realidad a través de las series de plataformas que producen objetos de consumo. El lector-estuche compra libros por internet, en plataformas amazónicas que también le suministran un vestido, una cacerola o unas vitaminas. Ese lector se guía por lo que recomiendan las listas de libros más vendidos o lo que se lee en streaming. También hay autores que escriben para esos lectores, es verdad. Hay autores que buscan los nichos de lectura donde más se vende. Pero esos nichos son como abrevaderos de pienso para lectores adocenados. Porque al lector-estuche le gusta abrevar donde muchos lo hacen. Se fían del gusto de la mayoría, de la masa. Se fían de las opiniones de otros lectores-estuche que puntúan los libros con pulgares augustos. Existen -qué pena- autores que se congratulan de reseñas de lectores-estuche en esas redes de lecturas abrevadas.

Al lector-estuche le importan tres pimientos los críticos. Qué es eso, se pregunta. Todas las opiniones son tan válidas como las de cualquiera, piensa. ¿Autoridad? ¿profesionalidad? ¿experiencia?, para qué, se pregunta el lector-estuche. Lo que dicen la redes es lo que vale. Lo que más se vende es el patrón de nivel. Datos, listas, estadística. Se ven autores -nada más patético- que anuncian en las redes el puesto de su último libro en el top de ventas. Y se quedan tan tranquilos con su afán comercial. Han recibido un premio de la misma editorial que le publica sus libros y salen por ahí henchidos de orgullo a pregonar su puesto en el ranking de ventas. No mencionan la ostentosa campaña publicitaria que ha hecho su grupo editorial, medios de comunicación afines incluidos. Hay otros que se indignan en las redes por el alto precio de los libros electrónicos de otros autores cuando ellos -grandes superventas- “dejan” sus libros -algunos verdaderos engendros- a bajo coste. Algunos de estos autores, que se han enriquecido -enhorabuena- a costa de escribir lamentables productos legibles “que se leen de un tirón”, dan, ya ven, lecciones de ética comercial. Son los autores que, como decía Canetti «han pasado a administrar posiciones como cualquier burgués». Estos son los autores que lee el lector-estuche.

En fin..., a propósito de todo lo escrito arriba, alguien me acusará de faltarles el respeto a esos lectores a los que denomino (con la complicidad de Benjamin) lectores-estuche. Pues bien, sí, esos lectores no me gustan, no congenio con ellos, los respeto como personas libres de elegir sus intereses, pero no los respeto como lectores. El lector es una categoría de la literatura, junto al autor, y si la lectura se degrada también lo hace la literatura. Lo dijo Nietzsche «un siglo más de lectores y hasta el espíritu olerá mal».

 

Libros y ropa: mundos con prisas

 

Libros y ropa: mundos con prisas

 

                Dos libros publicados en el último año hacen sendos diagnósticos de ámbitos en apariencia lejanos pero que, ante una mirada atenta, viven malos tiempos comunes.

                En No, no pienses en un conejo blanco (CSIC 2022), Patricio Pron analiza la situación actual de la literatura desde el punto de vista de los modos y usos de la lectura y la publicación de libros. En La moda justa (Anagrama 2021) Marta D. Riezu, elabora un exhaustivo informe del sector de la moda y el consumo de ropa.

                Lo que acerca a ambos mundos no es solo que provengan de una tradición artesana, cuando  vestidos y libros se creaban en unos reducidos talleres y en gabinetes donde el silencio era rasgado por el filo de unas tijeras o por una pluma sobre el papel. Lo que pone a estos dos mundos culturales en conexión es que el capitalismo los ha convertido en sistemas productivos acelerados. Tanto la ropa (y la moda) como los libros son desde el pasado siglo productos equivalentes a coches, teléfonos móviles, lavadoras o series de televisión. Todos son productos de un consumo desaforado. En su diagnóstico de «los males» que aquejan a ambos productos Pron y Riezu llegan a conclusiones parecidas: sobreproducción, rápida obsolescencia, precarización de los trabajadores de la cadena, excedentes que se destruyen, baja calidad.

                La ropa actual es barata y caduca, los libros cada vez más superficiales y poco trabajados. Los lectores son cada vez menos exigentes. El marketing desaforado se fundamenta en las continuas “novedades”. La ropa mala y su consumo obsesivo daña los recursos naturales; los malos libros dañan la cultura y anulan el espíritu crítico.

                En La moda justa, Riezu propone múltiples soluciones, entre ellas la responsabilidad de los consumidores. En No, No pienses…, Pron señala a diversos actores de la cadena literaria (autores, editores y críticos) como elementos imprescindibles para un cambio de rumbo. Sin embargo, la situación es compleja pues el hipercapitalismo no tiene límites y, es de esperar, que la sobrexplotación tanto del vestir como de los libros siga su curso hasta un abismo que no podemos imaginar (o sí).

                En lo literario (y es humilde opinión de lector) las cosas no irán a mejor. Por tanto intuyo que será responsabilidad de los lectores convertirse en otra cosa que consumidores. Si el establishment libresco (que no literario), esto es, los grandes grupos editoriales, los autores cómplices de la fabricación de productos superfluos y una crítica saturada de novedades no parecen tener capacidad de parar este desaguisado, habremos de convivir con este panorama.

                El lector deberá convertirse en detective de la buena literatura (no solo de las novedades sino de la tradición), en un lector que busque lo minúsculo, que indague en los aledaños del mercado, en lo local; un detective que siga el rastro de lo literario verdadero. A pesar de que el mercado ha convertido el mundo de los libros en una selva intrincada, el lector genuino, el lector instruido (quizá el último lector) sobrevivirá ante tales peligros.

                Al crítico le queda una salida: convertirse también en descifrador de enigmas. Ya lo dijo Osca Wilde: «El crítico de arte y solo él puede apreciar todas las formas y todas la maneras. A él es a quien se dirige el arte», y añade después, «el porvenir pertenece a la crítica».

                Ante el proceloso mercado banal de los libros, solo busquemos lo verdadero.


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