viernes, 24 de mayo de 2024

Citas de autores

 



No se puede vivir de pura bobería, por lúcida que sea, hay que citar autores.

Macedonio Fernández


Leo novela tras novela, me atiborro, me empacho, me indigesto a fin de asquearme de sus trivialidades, de sus repeticiones, de sus artificios, de sus convencionalismos y poder hacer algo diferente.

Jules Renard


En veinte años la literatura será un culto, será un hobby minoritario. Unos criarán perros y peces tropicales, otros leerán.

Philip Roth.


La recompensa del arte no es ni la gloria ni el éxito, sino la intoxicación. Y por eso muchos malos artistas son incapaces de renunciar a ella.

Cyril Connolly.


Lo que no es es igual de intenso que lo que es.

André Bretón.


jueves, 23 de mayo de 2024

 



 

La estantería hipotética

 

                No hay que romperse la cabeza para ver que el mundo de los lectores se ha hecho menos exigente desde el punto de vista intelectual, ético y formal. Muchos de ellos no saben que existen estanterías y se quedan parados en las mesas de novedades como esos montañeros perezosos que se sientan a pasar el día en el primer merendero que encuentran. O peor.

                Cada vez se ven más expositores con ciertos libros en supermercados donde más se ahorra, ubicados entre los detergentes y la comida para gatos. Y hasta es posible que existan ciertos autores que no consideren nada humillante contemplar sus obras en tales compañías si las han creado con fines higiénicos o alimenticios. Bien, allá cada cual.

                Viendo esos expositores he recordado un artículo que Italo Calvino publicó en 1967 y que llevaba el título de ¿Para quién se escribe? Decía allí Calvino que todo escritor debiera preguntarse en algún momento de su tarea por la estantería donde quisiera ubicar sus libros.

                Dejando aparte algunas consideraciones del autor italiano sobre la situación social de su tiempo y que irremisiblemente han quedado obsoletas, el núcleo de su reflexión se mantiene vivo e, incluso, me parece más apropiada que nunca. La situación de la literatura en la actual sociedad de consumo aparece más debilitada si cabe que a mediados del siglo pasado. La mayoría de las editoriales se han rendido al régimen del capital y producen los libros adecuados para obtener los mayores beneficios. De modo que, para crear una masa consumidora inmensa, la estructura editorial ha tenido que rebajar el nivel literario y plegarse a una mera actitud benévola y digestiva.

                Lo que venía a proponer Calvino en su artículo es que el escritor no debe plegarse a satisfacer al lector, sino que ha de imaginar un lector que no existe o producir un cambio en el lector actual. Si la industria cultural, las editoriales y buena parte de la crítica han claudicado de sus antiguas tareas y se han doblegado ante el cada vez más bajo nivel cultural de la sociedad, es el escritor (la literatura) quien “debe proponer un público más culto; más culto incluso que el escritor”.

                Y añadía el autor italiano que la literatura no es la escuela y por ello no tiene por qué adaptarse a los niveles más bajos. “Todo intento de dulcificar la situación con paliativos —una literatura popular— no significa un paso adelante sino un paso atrás”. Aquí me permito corregir al admirado Calvino en el concepto menospreciado. Más que de la “cultura popular”, de la que se ha de desconfiar es de la “cultura de masas”. No se trata de oponer una alta cultura a lo popular pues ambas pueden convivir en régimen de “horizontalidad” (Andreu Jaume) y, juntas, buscar la brecha en la industria cultural.

                Así que el escritor ha de imaginarse una estantería improbable donde colocar sus libros. Sería ésta la estantería de “un saber ligero” (Xavier Nueno) pero que conectara a su vez con textos heterogéneos —crítica, ciencia, ensayo— para ofrecerse a un tipo de lector que quizá aún no existe, pero dispuesto a esquivar las superfluas mesas de novedades y rastrear en profundas estantes cargados de conocimiento. “La literatura debe jugar al alza, apostar al encarecimiento y doblar la apuesta”, proponía Calvino.

                No se trata de aborrecer la literatura fabricada para el simple entretenimiento. Esa ha existido y existirá siempre. Y cada cual (lectores, escritores) elegirá donde prefiere colocarse. Pero también siempre existirá una literatura afín al lector maduro y exigente, al lector con necesidades semánticas, metodológicas y morales más allá de los vacuos productos comerciales. Se trataría más bien de buscar lo que Cynthia Ozick llama “una cierta interacción virtuosa” entre las diversas tendencias de la actividad literaria. Hubo un tiempo en que hasta los más reputados bestsellers mantenían una gran calidad literaria.

                Todo esto, me da por pensar, lleva a una toma de posición, a una actitud ética. En palabras de Calvino “el escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más”.

                Decidamos, pues, cada cual en la estantería hipotética donde desearíamos ver nuestros libros si los escribimos o donde los querríamos encontrar si somos lectores.

                No obstante, esta actitud beligerante tiene el riesgo, advertía Calvino, de que la sociedad ponga “fuera de la ley” a la literatura misma, arrinconándola a los sótanos fríos del desprecio y de la irrelevancia. Me preguntaría, dadas las circunstancias, si ese no es ya el momento actual. Y es la propia literatura la que ha de ser consciente de este riesgo y sostener el envite y, si es necesario, replegarse a los cuarteles de invierno del compromiso y la lealtad con la tradición literaria.

                Los escritores son herederos del “nivel alcanzado” (Musil, Echevarría) por tipos como Cervantes, Dickens, Faulkner, Kafka o García Márquez, y ese legado ha de ser defendido con una ética de la resistencia. Se trata de mantener la dignidad de la literatura y hacerlo desde lo que Gombrowicz consideraba fundamental en un escritor: la “superioridad espiritual”.

                Es posible que esa ética de la resistencia conlleve un posicionamiento radical. Es posible, también, que en cierto momento la literatura, los escritores, consideren que su lugar es una cierta clandestinidad, un ocultamiento; dejarse ver lo menos posible para refugiarse en estanterías hipotéticas alejadas de la visibilidad de lo mercantil. Un primer paso para eso es saber en qué estanterías no queremos estar. Lo decía Ricardo Piglia: “La buena literatura es aquella que sabe lo que no quiere ser”.


 




El futuro futuro

Adam Thirlwell

Anagrama, 2024

 

                Voy a arriesgarme, desde luego. Voy a aventurar una interpretación del libro de Adam Thirlwell. No es fácil saber de qué trata esta novela. De qué trata, de quién trata y en dónde ocurre. Cuál es su paisaje, su época, qué lenguaje hablan sus personajes. No es fácil asegurar el argumento de El futuro futuro. Pero lo vamos a hacer.

                Todo empezó con la escritura, dice el libro. No lo dice el narrador, o sí, pero el narrador está desaparecido. Hay una ausencia de mirada. ¿Estamos en el siglo XVIII o estamos (están los personajes) en el futuro?

“El verdadero futuro no era lo que iba a acontecer dentro de un mes o incluso un año, sino el futuro futuro, decía Saratoga: ajeno e incomunicable”.

                Alguien nos cuenta la historia de una tal Celine y sus amigas. Y lo que le rodea son las palabras, todo es lenguaje. Un lenguaje que crea desinformación y donde es “muy difícil encontrar alguna seguridad personal”.

                El universo se desintegra en una nube de calor, cae inevitablemente en un vórtice de entropía, en una sociedad hecha de palabras e imágenes que circulan y recirculan,

“—Necesitamos escritores —dijo Celine.

—¿Escritores? —dijo Marta—. ¿Hablas en serio? ¿No has conocido nunca a un escritor? Les damos alcohol y chicas. Les damos glamour.”

                ¿Qué pasa con los escritores? Toda la novela está recorrida por el espectro (a veces corpóreo, sí) de los escritores.  “En la historia del mundo, dijo Marta, los más corruptibles, los más letales y más inocentes siempre habían sido los escritores”.

                En ese siglo de las Luces, que parece desplazado al futuro, había escritura por todas partes. El mundo era una jungla llamada escritura. ¿Es, pues nuestra época, el siglo XXI? O es más bien el futuro del nuestro siglo donde ya todo se iba convirtiendo en datos y desinformación.

                Thirlwell juega con los tiempos, y juega con el lenguaje. Esparce términos “modernos” en un espacio temporal remoto. Aquí circulan taxis, la gente lleva mochilas, repostan en gasolineras, están sometidos al algoritmo, contemplan fotografías

                Entonces, esa Celine y sus amigas (y amigos) ¿en dónde viven? Viven en el lenguaje. Viven en el libro que leemos. Viven el nuestra imaginación, en la ficción.

                El mundo de esta novela es un viejo mundo a punto de desaparecer “por completo y convertirse en una pequeña cadena digital de símbolos, desvaneciéndose en el aire blanco”.

                ¿Se refiere el narrador al blanco de una página en blanco? En ese espacio disponible para el autor, en el que está a su disposición todas las posibilidades del universo, es donde residimos quienes nos adentramos en un libro.

                Solo al escribirlas, las cosas toman sentido y, de algún modo acontecen y se proyectan hacia el futuro en nuestro recuerdo. Esto es lo que Thirlwell nos plantea. La creación del mundo, de la realidad. Y aquí se aprecian trazas de grandes creadores de mundos: Nabokov, Vonnegut, Flaubert.

                Thirlwell ya nos trasladó al espacio de la escritura en aquel alucinante y alucinado libro La novela múltiple, un ensayo sobre la creación donde aparecían Laurence Sterne, Nabokov, Bohumil Hrabal, Gadda y algunos más.

                Y este El futuro futuro bebe de esas fuentes. Y de Joyce, Gombrowicz, Diderot. Y, claro, con esos mimbres la historia de esta novela se nos va de las manos y se le va de las manos al autor (porque la suelta), y viajamos a la luna con Celine en un futurible episodio con encuentro extraterrestre y donde fabrican libros sin autor, ¿les suena esto? “—Hace mucho tiempo —dijo Harper— nos dimos cuenta de que una historia no necesita autor”.

                Y luego atravesamos el espejo como la Alicia de Carroll.

                Y a vuelta con los escritores, la novela los halaga y los desprecia, leemos: “Un escritor es un animal que suele ser puro pero que de alguna manera busca la fama en todo momento, por letal que pueda ser esta, porque también está infectado por la enfermedad de la intemporalidad. Ama el lenguaje y quiere crear obras en las que esa materia oscura se haga luz, pero también quiere que ese lenguaje dure para siempre. Y así, tristemente, el escritor es ese animal que confunde fama con amor”.

                La novela de Thirlwell “crea” el mundo, su mundo. ¿Como toda novela? Puede, pero aquí es el lenguaje, las palabras las que generan a partir del vacío. Es la fiesta del lenguaje. Mención escondida a aquello que dijera (escribiera) Sergio Chejfec sobre que en el centro de ese vacío había otra fiesta.

                Y, según el narrador, los libros se habían acabado, pero había brotado otro poder: el lenguaje. ¿Paradoja? ¿Sinsentido? Nada de eso. Ya nos advirtió Ray Bradbury en su Fahrenheit 451. Libros prohibidos y demasiadas palabras en las paredes. Y gente viajando para no pararse a pensar, todos en continuo divertimento. ¿Les suena?

                “Los libros se habían acabado, lo decía todo el mundo constantemente, pero las revistas seguían estando por todas partes, y tal vez era lógico. La revistas eran lo contrario a la literatura; no eran escépticas ante nada, el universo que describían era del todo irreal…”

                Así es el mundo de El futuro futuro. Casi el presente de un pasado inmediato. Un mundo donde los clásicos se habían acabado y en el que haría falta un nuevo tipo de escritura, “algo que permitiera a los lectores comprender la fuerza histórica de las verdades nuevas”.

Esta es la realidad de El futuro futuro. El lector termina de leer y no tiene ni idea de dónde se ubica exactamente “esa realidad que producen las palabras”, pero sabe también que tal realidad existe.


 



Genealogía del oficinista

De Melville a Vila-Matas

                                                                                                                             

                Resulta evidente el vínculo entre el Bartleby de Melville y el narrador del libro de Enrique Vila-Matas acerca de los escritores que renunciaron a la escritura y ya no publicaron más. Pues no es solo el nombre del copista lo que toma prestado el autor de Bartleby y compañía, sino que le da la misma profesión, la de oficinista. Y sospecho que esto no es pura casualidad sino una clara intención de iluminar una genealogía que atraviesa la obra de Robert Walser y la del esquivo oficinista Franz Kafka.

                Ya en su libro sobre el Laberinto del No, hablaba Vila-Matas de que “del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo…” Y seguía el autor buscando paralelismos con el paseante Walser por su apariencia de bonachón suizo y hombre sin atributos musiliano.

                Pero como la cosa va de oficinistas veo conveniente encontrar el rastro del oficinista en Robert Walser que, si bien él mismo fue amanuense y copista, parecía no disponer de un personaje que lo representara. Pero resulta que sí, que Walser ya “creó” a su oficinista, y nada menos que en su primer libro, Los cuadernos de Fritz Kocher, publicado en 1904 y que, en palabras de Hermann Hesse —quien leyó el libro en su tiempo— eran «casi pueriles composiciones […], ejercicios de estilo característicos de la retórica de un joven irónico».

                El texto de Walser, titulado El oficinista/una especie de estampa, parece inscribirse entre el Bartleby de Melville y el Franz Kafka de los Diarios y de la vida real. Sabemos que Kafka leyó y admiró el Jakob von Gunten de Walser, con el que se partía de risa, pero es casi seguro que Walser no conoció al copista de Melville. Y esto es lo que resulta más sugerente al contrastar el comienzo de los textos de ambos autores.

                Melville nos habla de “un gremio interesante y hasta singular del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas”. Y Walser propone: “Aunque en la vida es un personaje notable, el oficinista no ha sido nunca objeto de un estudio escrito. No, al menos, que yo sepa”. De modo que Melville y Walser, cada uno por su lado, inauguran la genealogía del oficinista a partir de su propia experiencia sin sospechar que años más tarde (pocos en el caso del suizo) sus personajes se encarnarían en el empleado praguense Franz Kafka.

                El oficinista de Walser es hombre “de pocos excesos, come poco, posee aplicación, tacto y adaptabilidad; prefiere parecer estúpido antes que sensato; es joven, pálido, delgado, trabaja en paz, soledad y discreción. Frente a las malas costumbres, adopta fríamente una actitud negativa”. Y añade que “sobrelleva con gusto su silenciosa existencia. Cuando los otros se marchan, él queda, abismado en sus pensamientos”.

                El de Melville destaca por “su aplicación, su falta de vicios y una laboriosidad incesante”. Posee “gran calma y ecuánime conducta”. Dice que es “pálido y delgado”; hombre de “descolorida altivez y austera reserva”. Y, si el copista de Melville se planta y, ante la petición de que copie, responde «preferiría que no», el oficinista walseriano “puede insistir en lo mismo hasta el ridículo”. Si el de Walser “come poco” recuerden que Bartleby se alimentaba exclusivamente de bizcochos.

                Con todo esto, ¿a quién nos recuerdan los atributos tanto físicos como morales de ambos oficinistas? En efecto, parecen los atributos exactos del escritor Franz Kafka, empleado en una oficina de Praga. Pero también son los atributos que marcarían la vida de Robert Walser, hombre inclinado a desaparecer, a convertirse en “cero absoluto” y que, según sus propias palabras, “solo podía respirar en las regiones inferiores”. Walser fue copista en una Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich, sirviente y oficinista antes de internarse en un sanatorio mental donde pasó los últimos veinte años de su vida convertido en paseante de largo alcance. También Melville terminó sus días trabajando en una oficina de la Aduana de Nueva York tras el escaso éxito de sus obras. Vida y ficción parecen fundirse.

                Y si, como dije al principio, todo esto viene a cuento de una genealogía, podríamos hablar abiertamente de la estirpe de los oficinistas, que se inicia en Melville, pasa por Walser y Kafka y se hace materia narrativa en la obra de Vila-Matas. Es bien conocida la admiración del autor catalán por la obra de Walser, a quien ha llamado “su héroe moral”, y su aparición en varias novelas y ensayos. En Doctor Pasavento, Walser es el héroe del narrador para construir su arte de la desaparición. “Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza”, dice el narrador.

                Llegamos por tanto al oficinista vilamatiano, compendio de los anteriores, una clase de copista posmoderno que, en el libro dedicado a los escritores del No, se conforma con añadir notas a pie de página a un texto inexistente. El narrador de Bartleby y compañía podría haber tenido cualquier otra profesión, periodista, editor, espía o crítico literario. Sin embargo, Vila-Matas se pone la máscara de un solitario oficinista, un hombre que se presenta a sí mismo de esta manera: “nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa”.

                Una oficina pavorosa que nos recuerda a la oficina de Wall Street donde se oculta el Bartleby de Melville; pero también a la Cámara de Escritura para Desocupados donde trabajó Walser; y, por fin, a la oficina de la calle Na Poříčí en Praga, donde Franz Kafka acudía todos los días hasta caer enfermo en 1922.

                El rastreador de bartlebys de Vila-Matas, de nombre Marcelo, pide unas vacaciones de su oficina para dedicarse a buscar las huellas de los escritores de la negación. Se encierra en su casa, aunque “no ir a la oficina aún me hace vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo…”. Es decir, huye de la oficina para estar más aislado, como quería Kafka cuando hablaba de su sola aptitud para la finalidad de escribir: “naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina”.

                La estirpe de los oficinistas, vamos viendo, es una estirpe de seres aislados, poco habladores, negados y negadores del éxito y del reconocimiento social. Son seres que viven en la extrañeza, pero como dice el narrador vilamatiano “vivo a gusto en mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser tan arisco…”.

                Pero cuidado, no nos equivoquemos. Aunque los cuatro personajes de que hemos hablado comparten un parentesco no son réplicas uno de otro, pues, como advertía Borges “el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es nunca platónico”.

                La estirpe del oficinista es la de individuos que desean estar en otro lugar y que los dejen en paz (el Walser del manicomio). Como Scapolo, “viven en el filo del horizonte de un mundo muy lejano”. El personaje de Vila-Matas, Marcelo, hereda la displicencia del Kafka oficinista ante supuestos hechos grandiosos. “Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido. Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo”, escribe el narrador de Bartleby y compañía. “2 de agosto de 1914. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de natación", anota Franz Kafka en su diario.

                Los oficinistas, “un gremio interesante y hasta singular”, “un personaje notable”, seres aislados, huidizos y amigos de la desaparición, como los escritores más genuinos, seres con ciertas anomalías. Personas y personajes, en fin, que pasean “por los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las literaturas contemporáneas”.


lunes, 22 de abril de 2024



 

Los rodeos: fundamento de la topografía literaria

 

En su libro La inquietud que atraviesa el rio, el filósofo Hans Blumenberg analiza la metáfora del naufragio y su afección a la literatura y la cultura. Encuentro allí el apartado Algo así como el orden del mundo, un artículo de apenas una página titulado Rodeos, que comienza, a mi parecer, con una afirmación rotunda: «Sólo podemos existir si tomamos rodeos».

Tal afirmación busca su fundamento en la lógica y en la geometría. Entre dos puntos, uno de origen y uno de destino, sólo hay un camino más corto. La geometría euclidiana diría que ese camino es una línea recta. No hace tanto que Einstein nos advertía de que el universo es curvo y, por tanto, el camino más recto no es la línea recta. Da igual, para el caso es lo mismo. Lo que viene a sugerir Blumenberg es que si todos tomáramos el camino más corto sólo llegaría uno de nosotros, pues sólo existe un camino más corto. Por el contrario, existen infinitos rodeos.

El existencialismo facilitó la coartada de tomar ese camino corto (el suicidio) como modo de salir de la existencia desacreditada. Dado que la vida no tiene sentido, pues posee la certidumbre de su propio fin, libres son aquellos que deciden dejar el camino. Pero ya sabemos que los existencialistas, con Sartre a la cabeza, decían cosas que no se aplicaban a ellos mismos. El hombre contra la Naturaleza, de la que Musil dijo «que escoge siempre la ley de los caminos no directos».

Y aquí vendría lo bueno. Porque Blumenberg relaciona esos rodeos con la cultura, de modo que pone en valor ésta como motivadora del sentido vital. Y añade: «La cultura consiste en el hallazgo y la disposición, la descripción y el encarecimiento, la revalorización y la recompensación de los rodeos». De este modo, me parece, Blumenberg entroniza a la cultura como el aspecto determinante para la existencia, pues toma el sentido de esas búsquedas, del manejo y el relato de ese viaje que es rodeo.

Por un lado, la razón nos instruye sobre la idoneidad de ir rectos al final de nuestro destino, desdeñar el paisaje a derecha e izquierda de nuestra ruta. Sin embargo, como ya nos lo dejó claro el Dante, la vida verdadera la encontraremos en la «diritta via smarrita», en el sendero extraviado, en la salida de ruta y el deambular sin rumbo. En definitiva, el paseo ocioso como lo quería Robert Walser. No en vano, la decisión de Walser de encerrarse en un manicomio no deja de ser un tipo de rodeo ante la vida elevada y pública para recluirse en «las regiones inferiores», donde aseguraba sólo podía respirar.

«La culturadice Blumenberg— tiene el aspecto de la racionalidad deficiente». Lo lógico es ir derecho, pero lo humano (lo cultural humano) es desviarse y demorarse en el camino.     Lo oculto y lo atrevido. Si no, acordémonos de Ulises, el primer personaje literario que hizo del rodeo su valor vital. Si el héroe de Troya hubiera regresado en vuelo directo a Ítaca, nada de su historia habría interesado a Homero. Y no seamos ingenuos, Ulises no se vio forzado a su odisea por el destino o por los dioses; de algún modo lo eligió, decidió demorarse por ver qué pasaba. Suena un poco a aquello de Pessoa, «viajar, perder países». Tanto o más irracional que el de Ulises es el viaje de Alonso Quijano que, convertido en Don Quijote, sale a dar un rodeo por el mundo fundando la novela moderna. Como el rey Pirro, Quijano se emancipa de la línea recta de su aburrida vida en casa para poner en práctica lo que había aprendido en los libros.

Y esa lógica irracionalidad, según Blumenberg, nos advierte (¿nos amenaza?) de que lo lateral del camino, los contornos, los aledaños son superfluos, irracionales. Por eso la cultura abreva en las fuentes de lo irracional, de lo superfluo y de lo innecesario. Lo más humano es esa sinrazón, esa antigeometría. ¿Qué hay menos interesante que la realidad, ese camino recto de la vigilia y de lo aparentemente verosímil? Lo dijo Nabokov: «La realidad está sobrevalorada».

Así que no queda otra, me parece. Hemos de configurar la existencia, lo humano, con esos dos elementos: los rodeos y la cultura. «Son los rodeos los que dan a la cultura la función de humanizar la vida», añade Blumenberg. Es decir, el viaje y el extravío llenan la vida de toda persona. La cultura, su estimación y su deleite son la índole que diferencia a los hombres de los animales. Sin cultura, sin cultivo del trayecto, los humanos nos restringimos a lo natural, a la piedra, al árbol, a las montañas. Bellas, no lo niego, pero inertes sin la mirada del poeta.

Es el individuo quien crea su camino. Según Blumenberg, «para nosotros sólo son dignas de conocer las particularidades de los individuos. Incluso las existencias inventadas de la literatura épica son, adicionalmente a las memorias, y las biografías, aprovechamientos topográficos de rodeos fácticamente desaprovechados o no descritos como tales».

La literatura es rodeo y genera rodeos. Los viajes de la ficción, como descubre Blumenberg, son potenciales topografías no recorridas por la realidad (para los creyentes, no realizadas por Dios) y, por tanto, el escritor indaga en lo que pudo ser y no sólo en lo que ha sido, lo factual, lo comprobado. Toda creación literaria —y por alcance, cultural: pintura, música—es un viaje superfluo y alternativo, pero el viaje más humano. Me acuerdo de Canetti que dijo también algo al respecto: «Las intuiciones de los escritores son las aventuras olvidadas de Dios».

Algo parecido —o lo mismo— encontramos en Blanchot. A propósito del infinito literario, en El libro por venir, el autor francés nos habla de la imaginación como alternativa de lo real: «La literatura no es un simple engaño, sino el peligroso poder de ir hacia lo que es a través de la infinita multiplicidad de lo imaginario». Añade que hay menos realidad en lo real, al no ser ésta sino la realidad negada. Es ese déficit lo que nos permite ir de un lugar a otro mediante la línea recta. Son los rodeos que tomamos en la literatura (en la imaginación) «lo que impide que K. llegue alguna vez al Castillo, lo mismo que le impide, para toda la eternidad, a Aquiles alcanzar a la tortuga y quizá al hombre vivo alcanzarse a sí mismo en un punto que tornaría su muerte totalmente humana y, por consiguiente, invisible».

Me parece que todo ha quedado más claro. Se trata de buscar otro camino que no sea el recto, un camino que permita el hallazgo. La Odisea de Homero, La comedia de Dante, El Quijote, Hamlet, En busca del tiempo perdido, el Ulises de Joyce, La montaña mágica, son rodeos a la existencia recta que conduce a la muerte.


martes, 26 de marzo de 2024

 




Baumgartner

Paul Auster

Seix Barral, 2024

                                                               Auster y la novela por venir

 

                Lo confieso, he tenido que hacer dos lecturas de Baumgartner para comprender por qué en la primera la novela no me había llegado del todo. Una ventaja del lector aficionado, sin lealtades vicarias, es escribir sobre libros que le han dejado buena impresión o aquellos de donde ha obtenido algún conocimiento. Esta última novela de Paul Auster —en el mejor de los casos— estaría en la segunda premisa pues algo he aprendido, sobre la vida y sobre lo literario.

Mi primera lectura perpleja me condujo a sospecha de una verosímil ineptitud personal pues en ocasiones el lector está en una longitud de onda lejana al texto abordado por contingencias privadas, preocupaciones o iniquidades externas. A todos nos ha ocurrido aborrecer un libro a las cuarenta páginas, apartarlo y, pasado un tiempo —días, meses, años—, regresar sobre él y amarlo, disfrutar de su delicada textura que antaño nos pareció rugosa e insípida.

                Prometo —a mí mismo, antes que nada— releer este Baumgartner dentro de un tiempo. Semanas, meses, años…, quién sabe. Pero es este un litigio privado…

                Mis dos lecturas del libro de Auster se instruyen por respeto al autor, a quien admiro por toda su obra y en especial por obras maestras como La trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, Leviatan o La noche del oráculo, en donde el lector saborea, aún, el manjar de la gran literatura. Cómo no respetar y admirar la prosa radiante de Auster. Me propuse por tanto releer y comprender. Pero ¿qué comprender? Pues las razones personales —pero también técnicas, argumentales, estilísticas— que me han llevado a una conclusión tajante. La novela de Auster no es buena.

                Comencemos por lo más dramático. ¿Recuerdan aquello que le dijo John Banville al también escritor Rodrigo Fresán en una entrevista? “El estilo avanza por delante dando zancadas triunfales mientras la trama va por detrás arrastrando los pies”. En las grandes obras de Auster el estilo tiraba de la trama, avanzaba como un general valiente a la cabeza de sus tropas, confiadas en el éxito de la batalla. Sin embargo, aquí, en Baumgartner, es la trama, el argumento, la historia del setentón Sy la que encabeza las huestes narrativas. El gran estilo austeriano se ve así sometido a las vicisitudes del protagonista, a su lentitud, su convalecencia, su tristeza. ¿Dónde queda aquella escritura vibrante, ingeniosa, arriesgada de La noche del oráculo o Leviatan?

                ¿Se imaginan conducir un Ferrari como coche auxiliar en la vuelta ciclista? Qué sentido tendría subirnos a trescientos caballos para ir a cincuenta por hora. Nadie usaría un caballo pura sangre como montura de los Reyes Magos en su cabalgata. Y no es que no vea en el texto el estilo poderoso de Auster. Se lo ve, pero acongojado, marchito. Es el tema —la vida otoñal del protagonista— lo que paraliza al estilo. Tanto es así, que las mejores páginas de la novela son los fragmentos autobiográficos de la esposa, Anna Blume, insertos al modo cervantino donde sí contemplamos al estilo, valiente y con brío, a la cabeza de la narración.

                Ya el inicio de la novela (y más habiendo leído el final, sobre el que volveremos más adelante) conduce al lector —a quien esto escribe—, con tanto tropiezo, resbalón y caída, a imaginarse al histriónico actor Steve Martin interpretando el papel de un vejete rijoso y torpe en una suerte de cómica dramaturgia. Y es que los tres primeros capítulos resultan tediosos, inanes, sin fuerza. Los salvan, como he apuntado antes, los fragmentos “narrados” por Anna con una prosa mordaz, ágil y verosímil.  Ahí el estilo sí avanza “a zancadas triunfales”.

                En la segunda lectura, en vez de al rijoso Steve Martin, imaginé, en un instante de lucidez, a un Buster Keaton crepuscular y perplejo, pero imbuido de una cierta ternura que parecía un giño al magnífico Hector Mann de El libro de las ilusiones. Resultó un espejismo. Y es que la artesanía austeriana falla en esta novela. La sugerente aparición del joven Papadopoulos al inicio de la novela —mediante una de esas famosas llamadas intempestivas de otras novelas de Auster—, del que se pierde el rastro y que sólo al final reaparece como si Auster, al repasar la novela, cayera en la cuenta de aquel hilo perdido y desperdiciado.

                Para terminar, lo mejor de la obra: el final y el futuro. Y es que Baumgartner pareciera más bien los preliminares de la verdadera novela que Auster se proponía (y se propondrá, arriesgo), escribir. Porque la verdadera novela se intuye al final, en el magnífico capítulo cinco, con la aparición de la joven estudiante Beatrix Coen. Esa es la novela que nos interesa, la historia y relación del viudo Baumgartner y la joven Bebe, relación intrigante bajo el fantasmático influjo de esposa muerta y obra literaria a revivir por Beatrix y Sy en tardes de té, pastas y poemas. Ese es el triángulo dramático que Auster deja abierto al final de su novela. Y es hasta posible —aventuro— que el texto ya lo tenga el gran Auster sobre su mesa. Y ahí ponemos la esperanza en que el gran estilo austeriano regrese a la batalla.

“Y así, con el viento en la cara y la sangre aún rezumando de la herida en la frente, nuestro héroe se dirige en busca de ayuda, y cuando llega a la primera casa y llama a la puerta, empieza el último capítulo de la historia de S. T. Baumgartner”.

Así sea. Salud.


 




UNA PÁGINA EN LA TUMBA DE KAFKA [Enrique Lapuente desde Praga]


Estimado Vila-Matas, visité la tumba de Kafka hace unos días y encontré un hatillo de papel en una esquina del espacio.

Por respeto o por superstición no quise desenvolverlo. Sí me acerqué lo que pude para leer lo más visible.

Escritas a mano leí las palabras «Hijos sin hijos». Eso hizo crecer mi curiosidad. Bajo el manuscrito plegado vi una la hoja arrancada de un libro. Me contuve de nuevo de deshacer el hatillo, pero hice una foto del conjunto.

El texto entrevisto en la página arrancada me parecía haberlo leído alguna vez. De regreso en  casa, me puse a revisar sus libros. Me ayudaron la referencia a Kafka, al tal Alessandrino Rossi y al enano. No me sonaba de ninguna de sus novelas. En fin, que di con ello. Se trata de la página 251 de Dietario voluble.

Como las huellas del tiempo no parecían haber estragado los papelitos, entiendo que habían sido depositados recientemente. Y por ello quizá no esté usted informado.

Aquí lo importante es saber si esta costumbre de dejar testimonios de obras que hablan del titular de la tumba se ha puesto de moda o se pondrá.

Me sugiere una especie de cita pero al revés. En lugar de tomar algo del escritor finado, se le ofrenda una página, un párrafo, una línea publicada por otro escritor.

Quizá en el futuro inmediato aparezcan hatillos de papel con una página de Doctor Pasavento en la tumba de Walser o de Montevideo en la de Cortázar. O papelitos de todas sus obras en las tumbas de Roussel, Gombrowicz, Pitol, Nabokov y tantos otros. Habrá que estar atentos.

Un abrazo,

Enrique Lapuente

 




Ocho entrevistas inventadas

Enrique Vila-Matas

H&O Editores, 2024

 

                Es paradójico que este último libro de Enrique Vila-Matas no sea de Enrique Vila-Matas, porque —digámoslo— el “autor” de aquellas entrevistas no era aún el autor que sus lectores conocemos. Y no solamente porque fuera un escritor en sus inicios sino porque ni siquiera él mismo se sabía escritor. Las ocho entrevistas incluidas en este librito fueron publicadas a finales de los años sesenta y principios de los setenta, antes de que Vila-Matas se marchara a vivir a París y de cuya estancia nos habló en su París no se acaba nunca.

Creo que fue Musil quien renegaba de esos escritores (y editores) que publicaban textos inacabados o borradores o cuadernos de notas, es decir que el autor de El hombre sin atributos negaba valor literario a textos tangenciales y ancilares de un autor. Por suerte, sus cuadernos de apuntes y sus diarios fueron publicados de forma póstuma.

Entonces, ¿cuál es el valor de las entrevistas de un autor que aún no lo era? Si la lectura de las preguntas y respuestas (algunas totalmente “falsas”) nos hace entrever cierto estilo, ciertos motivos, ciertas posiciones del futuro autor, lo que más sorprende es el carácter fundacional en cuanto a la posterior actitud de Vila-Matas hacia la práctica literaria. ¿Qué es inventarse las preguntas y las respuestas de una entrevista sino contemplar la realidad con escepticismo y someterla a la ficción?

Todo es ficción.

¿Qué supone suplantar al entrevistado y darle la propia palabra sino una atracción por la impostura, por convertirse en otro? Muchos años después de estas fingidas entrevistas leeremos libros como Impostura, Doctor Pasavento o Montevideo en los que el autor maduro reafirma la posición literaria intuida en aquellas entrevistas ficcionadas.

Todo es ficción en Vila-Matas.

Yo me imagino al joven redactor de Fotogramas ante la propuesta de sus jefes para realizar aquellas entrevistas como a un Bartleby receloso que pensara: “¿Entrevistas? Preferiría no hacerlas, así que me las invento”.

Y es que todo es ficción en Vila-Matas, desde el principio.

En el libro que nos ocupa hay una especie de epílogo, “pieza vertebradora de su obra posterior” en palabras del prologuista Mario Aznar, que es el relato Recuerdos inventados, donde ya entrevemos las posiciones que tomará el autor. «Como nada memorable me había sucedido en la vida, yo antes era un hombre sin apenas biografía. Hasta que opté por inventarme una. Me refugié en el universo de varios escritores y forjé, con recuerdos de personas que veía relacionadas con sus libros o imaginaciones, una memoria personal y una nueva identidad. Consideré como propios los recuerdos de otros, y así es como hoy en día puedo presumir de haber tenido vida».

Recuerdos inventados, entrevistas fingidas: ingenio, ficción.

Algunas de las entrevistas son composiciones de otras que el joven redactor tomó como materia prima. Es el caso de la realizada a Patricia Highsmith para La Vanguardia. Otras están “intervenidas” por el autor, como las de Bardem o Rovira Veleta. Y por fin la apoteosis de la impostura es la realizada a Rudolf Nuréyev, que directamente fue fabricada por Vila-Matas sin siquiera acudir al encuentro con el bailarín en su hotel.

Como bien apunta Mario Aznar en su prólogo al referirse a la entrevista a Marlon Brando, Vila-Matas se erige —ya entonces— en ventrílocuo y pone en boca de su personaje las propias palabras. Es el adelanto de la obra posterior (muy posterior) Una casa para siempre, en la que el protagonista quiere tener una voz propia. La entrevista a Brando, sin desmerecer a las demás, es una pirueta genial pues en ella reconocemos al actor o al menos —bajo la dirección y el método de Vila-Matas— representa el papel verosímil de una actuación íntima y personal.

Ha escrito en algún lugar Vila-Matas que “la creatividad es la inteligencia divirtiéndose”. Y qué mayor ejercicio de juego y diversión que publicar — en su momento— unas supuestas entrevistas en las que casi todo es ficción, creatividad y juego.

De aquella dualidad o ingenio bifronte al asumir el papel de entrevistador y entrevistado viene la afición inquebrantable de Vila-Matas por convertirse a la vez en escritor y lector, en escritor y personaje, en escritor y crítico. Si Borges prefería hablar de libros inexistentes como si ya hubieran sido escritos, Vila-Matas prefirió que sus entrevistados se convirtieran en personajes de una creación literaria propia.

El no menor detalle de la evolución de las firmas del futuro escritor nos pone en la pista de que la formación de una conciencia de “autor” se construye en aquellos meses y en aquellas primeras “obras”, si podemos llamarlas así. Desde un absoluto seudónimo como Mary Holmes hasta el definitivo Enrique Vila-Matas observamos la materialización de una conciencia creadora y propia.

Con todo lo anterior queda claro que este libro agradará a los lectores fieles del autor, que con perspectiva comprenderán muchas cosas. Sobre todo, comprenderán cómo Vila-Matas se adscribió a una “extraña forma de vida”.


viernes, 23 de febrero de 2024

 



El estilo de los elementos

Rodrigo Fresán

Random House, 2024

 

Los lectores de Fresán saben—sabemos— que no entenderemos todo desde un principio. Los lectores de Fresán saben—sabemos— de la cierta/incierta dificultad de adentrarse en ese territorio inexplorado (por el momento) pero que, a golpe de machete abriremos camino para llegar a los claros del bosque aclarados por el autor. Quienes pretendan entender todo, desde el principio, harán mejor en ascender esas escaleras ordenadas de los libros más vendidos donde (ahí sí) todo se entiende y se tiende como sábanas blancas al sol de lo legible.

Para empezar una cita de Jean Cocteau dedicada a Marcel Proust que en la página 202 le recuerda César X Drill a Land: «No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta».

El estilo de los elementos es el nuevo libro de Fresán y recuerda a todos los anteriores libros de Fresán porque—digámoslo desde el principio— el estilo de Fresán es jugar y escribir/reescribir sobre los mismos elementos, sí: memoria y olvido; lectura y escritura; sueño y realidad; cuento y recuento… Y, digámoslo también, desde el principio (segundo principio) los libros de Fresán son un Maelström, un torbellino, un vórtice, un agujero negro (o azul y rojo) a donde el lector se arroja o se deja arrojar—empujado o de la mano como un Dante cualquiera— por su guía-autor en busca de un misterio. Y quien no desee adentrarse tras esa Puerta de Tannhäuser que abandone toda esperanza y regrese a la confortable literatura de salón.

Y, sí, de nuevo más metáforas. Los libros de Fresán son aquellos textos “decorosamente elaborados” que elogiaba Th. W. Adorno en su Mínima moralia. «Son como las telarañas: consistentes, concéntricos, transparentes, bien trabados y bien fijados. Capturan todo cuanto por ahí vuela».

Los lectores de Fresán sabemos muy bien donde nos metemos. En esa telaraña. Nos mudamos ahí por un tiempo (y un espacio) indeterminado. A veces uno desea avanzar para llegar al final, pero a la vez lamenta el avance y el principio del fin y el viajero se da vuelta y regresa a páginas anteriores por pasadizos y puertas falsas o falseadas.

Entonces, cómo hablar de este libro de Fresán. Cómo hacer la crítica de El estilo de los elementos. Pues como proponía Anatole France: «El mejor crítico es el que refiere las aventuras de su alma por las obras maestras». Y este lector que les habla—y escribe— es lo que pretende hacer. Referir las aventuras vividas y revividas durante las setecientas páginas de viaje submarino al Maelström fresaniano.

Y, entonces, ¿qué es El estilo de los elementos?

Pues es una novela de iniciación, una novela construyendo al lector y deconstruyendo al escritor, es una novela negra (o roja y azul), una novela política sin política, una novela de memoria con (muchos) olvidos, una novela de hijos y de padres. Pero sobre todo es una novela de la imaginación. Más que autoficción es novela de autoedición y reedición. O como dice uno de los personajes, Ella: «Pero me parece que esto no es una novela…Me parece que esto es como tu autobiografía pero escrita por otro, ¿no?».

Para el lector que esto escribe todo comenzó hace mucho, mucho tiempo, o no tanto, cuando leyó otros libros del escritor Fresán y, entonces, eso: aquellos libros le recordaban a todo lo que más le gustaba, pero no se parecía a nada conocido. O sí. Sonaba aquello a autores tan poco legibles como Melville, Faulkner, Musil, Nabokov, Banville o Vila-Matas. Y se dio cuenta—el lector de aquello— de la necesidad (y el placer) de tener que releer esos libros. Sucedió con Historia argentina y con La velocidad de las cosas y con el tríptico de La parte contada. Y es que eso ya le pasaba (al lector-relector) con libros de autores como—por mencionar uno actual y cercano— Enrique Vila-Matas, libros con marcha adelante y marcha atrás, libros como yacimientos donde volver a escarbar para—siempre, siempre— encontrar un objeto inesperado.

Y lo mismo ocurre con este El estilo de los elementos. El lector—aquí—, una vez terminado el libro hace unos días sintió de inmediato el deseo de volver al principio y comenzar de nuevo ya con parte del código secreto del autor aprendido y aprehendido. Y así un repaso a las primeras diez páginas resultó suficiente para comprender que las relecturas procurarían instantes de placer sin fin. Porque, como afirma uno de los personajes «el verdadero núcleo de todo libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está escrito sino el idioma dentro de ese idioma».

El estilo de los elementos, como todo libro de Fresán, no tiene una explicación sino muchas interpretaciones. Y lo dice el narrador, quien quiera que sea: «Pero hay algo formidable en leer algo no entendiendo lo que se lee y aun así entender que no se puede dejar de leer ese algo».

Y, sin embargo, no se asusten lectores primerizos de Fresán. Al final todo se entiende. Hay un hijo que es un padre que habla al hijo pero que se habla a sí mismo cuando era hijo y no quería ser escritor sino lector, pero acabó siendo escritor para escuchar unas cintas grabadas por una joven cuando él también era joven y que otra joven que no es Ella sino ella le trae cuando es mayor y escritor, pero imagina ser el niño lector que ahora, realmente, escribe. O algo así, NOME.

Y aviso. En este libro de Fresán, y en todos, lo que encontrarán, además de muchos escritores y lecturas y lectores que escriben y escritores que no paran de leer, es mucha sabiduría. «Algo de lo que uno puede entender lo que más le convenga y mejor le parezca: lo que más le sirva y le funcione y, sí, lo ayude».

Y todo esto es el estilo de este libro. Y de sus elementos.

Y Big Vaina.


jueves, 14 de diciembre de 2023

 



El arte del saber ligero

Xavier Nueno

 

Confiesa quien esto escribe haber tomado al pie de la letra la propuesta del autor de este libro y reducido su contenido a diez frases. ¿Habré conseguido atrapar el mensaje que Xavier Nueno deseaba transmitir? ¿Me atrevería a decir que ahora poseo un arte del saber ligero? ¿Son esas diez frases del libro una lectura suficiente, ligera, portátil y abreviada del texto?

El libro de Xavier Nueno es ya en sí un tratado resumido de la función histórica de la escritura, de su producción excesiva y de la pulsión humana de su destrucción. Es este un libro entretenido, bien documentado y con una bibliografía muy completa.

«Frente a la pulsión universalista hay otra que desea reducir la biblioteca, hacerla portátil». Tras la invención de la imprenta, en el siglo XV, la capacidad de producción de libros se multiplica de tal modo que en los siglos posteriores se crean profusas bibliotecas con el fin de alojar los millares de ejemplares publicados. La conversión del libro en mercancía iniciada en el siglo XVI supone una superabundancia que convierte a las bibliotecas en recintos desbordantes y desbordados en cuyos anaqueles es ya difícil encontrar un libro concreto. La percepción es la de un mundo lleno de libros.

Levanto la vista de mi cuaderno de notas y contemplo mi propia biblioteca y, sí, me doy cuenta de que ahí también sobran libros. ¿Qué hacer? El libro de Nuno me pone en la pista.

Ante este panorama, surge una figura contradictoria. Son los «escritores del no (el autor los llama terroristas), que escriben sobre el abandono de la literatura. Se presenta, pues, una paradoja. El discurso contra los libros es parte de la tradición humanística. Será durante la Ilustración cuando esta pulsión contra el exceso de libros y de información adquiera mayor alcance. No en vano, la Enciclopedia de D’Alembert y Diderot no es sino un arte de la reducción, una búsqueda de síntesis del conocimiento.

Sobre la negación o abandono de lo literario nos puso al corriente el escritor Enrique Vila-Matas en aquel raro libro Bartleby y compañía, donde hacía un repaso por la historia de autores que dejaron de escribir o que jamás escribieron. La contradicción —según Nueno— es que muchos de los negadores de la escritura recurrieron a ella para negarla. Escriben sobre no escribir. Así pues el arte de la reducción es también un arte de la destrucción. Se trata de orientarse entre los demasiados libros.

Así lo hicieron las vanguardias de principios del siglo XX —surrealistas, dadaístas— en un afán por destruir los vínculos de la literatura con el poder político. Disertaron sobre «la necesidad de acabar con la literatura». De esta estirpe son Bartleby, Lord Chandos y Monsieur Teste.  «Desconfían del lenguaje, pero se van abocados a narrar esa desazón», añade Nueno. Se llega, entonces, a la paradoja de que «la única razón legítima por la que escribimos es porque hay demasiados libros».

Son los escritores con tijeras, empeñados en reducir las bibliotecas y la sobreabundancia de libros. «Se trata, pues, de crear un canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil», sigue el autor. Y de nuevo tenemos que invocar un libro de Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátil, como texto canónico sobre el asunto. Y es que, en aquel divertido y subversivo texto, el escritor nos presentaba la conjura shandy contra la pesadez de lo literario. Los conjurados —escritores como Larbaud, Walter Benjamin y Alberto Savinio y pintores como Duchamp o Picabia— conspiraban por un saber portátil, una obra ligera y reducida que cupiera en una maleta. Quizá yo mismo podría reducir mi biblioteca a unos pocos libros que transportar en una maleta. ¿Cuáles elegiría?

Xavier Nueno acierta en su libro al entreverar las épocas —Renacimiento, Ilustración, vanguardias del XX— en las que el afán de ligereza ha atravesado la historia de la escritura. Repasa, en un vaivén histórico, las fobias contra lo literario: misología, misografía, biblioclasmo. Un posible precursor de los lectores con tijeras sería Montaigne, de quien Nueno dice que «su arte de la lectura tiene que ser entendido como una estrategia subversiva». El autor francés abogaba por una lectura que trajera «placer, juego y pasatiempo».

Y el tipo de lector que es Montaigne nos conduce directamente al lector amateur. La biblioteca del amateur nos dice el autor, «es precaria e imperfecta», ajena a la exhaustividad de las bibliotecas profesionales, a los bibliotafios donde los libros viven una vida en la muerte. Nueno invoca a Roland Barthes. «El Amateur —escribió el ensayista francés— (aquel que pinta, toca…, sin espíritu de control o competición), el Amateur reconduce el placer, se instala graciosamente en el significante…, […], es tal vez el artista contraburgués»

El Amateur de Barthes se asemeja al honnête homme que proviene del lector que fue Montaigne, un lector de un «saber mundano». Este lector lúdico y despreocupado no deja de ser una figura muy actual en el tráfago de sobreabundancia libresca de los últimos tiempos. Su consigna debiera ser la de no hacer caso a tanta recomendación editorial masiva, rechazar el brillo excesivo de ciertos premios siderales y dedicarse a indagar en las grietas del exceso literario para realizar hallazgos insólitos y minoritarios.

De este modo la biblioteca del lector aficionado y exigente ha de estar formada por unos cuantos libros de cabecera, «libros-amuleto a los que volver una y otra vez sin agotar nunca su sentido», afirma Nueno. Se trata pues de una estrategia de aligeramiento, de levedad (como proponía Italo Calvino en los años ‘80), una voluntad de crearnos «un canon brevísimo y muy personal reunido, por ejemplo, en un cuarto oscuro de casa», como ha dicho el autor de la desaparición y lo portátil, Enrique Vila-Matas.

Convencido me pongo en acción. Dejo de escribir, apago la luz de este cuarto e imagino los libros que metería en una maleta pero que aún están por venir.

El arte del saber ligero es en definitiva un ensayo clarividente para aquellos lectores que han hecho de la lectura una cierta estrategia detectivesca y se fabrican una biblioteca ligera en la que nunca se agote el sentido.


lunes, 27 de noviembre de 2023

 

EL RUIDO DE UNA ÉPOCA

Ariana Harwicz

Gatopardo, 2023

 

De algunos libros no se debería hablar. No debiéramos añadir más de lo que ellos mismos nos dicen. Sin embargo, como afirmó Walter Benjamin «si una obra es criticable, es una obra de arte; en otro caso no lo es». Entonces de El ruido de una época —considerada como obra de arte y por tanto criticable— podemos hablar, aunque no deberíamos. Y es que ante algunos libros lo apropiado sería callarse pues el texto —y su autor, aquí autora— lo dice todo.

Confiesa este reseñista su impulso de apenas recomendar la lectura del libro de Harwicz y callar. Sin embargo, existe un modo de hablar de un libro, pero guardar silencio ante él. Tal contradicción la avala, de nuevo, Walter Benjamin cuando diferenció dos posibles miradas ante una obra: la mirada del químico y la mirada del alquimista. Para el primero lo importante son la madera y las cenizas; para el segundo sólo la llama de la obra conserva un enigma, el de lo vivo. Benjamin quería al crítico como alquimista con el propósito de encontrar en la obra su «contenido de verdad». Pues bien, el libro de Harwicz es una hoguera en la que las llamas son cada una de sus páginas entre las cuales el lector introduce sus manos y siente el fuego emancipador.

Dejemos, pues, hablar a las llamas de El ruido de una época. Ellas se expresan por sí solas.

«Si algún sentido tiene este libro —dice la autora en la Nota previa—, es el de afirmar la necesidad de la paradoja». «Es celebrar la contradicción». «En la resistencia a pensar de una sola manera». «Pensar la época (y cualquier cosa) es que esté bajo sospecha y contradicción».

Y en la página 168:

«El ruido de una época define el relato que hacen los muertos a los vivos y los muertos a los muertos, de tumba a tumba, de libro a libro».

«El ruido define la sensibilidad, el estilo, el nivel de los gritos, los alaridos y soliloquios y los delirios durante el sueño».

«El ruido de una época define las declaraciones de pasión, sus variaciones, como un poema cien veces releído. El ruido y el silencio, ese reto a duelo».

El ruido y el silencio; las llamas y las cenizas (Benjamin).

Las llamas de la paradoja:

«Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron. Montaigne es el mejor adversario de Pascal. Aron el de Sartre. Escribir es una controversia subterránea». «Si se elimina la ambigüedad en un artista, se lo destruye».

«Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza. Por eso es siempre tan paradójico escribir, porque se escribe la vergüenza, pero se necesita perder el pudor».

«Para pertenecer a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época».

«Reducir las contradicciones de los personajes no es solo imposible, sino antiliterario. Igual, la literatura está llena de antiliteratura, claro está.»

Las llamas de la escritura:

«Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir».

«No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario».

«Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no». Lo cual me recuerda aquello que dice mucho Vila-Matas, «que escribir es dejar de ser escritor».

«Al escribir hay que empezar de cero, resucitar las palabras, darles una RCP».

«La gran diferencia entre un escritor y un trabajador de la escritura (o un escritor profesional) es que el escritor profesional controla su obra. Se pone al servicio de la demanda. […] En cambio, el escritor no profesional no puede controlar su corazón, tiene que hacer el libro que tiene que hacer, hasta sus últimas consecuencias. Tiene que escribir lo que tiene que escribir».

«¿Por qué el escritor debería acoplarse a la mentalidad de su tiempo? Las mejores obras han sido transversales, oblicuas: se adelantaron al pensamiento de su época, o retrocedieron».

«El arte es una visión, y las visiones son siempre proféticas».

«Creo que hoy se imponen dos estilos irreconciliables: los que asumen la independencia de la literatura y los que escriben apuntando con el arma de la ideología».

Las llamas de la identidad (y la cancelación)

«Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo».

«El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico».

«No separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador». «En este contexto, yo anunciaría el fin del arte. Si Dios murió, también puede morir el arte, tranquilamente».

Todo lo anterior es sólo una muestra de lo que nos ofrece Harwicz en su libro y, para tranquilidad del lector interesado, no agota la potencialidad de la escritura de una autora que habla sin autocensura y como ella misma dice, citando a Imre Kertész, «Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo».

Ya ven que el reseñista, al fin, no se resiste a “hablar” del libro. Aunque nada mejor pueda ser añadido, aunque nada quede por decir tras la lectura de El ruido de una época, sí es lícito invocar a aquellos lectores ansiosos de leer una escritura genuina y polémica, una escritura no sometida al signo de la época donde el sonido es el de la vulgaridad, de la palabra superficial, un sonido difuso y vago. Lo importante —y es la propuesta de Harwicz— es escuchar el ruido de esa época, el ruido de la literatura.


viernes, 3 de noviembre de 2023

 



DAMAS, CABALLEROS Y PLANETAS

Laura Fernández

Random House, 2023

 

Bienvenidos a un mundo diferente, a una narrativa propia —aunque apropiada de eméritos precursores—, a la apuesta literaria personal y personalizada de la misma autora de aquel milagroso libro publicado hace dos años y de extenso y extendido título La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Bienvenidos al mundo paradigmático y soliviantado de Laura Fernández.

Como seguramente tantos otros lectores, entré en el universo de Laura Fernández a través de un espejo cósmico, aquel tocho de 600 páginas que transcurría en un eternamente nevado pueblo recluido en una bola de nieve de esas de: “¡agítese antes de usar!”. El caso es que la autora lleva años fabricando un estilo propio del que no se ha desembarazado por ser expansivo y adictivo y comprometido con un proyecto original, aunque no originario pues recoge influencias de clásicos como Vonnegut, Philip K. Dick, Pynchon, King y otros.

Este libro nuevo de Laura Fernández no es nuevo libro en su producción pues los relatos que incluye, como la propia autora detalla en los magníficos prólogos a cada uno de ellos, son relatos escritos en los últimos años y, por tanto, anteriores, muchos, a su portentosa creación de La señora Potter… Y, entonces, se descubre que un autor o autora puede tirarse años manipulando su sofisticada bomba de relojería, sin la debida atención de lectores despistados, hasta que un día el artefacto hace explosión e impregna a ese alelado mundo de lectores para convertirlos en denodadas criaturas del mundo creado por la autora.

Al universo expandido de la narrativa de Laura Fernández puede el lector acceder por cualquiera de las puertas estelares que son cada uno de sus libros; sea este último Damas, caballeros y planetas, sea el portento de La señora Potter…, sea Connerland, de 2017, o algún otro anterior. El caso es adentrarse en el universo de LF para, quizá, no salir jamás o salir rebotado por el efecto de un “agujero de gusano” que nos conducirá a sus (malditos) precursores ya mencionados: el Vonnegut de Dios le bendiga, Mr Rosewater; el P.K Dick de Ubik o El hombre del castillo, el Pynchon de V o La subasta del lote 49.

Personalmente me arriesgaría a entrever otra influencia o acaso conexión de estilo y temática con el gran Rodrigo Fresán de Vidas de santos, El fondo del cielo o cualquiera de las Partes (La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada). Pero esto pertenece al acervo de cada cual.

Y es que las influencias en LF no se quedan en esos grandes y esquizofrénicos autores sino que la escritora succiona sangre y polvo cósmico de lo pop y lo post; de series de televisión americanas, de los cartoons USA, hasta, diría, que de la teletienda, como si la autora hubiera sido abducida por un poltergeist televisivo para sacar provecho de sus entrañas y luego devuelta al mundo gris y aburrido a que nos tienen acostumbrados tantos seudo productos thriller viscerales, asesinos en serie serializados o superinteligentes investigadoras de cartón piedra, para cargárselos a todos con rayos cósmicos provenientes de la Puerta de Tannhäuser.

Laura Fernández se ha propuesto crear una literatura alternativa transida de posmodernismo, de un estilo kitsch, de un toque retro, pero al tiempo futurista y futurizado, un estilo anómalo atravesado de giros, onomatopeyas, desequilibrios tipográficos, espasmos y ¡oh!, exclamaciones. Una explosión galáctica sobre la prosa medida y perfecta, mejor, perfeccionada con la más sofisticada tradición hispana. Y de humor, mucho humor.

Los libros —las aventuras, las situaciones— de Fernández están llenos de fantasmas, de escritores vivos y muertos, de escalofriantes hombres y mujeres de (malos) negocios, de gente que lee y de gente que escribe, sí. Libros con humor, paranoia y desequilibrio. En estos libros la realidad está en otra dimensión, en otra galaxia, reducida (y expandida) a una minúscula célula portentosa a modo de aquel telúrico colgante de Men in Black que contiene toda la galaxia perseguida por las alimañas.

Dijo Proust que le gustaban aquellos libros que parecían escritos en otro idioma. Uno lee a Laura Fernández y parece estar leyendo en lenguajes cifrados, transidos de otras lenguas y de otras narrativas.

Damas, caballeros y planetas es, repito, una excelente puerta de acceso al mundo tergiversado y versado de Laura Fernández. Relatos —más una novela breve ‘El mundo se acaba pero Floyd Tibbits no pierde su trabajo’— que facilitan la deglución en pequeñas dosis de las píldoras LF (consulte con su librero), y que preparan al lector para pasar a mayores atracones festivos en sus novelas de largo aliento.

Por tanto, damas y caballeros, lectores todos, pasen y vean y lean un espectáculo insólito, lúcido y lucido; un mundo de colorines y artificios; un espectáculo literario portentoso y adictivo. Para lectores sin miedo a perderse en planetas inexplorados.



Citas de autores

  No se puede vivir de pura bobería, por lúcida que sea, hay que citar autores. Macedonio Fernández Leo novela tras novela, me atiborro,...