Robert Walser y
los huecos en el ladrillo
A propósito de Diario de 1926
«Los
escritores de hoy aterrorizan a los lectores con sus aburridos ladrillos», le
dijo una vez Robert Walser a su amigo y tutor, Carl Seelig. Esto lo dijo Walser
casi un siglo, aunque la literatura de hoy no deja de aguantar ladrillos de
todo tipo. Pero dejemos eso por el momento.
Desde
luego este Diario de 1926 es todo menos un ladrillo. Más bien es un
ornamento, una digresión total, la figuración ligera de un yo en movimiento. O
para seguir con la metáfora, Walser, en este librito que es un edificio en
miniatura, se convierte en arquitecto, aunque él preferiría ser albañil por
aquello de las “regiones inferiores”. En este libro de apenas 75 páginas
encontramos una exposición de la poética walseriana con sus reflexiones
teóricas, sus tesis y antítesis y las más inesperadas conclusiones. Me ha
parecido ver toda esa carga conceptual expresada, paradójicamente, como al
descuido, sin ninguna veneración. Y es que Walser es la máxima expresión de lo
ligero, aquello que años más tarde reivindicara Italo Calvino en sus Seis
propuestas para el próximo milenio.
Este
librito mínimo son en verdad los huecos del ladrillo, el aire que lo atraviesa
y lo convierte en materia portátil como un alma literaria. No trato de decir
nada nuevo de Walser pues otros más autorizados han dicho ya casi todo. Me
quedo con mi lectura de este libro minúsculo. Todas las citas de este artículo
las he hallado en los huecos de este ladrillo ligero que es Diario de 1926 (Traducción
de Juan de Sola y editado por La uña rota).
Se
ha dicho que Robert Walser es uno de esos escritores que parece ponerse a
escribir sin propósito alguno. Es cierto que es autor de varias novelas (Jacob
von Gunten, Los hermanos Tanner, El ayudante y otras) y de poemas, pero
también conocemos su pasión por esos escritos minúsculos —microgramas— que escribía
en papeles de todo tipo, servilletas, prospectos o páginas de calendarios viejos.
Este
es el caso de Diario de 1926. Se trata de un texto cuyo manuscrito fue
hallado en el reverso de un calendario de 1926 y que, más tarde, el autor había
pasado a limpio con la intención de publicarlo. Sin embargo, dicen los editores,
esto no sucedió pues un año más tarde el escritor ingresó en el sanatorio donde
pasaría los últimos 28 años de vida.
Diario
de 1926 no es en verdad un diario. El propio autor nos confiesa al comienzo
que bien podría haberlo llamado dietario y que su intención es, más bien,
«escribir estas líneas de la manera más simple posible, es decir, sin la menor
afectación».
Se
conoce bien la afición de Walser por los paseos (uno de sus libros de titula
así, El paseo) y por el deambular sin motivo concreto excepto observar
la vida y encontrar experiencias para llevarlas después a sus ficciones. Walser
fue hallado muerto sobre la nieve durante un paseo por el campo aledaño al
sanatorio alpino de Herisau. Así comienza su texto: «Hoy he dado un agradable
paseíto, breve, mínimo y sin alejarme demasiado…», con el fin de ponerse a
pensar sobre lo que escribiría más tarde. Bien podría haber sido este el inicio
escrito el día de su muerte sobre la nieve.
Paseo
y escritura son dos actividades que se han ensamblado bien en la literatura.
Rousseau, Stevenson, Sebald han hecho del paseo y el deambular un género
literario que aún utilizan grandes escritores contemporáneos. En Walser el
paseo es una forma de alegría y de inspiración. Su prosa parece más bien el
propio pensamiento ejecutado durante el paseo y que se haya transferido al
papel de modo misterioso, sin intervención manual. Son textos ligeros, sin
aparente carga conceptual, que parecen más bien el aire que traspasa el
ladrillo, que le da robustez y una estructura profunda.
«Encuentro,
por ejemplo, que la escritura corre pareja a la vida; se entrevera con ella; y
a mi modo de ver cumple que así sea y así es como debe ser». Pareciera que Walser
se adscribiera a aquellas Figuraciones del yo en la narrativa que analizara
tan bien José María Pozuelo Yvancos a propósito de las obras de Javier Marías y
de Enrique Vila-Matas. Walser se mueve en un terreno «que es mío y de nadie
más… y me apoyo solo en lo que he conocido por mí mismo». Pero cuidado, nada
más lejos de ese tan denostado género de la autoficción, pues el autor suizo
inventa más que habla. Y así lo declara: «El héroe de un producto literario de
auténtico valor no puede comportarse de tal modo que en todo lo que hace o dice
se le confunda permanentemente con el autor».
En
este librito (y en toda su obra) hay narración, pero también reflexión
ensayística, digresión teórica y fantasía de lo real. Walser se declara amigo
de la apropiación y de la intertextualidad. «Adquirí la costumbre de leer primero y
estudiar estos libritos con ahínco, e inmediatamente después sonsacar de todo
lo leído una historia propia». Es lo que llama arrancar y desplumar de
creaciones ajenas motivos para escribir.
Tampoco
Walser le hace ascos a algo tan moderno como las constricciones, como si se
integrara al OULIPO de Raymond Queneau y, en concreto, a las prácticas
perecquianas. Dice que «imponerse una constricción determinada me parece sin
más razonable». Perec, miembro destacado del grupo, escribió un libro entero
poniéndose como “constricción” la ausencia de la letra e. Walser se impone
—quizá de modo paradójico— conferir a su expresión de una «estructura de lo más
agradable y amena» y, sin embargo, llega a la verdad más profunda.
Así
es que, como vamos viendo, no todo es simple y ameno en la escritura de Walser.
En ocasiones se para y se interpela así mismo, como hacía Montaigne en sus Ensayos.
«Soy yo, el que, a manera de un crítico, me doy amigablemente unas palmaditas
en el hombro». Y antes llega a exclamar, «¡Pero no teorices tanto y vuelve por
estos cerros!». Este falso diario, ladrillo minúsculo, lo va traspasando Walser
de agujeros que son, en verdad, recursos de su poética narrativa.
Y
aunque en algún momento se declara atascado y en el dique seco, lo hace en la
mayor de las felicidades pues considera que el hombre que escribe lo hace con
la máxima seguridad si lo lleva a cabo «con alegría y de buena gana», como
aquello que decía Flaubert de que para escribir «hay que hacerlo con una cierta
alacridad». Esta alegría del narrar de Walser es lo que le hacía reír a
carcajada limpia a Kafka cuando leía en voz alta pasajes del Jakob von
Gunten y sus lamentos sobre lo poco que se aprendía en el Instituto
Benjamenta.
Walser
es alegre, festivo, ligero y portátil, —lo contrario de todo ladrillo— pero a
la vez niega la prosa «fácil y evidente» que, según cuenta en este diario, le
pidió un día un amigo que decía no entender sus escritos. Porque nada más
lejano en la escritura de Walser que lo desmañado, pues es consciente de estar
haciendo arte literario y, por mor de la legibilidad y del buen gusto, [puede
que] «realice alguna que otra modificación relativa al tiempo y al espacio». Esto
no es escritura realista, me parece a mí porque Walser se aparta de la realidad
y de la simple crónica de un yo autoral. Para él «la irrealidad aparente tiene
más importancia, es decir, es mucho más real que eso que tanto se elogia y
glorifica y que de hecho existe y llamamos realidad».
Y,
si bien, rechaza la escritura del yo no niega cierto egocentrismo pues «en
cuanto al reproche de egocentrismo estoy muy tranquilo pues creo que rehuir el
YO y todo lo relacionado con él sería un signo de mezquindad y flaqueza», pues
no deja de ser en rigor «un fenómeno de naturaleza moral».
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