Baumgartner
Paul Auster
Seix
Barral, 2024
Auster y la novela por venir
Lo
confieso, he tenido que hacer dos lecturas de Baumgartner para
comprender por qué en la primera la novela no me había llegado del todo. Una
ventaja del lector aficionado, sin lealtades vicarias, es escribir sobre libros
que le han dejado buena impresión o aquellos de donde ha obtenido algún
conocimiento. Esta última novela de Paul Auster —en el mejor de los casos—
estaría en la segunda premisa pues algo he aprendido, sobre la vida y sobre lo
literario.
Mi primera lectura perpleja me
condujo a sospecha de una verosímil ineptitud personal pues en ocasiones el
lector está en una longitud de onda lejana al texto abordado por contingencias
privadas, preocupaciones o iniquidades externas. A todos nos ha ocurrido
aborrecer un libro a las cuarenta páginas, apartarlo y, pasado un tiempo —días,
meses, años—, regresar sobre él y amarlo, disfrutar de su delicada textura que
antaño nos pareció rugosa e insípida.
Prometo
—a mí mismo, antes que nada— releer este Baumgartner dentro de un
tiempo. Semanas, meses, años…, quién sabe. Pero es este un litigio privado…
Mis
dos lecturas del libro de Auster se instruyen por respeto al autor, a quien
admiro por toda su obra y en especial por obras maestras como La trilogía de
Nueva York, El palacio de la luna, Leviatan o La noche del oráculo, en
donde el lector saborea, aún, el manjar de la gran literatura. Cómo no respetar
y admirar la prosa radiante de Auster. Me propuse por tanto releer y comprender.
Pero ¿qué comprender? Pues las razones personales —pero también técnicas,
argumentales, estilísticas— que me han llevado a una conclusión tajante. La
novela de Auster no es buena.
Comencemos
por lo más dramático. ¿Recuerdan aquello que le dijo John Banville al también
escritor Rodrigo Fresán en una entrevista? “El estilo avanza por delante dando zancadas
triunfales mientras la trama va por detrás arrastrando los pies”. En las
grandes obras de Auster el estilo tiraba de la trama, avanzaba como un general
valiente a la cabeza de sus tropas, confiadas en el éxito de la batalla. Sin
embargo, aquí, en Baumgartner, es la trama, el argumento, la historia
del setentón Sy la que encabeza las huestes narrativas. El gran estilo austeriano
se ve así sometido a las vicisitudes del protagonista, a su lentitud, su
convalecencia, su tristeza. ¿Dónde queda aquella escritura vibrante, ingeniosa,
arriesgada de La noche del oráculo o Leviatan?
¿Se
imaginan conducir un Ferrari como coche auxiliar en la vuelta ciclista? Qué
sentido tendría subirnos a trescientos caballos para ir a cincuenta por hora. Nadie
usaría un caballo pura sangre como montura de los Reyes Magos en su cabalgata.
Y no es que no vea en el texto el estilo poderoso de Auster. Se lo ve, pero
acongojado, marchito. Es el tema —la vida otoñal del protagonista— lo que
paraliza al estilo. Tanto es así, que las mejores páginas de la novela son los
fragmentos autobiográficos de la esposa, Anna Blume, insertos al modo
cervantino donde sí contemplamos al estilo, valiente y con brío, a la cabeza de
la narración.
Ya
el inicio de la novela (y más habiendo leído el final, sobre el que volveremos
más adelante) conduce al lector —a quien esto escribe—, con tanto tropiezo,
resbalón y caída, a imaginarse al histriónico actor Steve Martin interpretando
el papel de un vejete rijoso y torpe en una suerte de cómica dramaturgia. Y es
que los tres primeros capítulos resultan tediosos, inanes, sin fuerza. Los
salvan, como he apuntado antes, los fragmentos “narrados” por Anna con una
prosa mordaz, ágil y verosímil. Ahí el
estilo sí avanza “a zancadas triunfales”.
En
la segunda lectura, en vez de al rijoso Steve Martin, imaginé, en un instante
de lucidez, a un Buster Keaton crepuscular y perplejo, pero imbuido de una
cierta ternura que parecía un giño al magnífico Hector Mann de El libro de
las ilusiones. Resultó un espejismo. Y es que la artesanía austeriana
falla en esta novela. La sugerente aparición del joven Papadopoulos al inicio
de la novela —mediante una de esas famosas llamadas intempestivas de otras
novelas de Auster—, del que se pierde el rastro y que sólo al final reaparece como
si Auster, al repasar la novela, cayera en la cuenta de aquel hilo perdido y
desperdiciado.
Para
terminar, lo mejor de la obra: el final y el futuro. Y es que Baumgartner
pareciera más bien los preliminares de la verdadera novela que Auster se
proponía (y se propondrá, arriesgo), escribir. Porque la verdadera novela se
intuye al final, en el magnífico capítulo cinco, con la aparición de la joven
estudiante Beatrix Coen. Esa es la novela que nos interesa, la historia y
relación del viudo Baumgartner y la joven Bebe, relación intrigante bajo el
fantasmático influjo de esposa muerta y obra literaria a revivir por Beatrix y
Sy en tardes de té, pastas y poemas. Ese es el triángulo dramático que Auster
deja abierto al final de su novela. Y es hasta posible —aventuro— que el texto
ya lo tenga el gran Auster sobre su mesa. Y ahí ponemos la esperanza en que el
gran estilo austeriano regrese a la batalla.
“Y así, con el viento en la cara
y la sangre aún rezumando de la herida en la frente, nuestro héroe se dirige en
busca de ayuda, y cuando llega a la primera casa y llama a la puerta, empieza
el último capítulo de la historia de S. T. Baumgartner”.
Así sea. Salud.
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