jueves, 23 de mayo de 2024

 



Genealogía del oficinista

De Melville a Vila-Matas

                                                                                                                             

                Resulta evidente el vínculo entre el Bartleby de Melville y el narrador del libro de Enrique Vila-Matas acerca de los escritores que renunciaron a la escritura y ya no publicaron más. Pues no es solo el nombre del copista lo que toma prestado el autor de Bartleby y compañía, sino que le da la misma profesión, la de oficinista. Y sospecho que esto no es pura casualidad sino una clara intención de iluminar una genealogía que atraviesa la obra de Robert Walser y la del esquivo oficinista Franz Kafka.

                Ya en su libro sobre el Laberinto del No, hablaba Vila-Matas de que “del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo…” Y seguía el autor buscando paralelismos con el paseante Walser por su apariencia de bonachón suizo y hombre sin atributos musiliano.

                Pero como la cosa va de oficinistas veo conveniente encontrar el rastro del oficinista en Robert Walser que, si bien él mismo fue amanuense y copista, parecía no disponer de un personaje que lo representara. Pero resulta que sí, que Walser ya “creó” a su oficinista, y nada menos que en su primer libro, Los cuadernos de Fritz Kocher, publicado en 1904 y que, en palabras de Hermann Hesse —quien leyó el libro en su tiempo— eran «casi pueriles composiciones […], ejercicios de estilo característicos de la retórica de un joven irónico».

                El texto de Walser, titulado El oficinista/una especie de estampa, parece inscribirse entre el Bartleby de Melville y el Franz Kafka de los Diarios y de la vida real. Sabemos que Kafka leyó y admiró el Jakob von Gunten de Walser, con el que se partía de risa, pero es casi seguro que Walser no conoció al copista de Melville. Y esto es lo que resulta más sugerente al contrastar el comienzo de los textos de ambos autores.

                Melville nos habla de “un gremio interesante y hasta singular del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas”. Y Walser propone: “Aunque en la vida es un personaje notable, el oficinista no ha sido nunca objeto de un estudio escrito. No, al menos, que yo sepa”. De modo que Melville y Walser, cada uno por su lado, inauguran la genealogía del oficinista a partir de su propia experiencia sin sospechar que años más tarde (pocos en el caso del suizo) sus personajes se encarnarían en el empleado praguense Franz Kafka.

                El oficinista de Walser es hombre “de pocos excesos, come poco, posee aplicación, tacto y adaptabilidad; prefiere parecer estúpido antes que sensato; es joven, pálido, delgado, trabaja en paz, soledad y discreción. Frente a las malas costumbres, adopta fríamente una actitud negativa”. Y añade que “sobrelleva con gusto su silenciosa existencia. Cuando los otros se marchan, él queda, abismado en sus pensamientos”.

                El de Melville destaca por “su aplicación, su falta de vicios y una laboriosidad incesante”. Posee “gran calma y ecuánime conducta”. Dice que es “pálido y delgado”; hombre de “descolorida altivez y austera reserva”. Y, si el copista de Melville se planta y, ante la petición de que copie, responde «preferiría que no», el oficinista walseriano “puede insistir en lo mismo hasta el ridículo”. Si el de Walser “come poco” recuerden que Bartleby se alimentaba exclusivamente de bizcochos.

                Con todo esto, ¿a quién nos recuerdan los atributos tanto físicos como morales de ambos oficinistas? En efecto, parecen los atributos exactos del escritor Franz Kafka, empleado en una oficina de Praga. Pero también son los atributos que marcarían la vida de Robert Walser, hombre inclinado a desaparecer, a convertirse en “cero absoluto” y que, según sus propias palabras, “solo podía respirar en las regiones inferiores”. Walser fue copista en una Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich, sirviente y oficinista antes de internarse en un sanatorio mental donde pasó los últimos veinte años de su vida convertido en paseante de largo alcance. También Melville terminó sus días trabajando en una oficina de la Aduana de Nueva York tras el escaso éxito de sus obras. Vida y ficción parecen fundirse.

                Y si, como dije al principio, todo esto viene a cuento de una genealogía, podríamos hablar abiertamente de la estirpe de los oficinistas, que se inicia en Melville, pasa por Walser y Kafka y se hace materia narrativa en la obra de Vila-Matas. Es bien conocida la admiración del autor catalán por la obra de Walser, a quien ha llamado “su héroe moral”, y su aparición en varias novelas y ensayos. En Doctor Pasavento, Walser es el héroe del narrador para construir su arte de la desaparición. “Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza”, dice el narrador.

                Llegamos por tanto al oficinista vilamatiano, compendio de los anteriores, una clase de copista posmoderno que, en el libro dedicado a los escritores del No, se conforma con añadir notas a pie de página a un texto inexistente. El narrador de Bartleby y compañía podría haber tenido cualquier otra profesión, periodista, editor, espía o crítico literario. Sin embargo, Vila-Matas se pone la máscara de un solitario oficinista, un hombre que se presenta a sí mismo de esta manera: “nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa”.

                Una oficina pavorosa que nos recuerda a la oficina de Wall Street donde se oculta el Bartleby de Melville; pero también a la Cámara de Escritura para Desocupados donde trabajó Walser; y, por fin, a la oficina de la calle Na Poříčí en Praga, donde Franz Kafka acudía todos los días hasta caer enfermo en 1922.

                El rastreador de bartlebys de Vila-Matas, de nombre Marcelo, pide unas vacaciones de su oficina para dedicarse a buscar las huellas de los escritores de la negación. Se encierra en su casa, aunque “no ir a la oficina aún me hace vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo…”. Es decir, huye de la oficina para estar más aislado, como quería Kafka cuando hablaba de su sola aptitud para la finalidad de escribir: “naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina”.

                La estirpe de los oficinistas, vamos viendo, es una estirpe de seres aislados, poco habladores, negados y negadores del éxito y del reconocimiento social. Son seres que viven en la extrañeza, pero como dice el narrador vilamatiano “vivo a gusto en mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser tan arisco…”.

                Pero cuidado, no nos equivoquemos. Aunque los cuatro personajes de que hemos hablado comparten un parentesco no son réplicas uno de otro, pues, como advertía Borges “el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es nunca platónico”.

                La estirpe del oficinista es la de individuos que desean estar en otro lugar y que los dejen en paz (el Walser del manicomio). Como Scapolo, “viven en el filo del horizonte de un mundo muy lejano”. El personaje de Vila-Matas, Marcelo, hereda la displicencia del Kafka oficinista ante supuestos hechos grandiosos. “Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido. Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo”, escribe el narrador de Bartleby y compañía. “2 de agosto de 1914. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de natación", anota Franz Kafka en su diario.

                Los oficinistas, “un gremio interesante y hasta singular”, “un personaje notable”, seres aislados, huidizos y amigos de la desaparición, como los escritores más genuinos, seres con ciertas anomalías. Personas y personajes, en fin, que pasean “por los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las literaturas contemporáneas”.

Publicado en Café Montaigne, mayo 2024

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