jueves, 23 de mayo de 2024

 




El futuro futuro

Adam Thirlwell

Anagrama, 2024

 

                Voy a arriesgarme, desde luego. Voy a aventurar una interpretación del libro de Adam Thirlwell. No es fácil saber de qué trata esta novela. De qué trata, de quién trata y en dónde ocurre. Cuál es su paisaje, su época, qué lenguaje hablan sus personajes. No es fácil asegurar el argumento de El futuro futuro. Pero lo vamos a hacer.

                Todo empezó con la escritura, dice el libro. No lo dice el narrador, o sí, pero el narrador está desaparecido. Hay una ausencia de mirada. ¿Estamos en el siglo XVIII o estamos (están los personajes) en el futuro?

“El verdadero futuro no era lo que iba a acontecer dentro de un mes o incluso un año, sino el futuro futuro, decía Saratoga: ajeno e incomunicable”.

                Alguien nos cuenta la historia de una tal Celine y sus amigas. Y lo que le rodea son las palabras, todo es lenguaje. Un lenguaje que crea desinformación y donde es “muy difícil encontrar alguna seguridad personal”.

                El universo se desintegra en una nube de calor, cae inevitablemente en un vórtice de entropía, en una sociedad hecha de palabras e imágenes que circulan y recirculan,

“—Necesitamos escritores —dijo Celine.

—¿Escritores? —dijo Marta—. ¿Hablas en serio? ¿No has conocido nunca a un escritor? Les damos alcohol y chicas. Les damos glamour.”

                ¿Qué pasa con los escritores? Toda la novela está recorrida por el espectro (a veces corpóreo, sí) de los escritores.  “En la historia del mundo, dijo Marta, los más corruptibles, los más letales y más inocentes siempre habían sido los escritores”.

                En ese siglo de las Luces, que parece desplazado al futuro, había escritura por todas partes. El mundo era una jungla llamada escritura. ¿Es, pues nuestra época, el siglo XXI? O es más bien el futuro del nuestro siglo donde ya todo se iba convirtiendo en datos y desinformación.

                Thirlwell juega con los tiempos, y juega con el lenguaje. Esparce términos “modernos” en un espacio temporal remoto. Aquí circulan taxis, la gente lleva mochilas, repostan en gasolineras, están sometidos al algoritmo, contemplan fotografías

                Entonces, esa Celine y sus amigas (y amigos) ¿en dónde viven? Viven en el lenguaje. Viven en el libro que leemos. Viven el nuestra imaginación, en la ficción.

                El mundo de esta novela es un viejo mundo a punto de desaparecer “por completo y convertirse en una pequeña cadena digital de símbolos, desvaneciéndose en el aire blanco”.

                ¿Se refiere el narrador al blanco de una página en blanco? En ese espacio disponible para el autor, en el que está a su disposición todas las posibilidades del universo, es donde residimos quienes nos adentramos en un libro.

                Solo al escribirlas, las cosas toman sentido y, de algún modo acontecen y se proyectan hacia el futuro en nuestro recuerdo. Esto es lo que Thirlwell nos plantea. La creación del mundo, de la realidad. Y aquí se aprecian trazas de grandes creadores de mundos: Nabokov, Vonnegut, Flaubert.

                Thirlwell ya nos trasladó al espacio de la escritura en aquel alucinante y alucinado libro La novela múltiple, un ensayo sobre la creación donde aparecían Laurence Sterne, Nabokov, Bohumil Hrabal, Gadda y algunos más.

                Y este El futuro futuro bebe de esas fuentes. Y de Joyce, Gombrowicz, Diderot. Y, claro, con esos mimbres la historia de esta novela se nos va de las manos y se le va de las manos al autor (porque la suelta), y viajamos a la luna con Celine en un futurible episodio con encuentro extraterrestre y donde fabrican libros sin autor, ¿les suena esto? “—Hace mucho tiempo —dijo Harper— nos dimos cuenta de que una historia no necesita autor”.

                Y luego atravesamos el espejo como la Alicia de Carroll.

                Y a vuelta con los escritores, la novela los halaga y los desprecia, leemos: “Un escritor es un animal que suele ser puro pero que de alguna manera busca la fama en todo momento, por letal que pueda ser esta, porque también está infectado por la enfermedad de la intemporalidad. Ama el lenguaje y quiere crear obras en las que esa materia oscura se haga luz, pero también quiere que ese lenguaje dure para siempre. Y así, tristemente, el escritor es ese animal que confunde fama con amor”.

                La novela de Thirlwell “crea” el mundo, su mundo. ¿Como toda novela? Puede, pero aquí es el lenguaje, las palabras las que generan a partir del vacío. Es la fiesta del lenguaje. Mención escondida a aquello que dijera (escribiera) Sergio Chejfec sobre que en el centro de ese vacío había otra fiesta.

                Y, según el narrador, los libros se habían acabado, pero había brotado otro poder: el lenguaje. ¿Paradoja? ¿Sinsentido? Nada de eso. Ya nos advirtió Ray Bradbury en su Fahrenheit 451. Libros prohibidos y demasiadas palabras en las paredes. Y gente viajando para no pararse a pensar, todos en continuo divertimento. ¿Les suena?

                “Los libros se habían acabado, lo decía todo el mundo constantemente, pero las revistas seguían estando por todas partes, y tal vez era lógico. La revistas eran lo contrario a la literatura; no eran escépticas ante nada, el universo que describían era del todo irreal…”

                Así es el mundo de El futuro futuro. Casi el presente de un pasado inmediato. Un mundo donde los clásicos se habían acabado y en el que haría falta un nuevo tipo de escritura, “algo que permitiera a los lectores comprender la fuerza histórica de las verdades nuevas”.

Esta es la realidad de El futuro futuro. El lector termina de leer y no tiene ni idea de dónde se ubica exactamente “esa realidad que producen las palabras”, pero sabe también que tal realidad existe.

Publicado en Entreletras, mayo 2024

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