La estantería hipotética
No
hay que romperse la cabeza para ver que el mundo de los lectores se ha hecho
menos exigente desde el punto de vista intelectual, ético y formal. Muchos de
ellos no saben que existen estanterías y se quedan parados en las mesas de
novedades como esos montañeros perezosos que se sientan a pasar el día en el
primer merendero que encuentran. O peor.
Cada
vez se ven más expositores con ciertos libros en supermercados donde más se
ahorra, ubicados entre los detergentes y la comida para gatos. Y hasta es
posible que existan ciertos autores que no consideren nada humillante
contemplar sus obras en tales compañías si las han creado con fines higiénicos
o alimenticios. Bien, allá cada cual.
Viendo
esos expositores he recordado un artículo que Italo Calvino publicó en 1967 y
que llevaba el título de ¿Para quién se escribe? Decía allí Calvino que
todo escritor debiera preguntarse en algún momento de su tarea por la
estantería donde quisiera ubicar sus libros.
Dejando
aparte algunas consideraciones del autor italiano sobre la situación social de
su tiempo y que irremisiblemente han quedado obsoletas, el núcleo de su
reflexión se mantiene vivo e, incluso, me parece más apropiada que nunca. La
situación de la literatura en la actual sociedad de consumo aparece más
debilitada si cabe que a mediados del siglo pasado. La mayoría de las
editoriales se han rendido al régimen del capital y producen los libros
adecuados para obtener los mayores beneficios. De modo que, para crear una masa
consumidora inmensa, la estructura editorial ha tenido que rebajar el nivel
literario y plegarse a una mera actitud benévola y digestiva.
Lo
que venía a proponer Calvino en su artículo es que el escritor no debe plegarse
a satisfacer al lector, sino que ha de imaginar un lector que no existe o
producir un cambio en el lector actual. Si la industria cultural, las
editoriales y buena parte de la crítica han claudicado de sus antiguas tareas y
se han doblegado ante el cada vez más bajo nivel cultural de la sociedad, es el
escritor (la literatura) quien “debe proponer un público más culto; más culto
incluso que el escritor”.
Y
añadía el autor italiano que la literatura no es la escuela y por ello no tiene
por qué adaptarse a los niveles más bajos. “Todo intento de dulcificar la
situación con paliativos —una literatura popular— no significa un paso adelante
sino un paso atrás”. Aquí me permito corregir al admirado Calvino en el
concepto menospreciado. Más que de la “cultura popular”, de la que se ha de desconfiar
es de la “cultura de masas”. No se trata de oponer una alta cultura a lo
popular pues ambas pueden convivir en régimen de “horizontalidad” (Andreu
Jaume) y, juntas, buscar la brecha en la industria cultural.
Así
que el escritor ha de imaginarse una estantería improbable donde colocar sus
libros. Sería ésta la estantería de “un saber ligero” (Xavier Nueno) pero que
conectara a su vez con textos heterogéneos —crítica, ciencia, ensayo— para
ofrecerse a un tipo de lector que quizá aún no existe, pero dispuesto a
esquivar las superfluas mesas de novedades y rastrear en profundas estantes
cargados de conocimiento. “La literatura debe jugar al alza, apostar al
encarecimiento y doblar la apuesta”, proponía Calvino.
No
se trata de aborrecer la literatura fabricada para el simple entretenimiento.
Esa ha existido y existirá siempre. Y cada cual (lectores, escritores) elegirá
donde prefiere colocarse. Pero también siempre existirá una literatura afín al
lector maduro y exigente, al lector con necesidades semánticas, metodológicas y
morales más allá de los vacuos productos comerciales. Se trataría más bien de
buscar lo que Cynthia Ozick llama “una cierta interacción virtuosa” entre las
diversas tendencias de la actividad literaria. Hubo un tiempo en que hasta los
más reputados bestsellers mantenían una gran calidad literaria.
Todo
esto, me da por pensar, lleva a una toma de posición, a una actitud ética. En
palabras de Calvino “el escritor le habla a un lector que sabe más que él
mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe
todavía más”.
Decidamos,
pues, cada cual en la estantería hipotética donde desearíamos ver nuestros
libros si los escribimos o donde los querríamos encontrar si somos lectores.
No
obstante, esta actitud beligerante tiene el riesgo, advertía Calvino, de que la
sociedad ponga “fuera de la ley” a la literatura misma, arrinconándola a los
sótanos fríos del desprecio y de la irrelevancia. Me preguntaría, dadas las
circunstancias, si ese no es ya el momento actual. Y es la propia literatura la
que ha de ser consciente de este riesgo y sostener el envite y, si es
necesario, replegarse a los cuarteles de invierno del compromiso y la lealtad
con la tradición literaria.
Los
escritores son herederos del “nivel alcanzado” (Musil, Echevarría) por tipos
como Cervantes, Dickens, Faulkner, Kafka o García Márquez, y ese legado ha de
ser defendido con una ética de la resistencia. Se trata de mantener la dignidad
de la literatura y hacerlo desde lo que Gombrowicz consideraba fundamental en
un escritor: la “superioridad espiritual”.
Es
posible que esa ética de la resistencia conlleve un posicionamiento radical. Es
posible, también, que en cierto momento la literatura, los escritores,
consideren que su lugar es una cierta clandestinidad, un ocultamiento; dejarse
ver lo menos posible para refugiarse en estanterías hipotéticas alejadas de la
visibilidad de lo mercantil. Un primer paso para eso es saber en qué
estanterías no queremos estar. Lo decía Ricardo Piglia: “La buena literatura es
aquella que sabe lo que no quiere ser”.
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