jueves, 23 de mayo de 2024

 



 

La estantería hipotética

 

                No hay que romperse la cabeza para ver que el mundo de los lectores se ha hecho menos exigente desde el punto de vista intelectual, ético y formal. Muchos de ellos no saben que existen estanterías y se quedan parados en las mesas de novedades como esos montañeros perezosos que se sientan a pasar el día en el primer merendero que encuentran. O peor.

                Cada vez se ven más expositores con ciertos libros en supermercados donde más se ahorra, ubicados entre los detergentes y la comida para gatos. Y hasta es posible que existan ciertos autores que no consideren nada humillante contemplar sus obras en tales compañías si las han creado con fines higiénicos o alimenticios. Bien, allá cada cual.

                Viendo esos expositores he recordado un artículo que Italo Calvino publicó en 1967 y que llevaba el título de ¿Para quién se escribe? Decía allí Calvino que todo escritor debiera preguntarse en algún momento de su tarea por la estantería donde quisiera ubicar sus libros.

                Dejando aparte algunas consideraciones del autor italiano sobre la situación social de su tiempo y que irremisiblemente han quedado obsoletas, el núcleo de su reflexión se mantiene vivo e, incluso, me parece más apropiada que nunca. La situación de la literatura en la actual sociedad de consumo aparece más debilitada si cabe que a mediados del siglo pasado. La mayoría de las editoriales se han rendido al régimen del capital y producen los libros adecuados para obtener los mayores beneficios. De modo que, para crear una masa consumidora inmensa, la estructura editorial ha tenido que rebajar el nivel literario y plegarse a una mera actitud benévola y digestiva.

                Lo que venía a proponer Calvino en su artículo es que el escritor no debe plegarse a satisfacer al lector, sino que ha de imaginar un lector que no existe o producir un cambio en el lector actual. Si la industria cultural, las editoriales y buena parte de la crítica han claudicado de sus antiguas tareas y se han doblegado ante el cada vez más bajo nivel cultural de la sociedad, es el escritor (la literatura) quien “debe proponer un público más culto; más culto incluso que el escritor”.

                Y añadía el autor italiano que la literatura no es la escuela y por ello no tiene por qué adaptarse a los niveles más bajos. “Todo intento de dulcificar la situación con paliativos —una literatura popular— no significa un paso adelante sino un paso atrás”. Aquí me permito corregir al admirado Calvino en el concepto menospreciado. Más que de la “cultura popular”, de la que se ha de desconfiar es de la “cultura de masas”. No se trata de oponer una alta cultura a lo popular pues ambas pueden convivir en régimen de “horizontalidad” (Andreu Jaume) y, juntas, buscar la brecha en la industria cultural.

                Así que el escritor ha de imaginarse una estantería improbable donde colocar sus libros. Sería ésta la estantería de “un saber ligero” (Xavier Nueno) pero que conectara a su vez con textos heterogéneos —crítica, ciencia, ensayo— para ofrecerse a un tipo de lector que quizá aún no existe, pero dispuesto a esquivar las superfluas mesas de novedades y rastrear en profundas estantes cargados de conocimiento. “La literatura debe jugar al alza, apostar al encarecimiento y doblar la apuesta”, proponía Calvino.

                No se trata de aborrecer la literatura fabricada para el simple entretenimiento. Esa ha existido y existirá siempre. Y cada cual (lectores, escritores) elegirá donde prefiere colocarse. Pero también siempre existirá una literatura afín al lector maduro y exigente, al lector con necesidades semánticas, metodológicas y morales más allá de los vacuos productos comerciales. Se trataría más bien de buscar lo que Cynthia Ozick llama “una cierta interacción virtuosa” entre las diversas tendencias de la actividad literaria. Hubo un tiempo en que hasta los más reputados bestsellers mantenían una gran calidad literaria.

                Todo esto, me da por pensar, lleva a una toma de posición, a una actitud ética. En palabras de Calvino “el escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más”.

                Decidamos, pues, cada cual en la estantería hipotética donde desearíamos ver nuestros libros si los escribimos o donde los querríamos encontrar si somos lectores.

                No obstante, esta actitud beligerante tiene el riesgo, advertía Calvino, de que la sociedad ponga “fuera de la ley” a la literatura misma, arrinconándola a los sótanos fríos del desprecio y de la irrelevancia. Me preguntaría, dadas las circunstancias, si ese no es ya el momento actual. Y es la propia literatura la que ha de ser consciente de este riesgo y sostener el envite y, si es necesario, replegarse a los cuarteles de invierno del compromiso y la lealtad con la tradición literaria.

                Los escritores son herederos del “nivel alcanzado” (Musil, Echevarría) por tipos como Cervantes, Dickens, Faulkner, Kafka o García Márquez, y ese legado ha de ser defendido con una ética de la resistencia. Se trata de mantener la dignidad de la literatura y hacerlo desde lo que Gombrowicz consideraba fundamental en un escritor: la “superioridad espiritual”.

                Es posible que esa ética de la resistencia conlleve un posicionamiento radical. Es posible, también, que en cierto momento la literatura, los escritores, consideren que su lugar es una cierta clandestinidad, un ocultamiento; dejarse ver lo menos posible para refugiarse en estanterías hipotéticas alejadas de la visibilidad de lo mercantil. Un primer paso para eso es saber en qué estanterías no queremos estar. Lo decía Ricardo Piglia: “La buena literatura es aquella que sabe lo que no quiere ser”.

Publicado en Café Montaigne, mayo 2024

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