Yo estoy en la
imagen
Miguel Ángel Hernández
Acantilado, 2024
259 páginas
Por
distintos motivos he tardado en leer el libro de Miguel Ángel Hernández desde
el día en que me hice con él. Y, también por circunstancias personales, lo he
leído en diversos lugares: la sala de espera de un hospital, el banco de un
parque, en el metro, en el coche (aparcado), en otro hospital, en mi sillón de
lectura…
Ha sido,
pues, una lectura dispersa, azarosa, inconstante. Y al terminar de leer el
libro —hace cuatro días, bajo la sobrecarga visual del desastre en Valencia— he
reparado que no lo había subrayado apenas como suelo hacer con este tipo de
lecturas. No he subrayado apenas porque, he imaginado, que esta primera lectura
la he realizado como esas visitas a los museos en las que uno apenas se para
ante los cuadros que admira postergando una mirada atenta en la segunda pasada.
Lo intempestivo de mi lectura ha hecho que leyera los capítulos del libro de
Hernández como lector salteado, ese que quería Macedonio Fernández para sus
textos. Esta lectura a saltos (constato ahora) le viene bien a estos Ensayos
afectivos y ficciones críticas que nos presenta Hernández.
El libro es
una (re)construcción formada por textos varios: notas para catálogos de
exposiciones, artículos para revistas, reflexiones sobre fotografías…, textos
escritos por el autor en los últimos años, publicados aquí y allá al tiempo que
sus novelas de largo alcance (Intento de escapada, El instante de peligro,
El dolor de los demás) iban dando cuenta de una capacidad narrativa por
encima del mediocre panorama nacional.
El yo de Yo
estoy en la imagen es el mismo que está en las novelas de Hernández. Es un
yo que mira, que se para ante la realidad (o la ficción) de una escena, de una
fotografía, de un video. Es un yo observador, mirante, escrutador de
espacios y de vacíos.
Como decía, mi
primera lectura resultó fugaz, sin marcas en los renglones, sin notas ni citas
extraídas. Solo me quedó el recuerdo, el rastro, las trazas de textos potentes
y evocadores, unos más que otros, como todo recuerdo filtrado por la propia
imaginación. En efecto, hay textos que me han interesado más que otros, por su
hondura, su temática, su punto de vista.
Antes de
sentarme a escribir esta reseña, he releído el libro de MAH con el afán de
demora, de detenerme ante la escritura como si esa escritura fuera una imagen.
Y ahí sí, ahí se han manifestado las frases a subrayar, la sintaxis adecuada,
el trazo, el foco, el objetivo. Porque Hernández está en la imagen de sus
textos, porque se mezcla (ese yo) con la materia tratada en un afán
autobiográfico, afectivo, personal y propio.
El libro está
organizado en cuatro bloques bien definidos, aunque en todos se dejan ver los
recursos del autor: el yo narrador, el recuerdo, el viaje, la mirada crítica…
Cada bloque —como indica el propio autor en el prólogo— atañe a un concepto o
«campo magnético»: imágenes, tiempos, espacios y memorias.
Como mi
lectura ha sido a salto de mata, he ido alternado textos de diferentes bloques,
creando, de algún modo mi propio orden de la obra.
Durante la
relectura del libro me han ido asaltando sin remisión las imágenes de la
devastación, escenas de la catástrofe provocada por la gota fría (me resisto a
llamar con nombre de mueble de Ikea a un fenómeno meteorológico tan devastador),
las lluvias torrenciales y las crecidas de torrentes. Y la incompetencia del
estado.
Algunas
afirmaciones de Hernández (o citas de otros autores) se adaptaban a lo que
pasaba ante mi vista.
Jaques
Rancière sobre la obra de Alfredo Jaar: «No es que veamos demasiados cuerpos
que sufren, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos
que no nos devuelven la mirada que les dirigimos, de los que se habla sin que
se les ofrezca la posibilidad de hablarnos.»
De este modo
mi relectura de Yo estoy en la imagen se entrelazaba con los videos de
supervivientes y afectados entre el barro y la chatarra. ¿Estaba yo (y ustedes)
en la imagen?
¿Nos olvidaremos de estas
imágenes, algún día?
¿Será verdad,
como apunta Hernández que sugiere Georges Didi-Huberman en Ante el tiempo,
«que toda imagen es anacrónica y lo es porque toda imagen, por definición, está
siempre fuera de su tiempo y, que, además, la imagen nos sobrevive?»
¿Será esto cierto con las
imágenes de Valencia?
Quizá miremos
estas imágenes en el futuro con la mirada del arte, «como una pantalla de
protección, que muestra y a la vez esconde, que nos sitúa frente a la luz
deslumbrante de lo real, pero al mismo tiempo la recubre para que no nos ciegue
del todo, que revela el fuego, pero no quema, que punza, pero no hiere.»
¡Quién sabe qué será el futuro!
Ahora lean el
libro de Miguel Ángel Hernández, merece la pena.
Y quédense en la imagen, por un
tiempo.
Entreletras octubre 2024
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