viernes, 8 de septiembre de 2023

Yo recordaré por ustedes, de Juan Forn

 


Estamos ante un libro que rompe las expectativas del lector (al menos de quien esto escribe) y lo ubica, tras asimilarse a la propuesta del autor, en una zona literaria alejada de lo manido, de lo ya visto, del conformismo maximalista y de la crónica reiterada. Y es que el lector podría estar esperando relatos sobre autores famosos, sobre libros clásicos o sobre novedades autorizadas por la crítica y, sin embargo, Forn nos entrega otra cosa, por supuesto, mejor. Y cuando el lector entiende esto se aleja de la perplejidad inicial y se adentra en un devenir acogedor y sugerente.

Los textos que Juan Forn (Buenos Aires, 1959- Mar de las Pampas, 2021) escribía para el diario Página/12, y que forman parte del libro, eran más bien indagaciones en la sutil espesura de lo literario. Hablaba allí, y lo encontramos en el libro que nos ocupa, de personajes anónimos, de desplazados, de seres fuera del foco de la historia y de la literatura. Son búsquedas de lo ignorado o de lo olvidado. Nos habla de un tal Nkoloso, que creó un Ministerio de Asuntos Estelares en Zambia que, realmente, encubría un campo de entrenamiento de guerrillas, de Nadezhda, esposa del poeta Mandelstam, y de su libro de memorias Contra toda esperanza, en las que recuerda una frase de su marido digna de recordar: «No hay que quejarse; vivimos en el único país que respeta la poseía; matan por ella». De Dubravka Ugresic relata la herencia que recibió de un admirador, una herencia en forma de vivienda en Zagreb y de cómo la escritora viajó hasta el pueblo, llamado Kuruzovac, donde era propietaria de una cabaña en el campo.

El tono de Forn en estas narraciones es desenfadado, con un toque de humor que, sin embargo, se desplaza en ocasiones hacia lo terrible de asuntos como el exilio, la muerte, la represión, el olvido. Las historias son, todas, un paseo por el siglo XX, por los aledaños de la historia y de sus conflictos, pesquisas de sutil elaboración por las afueras de la literatura. Y es que este detalle no es menor si consideramos la propia biografía del escritor. Juan Forn se retiró a una casita en la costa por razones de salud, tras sufrir un colapso y buscar un retiro de la vorágine agobiante del trabajo editorial. Se retiró para vivir tranquilo, pero siguió comprometido con la literatura de una forma tangencial, sólo enfocada a leer y a indagar en los detalles.

Si he utilizado antes el término narraciones para calificar a los textos es porque la mirada de Juan Forn es literaria, roza la ficción, son relatos ante los que el lector duda si está ante la realidad o ante invenciones del escritor. Y es que Forn nos lleva de la mano por esas historias como si nos estuviera contando, ambos sentados frente a frente en un porche junto al mar, sueños de la noche anterior o como quien sabe algo que los demás ignoramos.

No me resisto a poner algunos ejemplos de maravillosos relatos. En el texto titulado Las piernas de Dora Markus, Forn junta al poeta Eugenio Montale con el crítico Bobi Bazlen (ágrafo reconocido) y nos habla de la foto de unas piernas que Bazlen le habría mandado al poeta con un mensaje en el reverso: «Una amiga de Gerti, con piernas magníficas. Escríbele un poema. Se llama Dora Markus». A partir de esta anécdota Forn relata la peripecia del poema y el enigma de la mujer cuyas piernas inspiraron el poema Dora Markus, enigma que, tras recibir Montale el Nobel, se convirtió en objeto de interpretación por los estudiosos. De allí, Forn, nos transporta hasta los años ‘80 en que el escritor Del Giudice escribe En el estadio de Wimbledon, donde investiga la vida de Bobi Bazlen y mantiene un encuentro con una mujer que pudo ser la Dora Markus poseedora de aquellas «piernas magníficas».

Este es el tipo de relato que encontramos en el libro que nos ocupa. Un libro repleto de detalles, guiños a la historia y a la literatura, búsquedas que sólo puede emprender un agudo observador y lector como lo fue Juan Forn, henchido de lecturas y capaz de transmitir su pasión con generosidad y soltura. Y es por eso por lo que el lector agradece ese deambular por lugares poco transitados, caminos que ignoraba y que conducen a otros parajes de lo literario, aunque en ellos nos encontremos a veces con nombres conocidos: Robert Walser, Natalia Ginzburg, Le Corbusier, Duchamp y otros renombrados artistas entre muchos personajes anónimos y olvidados por la historia.

La mirada furtiva de Forn no nos habla de anécdotas trilladas sobre aquellos artistas de renombre, más bien nos introduce por las rendijas de lo intuido para abrir una puerta a realidades inesperadas. Ese tipo de realidades que el lector ha de indagar por sí mismo, aprendiendo del maestro, de su instinto y de su estilo delicado.

Cuando uno termina este libro tiene la sensación de haber asistido a una novela con múltiples capítulos, en apariencia inconexos, pero hilados de tal modo que se tiene la convicción de la homogeneidad, de la coherencia y, usando una acertada metáfora de Julian Barnes, como si todas las biografías fueran «un collar de agujeros unidos por un cordel».


A propósito de Montevideo. La aventura de leer a Vila-Matas

 






Montevideo, Seix Barral 2022, Enrique Vila-Matas

                                                                                                                                              

¿Qué decir a estas alturas de Montevideo, la última novela de Enrique Vila-Matas? Sí, se ha escrito mucho, ¿pero se ha dicho todo? Y no digamos de toda su obra literaria. Porque Vila-Matas es de la estirpe de escritores cuya obra se expande y se convierte en una estructura múltiple e infinita, la estirpe de Borges, Kafka y Joyce, de quienes siempre cabe añadir un nuevo hallazgo pues hacen del lector consecuente el artífice de un tapiz literario propio.

Permítanme, pues, añadir algo nuevo al campo literario vilamatiano, ¿por qué no? Esto es un salto mortal, lo aviso. Pues tanto en Montevideo como en muchas de sus obras he dado con un filón propio, una genuina visión personal de la obra de Vila-Matas.

Quisiera que esta fuera una reseña para aquellos que aún no leen a Vila-Matas. Sí. ¿Les parece arriesgado, inútil, un efímero esfuerzo? Quizá, pero vayan avisando a los de su alrededor, a los que buscan emociones en los libros, a quienes anhelen la fantasía. Adviertan a familiares y vecinos y díganles que leyendo a Vila-Matas uno se lo pasa en grande. Porque Vila-Matas escribe novelas de aventuras. Sí, como lo oyen. Uno ya tenía esta intuición desde hace tiempo, desde sus primeras obras, pero tras leer Montevideo, no puedo mantener el silencio. Pues bien, digámoslo: las novelas de Vila-Matas se leen como las de Kipling, de Stevenson, de Conrad o de Salgari.

¿Qué era Federico Mayol, el protagonista de El viaje vertical, sino una especie de Marlow en busca de su Kurtz en Lisboa? Un Mayol a quien no le encargan una misión trascendente, cierto, ni navega el río Congo. A Mayol le ha echado su mujer de casa, harta de su abulia e intrascendencia. Pero el caso es que Mayol se larga a Lisboa para saber quién es él mismo y convertir el viaje en una reinvención de su vida.

¿No es el Enrique Tenorio de Lejos de Veracruz un personaje a lo Stevenson, una clase de Ballantrae, viajero incansable que regresa al hogar para refugiarse en su cuarto y escribir la obra de su propio hermano?

Espías, conspiradores chiflados «con alto grado de locura» que cultivan el «arte de la insolencia» transitan por las novelas de Vila-Matas, «héroes de esa batalla perdida que es la vida, amantes de la escritura cuando ésta se convierte en la experiencia más divertida y también la más radical».

Por tanto, viajes, conjuras, desapariciones… Y espacios. En las novelas de Vila-Matas se multiplican los espacios, ese atributo de las buenas novelas que César Aira, en su ensayo Evasión, echaba tanto de menos en la novela actual. Según Aira ahora prima el tiempo sobre el espacio, no hay imaginación sino confesión lastimera. «Hoy la novela fluye directamente del autor, sin pasar por la intermediación de la literatura; el trabajo que la respalda ya no es el de la escritura, sino el de la publicación». Y es que hubo un tiempo en que la novela era espacio, estructura, luz, escenarios, en definitiva: evasión, novela de aventuras.

Porque en las historias de Vila-Matas ese espacio que reclamaba Aira, está. Está en su geografía imaginada (metaliteraria, si quieren) y en la real (aunque imaginada); está en las ciudades (Veracruz, París, Barcelona, Kassel), en las montañas de Herisau, en la torre de Montaigne, en las azoteas de Montevideo, en los infinitos hoteles donde se refugian los protagonistas. Y es que el autor nos lleva por el mundo a pasar riesgos terribles, de acuerdo, pero necesarios. «Me dio por pensar que había un punto en común entre las grandes expediciones de otro tiempo y la que me proponía emprender en solitario con las miras puestas en Kassel. Ese punto era el peligro, elemento inseparable de todo viaje que se precie».

¿Recuerdan aquella escena de Indiana Jones y el arca perdida, donde Jones, perseguido por un guerrero con turbante se ve atrapado en un callejón sin salida? El malhechor blande su cimitarra y corta el aire para temor del protagonista. El rostro de Indiana se muestra contrariado, parece que no hay salida y que al héroe sólo le queda usar su famoso látigo. El guerrero amenaza, Indiana se tensa. De repente, Jones se relaja, compone una sonrisa, saca su revolver y dispara al espadachín, que cae fulminado, ¿La recuerdan ahora?

Bien. Pues eso hacen los narradores de Vila-Matas. Buscar un recurso inesperado para salir de la trampa. Recursos como las citas. «La cita siempre estaba ahí para ayudarme en caso de que quedara estancado en una línea de una novela y no supiera cómo salir». Y es que a Vila-Matas siempre le ha gustado meterse en callejones sin salida, como a un imprudente aventurero, y ver cómo salir de allí. Lo hizo con sus primeras novelas, de las que la crítica se preguntaba cómo haría para crear algo nuevo.

Y es que los personajes de Vila-Matas, salen de viaje, pasean, traspasan puertas de hotel como la del antiguo Cervantes en Montevideo, para asomarse al abismo; puertas que los trasladan de ciudad en ciudad como un James Bond letraherido que en vez de bolígrafo explosivo usara una cita bomba o se deslizara por la tirolina de una insólita conferencia para desaparecer de la vista de sus enemigos.

Imagino ahora lectores que duden: ¿aventura?... ¿en Vila-Matas?… Hum…, si ahí sólo se habla de escritores, de libros, de cosas literarias, piensan. De acuerdo, un momento. Es que ustedes no tienen en cuenta lo que dijo Pierre Mac Orlan en su delicioso Petit manuel du parfait aventurier, un libro de 1920: «un buen aventurero debe alejarse lo menos posible de su lugar de trabajo, es decir, de su biblioteca». El autor distingue dos clases de aventureros, el activo y el pasivo. El activo es el que realmente viaja, las pasa canutas, regresa extenuado y no quiere ni oír hablar de grutas, pasajes, sudor y lágrimas. «Sus rasgos esenciales son: falta total de imaginación y sensibilidad; no teme a la muerte porque no se la explica». Por el contrario, el aventurero pasivo disfruta de la aventura desde su sillón pues «ha de vivir siempre de su imaginación».

Así son los narradores de Vila-Matas, aventureros que no se alejan de su biblioteca y viven de su imaginación. De la imaginación inteligente. Narraciones que los llevan a ciudades, a hoteles, a subir montañas, atravesar puertas tras las que hay muertos que hablan, pasar peligros o vivir unos días en un restaurante chino donde los ignoran. Ya ven, ¿no es esto aventura?

Vila-Matas ha logrado aunar la novela de evasión, sus espacios, sus escenarios, su luz con la novela del discurso, del ensayo y la digresión, una cartografía literaria por donde transitar. «El tema de una novela de aventuras es menos importante que su forma», asegura Mac Orlan. Esto es lo que ocurre en Montevideo, la realización de aquello que deseaba Flaubert, «hacer una novela sobre nada». En Vila-Matas el lenguaje es el tema; el discurso, lo narrativo puro.

Y una advertencia final. Si transitan Montevideo, tengan cuidado al pisar el capítulo Reikiavik. Es un capítulo minúsculo, de un párrafo, pero recuerden que en Islandia se encuentra el volcán por donde, según Verne, se entra al centro de la tierra. O al centro de la literatura.

Publicado en Entreletras, mayo 2023

Incluido en la web oficial de Enrique Vila-Matas

Odio, de José Manuel Fajardo

 

Les contaré una historia caída del cielo. Sí, del cielo, por qué no. Al libro del que voy a hablarles le ha denominado su autor, José Manuel Fajardo, un OLNI (Objeto Literario No Identificado). Por eso es un objeto caído del cielo, o, mejor, de la estratosfera. Se preguntarán por qué.

Imaginen que ese objeto se acerca a ustedes, como un meteorito, desde arriba y va tomando definición y, claro, en un instante les cae en las manos y ven, sorprendidos, que el objeto es un libro. ¿se lo esperaban? No neguemos que cada vez más un libro (uno bueno) puede ser tan insólito como un meteorito. Pero el libro de Fajardo toma forma en sus manos, lo abren, ven su título, Odio y que se publicó hace unos meses (Fondo de Cultura Económica) y que un año antes se había publicado en Francia, donde el autor ha vivido quince años. Voilà!

Mi intención es hablar de ese libro-meteorito, pero les apuntaré algunos detalles del autor. Este nuevo libro ha roto una etapa de inactividad novelística de diez años, aunque Fajardo (Granada, 1957) ha seguido su actividad como periodista y como traductor. Y ha organizado festivales literarios tanto en Europa como en Hispanoamérica. Su carrera es larga. Obtuvo el Premio Internacional de Periodismo Rey Juan Carlos en 1992 y ha recibido varios premios por su obra literaria tanto en España como en Francia. Ha publicado varias novelas (Carta del fin del mundo, El converso, Una belleza convulsa, Mi nombre es Jamaica) y libros de relatos.

Y ahora sí, ahora hablemos de Odio.

Como les decía al principio ese objeto era algo raro. Su título es “raro”, cuando menos inesperado. Corto, contundente, explícito. Y sí, es lo que imaginan, habla del odio, de esa emoción que inunda el mundo desde siempre. Habla de la intolerancia, de cómo los individuos normales pueden llegar a despreciar a sus semejantes, a los otros diferentes.

No vamos a ponderar las virtudes antropológicas ni las sociales ni la pertinencia de su mirada crítica sobre un problema suficientemente conocido. La radical vigencia de esa corrosiva emoción que desintegra la sociedad, que fomenta la intolerancia y deposita el polvo de la confrontación es expuesta con maestría en el libro de Fajardo. Como dijo Juan José Saer, la novela es una «antropología especulativa». Es decir, la ficción, a diferencia de la historia, se acerca a la realidad con una mirada al individuo y a sus dialécticas privadas y sociales. En Odio se actualiza la mirada al mundo actual y a sus trastornos.

Y vamos a contradecir al maestro Nabokov, que dijo que, en literatura, las «grandes ideas son una tontería». Tenía razón Nabokov en cuanto a esas novelas con moraleja, a esas novelas de tesis, a novelas que impelen las ideas más que la corriente narrativa y menosprecian el estilo ante la gran idea. Pero es que Odio no es novela de tesis ni pretende moralizar. Usa lo literario para especular con lo posible. La literatura es siempre especulación de la realidad.

Lo peculiar en Odio es una desviación de las formas tradicionales asignadas a la novela. Un libro de apenas noventa páginas, dos historias cortas, entrelazadas, parecería salirse del concepto de novela, máxime cuando ese concepto se ha desnaturalizado con la proliferación de mamotretos ominosos perpetrados por tantos autores de bestsellers.

Sin embargo, todo objeto no identificado lo es por la distancia con que se contempla. Si el lector se acerca a Odio, lo toma entre las manos y comienza su lectura, el difuso objeto asume la corporeidad de la buena literatura.

Pero, como decía, no vamos a ponderar más allá de lo hecho la índole antropológica de Odio sino que centraremos nuestra mirada en sus valores literarios. Y es que Fajardo ha escrito una novela como se puede escribir novela desde Borges. De todos es conocida la aversión del escritor argentino al género y su preferencia por asumir que tales novelas ya existían y reseñarlas con atrevimiento mistificador. La mejor forma de respetar a la novela es no escribirla y dedicarse a formas breves. Fajardo ha escrito una novela al modo borgiano, utilizando la forma breve, aquí dos cuentos, e inscribiéndolos en la tradición metaliteraria y así crear un artefacto que se expande a todo tiempo y toda literatura.

Y Fajardo se inventa dos historias, que transcurren en épocas y lugares diferentes, y traslada al lector a diversas tradiciones novelísticas. Así una de las historias, de color dickensiano, nos lleva al Londres victoriano donde nos encontramos con personajes de la novela inglesa. Nos cruzamos con Dorian Grey, con el doctor Jekyll y Mister Hyde, vemos pasar la sobra de Jack El Destripador y al autor de Peter Pan, J.M.Barry paseando a su perro Porthos por los jardines de Kensington.

En la otra historia, seguimos los pasos de un joven de ascendencia magrebí que se enfrenta a la intolerancia y al radicalismo más violento y cae sometido a ellos. De este modo Fajardo inscribe su novela en la tradición literaria y juega con los símbolos para traernos a la actualidad del Paris de los conflictos raciales desintegradores de la sociedad en que nos ha tocado vivir.

El juego de espejos que ha creado el autor con sus dos historias enfatiza con acierto la profundidad de análisis, pero revaloriza aún más el itinerario narrativo y potencia la calidad literaria. Odio es gran literatura, es literatura esencial. Léanla.



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