viernes, 8 de septiembre de 2023

El lector estuche I y II

 


EL LECTOR-ESTUCHE (I)

 

Impertinencia, polémica y destrucción

 

Tres lecturas diferentes me han llevado a consensuar las categorías que subtitulan esta reflexión.

La primera lectura es un compendio de ensayos y artículos de Juan Benet en el que se incluyen respuestas a entrevistas de los años 80 (Ensayos de incertidumbre, Lumen 2011, Ed. Ignacio Echevarría). Decía Benet a propósito: «Yo creo bastante en la eficacia de la impertinencia, sobre todo en la de determinadas opiniones impertinentes. En cierto modo esas opiniones son, por impertinentes, las más útiles, las más atractivas. Si las opiniones se matizan, pues se vulgarizan, y entonces caen en el lugar común»

Un artículo de Beatriz Sarlo en Babelia, publicado recientemente, es la segunda lectura motivadora. Su título no puede venir más a cuento, Elogio de la polémica. En su reflexión, la escritora argentina, defiende la polémica como herramienta de conocimiento ya que «respetar las ideas es polemizar sobre ellas pues para polemizar hay que conocerlas bien». Así se interpreta la polémica como acercamiento a los otros, a sus ideas con respeto y profundidad. Hay una coincidencia entre Benet y Sarlo en cuanto al matiz como postura temerosa, insípida y acrítica. Si las opiniones se templan en demasía se corre el riesgo de hacerlas transparentes y poco efectivas. La utilidad de la polémica conlleva una cierta alacridad, una mala leche medida, de forma que siempre las opiniones sean un modo de «radicalidad de la vida privada», en palabras de Benet.

La tercera lectura, relacionada a las anteriores, pues no hay nada independiente, ha sido un corto ensayo de Walter Benjamin titulado El carácter destructivo, publicado en 1931, (Iluminaciones, Taurus, 2018. Ed. Jordi Ibáñez) Una primera lectura del análisis del filósofo alemán pudiera limitar nuestra apreciación a la índole meramente negativa, violenta y aniquiladora de la destrucción. Pero Benjamin deja entrever una capacidad creativa y regeneradora en la destrucción. Y es que, en oposición a la destrucción apolínea, la del sistema económico capitalista, existe una destrucción dionisíaca, caótica, constructiva y esencial. En ella el sujeto destructor puede revertir la destrucción total y crear algo nuevo.

En su ensayo, Benjamin, habla del “hombre estuche”, aquel que ante el sometimiento de los poderes se repliega al calor de la cultura blanda y masticada del main stream y se despoja del espíritu crítico necesario para una reflexión propia. Y este concepto se nos ocurre trasladarlo- en el ámbito literario- a lo que podemos llamar lector-estuche. «El hombre-estuche busca su comodidad y la médula de esta es la envoltura», dice Benjamin. ¿Y no es tal descripción el guante que se ajusta al tipo de lector por el que se mide la actual ética comercial libresca? ¿Acaso las grandes editoriales (y muchos autores) no van reemplazando al lector adiestrado, crítico, exigente por un tipo de lector envuelto en mullidas narraciones digeribles?

El único modo de combatir al lector-estuche es mediante la impertinencia de Benet, la polémica elogiada por Beatriz Sarlo y el carácter destructivo de Benjamin.

 

             La impertinencia, si volvemos con Benet, es una toma de posición, una actitud radical de ámbito privado (aunque pueda salir a terrenos públicos). Se muestra como rasgo de carácter. La eficacia de la impertinencia se valoriza por su afrenta a las posiciones vulgares, matizadas y conciliatorias. «Me gusta ir por el mundo con ideas radicales. Es una radicalidad de la vida privada». Esto nos recuerda a opinadores “contundentes” como Nabokov que arriesgaba su radicalidad hasta vilipendiar al Quijote. Del escritor ruso-americano dijo Saul Bellow que era «uno de los grandes molestadores de todos los tiempos». Pero de eso se trata, de confrontar la opinión privada y personal con el sentir común e inmovilista. Recordemos la beligerancia de Benet contra el anodino panorama literario español de finales de los 60 y que estableció en su famoso libro de ensayos La inspiración y el estilo.

El objetivo de la impertinencia es el conflicto y la polémica, pues restaura la dialéctica de la reflexión (aquí, de nuevo, Benjamin) y esta remueve el presente. Sarlo también cita a Benjamin: «La única y verdadera forma para una reflexión sobre el presente es la polémica». Y la escritora argentina trae, en su artículo, una conexión muy oportuna entre polémica y literatura. Y en el tráfago de lo literario propone una crítica arriesgada, que se manche las manos (o la pluma) con opiniones contundentes y polémicas. «El conflicto es tan interesante en la ficción literaria como en las reflexiones críticas sobre esa ficción», apunta Beatriz Sarlo. Conflicto y polémica eran armas de Benet para remover el estado de cosas de la literatura de los 70 y famosas sus acometidas contra rocosos mitos literarios, por ejemplo, contra la pertinencia del Ulysses de Joyce, su desprecio a Galdós o sus andanadas contra el boom latinoamericano.

La polémica es crítica del presente, pues como dijo Benjamin, «La posteridad olvida o ensalza, solo el crítico juzga en presencia del autor». Por eso Sarlo comparte con nosotros una fantasía que debiera ser la norma, «un espacio literario donde sea posible polemizar sobre el último éxito. Polemizar no años después en una revista universitaria, sino escribir en la caliente actualidad». Pero esta polémica no es la candente rabia de las redes, ni es acólita del insulto ni compañera del desprestigio. No, ni las redes ni las ubicuas tertulias de los medios, donde los “tertulianos” saben de todo y opinan con necesidad metafísica (o mejor, crematística), no, esos no son los yunques donde polemizar las ideas. En la literatura lo que está fallando es una crítica capaz de exorcizar las obligaciones de las grandes maquinarias editoriales y dar opiniones autorizadas a los cada vez más legos lectores (que se convierte en lector-estuche). Pero esas opiniones hay que darlas en el presente, ante el autor y para los lectores sumisos.

 

 

EL LECTOR-ESTUCHE (y II)

 

             En la primera parte de este artículo definíamos el concepto de lector-estuche. Pues bien, vamos al grano: ¿Qué libros no lee el lector-estuche?

Nada de Kafka. Nada de Vila-Matas. No leerá jamás a Roberto Bolaño ni a Italo Calvino. Nunca sabrá que existieron Roberto Arlt o Kurt Vonnegut. El lector-estuche, encerrado en su mullido receptáculo, no se interesará por los libros de Fresán ni por los de John Banville. La lista sería interminable: Faulkner, Denis Johnson, Sebald, Musil, Broch, Magris, Sciascia, Bufalino; interminable: Julian Barnes, María Negroni, Pessoa, Tabucchi, Piglia y así hasta “casi” el infinito.

Y es que el lector-estuche sólo lee lo que le meten por los ojos (y los oídos), aquello que gana premios galácticos y que cubre las mesas de novedades de los puntos de venta. El lector-estuche cree que los libros se compran en las grandes superficies donde acude con el carro de la compra para acopiar lechugas, latas de sardinas, zapatos, camisetas y cosas así. Y ese acto de consumo incluye el producto libro.

Y, claro, en estos lugares (no-lugares) jamás encontrará a los autores mencionados más arriba. Y si por casualidad están, el lector-estuche los mirará de reojo. No le suenan, no han ganado un reciente super premio reseñado en la televisión del mismo grupo que la editorial que da el premio a sus propios autores. No, el lector-estuche sólo lee lo que se anuncia. No esperemos que busque, que indague, que se pregunte si hay algo más allá de los seriados thrillers superventas de autores tan visibilizados que parecen de la familia. El lector-estuche comprará libros de presentadores de televisión, de famosos del corazón, de políticos o libros que hablen de políticos que salen en televisión.

Y aún esto ocurre porque en el acto de lectura aún pervive un cierto prurito (quizá llegue a desaparecer como en la novela Fahrenheit 451, de Bradbury), un prurito, digo, de valor. Mucha gente aún cree que la lectura supone un “bien” en sí misma, que leer es bueno. Aquí recabo la opinión de un reputado crítico literario (y editor de libros), Ignacio Echevarría, que, en un artículo de 2022 en El Cultural, Los mejores, realizaba certeras consideraciones sobre la lectura. «Lo que nos hace mejores no es leer, ni siquiera leer mucho. Lo que nos hace mejores es leer bien, y leer según qué cosas», escribía el crítico. Y es que leer es como comer. No basta con alimentarse de cualquier cosa sino hacer una dieta sana y variada. Quien come siempre hamburguesas o siempre cocido madrileño no se está alimentando bien, ni siquiera estará disfrutando de esos platos pues la carencia de variedad reduce su capacidad para el gusto. «Quien lee idioteces, se idiotiza. Y por desgracia hay muchos libros, demasiados, que no son otra cosa que idioteces», escribe Echevarría. Por eso el lector-estuche es el epítome del idiotizado (no del idiota, pues quizá tenga atributos valiosos desaprovechados por sus lecturas), y esa idiocia le viene impuesta por una falta de criterio y por un supuesto mercado del libro sin piedad, sólo construido para atiborrar del lector consumidor del forraje más inane.

Al igual que el hombre-estuche de Benjamin acepta la destrucción apolínea del mundo, el lector-estuche acata la destrucción de la cultura por el mismo capitalismo de la producción que le da un trabajo y unos ingresos para que consuma aquello que ese capitalismo produce. Y otro “producto” más es el libro. Como ese tipo de lector lee para entretenerse (igual que ve series y viaja y va a la playa, para divertirse), no necesita autores que hagan preguntas (a sí mismos y a los lectores), no necesita a autores que escriban “complicado”. ¿Para qué?, eso no entretiene, ni divierte. Mejor -se dice el lector-estuche- libros con frases sencillas, que se entiendan, que utilicen las mismas palabras que se usan en los programas de televisión, o en la publicidad comercial.

El lector-estuche no lee para explicarse el mundo. Eso lo conoce por los medios de comunicación, por las redes, ve la realidad a través de las series de plataformas que producen objetos de consumo. El lector-estuche compra libros por internet, en plataformas amazónicas que también le suministran un vestido, una cacerola o unas vitaminas. Ese lector se guía por lo que recomiendan las listas de libros más vendidos o lo que se lee en streaming. También hay autores que escriben para esos lectores, es verdad. Hay autores que buscan los nichos de lectura donde más se vende. Pero esos nichos son como abrevaderos de pienso para lectores adocenados. Porque al lector-estuche le gusta abrevar donde muchos lo hacen. Se fían del gusto de la mayoría, de la masa. Se fían de las opiniones de otros lectores-estuche que puntúan los libros con pulgares augustos. Existen -qué pena- autores que se congratulan de reseñas de lectores-estuche en esas redes de lecturas abrevadas.

Al lector-estuche le importan tres pimientos los críticos. Qué es eso, se pregunta. Todas las opiniones son tan válidas como las de cualquiera, piensa. ¿Autoridad? ¿profesionalidad? ¿experiencia?, para qué, se pregunta el lector-estuche. Lo que dicen la redes es lo que vale. Lo que más se vende es el patrón de nivel. Datos, listas, estadística. Se ven autores -nada más patético- que anuncian en las redes el puesto de su último libro en el top de ventas. Y se quedan tan tranquilos con su afán comercial. Han recibido un premio de la misma editorial que le publica sus libros y salen por ahí henchidos de orgullo a pregonar su puesto en el ranking de ventas. No mencionan la ostentosa campaña publicitaria que ha hecho su grupo editorial, medios de comunicación afines incluidos. Hay otros que se indignan en las redes por el alto precio de los libros electrónicos de otros autores cuando ellos -grandes superventas- “dejan” sus libros -algunos verdaderos engendros- a bajo coste. Algunos de estos autores, que se han enriquecido -enhorabuena- a costa de escribir lamentables productos legibles “que se leen de un tirón”, dan, ya ven, lecciones de ética comercial. Son los autores que, como decía Canetti «han pasado a administrar posiciones como cualquier burgués». Estos son los autores que lee el lector-estuche.

En fin..., a propósito de todo lo escrito arriba, alguien me acusará de faltarles el respeto a esos lectores a los que denomino (con la complicidad de Benjamin) lectores-estuche. Pues bien, sí, esos lectores no me gustan, no congenio con ellos, los respeto como personas libres de elegir sus intereses, pero no los respeto como lectores. El lector es una categoría de la literatura, junto al autor, y si la lectura se degrada también lo hace la literatura. Lo dijo Nietzsche «un siglo más de lectores y hasta el espíritu olerá mal».

 

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