Con Elizabeth
Finch, Barnes añade un título más a los libros biográficos de su producción
literaria. Si con El loro de Flaubert, publicado en 1984, el autor
consiguió la excelencia narrativa, posteriores obras han demostrado su interés
por el afán de «hablar del asunto» de las vidas ajenas.
El hombre
de la bata roja, dedicado a Samuel Jean Pozzi y El ruido del tiempo,
donde cuenta algunos episodios de la vida del músico Shostakóvich son las otras
dos obras netamente con vocación biográfica. Habría que añadir a esta lista el
libro Nada que temer en el que Barnes realiza, aquí más, un ejercicio
autobiográfico pues trae a la luz a familiares cercanos y ancestros.
Elizabeth
Finch no llega a la excelencia de las obras anteriores. Y podría achacarse
tal menor nivel a un cierto “apresuramiento”. Y es cierto que esta novela será
considerada de talla menor en la obra del autor inglés, pero no es menos cierto
que pocos autores mantienen un nivel de obra maestra en todas sus tentativas.
Aquí, a
diferencia de las obras dedicadas a Flaubert, a Pozzi y a Shostakóvich, el
personaje biografiado es alguien anónimo, es decir no se trata de un famoso
artista o un relevante dandi, todos ellos personajes reales. Elisabeth Finch
fue una profesora del narrador con la que mantuvo una relación de aprendizaje
vital, intelectual y, sólo platónicamente, de amor. Y es que Barnes parece
decirnos que toda vida puede ser motivo de interés. Quizá es la propia mirada
del biógrafo la que constituye el elemento narrativo más allá de los méritos y
los episodios más o menos relevantes del personaje.
En esta obra
Barnes parece decirnos que es sólo en la ficción como todos podemos ser
personajes. Así lo explica Anna, uno de los personajes del relato: «la idea
de que una vida, por mucho que quisiéramos, no equivalía a un relato; o no a un
relato tal como lo concebimos y esperamos». Y es que una vida se compone de
meros episodios sin ilación y es la mirada del narrador, del biógrafo o de
cualquier otro la que construye el relato de esa vida.
Hay una frase
del libro El hombre de la bata roja que esclarece la concepción barnesiana
de la existencia como materia de ficción. Allí se nos dice «la biografía es
una colección de agujeros unidos por un cordel». Y es esta máxima la que
fundamenta toda especulación sobre las existencias ajenas y las propias. Y así
nos muestra Barnes la vida de su admirada profesora, mediante la indagación
detectivesca en los agujeros de la vida, en los papeles que ha dejado y en las
opiniones de los que la trataron.
El narrador
recibe el legado escrito de la profesora y amiga una vez fallece. Cuadernos
deslavazados con apuntes para una biografía de Juliano el Apóstata que Finch
había dejado inacabados. Se crea de este modo un efecto de cajas rusas, de
derivaciones biográficas que solo pueden ser completadas por la ficción.
Elizabeth
Finch es, pues, una obra menor de Barnes, pero mantiene la ironía y el
juego de alusiones propio del autor inglés. Su estilo se hace en esta obra más
sosegado, menos artístico y sofisticado quizá porque el escritor profesional de
obras anteriores se baja de su pedestal y delega en un narrador aficionado la
construcción del relato. Y es el propio narrador, el alumno enamorado de su
profesora, el que desestima la posibilidad de agotar la existencia de la amiga.
«Guardaré lo que he escrito en un cajón, junto con los cuadernos de EF,
quizás. De vez en cuando, me imagino a alguno de mis hijos encontrándolo tras
mi muerte. “¡Anda, mira, papá escribió un libro! ¿Alguien quiere leerlo?”.
Y es así como
Barnes considera la posibilidad de escribir sobre las vidas ajenas. Una
consecuencia de la casualidad, del encuentro inesperado, de una mirada a los
agujeros unidos por un cordel invisible.
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