Vila-Matas piensa en su arte o
El doctor Pasavento
busca una puerta en el Retiro
Visité a
Vila-Matas en la sombra de la Feria pues las zonas iluminadas quedaban para las
numerosas filas que conducían a los autores de la visibilidad. A lo largo del
paseo de coches se veían grandes espacios luminosos, donde los autores de la
luz firmaban sus libros con celeridad y artesanía.
Cuando me
acercaba a la caseta donde el escritor recibiría a sus lectores, le vi salir
por la parte trasera de la Feria, como si hiciera mutis por el foro del teatro
literario. Ese día tenía el escritor que firmar sus libros de doce a dos y esa
era la razón de mi presencia. Divisé al escritor a pocos metros de la caseta mientras
se adentraba en la sombra pues como él mismo había escrito, «a la literatura
puede que le siente mejor la oscuridad». Llevaba yo el reciente libro del
autor, Montevideo, para que me lo firmara. Libro que había leído ya dos
veces para entenderlo del todo pues los libros de Vila-Matas son como esas
habitaciones con puertas que hay que abrir varias veces para saber qué hay allí
dentro. No le hablaría de mis reiteradas lecturas de sus obras al escritor no
fuera a decirme aquello de Valéry de que «no había estado levantándose toda
la vida entre las cuatro y las cinco de la mañana para escribir necedades».
Vi que el
escritor se alejaba por una alameda a la sombra de árboles centenarios. Me
pareció más alto que en imágenes vistas. Caminaba con los hombros echados hacia
delante como si le faltara un escritorio donde apoyar los codos. Caminaba sin
prisa, como sabiendo que sus lectores esperarían o simplemente le buscarían en
sus libros más que en los angostos templetes del mercado libresco.
Se alejaba el
escritor por la alameda, a la sombra de castaños y acacias. Se alejaba del
lugar acompañado de un joven con mochila a la espalda. Los seguí a cierta
distancia, por ver qué pasaba. ¿Estaba el autor desapareciendo? ¿Había decidido
desertar de su compromiso de firmas? ¿Se había convertido Vila-Matas en Pasavento
y pretendía dejar tirados a lectores y editores? «Y se va. Pero se queda, pero se va.
¿Acaso se ha quedado? Le veo proseguir su camino y veo cómo da un paso más
allá…».
Como digo, le
seguí a unos metros. Él y su acompañante giraron a la derecha, donde comienza
una avenida que lleva a una de las puertas de salida del Retiro, la de Alfonso
XII. ¿Era verdad que se marchaba? No sucedió nada de eso. El joven de la
mochila hizo una señal hacia una de las terrazas del parque y los dos
caminantes se sentaron a una mesa del café. Vila-Matas se quedó allí, esperando,
mientras el joven hacía el pedido en la barra (¿era su editor, un fámulo puesto
por la editorial o un guardaespaldas encargado de que el escritor no
desapareciera?)
Me senté en un
banco desde donde podía observar sus maniobras y su posible siguiente paso.
Quería saber si tras el refrigerio volvería a la caseta o seguiría su proceso
de huida. Recordé que al principio de Doctor Pasavento el narrador dice
estar paseando por la «alameda del fin del mundo» y que su acompañante —¿era
el de la mochila un trasunto de aquel? —le preguntaba sobre «su pasión por
desaparecer».
Quizá era
cierto aquello que el escritor había afirmado sobre su tendencia a escribir
escenas que viviría más tarde y estaba aquí en el Retiro ejecutando las
palabras del libro. Recordé también que unos días antes de aquella escena que
yo presenciaba en directo, Vila-Matas había contestado a una revista literaria que
era una «tradición en la Feria que haya escritores de gran valía en la
sombra», escritores, vino a decir, que no son visibles al contrario de
tanto autor falso a la vista de todos. Al observar al escritor allí en la
sombra, tomando algo, se me ocurrió que él mismo se había convertido en uno de
esos escritores poco o nada visibles, refugiados en la sombra. Supuse que no se
refería a sí mismo sino a verdaderos escritores totalmente desconocidos —en la
sombra del mundo de lectores— y cuyos libros no pasan de ser leídos por
familiares y amigos. Estaba claro que el escritor hablaba de autores como yo
mismo, autor de una novela reciente y que había también presentado días antes en
la sombra de una caseta poco visitada una tarde lluviosa.
Si en su
famoso libro Bartleby y compañía, Vila-Matas había rastreado a autores
que dejaron de escribir, ahora, con esas palabras a la revista, ponía el ojo en
humildes escritores a oscuras y que sin embargo podrían tener más luz —y
lucidez— que tanto escritor de largas colas al sol y libros que se entendían a
la primera, esos de los que decía Valéry que tienen «la estúpida manía de su
nombre». Tenía, pues, al autor frente a mí, a cierta distancia, pero al alcance
de la vista y de mi móvil, así que decidí tomar alguna foto por si era aquella
la primera y última vez que lo veía. Aún existía el riesgo de una desaparición
pues nadie me aseguraba que, como Pasavento en la alameda del fin del mundo,
el autor tomara un tren en la cercana estación de Atocha y se marchara con
viento ligero y fresco.
Tiré una foto desde mi posición de espía
con cuidado de pasar inadvertido por el propio autor y, sobre todo, por algún
turista envidioso de mis imágenes. Ya se sabe el ansia de todo turista fanático
por fotografiar lo que otros miran. Temí que, al verme poner el objetivo en un
señor sentado en la terraza, una turba de mirones se congregara para acechar al
posible famoso. Hice mi foto con disimulo y luego la revisé mientras no quitaba
ojo de los movimientos del escritor, no fuera a desaparecer en un descuido. Tuve
que ampliar la foto como en aquella película de Antonioni, Blow-Up, que
estaba basada en cuento de Cortázar. Revisé la imagen y comprobé que no era
demasiado buena. Era oscura por la distancia y por las sombras de los árboles.
Esto, pensé, no suponía tanto problema pues al fin y al cabo todo el asunto iba
de metáforas de sombra y desaparición. Lo que sí me pareció un estorbo fue una
de esas pizarras con ofertas de raciones que ponen los bares a la puerta del
local. Y es que justo debajo de la figura concentrada de Vila-Matas se veía un
cartel anunciando boquerones en vinagre, mejillones y patatas cuatro salsas.
Pensé que aquel cartel de menús me había arruinado la fotografía del gran
escritor, pero luego vi que el contraste de literatura y tapas no vendría tan
mal.
El escritor seguía
concentrado en su móvil quizá buscando un plano online del camino más corto
para escapar del Retiro y desaparecer de los lectores y de los boquerones en
vinagre. Quizá buscaba la puerta más adecuada, como hacía en Montevideo,
que conectara con otra ciudad, Cascais, St. Gallen o Bogotá. El caso es que
allí seguía el escritor, sentado y concentrado y me di cuenta de que aquella
imagen evocaba el título de uno de sus decisivos ensayos, aquel de Chet
Baker piensa en su arte. La foto podía, por tanto, titularse Vila-Matas
piensa en su arte. Y a mí se me ocurrió la pregunta de si aquella pizarra
con las tapas veraniegas estaría más del lado finnegans o del lado hire
de lo literario.
Pero antes de llegar a una conclusión, noté que el escritor y su acompañante se levantaban para abandonar la terraza y las sombras tomando el camino de la alameda, en dirección a la caseta de la feria. Los seguí de nuevo para asegurarme de que el autor no ejecutaba ninguna maniobra de escapada final. Nada imprevisto ocurrió pues Vila-Matas llegó a la caseta en la sombra y se instaló en el rincón donde recibiría a sus lectores. «Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado?». Me incorporé a la fila de admiradores y esperé mi turno.
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