viernes, 24 de mayo de 2024

Citas de autores

 



No se puede vivir de pura bobería, por lúcida que sea, hay que citar autores.

Macedonio Fernández


Leo novela tras novela, me atiborro, me empacho, me indigesto a fin de asquearme de sus trivialidades, de sus repeticiones, de sus artificios, de sus convencionalismos y poder hacer algo diferente.

Jules Renard


En veinte años la literatura será un culto, será un hobby minoritario. Unos criarán perros y peces tropicales, otros leerán.

Philip Roth.


La recompensa del arte no es ni la gloria ni el éxito, sino la intoxicación. Y por eso muchos malos artistas son incapaces de renunciar a ella.

Cyril Connolly.


Lo que no es es igual de intenso que lo que es.

André Bretón.


jueves, 23 de mayo de 2024

 



 

La estantería hipotética

 

                No hay que romperse la cabeza para ver que el mundo de los lectores se ha hecho menos exigente desde el punto de vista intelectual, ético y formal. Muchos de ellos no saben que existen estanterías y se quedan parados en las mesas de novedades como esos montañeros perezosos que se sientan a pasar el día en el primer merendero que encuentran. O peor.

                Cada vez se ven más expositores con ciertos libros en supermercados donde más se ahorra, ubicados entre los detergentes y la comida para gatos. Y hasta es posible que existan ciertos autores que no consideren nada humillante contemplar sus obras en tales compañías si las han creado con fines higiénicos o alimenticios. Bien, allá cada cual.

                Viendo esos expositores he recordado un artículo que Italo Calvino publicó en 1967 y que llevaba el título de ¿Para quién se escribe? Decía allí Calvino que todo escritor debiera preguntarse en algún momento de su tarea por la estantería donde quisiera ubicar sus libros.

                Dejando aparte algunas consideraciones del autor italiano sobre la situación social de su tiempo y que irremisiblemente han quedado obsoletas, el núcleo de su reflexión se mantiene vivo e, incluso, me parece más apropiada que nunca. La situación de la literatura en la actual sociedad de consumo aparece más debilitada si cabe que a mediados del siglo pasado. La mayoría de las editoriales se han rendido al régimen del capital y producen los libros adecuados para obtener los mayores beneficios. De modo que, para crear una masa consumidora inmensa, la estructura editorial ha tenido que rebajar el nivel literario y plegarse a una mera actitud benévola y digestiva.

                Lo que venía a proponer Calvino en su artículo es que el escritor no debe plegarse a satisfacer al lector, sino que ha de imaginar un lector que no existe o producir un cambio en el lector actual. Si la industria cultural, las editoriales y buena parte de la crítica han claudicado de sus antiguas tareas y se han doblegado ante el cada vez más bajo nivel cultural de la sociedad, es el escritor (la literatura) quien “debe proponer un público más culto; más culto incluso que el escritor”.

                Y añadía el autor italiano que la literatura no es la escuela y por ello no tiene por qué adaptarse a los niveles más bajos. “Todo intento de dulcificar la situación con paliativos —una literatura popular— no significa un paso adelante sino un paso atrás”. Aquí me permito corregir al admirado Calvino en el concepto menospreciado. Más que de la “cultura popular”, de la que se ha de desconfiar es de la “cultura de masas”. No se trata de oponer una alta cultura a lo popular pues ambas pueden convivir en régimen de “horizontalidad” (Andreu Jaume) y, juntas, buscar la brecha en la industria cultural.

                Así que el escritor ha de imaginarse una estantería improbable donde colocar sus libros. Sería ésta la estantería de “un saber ligero” (Xavier Nueno) pero que conectara a su vez con textos heterogéneos —crítica, ciencia, ensayo— para ofrecerse a un tipo de lector que quizá aún no existe, pero dispuesto a esquivar las superfluas mesas de novedades y rastrear en profundas estantes cargados de conocimiento. “La literatura debe jugar al alza, apostar al encarecimiento y doblar la apuesta”, proponía Calvino.

                No se trata de aborrecer la literatura fabricada para el simple entretenimiento. Esa ha existido y existirá siempre. Y cada cual (lectores, escritores) elegirá donde prefiere colocarse. Pero también siempre existirá una literatura afín al lector maduro y exigente, al lector con necesidades semánticas, metodológicas y morales más allá de los vacuos productos comerciales. Se trataría más bien de buscar lo que Cynthia Ozick llama “una cierta interacción virtuosa” entre las diversas tendencias de la actividad literaria. Hubo un tiempo en que hasta los más reputados bestsellers mantenían una gran calidad literaria.

                Todo esto, me da por pensar, lleva a una toma de posición, a una actitud ética. En palabras de Calvino “el escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más”.

                Decidamos, pues, cada cual en la estantería hipotética donde desearíamos ver nuestros libros si los escribimos o donde los querríamos encontrar si somos lectores.

                No obstante, esta actitud beligerante tiene el riesgo, advertía Calvino, de que la sociedad ponga “fuera de la ley” a la literatura misma, arrinconándola a los sótanos fríos del desprecio y de la irrelevancia. Me preguntaría, dadas las circunstancias, si ese no es ya el momento actual. Y es la propia literatura la que ha de ser consciente de este riesgo y sostener el envite y, si es necesario, replegarse a los cuarteles de invierno del compromiso y la lealtad con la tradición literaria.

                Los escritores son herederos del “nivel alcanzado” (Musil, Echevarría) por tipos como Cervantes, Dickens, Faulkner, Kafka o García Márquez, y ese legado ha de ser defendido con una ética de la resistencia. Se trata de mantener la dignidad de la literatura y hacerlo desde lo que Gombrowicz consideraba fundamental en un escritor: la “superioridad espiritual”.

                Es posible que esa ética de la resistencia conlleve un posicionamiento radical. Es posible, también, que en cierto momento la literatura, los escritores, consideren que su lugar es una cierta clandestinidad, un ocultamiento; dejarse ver lo menos posible para refugiarse en estanterías hipotéticas alejadas de la visibilidad de lo mercantil. Un primer paso para eso es saber en qué estanterías no queremos estar. Lo decía Ricardo Piglia: “La buena literatura es aquella que sabe lo que no quiere ser”.

Publicado en Café Montaigne, mayo 2024

 




El futuro futuro

Adam Thirlwell

Anagrama, 2024

 

                Voy a arriesgarme, desde luego. Voy a aventurar una interpretación del libro de Adam Thirlwell. No es fácil saber de qué trata esta novela. De qué trata, de quién trata y en dónde ocurre. Cuál es su paisaje, su época, qué lenguaje hablan sus personajes. No es fácil asegurar el argumento de El futuro futuro. Pero lo vamos a hacer.

                Todo empezó con la escritura, dice el libro. No lo dice el narrador, o sí, pero el narrador está desaparecido. Hay una ausencia de mirada. ¿Estamos en el siglo XVIII o estamos (están los personajes) en el futuro?

“El verdadero futuro no era lo que iba a acontecer dentro de un mes o incluso un año, sino el futuro futuro, decía Saratoga: ajeno e incomunicable”.

                Alguien nos cuenta la historia de una tal Celine y sus amigas. Y lo que le rodea son las palabras, todo es lenguaje. Un lenguaje que crea desinformación y donde es “muy difícil encontrar alguna seguridad personal”.

                El universo se desintegra en una nube de calor, cae inevitablemente en un vórtice de entropía, en una sociedad hecha de palabras e imágenes que circulan y recirculan,

“—Necesitamos escritores —dijo Celine.

—¿Escritores? —dijo Marta—. ¿Hablas en serio? ¿No has conocido nunca a un escritor? Les damos alcohol y chicas. Les damos glamour.”

                ¿Qué pasa con los escritores? Toda la novela está recorrida por el espectro (a veces corpóreo, sí) de los escritores.  “En la historia del mundo, dijo Marta, los más corruptibles, los más letales y más inocentes siempre habían sido los escritores”.

                En ese siglo de las Luces, que parece desplazado al futuro, había escritura por todas partes. El mundo era una jungla llamada escritura. ¿Es, pues nuestra época, el siglo XXI? O es más bien el futuro del nuestro siglo donde ya todo se iba convirtiendo en datos y desinformación.

                Thirlwell juega con los tiempos, y juega con el lenguaje. Esparce términos “modernos” en un espacio temporal remoto. Aquí circulan taxis, la gente lleva mochilas, repostan en gasolineras, están sometidos al algoritmo, contemplan fotografías

                Entonces, esa Celine y sus amigas (y amigos) ¿en dónde viven? Viven en el lenguaje. Viven en el libro que leemos. Viven el nuestra imaginación, en la ficción.

                El mundo de esta novela es un viejo mundo a punto de desaparecer “por completo y convertirse en una pequeña cadena digital de símbolos, desvaneciéndose en el aire blanco”.

                ¿Se refiere el narrador al blanco de una página en blanco? En ese espacio disponible para el autor, en el que está a su disposición todas las posibilidades del universo, es donde residimos quienes nos adentramos en un libro.

                Solo al escribirlas, las cosas toman sentido y, de algún modo acontecen y se proyectan hacia el futuro en nuestro recuerdo. Esto es lo que Thirlwell nos plantea. La creación del mundo, de la realidad. Y aquí se aprecian trazas de grandes creadores de mundos: Nabokov, Vonnegut, Flaubert.

                Thirlwell ya nos trasladó al espacio de la escritura en aquel alucinante y alucinado libro La novela múltiple, un ensayo sobre la creación donde aparecían Laurence Sterne, Nabokov, Bohumil Hrabal, Gadda y algunos más.

                Y este El futuro futuro bebe de esas fuentes. Y de Joyce, Gombrowicz, Diderot. Y, claro, con esos mimbres la historia de esta novela se nos va de las manos y se le va de las manos al autor (porque la suelta), y viajamos a la luna con Celine en un futurible episodio con encuentro extraterrestre y donde fabrican libros sin autor, ¿les suena esto? “—Hace mucho tiempo —dijo Harper— nos dimos cuenta de que una historia no necesita autor”.

                Y luego atravesamos el espejo como la Alicia de Carroll.

                Y a vuelta con los escritores, la novela los halaga y los desprecia, leemos: “Un escritor es un animal que suele ser puro pero que de alguna manera busca la fama en todo momento, por letal que pueda ser esta, porque también está infectado por la enfermedad de la intemporalidad. Ama el lenguaje y quiere crear obras en las que esa materia oscura se haga luz, pero también quiere que ese lenguaje dure para siempre. Y así, tristemente, el escritor es ese animal que confunde fama con amor”.

                La novela de Thirlwell “crea” el mundo, su mundo. ¿Como toda novela? Puede, pero aquí es el lenguaje, las palabras las que generan a partir del vacío. Es la fiesta del lenguaje. Mención escondida a aquello que dijera (escribiera) Sergio Chejfec sobre que en el centro de ese vacío había otra fiesta.

                Y, según el narrador, los libros se habían acabado, pero había brotado otro poder: el lenguaje. ¿Paradoja? ¿Sinsentido? Nada de eso. Ya nos advirtió Ray Bradbury en su Fahrenheit 451. Libros prohibidos y demasiadas palabras en las paredes. Y gente viajando para no pararse a pensar, todos en continuo divertimento. ¿Les suena?

                “Los libros se habían acabado, lo decía todo el mundo constantemente, pero las revistas seguían estando por todas partes, y tal vez era lógico. La revistas eran lo contrario a la literatura; no eran escépticas ante nada, el universo que describían era del todo irreal…”

                Así es el mundo de El futuro futuro. Casi el presente de un pasado inmediato. Un mundo donde los clásicos se habían acabado y en el que haría falta un nuevo tipo de escritura, “algo que permitiera a los lectores comprender la fuerza histórica de las verdades nuevas”.

Esta es la realidad de El futuro futuro. El lector termina de leer y no tiene ni idea de dónde se ubica exactamente “esa realidad que producen las palabras”, pero sabe también que tal realidad existe.

Publicado en Entreletras, mayo 2024

 



Genealogía del oficinista

De Melville a Vila-Matas

                                                                                                                             

                Resulta evidente el vínculo entre el Bartleby de Melville y el narrador del libro de Enrique Vila-Matas acerca de los escritores que renunciaron a la escritura y ya no publicaron más. Pues no es solo el nombre del copista lo que toma prestado el autor de Bartleby y compañía, sino que le da la misma profesión, la de oficinista. Y sospecho que esto no es pura casualidad sino una clara intención de iluminar una genealogía que atraviesa la obra de Robert Walser y la del esquivo oficinista Franz Kafka.

                Ya en su libro sobre el Laberinto del No, hablaba Vila-Matas de que “del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo…” Y seguía el autor buscando paralelismos con el paseante Walser por su apariencia de bonachón suizo y hombre sin atributos musiliano.

                Pero como la cosa va de oficinistas veo conveniente encontrar el rastro del oficinista en Robert Walser que, si bien él mismo fue amanuense y copista, parecía no disponer de un personaje que lo representara. Pero resulta que sí, que Walser ya “creó” a su oficinista, y nada menos que en su primer libro, Los cuadernos de Fritz Kocher, publicado en 1904 y que, en palabras de Hermann Hesse —quien leyó el libro en su tiempo— eran «casi pueriles composiciones […], ejercicios de estilo característicos de la retórica de un joven irónico».

                El texto de Walser, titulado El oficinista/una especie de estampa, parece inscribirse entre el Bartleby de Melville y el Franz Kafka de los Diarios y de la vida real. Sabemos que Kafka leyó y admiró el Jakob von Gunten de Walser, con el que se partía de risa, pero es casi seguro que Walser no conoció al copista de Melville. Y esto es lo que resulta más sugerente al contrastar el comienzo de los textos de ambos autores.

                Melville nos habla de “un gremio interesante y hasta singular del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas”. Y Walser propone: “Aunque en la vida es un personaje notable, el oficinista no ha sido nunca objeto de un estudio escrito. No, al menos, que yo sepa”. De modo que Melville y Walser, cada uno por su lado, inauguran la genealogía del oficinista a partir de su propia experiencia sin sospechar que años más tarde (pocos en el caso del suizo) sus personajes se encarnarían en el empleado praguense Franz Kafka.

                El oficinista de Walser es hombre “de pocos excesos, come poco, posee aplicación, tacto y adaptabilidad; prefiere parecer estúpido antes que sensato; es joven, pálido, delgado, trabaja en paz, soledad y discreción. Frente a las malas costumbres, adopta fríamente una actitud negativa”. Y añade que “sobrelleva con gusto su silenciosa existencia. Cuando los otros se marchan, él queda, abismado en sus pensamientos”.

                El de Melville destaca por “su aplicación, su falta de vicios y una laboriosidad incesante”. Posee “gran calma y ecuánime conducta”. Dice que es “pálido y delgado”; hombre de “descolorida altivez y austera reserva”. Y, si el copista de Melville se planta y, ante la petición de que copie, responde «preferiría que no», el oficinista walseriano “puede insistir en lo mismo hasta el ridículo”. Si el de Walser “come poco” recuerden que Bartleby se alimentaba exclusivamente de bizcochos.

                Con todo esto, ¿a quién nos recuerdan los atributos tanto físicos como morales de ambos oficinistas? En efecto, parecen los atributos exactos del escritor Franz Kafka, empleado en una oficina de Praga. Pero también son los atributos que marcarían la vida de Robert Walser, hombre inclinado a desaparecer, a convertirse en “cero absoluto” y que, según sus propias palabras, “solo podía respirar en las regiones inferiores”. Walser fue copista en una Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich, sirviente y oficinista antes de internarse en un sanatorio mental donde pasó los últimos veinte años de su vida convertido en paseante de largo alcance. También Melville terminó sus días trabajando en una oficina de la Aduana de Nueva York tras el escaso éxito de sus obras. Vida y ficción parecen fundirse.

                Y si, como dije al principio, todo esto viene a cuento de una genealogía, podríamos hablar abiertamente de la estirpe de los oficinistas, que se inicia en Melville, pasa por Walser y Kafka y se hace materia narrativa en la obra de Vila-Matas. Es bien conocida la admiración del autor catalán por la obra de Walser, a quien ha llamado “su héroe moral”, y su aparición en varias novelas y ensayos. En Doctor Pasavento, Walser es el héroe del narrador para construir su arte de la desaparición. “Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza”, dice el narrador.

                Llegamos por tanto al oficinista vilamatiano, compendio de los anteriores, una clase de copista posmoderno que, en el libro dedicado a los escritores del No, se conforma con añadir notas a pie de página a un texto inexistente. El narrador de Bartleby y compañía podría haber tenido cualquier otra profesión, periodista, editor, espía o crítico literario. Sin embargo, Vila-Matas se pone la máscara de un solitario oficinista, un hombre que se presenta a sí mismo de esta manera: “nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa”.

                Una oficina pavorosa que nos recuerda a la oficina de Wall Street donde se oculta el Bartleby de Melville; pero también a la Cámara de Escritura para Desocupados donde trabajó Walser; y, por fin, a la oficina de la calle Na Poříčí en Praga, donde Franz Kafka acudía todos los días hasta caer enfermo en 1922.

                El rastreador de bartlebys de Vila-Matas, de nombre Marcelo, pide unas vacaciones de su oficina para dedicarse a buscar las huellas de los escritores de la negación. Se encierra en su casa, aunque “no ir a la oficina aún me hace vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo…”. Es decir, huye de la oficina para estar más aislado, como quería Kafka cuando hablaba de su sola aptitud para la finalidad de escribir: “naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina”.

                La estirpe de los oficinistas, vamos viendo, es una estirpe de seres aislados, poco habladores, negados y negadores del éxito y del reconocimiento social. Son seres que viven en la extrañeza, pero como dice el narrador vilamatiano “vivo a gusto en mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser tan arisco…”.

                Pero cuidado, no nos equivoquemos. Aunque los cuatro personajes de que hemos hablado comparten un parentesco no son réplicas uno de otro, pues, como advertía Borges “el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es nunca platónico”.

                La estirpe del oficinista es la de individuos que desean estar en otro lugar y que los dejen en paz (el Walser del manicomio). Como Scapolo, “viven en el filo del horizonte de un mundo muy lejano”. El personaje de Vila-Matas, Marcelo, hereda la displicencia del Kafka oficinista ante supuestos hechos grandiosos. “Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido. Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo”, escribe el narrador de Bartleby y compañía. “2 de agosto de 1914. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de natación", anota Franz Kafka en su diario.

                Los oficinistas, “un gremio interesante y hasta singular”, “un personaje notable”, seres aislados, huidizos y amigos de la desaparición, como los escritores más genuinos, seres con ciertas anomalías. Personas y personajes, en fin, que pasean “por los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las literaturas contemporáneas”.

Publicado en Café Montaigne, mayo 2024

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