El día
que inventamos la realidad
Javier Argüello
Debate, 2025
190 páginas
Se
nota que Javier Argüello es un contador de historias, un narrador, un excelente
escritor. Entré en su obra por Cuatro cuentos cuánticos y de ahí pasé a
leer un libro miniatura, Los límites de la ciencia, que ahora se
despliega en El día que inventamos la realidad. A un tiempo, confieso, leo
los Siete cuentos imposibles, publicado en 2002.
Pues bien, El
día que inventamos la realidad se puede leer como una novela, o como uno de
esos magníficos cuentos en los que el final sobrecoge al lector. Por eso no
contaremos cómo termina este ensayo. Que el lector lo descubra por sí mismo.
Entonces,
déjenme comenzar por dos frases del libro.
La primera es:
«La ficción que hoy damos por buena establece que nuestro intelecto es
potencialmente capaz de comprender la totalidad de lo existente».
La segunda dice:
«La realidad es un invento surgido de las formas que una conciencia proyecta
sobre el mundo, es la organización que esa conciencia hace de las formas del
mundo para otorgarles algún sentido».
Entre estas
dos afirmaciones se encuentra el nutrido desarrollo de una teoría de lo humano,
pues el autor ha querido—al menos así me lo parece— compartir su idea del
concepto de realidad y el modo en que podemos percibirla.
En las frases
anteriores vemos dos términos que recorren todo el texto de Argüello. Son
intelecto y conciencia. Tales términos podrían forman una categoría de
opuestos, una especie de yin y yan que, complementándose, compondrían el núcleo
de lo humano. Pero eso lo veremos más adelante.
El camino que
recorre el autor entre intelecto y conciencia es largo y bien documentado.
Todo comienza
con la noción de realidad, que Argüello fija en las Historiae de
Heródoto allá por el siglo IV a.C. en Grecia. Lo que estableció Heródoto fue la
diferenciación entre los hechos ficcionales y los hechos realmente ocurridos.
De este modo ya no son los designios de los dioses los que avalan la realidad,
sino los hechos de los hombres, sus venturas y desventuras, de suerte que los
relatos aspiran a explicar qué les sucede a los hombres.
Este cambió se
trasladó a la filosofía, a la literatura, a la poesía. Y ya nada fue igual. El
mito se vio reemplazado por la Historia. «Había tenido lugar la fundación
cultural de occidente», nos avisa Argüello. De ahí, pasando por Platón,
Aristóteles y Pitágoras, llegamos al concepto de razón, de inteligencia
racional, de objetividad y de orden del universo. Desde Pitágoras, las
matemáticas se convierten en el «lenguaje oficial de la ciencia» y se piensa
que pueden explicar el orden del universo.
De ahí, con
una destreza brillante, el autor nos acompaña en el camino que la noción de
realidad fue tomando en Occidente. La religión se hace cargo de la idea de
realidad, que para ella es la idea de Dios y la opone a la verdad de los
hombres. De este modo queda establecida la oposición entre lo sagrado y la
ciencia. «Así—nos dice el autor—, las intuiciones y las convicciones, las
emociones y las esperanzas quedan fuera de los márgenes de la realidad».
El siglo
XVIII, el de la razón, y su corriente iluminista, fijan lo científico como el
paradigma del conocimiento. La materia, lo empírico, los datos se hacen cargo
de explicar cómo es el mundo. Sólo aquello que se puede demostrar explica la
forma del lo real. La física se hace cargo del modelo de la ciencia. La
realidad es sólo lo demostrable. Por aquí se cita a Descartes, a Hume, a
Nietzsche, a Karl Popper.
Aunque a
principios del siglo XX esta noción comienza a mostrar fisuras por la irrupción
de las vanguardias y la aparición de la física cuántica, que establece el
principio de complementariedad (Bohr) y la influencia del observador en las
experiencias físicas (Heisenberg), la noción de realidad en Occidente se empeña
en olvidarse de lo humano.
De este modo
Argüello nos adentra en la segunda parte de su ensayo, titulado La forma. Y es
aquí donde el autor se manifiesta personalmente, tomando partido, descubriendo
sus cartas, proponiendo un juego.
«Razonar es
una tarea que una máquina puede llevar a cabo sin ninguna dificultad. Pensar es
algo que sólo puede poner en práctica un ser consciente de sí mismo». Entonces
esa capacidad de pensar es lo que nos hace realmente humanos.
Y es aquí
donde aparece aquel concepto de la segunda cita con la que abríamos esta
reseña: la conciencia.
Argüello opone
razón a conciencia, opone ciencia a conciencia, lo humano a la máquina y a la IA.
«¿Cómo podríamos dotar a una máquina de conciencia si no tenemos la menor idea
de lo que es la conciencia ni de cómo opera?». Esta es una pregunta clave pues
desarma el espejismo occidental (el del transhumanismo delirante) de crear
máquinas que sustituyan a los humanos.
El problema,
según el autor, no está en que podamos crear máquinas cada vez más perfectas
porque utilizan los datos que los humanos les aportamos, sino en que «los
humanos llevamos siglos maquinizándonos y, de ese modo, hemos preparado el
terreno para poder ser reemplazados».
Nos acercamos
al final del ensayo y, como ya advertí, no desvelaremos el desenlace. Sí me
atreveré a decir que Argüello hace una apuesta arriesgada, plantea un giro en
la trama que el lector, aunque avisado por los hechos y las pistas, podría entrever,
pero jamás adivinar.
Es este de
Argüello un libro esencial para entender el abismo en que se encuentra la
noción de humano. En los últimos tiempos he podido leer varios textos en esta
misma línea, todos valiosos y esclarecedores. Lo diferente en este es que lo ha
escrito un gran narrador.
Terminaré con
una frase de Argüello: «La realidad es una ficción, pero hay ficciones mejores
que otras».
Lean este
libro y decidan.
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