viernes, 22 de noviembre de 2024

 


Infinidad de revoluciones ligeras

 

A propósito del artículo dedicado por Diderot a la palabra encyclopédie, nos advierte Hans Blumenberg de la tarea plástica de la lengua y niega que ésta posea la capacidad creadora. La lengua —añade el filósofo alemán— se adapta a las exigencias de la descripción «siguiendo la realidad con la paulatina transformación de sus medios». Citando a Diderot, Blumenberg alude a une infinité de revolutions légères que acaban cambiando la lengua.

Estas fluctuaciones —dice el autor— recuerdan las «variantes subliminales que, para Leibniz, deforman las repeticiones de la historia». Diderot hace hincapié en los elementos involuntarios, esporádicos, no centrales ni revestidos de una forma acabada a la hora de comprender el lenguaje de un escritor. Se trataría, sobre todo, y aquí coindicen ambos autores, de prestar atención a las mots échappés par hasard en un texto, a sus luces, su exactitud y su indecisión.

En todo autor, viene a concluir Blumenberg, existe una grieta entre propósito y horizonte y, en ese rastreo minucioso, el crítico o el lector deben encontrar las huellas de aquellas revoluciones ligeras.

El análisis de Blumenberg parece conectar con un breve texto de Walter Benjamin titulado Secreto signo incluido en el libro Discursos interrumpidos. En ese texto de apenas diez líneas, Benjamin se refiere a las «desviaciones insignificantes» que hacen avanzar el conocimiento. El autor de El libro de los pasajes cita una frase de Schuler en la que éste utiliza la metáfora de los dibujos en los tapices para comprender que lo decisivo en el conocimiento son esos pequeños contrasentidos, las desviaciones insignificantes y los saltos imperceptibles que dan rango de autenticidad a toda obra frente a las mercancías elaboradas en serie.

Me parece ver cierta conexión entre esas «infinitas revoluciones ligeras» de Diderot y las «desviaciones insignificantes» benjaminianas (o schulerianas). Aplicados tales conceptos a la obra de un autor —o mejor, a su estilo— vendríamos a concluir que lo relevante son esos saltos o elementos involuntarios y esporádicos (imperceptibles, dice Benjamin) que revelan la autenticidad de ese autor y muestran su desviación del canon mercantil de manufactura seriada.

La lectura en paralelo —accidental en mi caso— de ambos textos me avisa de cierta correspondencia con propiedades de la ciencia física. Volumen y movimiento se hacen cargo de los conceptos: Lo mínimo, lo insignificante, lo imperceptible vendrían a ser metáfora del ser y de lo real; contrasentido, desviación y salto parecen postular un vector espaciotemporal de leve movimiento histórico.


 


Literatura y entropía


Algunas definiciones dicen que la entropía es la medida del desorden. También que la entropía mide la energía perdida en un proceso termodinámico. Se trata de la segunda Ley de la termodinámica, establecida por Rudolf Clausius en 1865.

Según otros la entropía es una medida de la incertidumbre, no del desorden. Se confunde con el desorden porque un sistema desordenado resulta en una gran incertidumbre. Dan Styer usa la palabra libertad: «Un club (macroestado) con normas más permisivas que otro permite a sus miembros (microestados) una mayor variedad de opciones.»

Fue el físico Boltzmann quien introdujo el concepto de «medida estadística del desorden entendido como distribución de probabilidad; desorden no, probabilidad.»

El título de un texto del escritor Sergio Chejfec, titulado Entropía me confirma que ese proceso termodinámico podría explicar ciertos comportamientos literarios. Una vez leído y releído el texto me ha invadido cierta desilusión, y es que Chejfec confunde —un error corriente— entropía con desorden y desaprovechamiento de la energía.

Con todo, algunas reflexiones de Chejfec apelan al criterio que intuyo aún puede jugar la entropía en la explicación del acto literario. Me refiero a su afirmación de que «el lugar de desarrollo de la entropía» lo podemos encontrar en esa «tensión de incertidumbre» propia de la ambigüedad de la lengua que le confiere rango de arte.

Ilya Prigogine, físico y químico de origen ruso y nacionalizado belga desarrolló algo llamado Termodinámica No Lineal de los Procesos Irreversibles (TNLPI), denominación que bien se les podía haber ocurrido a William Burroughs o a Philip K. Dick.

Lo que dice Prigogine es que «en situaciones lejos del equilibrio se forman nuevas estructuras» (las llama estructuras disipativas) y denominó «orden mediante fluctuaciones» a la dinámica de formación de tales estructuras.

Pues bien, lo que descubrió Prigogine es que el equilibrio no es más (no es siempre) el único estado final posible de un sistema. En términos físicos, no es el único atractor. Es más, dice el científico, «en ese camino entrópico los atractores caóticos son fuente de creación, de aparición de nuevas estructuras y pautas complejas de organización.»

Recomiendo leer La nueva alianza (1980), libro de Ilya Prigogine escrito en colaboración con su ayudante Isabelle Stengers.

La literatura y, subrogada a ella, la narración (novela, relato, ensayo) o el hecho poético, son sistemas abiertos y complejos. Son, me parece a mí, estructuras disipativas sujetas a transformaciones.

Me da por pensar, entonces, que el máximo equilibrio del lenguaje es el diccionario, donde se produce el máximo desorden. Cuando un escritor se propone crear literatura con el lenguaje comienza a alterar ese equilibrio inane (el del diccionario) y a producir un nuevo caos estructurado. En el proceso de desorden que provoca el escritor al manipular el sistema — y aquí incluimos tanto al lenguaje como a la tradición literaria, es decir, otras obras, escritores, o géneros— utilizará atractores como puedan ser el estilo, la metáfora, la cita o la intertextualidad. De esta última trata Yuri Lotman en La estructura del texto artístico, donde trata de la entropía en los textos literarios, pero no iremos por ese camino tan académico.

Esto lo ha expresado muy bien Rodrigo Fresán, otro escritor argentino, que ha dicho: «Mientras escribo pienso que ordeno el caos cuando en realidad genero un nuevo tipo de desorden.»

El Ulises, de Joyce es cuando menos un exacerbamiento de la entropía narrativa.

Los hallazgos de Prigogine desmontaron el determinismo. Las cosas —el mundo, el cosmos— no tienen un único final. Recordemos: «el equilibrio no es más el único estado final.» También desmontan, me parece, las teorías del estructuralismo, claramente deterministas.

En su libro Teoría general de la basura (2018) el escritor, físico y ensayista Agustín Fernández Mallo alude al también escritor, artista y filósofo Manuel de Landa, impulsor de la Teoría del Ensamblaje. Propone De Landa la existencia de dos magnitudes: magnitudes extensivas, aquellas que pueden sumarse y restarse, es decir, elementos como el arroz, la arena, y magnitudes intensivas, aquellas que no se suman ni restan. Magnitudes intensivas serían la densidad, la velocidad, la presión, los colores. Por tanto, diría yo, un texto literario posee, también, una magnitud intensiva que incluiría el sentido del texto, que modifica su morfogénesis mediante metáforas, apropiaciones, transformaciones sociales y de interpretación. Un texto, entonces, se convierte en un sistema complejo y abierto.

Las nociones de no linealidad, fluctuación, bifurcación y autoorganización son fundamentales en la evolución de los sistemas complejos y, por tanto, lo son en la construcción de textos literarios. Recordemos que entropía, en griego, significa evolución, movimiento.

Me he puesto a pensar en autores cuyas obras siguieran un modelo de construcción similar a los procesos termodinámicos que muestran los sistemas complejos y, por tanto, son generadores de entropía y me doy cuenta de que el propio Fresán o Enrique Vila-Matas, cuyas obras se mueven en el no equilibrio de los géneros y proponen «estructuras disipativas» sobre continuas fluctuaciones y bifurcaciones, convierten sus textos en «genuina radicalidad de lo entrópico.»

Me he acordado de Thomas Pynchon, autor de lo inestable, que escribió un relato titulado Entropía (Entropy), donde un personaje dice: «—Sin embargo —continuó Callisto—, encontró en la en­tropía, o la medida de la desorganización en un sistema cerrado, una metáfora adecuada aplicable a ciertos fenóme­nos de su propio mundo.»

También he revisado un libro de César Aira, Evasión y otros ensayos donde el escritor habla de Raymond Roussel: «Roussel —dice Aira—neutraliza las categorías habituales del juicio, pone el azar al servicio de una formación lingüística.»

El propio Vila-Matas, escritor entrópico ya mencionado aquí, ha reconocido cierta influencia rousseliana al confesar que el «uso exasperado de citas literarias distorsionadas ha funcionado como una sintaxis o modo de darle forma a mis textos.»

Vemos, por tanto, que existe una evidente afinidad constructiva y de funcionamiento entre la creación literaria y los procesos entrópicos. Pero la pregunta es ¿podemos sistematizar tal afinidad creando un modelo entrópico de interpretación de los textos narrativos?

Me atrevería a decir que sí. Y para ello hemos de regresar a Prigogine y resumir su ensayo El desorden creador, título muy apropiado a nuestras intenciones.

«En el equilibrio, la materia es ciega; lejos del equilibrio la materia ve.», escribe Prigogine. Pura poesía, diría yo.

Según el físico existen sistemas estables y sistemas inestables. La historia y la economía son inestables. Karl Popper decía que existe la física de los relojes (determinista) y la física de las nubes (no determinista). Entonces, digo yo, la literatura es un sistema inestable y no determinista.

Todo esto, afirma nuestro querido Prigogine, da pie a «la certeza de que podemos reconciliar la descripción del universo con la creatividad humana. Es decir, un diálogo entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, incluidos el arte y la literatura.»

¿Qué conceptos deberíamos entonces tomar de la dinámica entrópica para entender la creación literaria?

Uno de ellos es el de atractores, que son estados hacia los que un sistema dinámico evoluciona. Otro concepto sería el de estado atractor, que es el punto final hacia el que tiende un sistema. Y otro más el de campo atractor, representación que describe cómo evolucionan los estados posibles de un sistema. Y a estos se les añaden las fluctuaciones, las bifurcaciones y la no linealidad.

«La nueva relación —dice Prigogine— hacia el mundo presupone un acercamiento entre las actividades del científico y el escritor.»

Necesitamos un respiro y, sobre todo, me doy cuenta, necesito la ayuda de un escritor, de alguien que respalde mis intuiciones (que van siendo certezas).

Y creo haber encontrado al mejor compañero. Se trata de Italo Calvino quien, con sus palabras, nos dejará las cosas más claras.

Recordemos los valores que Calvino, En sus seis propuestas para el próximo milenio (Siruela, 1998), sugería como imprescindibles en la escritura: Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad.

Ahora les propongo un juego, como le gustaba hacer al mismo Calvino. Se trata de un juego un tanto perequiano, no en vano ambos escritores, Calvino y George Perec fueron miembros del OULIPO (Ouvroir de littérature potentielle), taller amigo de la entropía.

En el texto de Calvino sobre la Exactitud he añadido, en negrita, conceptos de la entropía, que sustituyen a los de Calvino (en cursiva): «El universo se deshace en una nube de calor, se precipita irremediablemente (irreversiblemente) en un torbellino de entropía, pero en el interior de este proceso irreversible pueden darse zonas de orden (nuevos estados), porciones (estructuras disipativas) de lo existente que (mediante atractores) tienden hacia una forma (nueva estructura), puntos privilegiados (bifurcaciones) desde los cuales parece percibirse un plan, una perspectiva (un campo atractor). La obra literaria es una de esas mínimas porciones en las cuales lo existente se cristaliza en una forma, adquiere un sentido (un estado), no fijo (indeterminado), no definitivo (en no equilibrio), no endurecido en una inmovilidad mineral (no determinista) sino viviente como un organismo.»

¿Les parece suficientemente esclarecedor? A mí sí.

Y es que Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad no dejan de ser características de la entropía. Bien lo intuyó Calvino, que, por cierto, había leído a Prigogine y dedicado un artículo a La nueva alianza.

Pero si me pongo a pensar —ahora, tras desarrollar este modelo— que la mayoría de los autores a los que admiro han sido o son aquellos que en sus obras proyectan esta dinámica gaseosa de la irreversibilidad, el no equilibrio, las estructuras caóticas, las bifurcaciones y la no linealidad, me convenzo de que la índole entrópica les confiere una estética singular.

Si me interesan y leo con pasión autores contemporáneos como César Aira, Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas, Borges, Calvino, Gadda, Gombrowicz, Macedonio Fernández, Nabokov, Roussel y unos pocos más, igualmente aprecio la dinámica entrópica (avant la lettre) en El Quijote, en el Tristram Shandy de Sterne, en Diderot, en La Comedia de Dante o en Rabelais.

El modelo, me parece a mí, nos pondrá en la pista de las virtudes de un texto por su condición más o menos entrópica, o si existe una estética literaria propia de textos entrópicos, o qué autores y géneros son más proclives a comportarse con la dinámica de la incertidumbre. Para ello habría que analizar algunas obras de autores con la mirada del modelo entrópico. Pero de eso me ocuparé en otra ocasión.

Por el momento, la entropía es mi humilde propuesta de escritura para el milenio actual.


                                                                Publicado en Café Montaigne noviembre 2024

 

 


Yo estoy en la imagen

Miguel Ángel Hernández

Acantilado, 2024

259 páginas

 

Por distintos motivos he tardado en leer el libro de Miguel Ángel Hernández desde el día en que me hice con él. Y, también por circunstancias personales, lo he leído en diversos lugares: la sala de espera de un hospital, el banco de un parque, en el metro, en el coche (aparcado), en otro hospital, en mi sillón de lectura…

Ha sido, pues, una lectura dispersa, azarosa, inconstante. Y al terminar de leer el libro —hace cuatro días, bajo la sobrecarga visual del desastre en Valencia— he reparado que no lo había subrayado apenas como suelo hacer con este tipo de lecturas. No he subrayado apenas porque, he imaginado, que esta primera lectura la he realizado como esas visitas a los museos en las que uno apenas se para ante los cuadros que admira postergando una mirada atenta en la segunda pasada. Lo intempestivo de mi lectura ha hecho que leyera los capítulos del libro de Hernández como lector salteado, ese que quería Macedonio Fernández para sus textos. Esta lectura a saltos (constato ahora) le viene bien a estos Ensayos afectivos y ficciones críticas que nos presenta Hernández.

El libro es una (re)construcción formada por textos varios: notas para catálogos de exposiciones, artículos para revistas, reflexiones sobre fotografías…, textos escritos por el autor en los últimos años, publicados aquí y allá al tiempo que sus novelas de largo alcance (Intento de escapada, El instante de peligro, El dolor de los demás) iban dando cuenta de una capacidad narrativa por encima del mediocre panorama nacional.

El yo de Yo estoy en la imagen es el mismo que está en las novelas de Hernández. Es un yo que mira, que se para ante la realidad (o la ficción) de una escena, de una fotografía, de un video. Es un yo observador, mirante, escrutador de espacios y de vacíos.

Como decía, mi primera lectura resultó fugaz, sin marcas en los renglones, sin notas ni citas extraídas. Solo me quedó el recuerdo, el rastro, las trazas de textos potentes y evocadores, unos más que otros, como todo recuerdo filtrado por la propia imaginación. En efecto, hay textos que me han interesado más que otros, por su hondura, su temática, su punto de vista.

Antes de sentarme a escribir esta reseña, he releído el libro de MAH con el afán de demora, de detenerme ante la escritura como si esa escritura fuera una imagen. Y ahí sí, ahí se han manifestado las frases a subrayar, la sintaxis adecuada, el trazo, el foco, el objetivo. Porque Hernández está en la imagen de sus textos, porque se mezcla (ese yo) con la materia tratada en un afán autobiográfico, afectivo, personal y propio.

El libro está organizado en cuatro bloques bien definidos, aunque en todos se dejan ver los recursos del autor: el yo narrador, el recuerdo, el viaje, la mirada crítica… Cada bloque —como indica el propio autor en el prólogo— atañe a un concepto o «campo magnético»: imágenes, tiempos, espacios y memorias.

Como mi lectura ha sido a salto de mata, he ido alternado textos de diferentes bloques, creando, de algún modo mi propio orden de la obra.

Durante la relectura del libro me han ido asaltando sin remisión las imágenes de la devastación, escenas de la catástrofe provocada por la gota fría (me resisto a llamar con nombre de mueble de Ikea a un fenómeno meteorológico tan devastador), las lluvias torrenciales y las crecidas de torrentes. Y la incompetencia del estado.

Algunas afirmaciones de Hernández (o citas de otros autores) se adaptaban a lo que pasaba ante mi vista.

Jaques Rancière sobre la obra de Alfredo Jaar: «No es que veamos demasiados cuerpos que sufren, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos que no nos devuelven la mirada que les dirigimos, de los que se habla sin que se les ofrezca la posibilidad de hablarnos.»

De este modo mi relectura de Yo estoy en la imagen se entrelazaba con los videos de supervivientes y afectados entre el barro y la chatarra. ¿Estaba yo (y ustedes) en la imagen?

¿Nos olvidaremos de estas imágenes, algún día?

¿Será verdad, como apunta Hernández que sugiere Georges Didi-Huberman en Ante el tiempo, «que toda imagen es anacrónica y lo es porque toda imagen, por definición, está siempre fuera de su tiempo y, que, además, la imagen nos sobrevive?»

¿Será esto cierto con las imágenes de Valencia?

Quizá miremos estas imágenes en el futuro con la mirada del arte, «como una pantalla de protección, que muestra y a la vez esconde, que nos sitúa frente a la luz deslumbrante de lo real, pero al mismo tiempo la recubre para que no nos ciegue del todo, que revela el fuego, pero no quema, que punza, pero no hiere.»

¡Quién sabe qué será el futuro!

Ahora lean el libro de Miguel Ángel Hernández, merece la pena.

Y quédense en la imagen, por un tiempo.


                                                                                                Entreletras octubre 2024


sábado, 2 de noviembre de 2024

 

Un puñado de flechas

María Gainza

Anagrama, 2024

244 páginas


«Podría decirse que alguna vez fui una coleccionista de subrayados. Muchos de ellos han terminado en este texto», dice la autora en una nota de la página 44.

Se trata de una advertencia (o constatación) de la forma audaz de escribir o enfrentarse a la escritura que tiene María Gainza. Su modo es un poco aquello del «modo linterna» de Chejfec, un modo de paseante con candil que ilumina las zonas oscuras.

Este modo de Gainza, por cierto, ya lo ejecutaba en su libro El nervio óptico, que quien escribe leyó tras lectura del título reseñado aquí. Así pues, lo que diga vale para ambos libros, adscritos a la misma y conjunta excelencia narrativa. Libros, además, con la virtud de proponer lectura y relectura.

Un puñado de flechas son textos mestizos, aquellos que toman y dan referencias de otras artes. No en vano Gainza, nacida en Buenos Aires, fue crítica de arte y ha impartido cursos sobre ello. Es de lo que va este libro, de las tangentes y tangenciales flechas entre arte y literatura. La propia autora nos lo avisa: «La escritura de mis libros debe ser algo que sucede mientras hago otra cosa…». Escribir mientras se mira de reojo entorno.

Y así sucede en este libro, que no es novela, ni ensayo, ni relato autobiográfico, ni crónica porque es todo eso a la vez, quizá más cerca de conceptos afortunados como «ficción crítica». Aquí se habla mucho de arte, de cuadros, de historias de la pintura, de las venturas y desventuras de pintores conocidos y menos. Gainza sabe de lo que habla, pues habla de su vida en el arte y de su experiencia vital y de su tarea escritural.

César Aira ha dicho que la literatura es la forma superior de expresión pues acoge a las otras artes y, paradójicamente, han sido otras artes, pintura, escultura, las que han imbuido a la narrativa técnicas y formas novedosas y arriesgadas. Así pasa en este libro de Gainza, que lo narrativo administra miradas artísticas aledañas a la literatura, pues ese deambular de la autora por las vidas y trasiegos de pintores, coleccionistas de arte y familiares no es sino administrar los residuos que han ido dejando aquellas experiencias artísticas y confabularlas para crear un sistema personal.

La lectura de Un puñado de flechas (y de El nervio óptico, ya que nos ponemos), se hace fluida, natural, dialogante y cómplice. El lector se apega al delirio y a las vicisitudes de la autora, sufre y ríe con ella, se lamenta y se entusiasma. Y aprende; el lector aprende de pintura, de arte, de la vida (ajena); se inmiscuye en la intimidad de la narradora para congraciarse con la propia.

Por estas páginas aparecen Francis Ford Coppola, Cézanne, Thoreau, el enigmático Bodhi Wind, el pintor Guillermo Kuitca, Alberto Goldenstein y muchos otros. El lector —y este que escribe lo admite— puede que no haya oído hablar hasta ahora de la mayoría de ellos, que sus nombres no le digan nada, pero Gainza se ocupa (y eso lo hace bien) de adscribir al lector a esos nombres y personajes. Tanto daría si existieran como si no (que es que sí), porque en la lectura se hacen visibles, tangibles, toman cuerpo narrativo.

Todo lo que nos cuenta Gainza se hace de nuestra incumbencia porque la autora lo trasmite sin mayor retórica que la natural de su estilo. Todo lo que nos cuenta parece hablar de otra esfera, como si hubiera una reverberación aledaña a la melodía nuclear. «Uno escribe algo para contar otra cosa», ha dicho Gainza en El nervio óptico, página 20. Y esa es la textura de Un puñado de flechas, un tapiz formado de palabras y de imágenes, verbo y mirada. No sin razón en el libro se incluyen fotos, grabados, imágenes de cuadros, fotogramas de películas. Sin exceso, es cierto, y se agradece la mesura, pues lo que prima es lo narrativo, lo literario, el lenguaje, la voz.

Quien esto escribe se ha divertido mucho con ambos libros de María Gainza. Me he divertido y aprendido. Uno, por tanto, está deseando dar con nuevos libros de la autora, libros nuevos o (por ahí tiraré, de momento) libros anteriores. Averigua el lector que existe una novela, La luz negra, de 2019 que obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz y una edición de notas y ensayos sobre arte argentino, Textos elegidos.

Entonces, seguir las huellas de María Gainza, de aquellos y estos libros, y terminar esta reseña con una cita de la propia autora que nos instala en un lugar adecuado. «No se necesitan más libros en este mundo, pero la sensación de estar absorbida por la escritura es una tarea de placer exquisito porque te exime de la realidad. A estar en estado de escritura, no al libro en sí, es a lo que aspiro cada mañana».

A eso mismo aspiramos los lectores, y el talento de María Gainza nos lo facilita, a estar en estado de lectura. Déjense, pues, atravesar por este puñado de flechas. Que lo disfruten.


 

Cartas desde la Biblioteca Marciana




Aquí estoy, entonces, convirtiéndome en un fantasma. Un fantasma que observa el Molo desde la ventana. ¿Soy acaso el guardián de los libros olvidados? ¿Soy el cautivo de esos mismos libros? Leo, no leo, busco frases de otros, las recito y las olvido.

Observo, para describirlo, el panorama ante mí, frente al Adriático, en la Riva dei Schiavioni; en San Marcos, sobre las columnas: El león. El santo. Las góndolas como delfines que no volverán a sumergirse en las profundidades. Figuritas en la Basílica: leoncitos, hombres de leyes, reos que van a morir, tozudos turistas, el mar, el Lido, las obstinadas naves nodriza vomitando visitantes en tiempo de su recreo. Es decir, ahí fuera el espectáculo. Aquí dentro, la sombra, el orden…, los libros. No sé si esto es un diario o una carta. Un diario se escribe para uno mismo (¡bueno!). Una carta va dirigida a otro.

Escribo esto para ti, Clarisse, pero te confieso que no la enviaré. Y si no llega a un destino, si nadie la lee, no es una carta. No sé qué voy a contarte de lo que hago aquí, Clarisse. Hoy miraba en internet y encontré una frase que ahora modifico a mi gusto y que dice: “La cultura, forma lenta de psicosis, también conduce al delirio”.

La última vez que estuve en esta Biblioteca Marciana fue el año de la plaga de insectos. Boccioni, entonces, era subdirector de la librería. Me enseñó los efectos de la plaga sobre cientos de volúmenes. Se había iniciado el tratamiento días antes y todo el recinto olía a insecticida. Recorrimos los almacenes donde guardaban miles de libros aun por recuperar. El olor a insecticida impregnaba todavía las paredes y las estanterías. Vimos ejemplares en los que el hambre de los xilófagos había dejado huellas evidentes. Habían devorado páginas enteras, comenzando por los bordes hasta engullir todo el papel. Según Marco aquellos bichitos se llaman pececillos de plata, en latín Lepisma Saccharina y que no se comen exactamente el papel. Estos devoran la superficie, es decir se comen literalmente los escritos, las palabras, la tinta de esos textos. Son bibliófagos. De algún modo se comen la escritura, son un tipo de lector devorador.

Me pregunto si esos bichos llegaron a entender algo de lo que comieron. El saber no ocupa lugar, dicen. En este caso, sí. Parte de estos libros carcomidos acabó en el estómago de unos insectos minúsculos y ahítos de literatura. Sospecho que ahora las editoriales fabrican los libros con insecticidas contra estas plagas y con esencias para atrapar a los incautos lectores

Recuerdo mi teoría sobre la equivalencia entre metro y literatura. Creo que alguna vez te la he contado, Clarisse. Es una metáfora, por supuesto. Las estaciones del suburbano, aparte de tragarse personas como en el cuento de Cortázar, pueden representar los diferentes estilos de la literatura. Representan estilos, épocas y autores, Y corrientes literarias.

Hay estaciones de metro refinadas como los habituales pasajeros que las usan, y estaciones depravadas donde el crimen es irremisible, estaciones vasallas que viven al servicio de otra mayor, las hay advenedizas que prosperan con el barrio. Existen también estaciones demediadas donde los viajeros no ven su propio reflejo viajando a otra parte, estaciones ociosas que apenas nadie utiliza, estaciones noctámbulas donde los viajeros duermen un sueño ebrio y donde los orines amarillean las paredes. Están esas estaciones que son como plazas públicas donde la gente se cita, pasea y encuentra el amor; hay estaciones prostitutas, que todos usan, pero nadie reconoce, y estaciones trascendentes donde las paredes exhiben mensajes profundos Hay estaciones madrugadoras, estaciones superficiales, estaciones olvidadas…

Ya ves, hay de todo en el metro. Como en la literatura. Del mismo modo existen, o han existido, diferentes correspondencias literarias. Hago una lista. Tren, estación. Autor, estación. Joyce es una línea sin conexión, Faulkner es una estación transbordo. Borges, nueva red interconectada con la red principal o un túnel de un solo sentido. Benjamin es una red de metro que conecta con otros sistemas de comunicación, ferrocarril, aeropuertos, salida a centros comerciales. (Filosofía, ciencia).

Hay autores que crean estación. Los pasajeros en un momento del viaje deciden parar, bajar y constituir un punto de encuentro y fundar una estación nueva, de la que pueden partir nuevos túneles, que conectarán con otras estaciones (autores). A veces nos prometen una línea de sensación extraordinaria. Todos van allá y se encuentran una especie de tren de la bruja, de cartón piedra, que únicamente nos proporciona algún susto pueril y un decorado estrafalario que solo emociona a unos. Esos son los best sellers. Tours guiados, te llevan y te devuelven sano y salvo, por túneles iluminados, sin acechos, sin peligros, sin esfuerzos. Es la literatura temática. Parques temáticos, sí, plagios de grandes estaciones. El realismo mágico y sus seguidores.

Vuelvo a pensar en el delirio, esa forma de ver el mundo. Es tan parecido a escribir que no renuncio a seguir escribiendo para descubrir algo. Uno no sabe los males que tiene hasta que no se lanza a poner frases en un papel. El delirio interpreta lo real. Algunos delirios son desconfiados, navegan en el misterio, inquietos, sorprendidos, alertas. Algunos locos imaginan que todo el mundo conspira contra ellos y otros imaginan que son felices.

Ya ves, Clarisse, que esa manía de los escritores de acumular analogías, símbolos, nombres y números no deja de ser el síntoma de su propia psicosis. He vuelto a dar con una cita con la que no estoy de acuerdo. Dice Cicerón que todas las personas sin sabiduría deliran. Pues no, es al revés en mi modesta opinión. Cuanta más sabiduría y cultura, más cerca de la locura estás. Eso no quita que algunos enfermos sean personas iletradas. Esos analfabetos delirantes estarían, en cualquier caso, más cerca de la sabiduría que el iletrado que parece cuerdo.

Así que esta tarde se me ha ocurrido teclear frases relacionadas con lo literario. Sí, no soy muy original, lo sé, Clarisse; más bien soy obsesivo. Vivo de y para los libros, aunque a veces odie su proliferación agotadora. Sé por experiencia que cualquier frase está dicha, sobre todo si es limitada y usa términos ordinarios. Si uno escribe, por ejemplo, “la casa es para dos” el buscador devuelve tres mil cuatrocientos sesenta millones de coincidencias o como se llamen. Pero si escribimos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”, devuelve solo dos millones ochenta mil entradas. Y, además, en este caso relaciona la frase con su autor, Pascal.

Si acortamos la frase y ponemos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas”, el resultado asciende a seis millones novecientos setenta mil entradas. Al parecer el detalle de la superación de la razón hace a la frase más restringida e ingeniosa. Y si reducimos la frase a “el último paso de la razón es reconocer” los resultados ascienden a setenta millones. Y es que eso es una obviedad, mucha gente ha podido decir esa frase, quizá en el cine o en el peluquero, «el último paso de la razón es reconocer… una buena película»; o «el último paso de la razón es reconocer un buen corte de pelo».

¿Qué te parece?, Clarisse. Yo no sé si con esto llegaré a una teoría. Me temo que no. Sigo escribiendo frases que se me ocurren a ver de quién dice el aparato (el buscador) que son propiedad. Escribo la frase “la literatura de calidad sigue empeñada en contar las mismas historias y repetir los mismos mensajes” y la máquina devuelve 152000 resultados (muy pocos) y dice que el primero en decir o escribir esa frase fue el escritor Andrés Ibáñez y me dirige a un artículo titulado ¿Qué se lee en el metro?, del año 2005. Y me pregunto, ¿es esta una frase tan original? ¿son sus términos tan poco ordinarios como para que tan poca gente la haya dicho o escrito? Y me doy cuenta de que la frase, así al pie de la letra es solo la que escribió ese escritor, el resto son encuentros de palabras sueltas de esa frase, segmentos de la frase, pero no en el orden en el que la escribió Ibáñez. Y, por tanto, concluyo que lo original es saber encadenar términos e ideas, como Pascal o Andrés Ibáñez y como Descartes o Borges. Pero un poco más tarde me he confesado a mí mismo —y ahora a ti— que he hecho trampas al solitario. La frase de Ibáñez la leí hace tiempo en aquel artículo interesante y que tenía tanta razón.

Vuelvo a nuestro paseo por Zúrich. Hicimos ese juego de perderse por las calles y retar al azar para encontrarse. Cambiamos París por Zúrich, eso sí. A la media hora nos vimos al principio de la Spiegelstrasse. Recorrimos la calle, despacio. Fue cuando me señalaste la fachada del Cabaret Voltaire. Me preguntaste desde cuando no venía por el barrio. A los de Zúrich nos gusta eso de que los dadaístas salieran de allí. No todo era París, Roma o Londres. Por aquí cerca vivió Lenin antes de hacer la revolución, ¿no? Sí, ahí mismo, dijiste, y señalaste un edificio de color sepia. Ya casi no me acordaba.

Hacía más de diez años que no iba por aquella zona. Y hablamos del Dadaísmo. La verdad, yo solo me acuerdo de Tzara, de Ball y pocos más. Tú habías trabajado en el archivo y administración de los documentos relacionados con aquel movimiento. Ya no hay revoluciones como aquellas, creo que dije. Siempre he imaginado que Lenin se inspiró en los dadaístas para su propia revolución, contestaste mientras contemplabas la fachada del local. Quizá bajó alguna noche a escuchar los poemas de Tzara o de Janko y de ahí sacó la idea, dije yo. Te pregunté si algo así sería posible ahora, en el siglo veintiuno. Y tú dijiste la frase que inspiró mi relato. Se me quedó grabada. Dijiste: Nun, Kunst verschwor sich nur mit sich selbst. (Bueno, el arte solo conspira consigo mismo). Seguimos nuestro camino mientras se hacía de noche y seguiste contando cosas de los dadaístas. Y dijiste una cita de Hugo Ball. “Acoge con alegría cualquier máscara”.

Y es que tenía razón Oscar Wilde al decir que la ficción tenía las horas contadas, agotada. Proponía la tarea del crítico como creador de nuevos espacios. Lo que sí me parece, como lector, es que no se debe escribir a comienzos del siglo XXI como en el siglo XIX y desdeñar las aportaciones de las vanguardias, de autores como Kafka, Joyce, Broch, Nabokov, Borges y otros tantos. Ahora muchos aprenden la técnica de Faulkner, de García Márquez, de Henry James y la aplican de forma nauseabunda a todo lo que escriben logrando así el beneplácito del público, pero creando meros productos de consumo. ¿Pero qué aportan?

He buscado en internet, ya puestos, la cita exacta de Wilde, y dice: «El crítico de arte y solo él puede apreciar todas las formas y todas la maneras. A él es a quien se dirige el arte». Yo creo que Wilde, cuando habla del crítico, se refiere al lector como nuevo ordenador del caos. El lector es el depositario del arte, el verdadero receptor de la sensibilidad.

La literatura— se me ocurre ahora— es como este agua de Venecia que carcome los ‘fondamenta’ y corrompe la piedra como un magma insidioso corrompe los cerebros de los hombres, delimita sus pensamientos y sus fantasías, recreándose a cada instante y absorbiendo el alma de la memoria, de igual modo que esta agua negra de Venecia va tragándose la tierra y las casas y algún día cubrirá por completo la ciudad donde sólo veremos libros de esta biblioteca Marciana flotando entre los restos del Campanile y del Palacio Ducal, entremetiéndose por los ventanales anegados, disueltos en millones de partículas tipográficas que buscarán recomponerse en nuevas combinaciones, formando nuevas frases e historias, ficciones desconocidas, otros laberintos.

Toda ciudad es un laberinto. Venecia es dos laberintos, entrelazados. La literatura es un laberinto. La literatura es Venecia.

 

Extracto de los capítulos El hombre del gabinete de mi novela La paradoja del detective (Ondina Ed. 2023)


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