sábado, 2 de noviembre de 2024

 

Cartas desde la Biblioteca Marciana




Aquí estoy, entonces, convirtiéndome en un fantasma. Un fantasma que observa el Molo desde la ventana. ¿Soy acaso el guardián de los libros olvidados? ¿Soy el cautivo de esos mismos libros? Leo, no leo, busco frases de otros, las recito y las olvido.

Observo, para describirlo, el panorama ante mí, frente al Adriático, en la Riva dei Schiavioni; en San Marcos, sobre las columnas: El león. El santo. Las góndolas como delfines que no volverán a sumergirse en las profundidades. Figuritas en la Basílica: leoncitos, hombres de leyes, reos que van a morir, tozudos turistas, el mar, el Lido, las obstinadas naves nodriza vomitando visitantes en tiempo de su recreo. Es decir, ahí fuera el espectáculo. Aquí dentro, la sombra, el orden…, los libros. No sé si esto es un diario o una carta. Un diario se escribe para uno mismo (¡bueno!). Una carta va dirigida a otro.

Escribo esto para ti, Clarisse, pero te confieso que no la enviaré. Y si no llega a un destino, si nadie la lee, no es una carta. No sé qué voy a contarte de lo que hago aquí, Clarisse. Hoy miraba en internet y encontré una frase que ahora modifico a mi gusto y que dice: “La cultura, forma lenta de psicosis, también conduce al delirio”.

La última vez que estuve en esta Biblioteca Marciana fue el año de la plaga de insectos. Boccioni, entonces, era subdirector de la librería. Me enseñó los efectos de la plaga sobre cientos de volúmenes. Se había iniciado el tratamiento días antes y todo el recinto olía a insecticida. Recorrimos los almacenes donde guardaban miles de libros aun por recuperar. El olor a insecticida impregnaba todavía las paredes y las estanterías. Vimos ejemplares en los que el hambre de los xilófagos había dejado huellas evidentes. Habían devorado páginas enteras, comenzando por los bordes hasta engullir todo el papel. Según Marco aquellos bichitos se llaman pececillos de plata, en latín Lepisma Saccharina y que no se comen exactamente el papel. Estos devoran la superficie, es decir se comen literalmente los escritos, las palabras, la tinta de esos textos. Son bibliófagos. De algún modo se comen la escritura, son un tipo de lector devorador.

Me pregunto si esos bichos llegaron a entender algo de lo que comieron. El saber no ocupa lugar, dicen. En este caso, sí. Parte de estos libros carcomidos acabó en el estómago de unos insectos minúsculos y ahítos de literatura. Sospecho que ahora las editoriales fabrican los libros con insecticidas contra estas plagas y con esencias para atrapar a los incautos lectores

Recuerdo mi teoría sobre la equivalencia entre metro y literatura. Creo que alguna vez te la he contado, Clarisse. Es una metáfora, por supuesto. Las estaciones del suburbano, aparte de tragarse personas como en el cuento de Cortázar, pueden representar los diferentes estilos de la literatura. Representan estilos, épocas y autores, Y corrientes literarias.

Hay estaciones de metro refinadas como los habituales pasajeros que las usan, y estaciones depravadas donde el crimen es irremisible, estaciones vasallas que viven al servicio de otra mayor, las hay advenedizas que prosperan con el barrio. Existen también estaciones demediadas donde los viajeros no ven su propio reflejo viajando a otra parte, estaciones ociosas que apenas nadie utiliza, estaciones noctámbulas donde los viajeros duermen un sueño ebrio y donde los orines amarillean las paredes. Están esas estaciones que son como plazas públicas donde la gente se cita, pasea y encuentra el amor; hay estaciones prostitutas, que todos usan, pero nadie reconoce, y estaciones trascendentes donde las paredes exhiben mensajes profundos Hay estaciones madrugadoras, estaciones superficiales, estaciones olvidadas…

Ya ves, hay de todo en el metro. Como en la literatura. Del mismo modo existen, o han existido, diferentes correspondencias literarias. Hago una lista. Tren, estación. Autor, estación. Joyce es una línea sin conexión, Faulkner es una estación transbordo. Borges, nueva red interconectada con la red principal o un túnel de un solo sentido. Benjamin es una red de metro que conecta con otros sistemas de comunicación, ferrocarril, aeropuertos, salida a centros comerciales. (Filosofía, ciencia).

Hay autores que crean estación. Los pasajeros en un momento del viaje deciden parar, bajar y constituir un punto de encuentro y fundar una estación nueva, de la que pueden partir nuevos túneles, que conectarán con otras estaciones (autores). A veces nos prometen una línea de sensación extraordinaria. Todos van allá y se encuentran una especie de tren de la bruja, de cartón piedra, que únicamente nos proporciona algún susto pueril y un decorado estrafalario que solo emociona a unos. Esos son los best sellers. Tours guiados, te llevan y te devuelven sano y salvo, por túneles iluminados, sin acechos, sin peligros, sin esfuerzos. Es la literatura temática. Parques temáticos, sí, plagios de grandes estaciones. El realismo mágico y sus seguidores.

Vuelvo a pensar en el delirio, esa forma de ver el mundo. Es tan parecido a escribir que no renuncio a seguir escribiendo para descubrir algo. Uno no sabe los males que tiene hasta que no se lanza a poner frases en un papel. El delirio interpreta lo real. Algunos delirios son desconfiados, navegan en el misterio, inquietos, sorprendidos, alertas. Algunos locos imaginan que todo el mundo conspira contra ellos y otros imaginan que son felices.

Ya ves, Clarisse, que esa manía de los escritores de acumular analogías, símbolos, nombres y números no deja de ser el síntoma de su propia psicosis. He vuelto a dar con una cita con la que no estoy de acuerdo. Dice Cicerón que todas las personas sin sabiduría deliran. Pues no, es al revés en mi modesta opinión. Cuanta más sabiduría y cultura, más cerca de la locura estás. Eso no quita que algunos enfermos sean personas iletradas. Esos analfabetos delirantes estarían, en cualquier caso, más cerca de la sabiduría que el iletrado que parece cuerdo.

Así que esta tarde se me ha ocurrido teclear frases relacionadas con lo literario. Sí, no soy muy original, lo sé, Clarisse; más bien soy obsesivo. Vivo de y para los libros, aunque a veces odie su proliferación agotadora. Sé por experiencia que cualquier frase está dicha, sobre todo si es limitada y usa términos ordinarios. Si uno escribe, por ejemplo, “la casa es para dos” el buscador devuelve tres mil cuatrocientos sesenta millones de coincidencias o como se llamen. Pero si escribimos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”, devuelve solo dos millones ochenta mil entradas. Y, además, en este caso relaciona la frase con su autor, Pascal.

Si acortamos la frase y ponemos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas”, el resultado asciende a seis millones novecientos setenta mil entradas. Al parecer el detalle de la superación de la razón hace a la frase más restringida e ingeniosa. Y si reducimos la frase a “el último paso de la razón es reconocer” los resultados ascienden a setenta millones. Y es que eso es una obviedad, mucha gente ha podido decir esa frase, quizá en el cine o en el peluquero, «el último paso de la razón es reconocer… una buena película»; o «el último paso de la razón es reconocer un buen corte de pelo».

¿Qué te parece?, Clarisse. Yo no sé si con esto llegaré a una teoría. Me temo que no. Sigo escribiendo frases que se me ocurren a ver de quién dice el aparato (el buscador) que son propiedad. Escribo la frase “la literatura de calidad sigue empeñada en contar las mismas historias y repetir los mismos mensajes” y la máquina devuelve 152000 resultados (muy pocos) y dice que el primero en decir o escribir esa frase fue el escritor Andrés Ibáñez y me dirige a un artículo titulado ¿Qué se lee en el metro?, del año 2005. Y me pregunto, ¿es esta una frase tan original? ¿son sus términos tan poco ordinarios como para que tan poca gente la haya dicho o escrito? Y me doy cuenta de que la frase, así al pie de la letra es solo la que escribió ese escritor, el resto son encuentros de palabras sueltas de esa frase, segmentos de la frase, pero no en el orden en el que la escribió Ibáñez. Y, por tanto, concluyo que lo original es saber encadenar términos e ideas, como Pascal o Andrés Ibáñez y como Descartes o Borges. Pero un poco más tarde me he confesado a mí mismo —y ahora a ti— que he hecho trampas al solitario. La frase de Ibáñez la leí hace tiempo en aquel artículo interesante y que tenía tanta razón.

Vuelvo a nuestro paseo por Zúrich. Hicimos ese juego de perderse por las calles y retar al azar para encontrarse. Cambiamos París por Zúrich, eso sí. A la media hora nos vimos al principio de la Spiegelstrasse. Recorrimos la calle, despacio. Fue cuando me señalaste la fachada del Cabaret Voltaire. Me preguntaste desde cuando no venía por el barrio. A los de Zúrich nos gusta eso de que los dadaístas salieran de allí. No todo era París, Roma o Londres. Por aquí cerca vivió Lenin antes de hacer la revolución, ¿no? Sí, ahí mismo, dijiste, y señalaste un edificio de color sepia. Ya casi no me acordaba.

Hacía más de diez años que no iba por aquella zona. Y hablamos del Dadaísmo. La verdad, yo solo me acuerdo de Tzara, de Ball y pocos más. Tú habías trabajado en el archivo y administración de los documentos relacionados con aquel movimiento. Ya no hay revoluciones como aquellas, creo que dije. Siempre he imaginado que Lenin se inspiró en los dadaístas para su propia revolución, contestaste mientras contemplabas la fachada del local. Quizá bajó alguna noche a escuchar los poemas de Tzara o de Janko y de ahí sacó la idea, dije yo. Te pregunté si algo así sería posible ahora, en el siglo veintiuno. Y tú dijiste la frase que inspiró mi relato. Se me quedó grabada. Dijiste: Nun, Kunst verschwor sich nur mit sich selbst. (Bueno, el arte solo conspira consigo mismo). Seguimos nuestro camino mientras se hacía de noche y seguiste contando cosas de los dadaístas. Y dijiste una cita de Hugo Ball. “Acoge con alegría cualquier máscara”.

Y es que tenía razón Oscar Wilde al decir que la ficción tenía las horas contadas, agotada. Proponía la tarea del crítico como creador de nuevos espacios. Lo que sí me parece, como lector, es que no se debe escribir a comienzos del siglo XXI como en el siglo XIX y desdeñar las aportaciones de las vanguardias, de autores como Kafka, Joyce, Broch, Nabokov, Borges y otros tantos. Ahora muchos aprenden la técnica de Faulkner, de García Márquez, de Henry James y la aplican de forma nauseabunda a todo lo que escriben logrando así el beneplácito del público, pero creando meros productos de consumo. ¿Pero qué aportan?

He buscado en internet, ya puestos, la cita exacta de Wilde, y dice: «El crítico de arte y solo él puede apreciar todas las formas y todas la maneras. A él es a quien se dirige el arte». Yo creo que Wilde, cuando habla del crítico, se refiere al lector como nuevo ordenador del caos. El lector es el depositario del arte, el verdadero receptor de la sensibilidad.

La literatura— se me ocurre ahora— es como este agua de Venecia que carcome los ‘fondamenta’ y corrompe la piedra como un magma insidioso corrompe los cerebros de los hombres, delimita sus pensamientos y sus fantasías, recreándose a cada instante y absorbiendo el alma de la memoria, de igual modo que esta agua negra de Venecia va tragándose la tierra y las casas y algún día cubrirá por completo la ciudad donde sólo veremos libros de esta biblioteca Marciana flotando entre los restos del Campanile y del Palacio Ducal, entremetiéndose por los ventanales anegados, disueltos en millones de partículas tipográficas que buscarán recomponerse en nuevas combinaciones, formando nuevas frases e historias, ficciones desconocidas, otros laberintos.

Toda ciudad es un laberinto. Venecia es dos laberintos, entrelazados. La literatura es un laberinto. La literatura es Venecia.

 

Extracto de los capítulos El hombre del gabinete de mi novela La paradoja del detective (Ondina Ed. 2023)


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