jueves, 23 de mayo de 2024

 



Genealogía del oficinista

De Melville a Vila-Matas

                                                                                                                             

                Resulta evidente el vínculo entre el Bartleby de Melville y el narrador del libro de Enrique Vila-Matas acerca de los escritores que renunciaron a la escritura y ya no publicaron más. Pues no es solo el nombre del copista lo que toma prestado el autor de Bartleby y compañía, sino que le da la misma profesión, la de oficinista. Y sospecho que esto no es pura casualidad sino una clara intención de iluminar una genealogía que atraviesa la obra de Robert Walser y la del esquivo oficinista Franz Kafka.

                Ya en su libro sobre el Laberinto del No, hablaba Vila-Matas de que “del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo…” Y seguía el autor buscando paralelismos con el paseante Walser por su apariencia de bonachón suizo y hombre sin atributos musiliano.

                Pero como la cosa va de oficinistas veo conveniente encontrar el rastro del oficinista en Robert Walser que, si bien él mismo fue amanuense y copista, parecía no disponer de un personaje que lo representara. Pero resulta que sí, que Walser ya “creó” a su oficinista, y nada menos que en su primer libro, Los cuadernos de Fritz Kocher, publicado en 1904 y que, en palabras de Hermann Hesse —quien leyó el libro en su tiempo— eran «casi pueriles composiciones […], ejercicios de estilo característicos de la retórica de un joven irónico».

                El texto de Walser, titulado El oficinista/una especie de estampa, parece inscribirse entre el Bartleby de Melville y el Franz Kafka de los Diarios y de la vida real. Sabemos que Kafka leyó y admiró el Jakob von Gunten de Walser, con el que se partía de risa, pero es casi seguro que Walser no conoció al copista de Melville. Y esto es lo que resulta más sugerente al contrastar el comienzo de los textos de ambos autores.

                Melville nos habla de “un gremio interesante y hasta singular del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas”. Y Walser propone: “Aunque en la vida es un personaje notable, el oficinista no ha sido nunca objeto de un estudio escrito. No, al menos, que yo sepa”. De modo que Melville y Walser, cada uno por su lado, inauguran la genealogía del oficinista a partir de su propia experiencia sin sospechar que años más tarde (pocos en el caso del suizo) sus personajes se encarnarían en el empleado praguense Franz Kafka.

                El oficinista de Walser es hombre “de pocos excesos, come poco, posee aplicación, tacto y adaptabilidad; prefiere parecer estúpido antes que sensato; es joven, pálido, delgado, trabaja en paz, soledad y discreción. Frente a las malas costumbres, adopta fríamente una actitud negativa”. Y añade que “sobrelleva con gusto su silenciosa existencia. Cuando los otros se marchan, él queda, abismado en sus pensamientos”.

                El de Melville destaca por “su aplicación, su falta de vicios y una laboriosidad incesante”. Posee “gran calma y ecuánime conducta”. Dice que es “pálido y delgado”; hombre de “descolorida altivez y austera reserva”. Y, si el copista de Melville se planta y, ante la petición de que copie, responde «preferiría que no», el oficinista walseriano “puede insistir en lo mismo hasta el ridículo”. Si el de Walser “come poco” recuerden que Bartleby se alimentaba exclusivamente de bizcochos.

                Con todo esto, ¿a quién nos recuerdan los atributos tanto físicos como morales de ambos oficinistas? En efecto, parecen los atributos exactos del escritor Franz Kafka, empleado en una oficina de Praga. Pero también son los atributos que marcarían la vida de Robert Walser, hombre inclinado a desaparecer, a convertirse en “cero absoluto” y que, según sus propias palabras, “solo podía respirar en las regiones inferiores”. Walser fue copista en una Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich, sirviente y oficinista antes de internarse en un sanatorio mental donde pasó los últimos veinte años de su vida convertido en paseante de largo alcance. También Melville terminó sus días trabajando en una oficina de la Aduana de Nueva York tras el escaso éxito de sus obras. Vida y ficción parecen fundirse.

                Y si, como dije al principio, todo esto viene a cuento de una genealogía, podríamos hablar abiertamente de la estirpe de los oficinistas, que se inicia en Melville, pasa por Walser y Kafka y se hace materia narrativa en la obra de Vila-Matas. Es bien conocida la admiración del autor catalán por la obra de Walser, a quien ha llamado “su héroe moral”, y su aparición en varias novelas y ensayos. En Doctor Pasavento, Walser es el héroe del narrador para construir su arte de la desaparición. “Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza”, dice el narrador.

                Llegamos por tanto al oficinista vilamatiano, compendio de los anteriores, una clase de copista posmoderno que, en el libro dedicado a los escritores del No, se conforma con añadir notas a pie de página a un texto inexistente. El narrador de Bartleby y compañía podría haber tenido cualquier otra profesión, periodista, editor, espía o crítico literario. Sin embargo, Vila-Matas se pone la máscara de un solitario oficinista, un hombre que se presenta a sí mismo de esta manera: “nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa”.

                Una oficina pavorosa que nos recuerda a la oficina de Wall Street donde se oculta el Bartleby de Melville; pero también a la Cámara de Escritura para Desocupados donde trabajó Walser; y, por fin, a la oficina de la calle Na Poříčí en Praga, donde Franz Kafka acudía todos los días hasta caer enfermo en 1922.

                El rastreador de bartlebys de Vila-Matas, de nombre Marcelo, pide unas vacaciones de su oficina para dedicarse a buscar las huellas de los escritores de la negación. Se encierra en su casa, aunque “no ir a la oficina aún me hace vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo…”. Es decir, huye de la oficina para estar más aislado, como quería Kafka cuando hablaba de su sola aptitud para la finalidad de escribir: “naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina”.

                La estirpe de los oficinistas, vamos viendo, es una estirpe de seres aislados, poco habladores, negados y negadores del éxito y del reconocimiento social. Son seres que viven en la extrañeza, pero como dice el narrador vilamatiano “vivo a gusto en mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser tan arisco…”.

                Pero cuidado, no nos equivoquemos. Aunque los cuatro personajes de que hemos hablado comparten un parentesco no son réplicas uno de otro, pues, como advertía Borges “el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es nunca platónico”.

                La estirpe del oficinista es la de individuos que desean estar en otro lugar y que los dejen en paz (el Walser del manicomio). Como Scapolo, “viven en el filo del horizonte de un mundo muy lejano”. El personaje de Vila-Matas, Marcelo, hereda la displicencia del Kafka oficinista ante supuestos hechos grandiosos. “Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido. Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo”, escribe el narrador de Bartleby y compañía. “2 de agosto de 1914. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de natación", anota Franz Kafka en su diario.

                Los oficinistas, “un gremio interesante y hasta singular”, “un personaje notable”, seres aislados, huidizos y amigos de la desaparición, como los escritores más genuinos, seres con ciertas anomalías. Personas y personajes, en fin, que pasean “por los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las literaturas contemporáneas”.

Publicado en Café Montaigne, mayo 2024

lunes, 22 de abril de 2024



 

Los rodeos: fundamento de la topografía literaria

 

En su libro La inquietud que atraviesa el rio, el filósofo Hans Blumenberg analiza la metáfora del naufragio y su afección a la literatura y la cultura. Encuentro allí el apartado Algo así como el orden del mundo, un artículo de apenas una página titulado Rodeos, que comienza, a mi parecer, con una afirmación rotunda: «Sólo podemos existir si tomamos rodeos».

Tal afirmación busca su fundamento en la lógica y en la geometría. Entre dos puntos, uno de origen y uno de destino, sólo hay un camino más corto. La geometría euclidiana diría que ese camino es una línea recta. No hace tanto que Einstein nos advertía de que el universo es curvo y, por tanto, el camino más recto no es la línea recta. Da igual, para el caso es lo mismo. Lo que viene a sugerir Blumenberg es que si todos tomáramos el camino más corto sólo llegaría uno de nosotros, pues sólo existe un camino más corto. Por el contrario, existen infinitos rodeos.

El existencialismo facilitó la coartada de tomar ese camino corto (el suicidio) como modo de salir de la existencia desacreditada. Dado que la vida no tiene sentido, pues posee la certidumbre de su propio fin, libres son aquellos que deciden dejar el camino. Pero ya sabemos que los existencialistas, con Sartre a la cabeza, decían cosas que no se aplicaban a ellos mismos. El hombre contra la Naturaleza, de la que Musil dijo «que escoge siempre la ley de los caminos no directos».

Y aquí vendría lo bueno. Porque Blumenberg relaciona esos rodeos con la cultura, de modo que pone en valor ésta como motivadora del sentido vital. Y añade: «La cultura consiste en el hallazgo y la disposición, la descripción y el encarecimiento, la revalorización y la recompensación de los rodeos». De este modo, me parece, Blumenberg entroniza a la cultura como el aspecto determinante para la existencia, pues toma el sentido de esas búsquedas, del manejo y el relato de ese viaje que es rodeo.

Por un lado, la razón nos instruye sobre la idoneidad de ir rectos al final de nuestro destino, desdeñar el paisaje a derecha e izquierda de nuestra ruta. Sin embargo, como ya nos lo dejó claro el Dante, la vida verdadera la encontraremos en la «diritta via smarrita», en el sendero extraviado, en la salida de ruta y el deambular sin rumbo. En definitiva, el paseo ocioso como lo quería Robert Walser. No en vano, la decisión de Walser de encerrarse en un manicomio no deja de ser un tipo de rodeo ante la vida elevada y pública para recluirse en «las regiones inferiores», donde aseguraba sólo podía respirar.

«La culturadice Blumenberg— tiene el aspecto de la racionalidad deficiente». Lo lógico es ir derecho, pero lo humano (lo cultural humano) es desviarse y demorarse en el camino.     Lo oculto y lo atrevido. Si no, acordémonos de Ulises, el primer personaje literario que hizo del rodeo su valor vital. Si el héroe de Troya hubiera regresado en vuelo directo a Ítaca, nada de su historia habría interesado a Homero. Y no seamos ingenuos, Ulises no se vio forzado a su odisea por el destino o por los dioses; de algún modo lo eligió, decidió demorarse por ver qué pasaba. Suena un poco a aquello de Pessoa, «viajar, perder países». Tanto o más irracional que el de Ulises es el viaje de Alonso Quijano que, convertido en Don Quijote, sale a dar un rodeo por el mundo fundando la novela moderna. Como el rey Pirro, Quijano se emancipa de la línea recta de su aburrida vida en casa para poner en práctica lo que había aprendido en los libros.

Y esa lógica irracionalidad, según Blumenberg, nos advierte (¿nos amenaza?) de que lo lateral del camino, los contornos, los aledaños son superfluos, irracionales. Por eso la cultura abreva en las fuentes de lo irracional, de lo superfluo y de lo innecesario. Lo más humano es esa sinrazón, esa antigeometría. ¿Qué hay menos interesante que la realidad, ese camino recto de la vigilia y de lo aparentemente verosímil? Lo dijo Nabokov: «La realidad está sobrevalorada».

Así que no queda otra, me parece. Hemos de configurar la existencia, lo humano, con esos dos elementos: los rodeos y la cultura. «Son los rodeos los que dan a la cultura la función de humanizar la vida», añade Blumenberg. Es decir, el viaje y el extravío llenan la vida de toda persona. La cultura, su estimación y su deleite son la índole que diferencia a los hombres de los animales. Sin cultura, sin cultivo del trayecto, los humanos nos restringimos a lo natural, a la piedra, al árbol, a las montañas. Bellas, no lo niego, pero inertes sin la mirada del poeta.

Es el individuo quien crea su camino. Según Blumenberg, «para nosotros sólo son dignas de conocer las particularidades de los individuos. Incluso las existencias inventadas de la literatura épica son, adicionalmente a las memorias, y las biografías, aprovechamientos topográficos de rodeos fácticamente desaprovechados o no descritos como tales».

La literatura es rodeo y genera rodeos. Los viajes de la ficción, como descubre Blumenberg, son potenciales topografías no recorridas por la realidad (para los creyentes, no realizadas por Dios) y, por tanto, el escritor indaga en lo que pudo ser y no sólo en lo que ha sido, lo factual, lo comprobado. Toda creación literaria —y por alcance, cultural: pintura, música—es un viaje superfluo y alternativo, pero el viaje más humano. Me acuerdo de Canetti que dijo también algo al respecto: «Las intuiciones de los escritores son las aventuras olvidadas de Dios».

Algo parecido —o lo mismo— encontramos en Blanchot. A propósito del infinito literario, en El libro por venir, el autor francés nos habla de la imaginación como alternativa de lo real: «La literatura no es un simple engaño, sino el peligroso poder de ir hacia lo que es a través de la infinita multiplicidad de lo imaginario». Añade que hay menos realidad en lo real, al no ser ésta sino la realidad negada. Es ese déficit lo que nos permite ir de un lugar a otro mediante la línea recta. Son los rodeos que tomamos en la literatura (en la imaginación) «lo que impide que K. llegue alguna vez al Castillo, lo mismo que le impide, para toda la eternidad, a Aquiles alcanzar a la tortuga y quizá al hombre vivo alcanzarse a sí mismo en un punto que tornaría su muerte totalmente humana y, por consiguiente, invisible».

Me parece que todo ha quedado más claro. Se trata de buscar otro camino que no sea el recto, un camino que permita el hallazgo. La Odisea de Homero, La comedia de Dante, El Quijote, Hamlet, En busca del tiempo perdido, el Ulises de Joyce, La montaña mágica, son rodeos a la existencia recta que conduce a la muerte.


martes, 26 de marzo de 2024

 




Baumgartner

Paul Auster

Seix Barral, 2024

                                                               Auster y la novela por venir

 

                Lo confieso, he tenido que hacer dos lecturas de Baumgartner para comprender por qué en la primera la novela no me había llegado del todo. Una ventaja del lector aficionado, sin lealtades vicarias, es escribir sobre libros que le han dejado buena impresión o aquellos de donde ha obtenido algún conocimiento. Esta última novela de Paul Auster —en el mejor de los casos— estaría en la segunda premisa pues algo he aprendido, sobre la vida y sobre lo literario.

Mi primera lectura perpleja me condujo a sospecha de una verosímil ineptitud personal pues en ocasiones el lector está en una longitud de onda lejana al texto abordado por contingencias privadas, preocupaciones o iniquidades externas. A todos nos ha ocurrido aborrecer un libro a las cuarenta páginas, apartarlo y, pasado un tiempo —días, meses, años—, regresar sobre él y amarlo, disfrutar de su delicada textura que antaño nos pareció rugosa e insípida.

                Prometo —a mí mismo, antes que nada— releer este Baumgartner dentro de un tiempo. Semanas, meses, años…, quién sabe. Pero es este un litigio privado…

                Mis dos lecturas del libro de Auster se instruyen por respeto al autor, a quien admiro por toda su obra y en especial por obras maestras como La trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, Leviatan o La noche del oráculo, en donde el lector saborea, aún, el manjar de la gran literatura. Cómo no respetar y admirar la prosa radiante de Auster. Me propuse por tanto releer y comprender. Pero ¿qué comprender? Pues las razones personales —pero también técnicas, argumentales, estilísticas— que me han llevado a una conclusión tajante. La novela de Auster no es buena.

                Comencemos por lo más dramático. ¿Recuerdan aquello que le dijo John Banville al también escritor Rodrigo Fresán en una entrevista? “El estilo avanza por delante dando zancadas triunfales mientras la trama va por detrás arrastrando los pies”. En las grandes obras de Auster el estilo tiraba de la trama, avanzaba como un general valiente a la cabeza de sus tropas, confiadas en el éxito de la batalla. Sin embargo, aquí, en Baumgartner, es la trama, el argumento, la historia del setentón Sy la que encabeza las huestes narrativas. El gran estilo austeriano se ve así sometido a las vicisitudes del protagonista, a su lentitud, su convalecencia, su tristeza. ¿Dónde queda aquella escritura vibrante, ingeniosa, arriesgada de La noche del oráculo o Leviatan?

                ¿Se imaginan conducir un Ferrari como coche auxiliar en la vuelta ciclista? Qué sentido tendría subirnos a trescientos caballos para ir a cincuenta por hora. Nadie usaría un caballo pura sangre como montura de los Reyes Magos en su cabalgata. Y no es que no vea en el texto el estilo poderoso de Auster. Se lo ve, pero acongojado, marchito. Es el tema —la vida otoñal del protagonista— lo que paraliza al estilo. Tanto es así, que las mejores páginas de la novela son los fragmentos autobiográficos de la esposa, Anna Blume, insertos al modo cervantino donde sí contemplamos al estilo, valiente y con brío, a la cabeza de la narración.

                Ya el inicio de la novela (y más habiendo leído el final, sobre el que volveremos más adelante) conduce al lector —a quien esto escribe—, con tanto tropiezo, resbalón y caída, a imaginarse al histriónico actor Steve Martin interpretando el papel de un vejete rijoso y torpe en una suerte de cómica dramaturgia. Y es que los tres primeros capítulos resultan tediosos, inanes, sin fuerza. Los salvan, como he apuntado antes, los fragmentos “narrados” por Anna con una prosa mordaz, ágil y verosímil.  Ahí el estilo sí avanza “a zancadas triunfales”.

                En la segunda lectura, en vez de al rijoso Steve Martin, imaginé, en un instante de lucidez, a un Buster Keaton crepuscular y perplejo, pero imbuido de una cierta ternura que parecía un giño al magnífico Hector Mann de El libro de las ilusiones. Resultó un espejismo. Y es que la artesanía austeriana falla en esta novela. La sugerente aparición del joven Papadopoulos al inicio de la novela —mediante una de esas famosas llamadas intempestivas de otras novelas de Auster—, del que se pierde el rastro y que sólo al final reaparece como si Auster, al repasar la novela, cayera en la cuenta de aquel hilo perdido y desperdiciado.

                Para terminar, lo mejor de la obra: el final y el futuro. Y es que Baumgartner pareciera más bien los preliminares de la verdadera novela que Auster se proponía (y se propondrá, arriesgo), escribir. Porque la verdadera novela se intuye al final, en el magnífico capítulo cinco, con la aparición de la joven estudiante Beatrix Coen. Esa es la novela que nos interesa, la historia y relación del viudo Baumgartner y la joven Bebe, relación intrigante bajo el fantasmático influjo de esposa muerta y obra literaria a revivir por Beatrix y Sy en tardes de té, pastas y poemas. Ese es el triángulo dramático que Auster deja abierto al final de su novela. Y es hasta posible —aventuro— que el texto ya lo tenga el gran Auster sobre su mesa. Y ahí ponemos la esperanza en que el gran estilo austeriano regrese a la batalla.

“Y así, con el viento en la cara y la sangre aún rezumando de la herida en la frente, nuestro héroe se dirige en busca de ayuda, y cuando llega a la primera casa y llama a la puerta, empieza el último capítulo de la historia de S. T. Baumgartner”.

Así sea. Salud.


 




UNA PÁGINA EN LA TUMBA DE KAFKA [Enrique Lapuente desde Praga]


Estimado Vila-Matas, visité la tumba de Kafka hace unos días y encontré un hatillo de papel en una esquina del espacio.

Por respeto o por superstición no quise desenvolverlo. Sí me acerqué lo que pude para leer lo más visible.

Escritas a mano leí las palabras «Hijos sin hijos». Eso hizo crecer mi curiosidad. Bajo el manuscrito plegado vi una la hoja arrancada de un libro. Me contuve de nuevo de deshacer el hatillo, pero hice una foto del conjunto.

El texto entrevisto en la página arrancada me parecía haberlo leído alguna vez. De regreso en  casa, me puse a revisar sus libros. Me ayudaron la referencia a Kafka, al tal Alessandrino Rossi y al enano. No me sonaba de ninguna de sus novelas. En fin, que di con ello. Se trata de la página 251 de Dietario voluble.

Como las huellas del tiempo no parecían haber estragado los papelitos, entiendo que habían sido depositados recientemente. Y por ello quizá no esté usted informado.

Aquí lo importante es saber si esta costumbre de dejar testimonios de obras que hablan del titular de la tumba se ha puesto de moda o se pondrá.

Me sugiere una especie de cita pero al revés. En lugar de tomar algo del escritor finado, se le ofrenda una página, un párrafo, una línea publicada por otro escritor.

Quizá en el futuro inmediato aparezcan hatillos de papel con una página de Doctor Pasavento en la tumba de Walser o de Montevideo en la de Cortázar. O papelitos de todas sus obras en las tumbas de Roussel, Gombrowicz, Pitol, Nabokov y tantos otros. Habrá que estar atentos.

Un abrazo,

Enrique Lapuente

 




Ocho entrevistas inventadas

Enrique Vila-Matas

H&O Editores, 2024

 

                Es paradójico que este último libro de Enrique Vila-Matas no sea de Enrique Vila-Matas, porque —digámoslo— el “autor” de aquellas entrevistas no era aún el autor que sus lectores conocemos. Y no solamente porque fuera un escritor en sus inicios sino porque ni siquiera él mismo se sabía escritor. Las ocho entrevistas incluidas en este librito fueron publicadas a finales de los años sesenta y principios de los setenta, antes de que Vila-Matas se marchara a vivir a París y de cuya estancia nos habló en su París no se acaba nunca.

Creo que fue Musil quien renegaba de esos escritores (y editores) que publicaban textos inacabados o borradores o cuadernos de notas, es decir que el autor de El hombre sin atributos negaba valor literario a textos tangenciales y ancilares de un autor. Por suerte, sus cuadernos de apuntes y sus diarios fueron publicados de forma póstuma.

Entonces, ¿cuál es el valor de las entrevistas de un autor que aún no lo era? Si la lectura de las preguntas y respuestas (algunas totalmente “falsas”) nos hace entrever cierto estilo, ciertos motivos, ciertas posiciones del futuro autor, lo que más sorprende es el carácter fundacional en cuanto a la posterior actitud de Vila-Matas hacia la práctica literaria. ¿Qué es inventarse las preguntas y las respuestas de una entrevista sino contemplar la realidad con escepticismo y someterla a la ficción?

Todo es ficción.

¿Qué supone suplantar al entrevistado y darle la propia palabra sino una atracción por la impostura, por convertirse en otro? Muchos años después de estas fingidas entrevistas leeremos libros como Impostura, Doctor Pasavento o Montevideo en los que el autor maduro reafirma la posición literaria intuida en aquellas entrevistas ficcionadas.

Todo es ficción en Vila-Matas.

Yo me imagino al joven redactor de Fotogramas ante la propuesta de sus jefes para realizar aquellas entrevistas como a un Bartleby receloso que pensara: “¿Entrevistas? Preferiría no hacerlas, así que me las invento”.

Y es que todo es ficción en Vila-Matas, desde el principio.

En el libro que nos ocupa hay una especie de epílogo, “pieza vertebradora de su obra posterior” en palabras del prologuista Mario Aznar, que es el relato Recuerdos inventados, donde ya entrevemos las posiciones que tomará el autor. «Como nada memorable me había sucedido en la vida, yo antes era un hombre sin apenas biografía. Hasta que opté por inventarme una. Me refugié en el universo de varios escritores y forjé, con recuerdos de personas que veía relacionadas con sus libros o imaginaciones, una memoria personal y una nueva identidad. Consideré como propios los recuerdos de otros, y así es como hoy en día puedo presumir de haber tenido vida».

Recuerdos inventados, entrevistas fingidas: ingenio, ficción.

Algunas de las entrevistas son composiciones de otras que el joven redactor tomó como materia prima. Es el caso de la realizada a Patricia Highsmith para La Vanguardia. Otras están “intervenidas” por el autor, como las de Bardem o Rovira Veleta. Y por fin la apoteosis de la impostura es la realizada a Rudolf Nuréyev, que directamente fue fabricada por Vila-Matas sin siquiera acudir al encuentro con el bailarín en su hotel.

Como bien apunta Mario Aznar en su prólogo al referirse a la entrevista a Marlon Brando, Vila-Matas se erige —ya entonces— en ventrílocuo y pone en boca de su personaje las propias palabras. Es el adelanto de la obra posterior (muy posterior) Una casa para siempre, en la que el protagonista quiere tener una voz propia. La entrevista a Brando, sin desmerecer a las demás, es una pirueta genial pues en ella reconocemos al actor o al menos —bajo la dirección y el método de Vila-Matas— representa el papel verosímil de una actuación íntima y personal.

Ha escrito en algún lugar Vila-Matas que “la creatividad es la inteligencia divirtiéndose”. Y qué mayor ejercicio de juego y diversión que publicar — en su momento— unas supuestas entrevistas en las que casi todo es ficción, creatividad y juego.

De aquella dualidad o ingenio bifronte al asumir el papel de entrevistador y entrevistado viene la afición inquebrantable de Vila-Matas por convertirse a la vez en escritor y lector, en escritor y personaje, en escritor y crítico. Si Borges prefería hablar de libros inexistentes como si ya hubieran sido escritos, Vila-Matas prefirió que sus entrevistados se convirtieran en personajes de una creación literaria propia.

El no menor detalle de la evolución de las firmas del futuro escritor nos pone en la pista de que la formación de una conciencia de “autor” se construye en aquellos meses y en aquellas primeras “obras”, si podemos llamarlas así. Desde un absoluto seudónimo como Mary Holmes hasta el definitivo Enrique Vila-Matas observamos la materialización de una conciencia creadora y propia.

Con todo lo anterior queda claro que este libro agradará a los lectores fieles del autor, que con perspectiva comprenderán muchas cosas. Sobre todo, comprenderán cómo Vila-Matas se adscribió a una “extraña forma de vida”.

Publicado en Entreletras, marzo 2024

Incluído por Enrique Vila-Matas en su web.

viernes, 23 de febrero de 2024

 



El estilo de los elementos

Rodrigo Fresán

Random House, 2024

 

Los lectores de Fresán saben—sabemos— que no entenderemos todo desde un principio. Los lectores de Fresán saben—sabemos— de la cierta/incierta dificultad de adentrarse en ese territorio inexplorado (por el momento) pero que, a golpe de machete abriremos camino para llegar a los claros del bosque aclarados por el autor. Quienes pretendan entender todo, desde el principio, harán mejor en ascender esas escaleras ordenadas de los libros más vendidos donde (ahí sí) todo se entiende y se tiende como sábanas blancas al sol de lo legible.

Para empezar una cita de Jean Cocteau dedicada a Marcel Proust que en la página 202 le recuerda César X Drill a Land: «No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta».

El estilo de los elementos es el nuevo libro de Fresán y recuerda a todos los anteriores libros de Fresán porque—digámoslo desde el principio— el estilo de Fresán es jugar y escribir/reescribir sobre los mismos elementos, sí: memoria y olvido; lectura y escritura; sueño y realidad; cuento y recuento… Y, digámoslo también, desde el principio (segundo principio) los libros de Fresán son un Maelström, un torbellino, un vórtice, un agujero negro (o azul y rojo) a donde el lector se arroja o se deja arrojar—empujado o de la mano como un Dante cualquiera— por su guía-autor en busca de un misterio. Y quien no desee adentrarse tras esa Puerta de Tannhäuser que abandone toda esperanza y regrese a la confortable literatura de salón.

Y, sí, de nuevo más metáforas. Los libros de Fresán son aquellos textos “decorosamente elaborados” que elogiaba Th. W. Adorno en su Mínima moralia. «Son como las telarañas: consistentes, concéntricos, transparentes, bien trabados y bien fijados. Capturan todo cuanto por ahí vuela».

Los lectores de Fresán sabemos muy bien donde nos metemos. En esa telaraña. Nos mudamos ahí por un tiempo (y un espacio) indeterminado. A veces uno desea avanzar para llegar al final, pero a la vez lamenta el avance y el principio del fin y el viajero se da vuelta y regresa a páginas anteriores por pasadizos y puertas falsas o falseadas.

Entonces, cómo hablar de este libro de Fresán. Cómo hacer la crítica de El estilo de los elementos. Pues como proponía Anatole France: «El mejor crítico es el que refiere las aventuras de su alma por las obras maestras». Y este lector que les habla—y escribe— es lo que pretende hacer. Referir las aventuras vividas y revividas durante las setecientas páginas de viaje submarino al Maelström fresaniano.

Y, entonces, ¿qué es El estilo de los elementos?

Pues es una novela de iniciación, una novela construyendo al lector y deconstruyendo al escritor, es una novela negra (o roja y azul), una novela política sin política, una novela de memoria con (muchos) olvidos, una novela de hijos y de padres. Pero sobre todo es una novela de la imaginación. Más que autoficción es novela de autoedición y reedición. O como dice uno de los personajes, Ella: «Pero me parece que esto no es una novela…Me parece que esto es como tu autobiografía pero escrita por otro, ¿no?».

Para el lector que esto escribe todo comenzó hace mucho, mucho tiempo, o no tanto, cuando leyó otros libros del escritor Fresán y, entonces, eso: aquellos libros le recordaban a todo lo que más le gustaba, pero no se parecía a nada conocido. O sí. Sonaba aquello a autores tan poco legibles como Melville, Faulkner, Musil, Nabokov, Banville o Vila-Matas. Y se dio cuenta—el lector de aquello— de la necesidad (y el placer) de tener que releer esos libros. Sucedió con Historia argentina y con La velocidad de las cosas y con el tríptico de La parte contada. Y es que eso ya le pasaba (al lector-relector) con libros de autores como—por mencionar uno actual y cercano— Enrique Vila-Matas, libros con marcha adelante y marcha atrás, libros como yacimientos donde volver a escarbar para—siempre, siempre— encontrar un objeto inesperado.

Y lo mismo ocurre con este El estilo de los elementos. El lector—aquí—, una vez terminado el libro hace unos días sintió de inmediato el deseo de volver al principio y comenzar de nuevo ya con parte del código secreto del autor aprendido y aprehendido. Y así un repaso a las primeras diez páginas resultó suficiente para comprender que las relecturas procurarían instantes de placer sin fin. Porque, como afirma uno de los personajes «el verdadero núcleo de todo libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está escrito sino el idioma dentro de ese idioma».

El estilo de los elementos, como todo libro de Fresán, no tiene una explicación sino muchas interpretaciones. Y lo dice el narrador, quien quiera que sea: «Pero hay algo formidable en leer algo no entendiendo lo que se lee y aun así entender que no se puede dejar de leer ese algo».

Y, sin embargo, no se asusten lectores primerizos de Fresán. Al final todo se entiende. Hay un hijo que es un padre que habla al hijo pero que se habla a sí mismo cuando era hijo y no quería ser escritor sino lector, pero acabó siendo escritor para escuchar unas cintas grabadas por una joven cuando él también era joven y que otra joven que no es Ella sino ella le trae cuando es mayor y escritor, pero imagina ser el niño lector que ahora, realmente, escribe. O algo así, NOME.

Y aviso. En este libro de Fresán, y en todos, lo que encontrarán, además de muchos escritores y lecturas y lectores que escriben y escritores que no paran de leer, es mucha sabiduría. «Algo de lo que uno puede entender lo que más le convenga y mejor le parezca: lo que más le sirva y le funcione y, sí, lo ayude».

Y todo esto es el estilo de este libro. Y de sus elementos.

Y Big Vaina.


jueves, 14 de diciembre de 2023

 



El arte del saber ligero

Xavier Nueno

 

Confiesa quien esto escribe haber tomado al pie de la letra la propuesta del autor de este libro y reducido su contenido a diez frases. ¿Habré conseguido atrapar el mensaje que Xavier Nueno deseaba transmitir? ¿Me atrevería a decir que ahora poseo un arte del saber ligero? ¿Son esas diez frases del libro una lectura suficiente, ligera, portátil y abreviada del texto?

El libro de Xavier Nueno es ya en sí un tratado resumido de la función histórica de la escritura, de su producción excesiva y de la pulsión humana de su destrucción. Es este un libro entretenido, bien documentado y con una bibliografía muy completa.

«Frente a la pulsión universalista hay otra que desea reducir la biblioteca, hacerla portátil». Tras la invención de la imprenta, en el siglo XV, la capacidad de producción de libros se multiplica de tal modo que en los siglos posteriores se crean profusas bibliotecas con el fin de alojar los millares de ejemplares publicados. La conversión del libro en mercancía iniciada en el siglo XVI supone una superabundancia que convierte a las bibliotecas en recintos desbordantes y desbordados en cuyos anaqueles es ya difícil encontrar un libro concreto. La percepción es la de un mundo lleno de libros.

Levanto la vista de mi cuaderno de notas y contemplo mi propia biblioteca y, sí, me doy cuenta de que ahí también sobran libros. ¿Qué hacer? El libro de Nuno me pone en la pista.

Ante este panorama, surge una figura contradictoria. Son los «escritores del no (el autor los llama terroristas), que escriben sobre el abandono de la literatura. Se presenta, pues, una paradoja. El discurso contra los libros es parte de la tradición humanística. Será durante la Ilustración cuando esta pulsión contra el exceso de libros y de información adquiera mayor alcance. No en vano, la Enciclopedia de D’Alembert y Diderot no es sino un arte de la reducción, una búsqueda de síntesis del conocimiento.

Sobre la negación o abandono de lo literario nos puso al corriente el escritor Enrique Vila-Matas en aquel raro libro Bartleby y compañía, donde hacía un repaso por la historia de autores que dejaron de escribir o que jamás escribieron. La contradicción —según Nueno— es que muchos de los negadores de la escritura recurrieron a ella para negarla. Escriben sobre no escribir. Así pues el arte de la reducción es también un arte de la destrucción. Se trata de orientarse entre los demasiados libros.

Así lo hicieron las vanguardias de principios del siglo XX —surrealistas, dadaístas— en un afán por destruir los vínculos de la literatura con el poder político. Disertaron sobre «la necesidad de acabar con la literatura». De esta estirpe son Bartleby, Lord Chandos y Monsieur Teste.  «Desconfían del lenguaje, pero se van abocados a narrar esa desazón», añade Nueno. Se llega, entonces, a la paradoja de que «la única razón legítima por la que escribimos es porque hay demasiados libros».

Son los escritores con tijeras, empeñados en reducir las bibliotecas y la sobreabundancia de libros. «Se trata, pues, de crear un canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil», sigue el autor. Y de nuevo tenemos que invocar un libro de Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátil, como texto canónico sobre el asunto. Y es que, en aquel divertido y subversivo texto, el escritor nos presentaba la conjura shandy contra la pesadez de lo literario. Los conjurados —escritores como Larbaud, Walter Benjamin y Alberto Savinio y pintores como Duchamp o Picabia— conspiraban por un saber portátil, una obra ligera y reducida que cupiera en una maleta. Quizá yo mismo podría reducir mi biblioteca a unos pocos libros que transportar en una maleta. ¿Cuáles elegiría?

Xavier Nueno acierta en su libro al entreverar las épocas —Renacimiento, Ilustración, vanguardias del XX— en las que el afán de ligereza ha atravesado la historia de la escritura. Repasa, en un vaivén histórico, las fobias contra lo literario: misología, misografía, biblioclasmo. Un posible precursor de los lectores con tijeras sería Montaigne, de quien Nueno dice que «su arte de la lectura tiene que ser entendido como una estrategia subversiva». El autor francés abogaba por una lectura que trajera «placer, juego y pasatiempo».

Y el tipo de lector que es Montaigne nos conduce directamente al lector amateur. La biblioteca del amateur nos dice el autor, «es precaria e imperfecta», ajena a la exhaustividad de las bibliotecas profesionales, a los bibliotafios donde los libros viven una vida en la muerte. Nueno invoca a Roland Barthes. «El Amateur —escribió el ensayista francés— (aquel que pinta, toca…, sin espíritu de control o competición), el Amateur reconduce el placer, se instala graciosamente en el significante…, […], es tal vez el artista contraburgués»

El Amateur de Barthes se asemeja al honnête homme que proviene del lector que fue Montaigne, un lector de un «saber mundano». Este lector lúdico y despreocupado no deja de ser una figura muy actual en el tráfago de sobreabundancia libresca de los últimos tiempos. Su consigna debiera ser la de no hacer caso a tanta recomendación editorial masiva, rechazar el brillo excesivo de ciertos premios siderales y dedicarse a indagar en las grietas del exceso literario para realizar hallazgos insólitos y minoritarios.

De este modo la biblioteca del lector aficionado y exigente ha de estar formada por unos cuantos libros de cabecera, «libros-amuleto a los que volver una y otra vez sin agotar nunca su sentido», afirma Nueno. Se trata pues de una estrategia de aligeramiento, de levedad (como proponía Italo Calvino en los años ‘80), una voluntad de crearnos «un canon brevísimo y muy personal reunido, por ejemplo, en un cuarto oscuro de casa», como ha dicho el autor de la desaparición y lo portátil, Enrique Vila-Matas.

Convencido me pongo en acción. Dejo de escribir, apago la luz de este cuarto e imagino los libros que metería en una maleta pero que aún están por venir.

El arte del saber ligero es en definitiva un ensayo clarividente para aquellos lectores que han hecho de la lectura una cierta estrategia detectivesca y se fabrican una biblioteca ligera en la que nunca se agote el sentido.


lunes, 27 de noviembre de 2023

 

EL RUIDO DE UNA ÉPOCA

Ariana Harwicz

Gatopardo, 2023

 

De algunos libros no se debería hablar. No debiéramos añadir más de lo que ellos mismos nos dicen. Sin embargo, como afirmó Walter Benjamin «si una obra es criticable, es una obra de arte; en otro caso no lo es». Entonces de El ruido de una época —considerada como obra de arte y por tanto criticable— podemos hablar, aunque no deberíamos. Y es que ante algunos libros lo apropiado sería callarse pues el texto —y su autor, aquí autora— lo dice todo.

Confiesa este reseñista su impulso de apenas recomendar la lectura del libro de Harwicz y callar. Sin embargo, existe un modo de hablar de un libro, pero guardar silencio ante él. Tal contradicción la avala, de nuevo, Walter Benjamin cuando diferenció dos posibles miradas ante una obra: la mirada del químico y la mirada del alquimista. Para el primero lo importante son la madera y las cenizas; para el segundo sólo la llama de la obra conserva un enigma, el de lo vivo. Benjamin quería al crítico como alquimista con el propósito de encontrar en la obra su «contenido de verdad». Pues bien, el libro de Harwicz es una hoguera en la que las llamas son cada una de sus páginas entre las cuales el lector introduce sus manos y siente el fuego emancipador.

Dejemos, pues, hablar a las llamas de El ruido de una época. Ellas se expresan por sí solas.

«Si algún sentido tiene este libro —dice la autora en la Nota previa—, es el de afirmar la necesidad de la paradoja». «Es celebrar la contradicción». «En la resistencia a pensar de una sola manera». «Pensar la época (y cualquier cosa) es que esté bajo sospecha y contradicción».

Y en la página 168:

«El ruido de una época define el relato que hacen los muertos a los vivos y los muertos a los muertos, de tumba a tumba, de libro a libro».

«El ruido define la sensibilidad, el estilo, el nivel de los gritos, los alaridos y soliloquios y los delirios durante el sueño».

«El ruido de una época define las declaraciones de pasión, sus variaciones, como un poema cien veces releído. El ruido y el silencio, ese reto a duelo».

El ruido y el silencio; las llamas y las cenizas (Benjamin).

Las llamas de la paradoja:

«Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron. Montaigne es el mejor adversario de Pascal. Aron el de Sartre. Escribir es una controversia subterránea». «Si se elimina la ambigüedad en un artista, se lo destruye».

«Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza. Por eso es siempre tan paradójico escribir, porque se escribe la vergüenza, pero se necesita perder el pudor».

«Para pertenecer a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época».

«Reducir las contradicciones de los personajes no es solo imposible, sino antiliterario. Igual, la literatura está llena de antiliteratura, claro está.»

Las llamas de la escritura:

«Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir».

«No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario».

«Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no». Lo cual me recuerda aquello que dice mucho Vila-Matas, «que escribir es dejar de ser escritor».

«Al escribir hay que empezar de cero, resucitar las palabras, darles una RCP».

«La gran diferencia entre un escritor y un trabajador de la escritura (o un escritor profesional) es que el escritor profesional controla su obra. Se pone al servicio de la demanda. […] En cambio, el escritor no profesional no puede controlar su corazón, tiene que hacer el libro que tiene que hacer, hasta sus últimas consecuencias. Tiene que escribir lo que tiene que escribir».

«¿Por qué el escritor debería acoplarse a la mentalidad de su tiempo? Las mejores obras han sido transversales, oblicuas: se adelantaron al pensamiento de su época, o retrocedieron».

«El arte es una visión, y las visiones son siempre proféticas».

«Creo que hoy se imponen dos estilos irreconciliables: los que asumen la independencia de la literatura y los que escriben apuntando con el arma de la ideología».

Las llamas de la identidad (y la cancelación)

«Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo».

«El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico».

«No separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador». «En este contexto, yo anunciaría el fin del arte. Si Dios murió, también puede morir el arte, tranquilamente».

Todo lo anterior es sólo una muestra de lo que nos ofrece Harwicz en su libro y, para tranquilidad del lector interesado, no agota la potencialidad de la escritura de una autora que habla sin autocensura y como ella misma dice, citando a Imre Kertész, «Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo».

Ya ven que el reseñista, al fin, no se resiste a “hablar” del libro. Aunque nada mejor pueda ser añadido, aunque nada quede por decir tras la lectura de El ruido de una época, sí es lícito invocar a aquellos lectores ansiosos de leer una escritura genuina y polémica, una escritura no sometida al signo de la época donde el sonido es el de la vulgaridad, de la palabra superficial, un sonido difuso y vago. Lo importante —y es la propuesta de Harwicz— es escuchar el ruido de esa época, el ruido de la literatura.


viernes, 3 de noviembre de 2023

 



DAMAS, CABALLEROS Y PLANETAS

Laura Fernández

Random House, 2023

 

Bienvenidos a un mundo diferente, a una narrativa propia —aunque apropiada de eméritos precursores—, a la apuesta literaria personal y personalizada de la misma autora de aquel milagroso libro publicado hace dos años y de extenso y extendido título La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Bienvenidos al mundo paradigmático y soliviantado de Laura Fernández.

Como seguramente tantos otros lectores, entré en el universo de Laura Fernández a través de un espejo cósmico, aquel tocho de 600 páginas que transcurría en un eternamente nevado pueblo recluido en una bola de nieve de esas de: “¡agítese antes de usar!”. El caso es que la autora lleva años fabricando un estilo propio del que no se ha desembarazado por ser expansivo y adictivo y comprometido con un proyecto original, aunque no originario pues recoge influencias de clásicos como Vonnegut, Philip K. Dick, Pynchon, King y otros.

Este libro nuevo de Laura Fernández no es nuevo libro en su producción pues los relatos que incluye, como la propia autora detalla en los magníficos prólogos a cada uno de ellos, son relatos escritos en los últimos años y, por tanto, anteriores, muchos, a su portentosa creación de La señora Potter… Y, entonces, se descubre que un autor o autora puede tirarse años manipulando su sofisticada bomba de relojería, sin la debida atención de lectores despistados, hasta que un día el artefacto hace explosión e impregna a ese alelado mundo de lectores para convertirlos en denodadas criaturas del mundo creado por la autora.

Al universo expandido de la narrativa de Laura Fernández puede el lector acceder por cualquiera de las puertas estelares que son cada uno de sus libros; sea este último Damas, caballeros y planetas, sea el portento de La señora Potter…, sea Connerland, de 2017, o algún otro anterior. El caso es adentrarse en el universo de LF para, quizá, no salir jamás o salir rebotado por el efecto de un “agujero de gusano” que nos conducirá a sus (malditos) precursores ya mencionados: el Vonnegut de Dios le bendiga, Mr Rosewater; el P.K Dick de Ubik o El hombre del castillo, el Pynchon de V o La subasta del lote 49.

Personalmente me arriesgaría a entrever otra influencia o acaso conexión de estilo y temática con el gran Rodrigo Fresán de Vidas de santos, El fondo del cielo o cualquiera de las Partes (La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada). Pero esto pertenece al acervo de cada cual.

Y es que las influencias en LF no se quedan en esos grandes y esquizofrénicos autores sino que la escritora succiona sangre y polvo cósmico de lo pop y lo post; de series de televisión americanas, de los cartoons USA, hasta, diría, que de la teletienda, como si la autora hubiera sido abducida por un poltergeist televisivo para sacar provecho de sus entrañas y luego devuelta al mundo gris y aburrido a que nos tienen acostumbrados tantos seudo productos thriller viscerales, asesinos en serie serializados o superinteligentes investigadoras de cartón piedra, para cargárselos a todos con rayos cósmicos provenientes de la Puerta de Tannhäuser.

Laura Fernández se ha propuesto crear una literatura alternativa transida de posmodernismo, de un estilo kitsch, de un toque retro, pero al tiempo futurista y futurizado, un estilo anómalo atravesado de giros, onomatopeyas, desequilibrios tipográficos, espasmos y ¡oh!, exclamaciones. Una explosión galáctica sobre la prosa medida y perfecta, mejor, perfeccionada con la más sofisticada tradición hispana. Y de humor, mucho humor.

Los libros —las aventuras, las situaciones— de Fernández están llenos de fantasmas, de escritores vivos y muertos, de escalofriantes hombres y mujeres de (malos) negocios, de gente que lee y de gente que escribe, sí. Libros con humor, paranoia y desequilibrio. En estos libros la realidad está en otra dimensión, en otra galaxia, reducida (y expandida) a una minúscula célula portentosa a modo de aquel telúrico colgante de Men in Black que contiene toda la galaxia perseguida por las alimañas.

Dijo Proust que le gustaban aquellos libros que parecían escritos en otro idioma. Uno lee a Laura Fernández y parece estar leyendo en lenguajes cifrados, transidos de otras lenguas y de otras narrativas.

Damas, caballeros y planetas es, repito, una excelente puerta de acceso al mundo tergiversado y versado de Laura Fernández. Relatos —más una novela breve ‘El mundo se acaba pero Floyd Tibbits no pierde su trabajo’— que facilitan la deglución en pequeñas dosis de las píldoras LF (consulte con su librero), y que preparan al lector para pasar a mayores atracones festivos en sus novelas de largo aliento.

Por tanto, damas y caballeros, lectores todos, pasen y vean y lean un espectáculo insólito, lúcido y lucido; un mundo de colorines y artificios; un espectáculo literario portentoso y adictivo. Para lectores sin miedo a perderse en planetas inexplorados.



lunes, 9 de octubre de 2023

 

Noir sobre blanco

Una mirada sobre LAURA, novela de Vera Caspary,

 

 

Vi por primera vez Laura, el filme de Otto Preminger de 1944 en los años 80, cuando me dediqué a grabar cintas VHS de la televisión. Me hice así con una buena colección de clásicos de cine negro. Desde aquella primera vez me pareció una película deslumbrante y, a la vez, enigmática. Que la cinta estuviera protagonizada por la bellísima Gene Tierny fue un aliciente y supuso, por qué no decirlo, mi enamoramiento eterno de aquella actriz, calificada en su tiempo como la mujer más bella del mundo.

Toda adaptación cinematográfica de una novela se permite ciertas estrategias inherentes al propio medio. Por propia definición técnica el lenguaje del cine no es el literario una película cuyo guion está basado en una novela ha de modificar, cortar y transfigurar la semántica original. Adaptar, en definitiva. Y es que, como veremos más adelante, realizar una versión fiel de esta novela no es sencillo (no lo fue), quizá sólo lo habrían hecho directores de la nouvelle vague o del noir francés.


La película comienza con una voz en off que nos introduce en la historia. Es la voz de Waldo Lydecker que, a modo del narrador de un relato, se dirige al espectador como a un auditorio congregado alrededor de una hoguera. Lydecker se convierte así en nuestro anfitrión al contarnos la historia del crimen y la investigación subsecuente mientras nos va presentando a los protagonistas. Esa reminiscencia literaria atrae el interés del espectador y le posiciona en el punto de vista del narrador.

En la historia hay un crimen, sí, pero el elemento que opera como enigma de la película es la atracción del detective McPherson hacia la protagonista, Laura Hunt. Esto no sería relevante si el objeto de tal atracción fuera una mujer a la cual conoce en el transcurso de la historia. Lo sobrecogedor es que el detective se enamora de una muerta, de la persona asesinada y nos traslada (tanto al espectador como al mismo McPherson) a un ámbito morboso pariente del trastorno sicológico.

Así, la creciente obsesión de McPherson por la joven asesinada se convierte en un relato paralelo a la investigación del caso. Entretanto el detective realiza sus pesquisas policiales e interroga a los allegados de Laura, asistimos al proceso (obsesivo, enfermizo) del enamoramiento. Y es aquí donde tenemos la clave que separa la película de la novela en la que está basada. Ya les dije que las herramientas del cine no coinciden absolutamente con las de la literatura. Esta incluye a aquella como forma artística total, al ser el lenguaje escrito la forma más precisa de entender la realidad. En el cine son las imágenes en movimiento lo que crea la estructura narrativa. Las imágenes, su secuencia y por supuesto los diálogos. Pero hay un aspecto del lenguaje cinematográfico que no iguala la capacidad expositiva total que sí posee el lenguaje literario.

El caso es que en la película se manifiesta el hecho fundamental (la atracción del detective por Laura) mediante la imagen. Un retrato de Laura es el objeto referente. El cuadro está en el salón de la casa de Laura, donde se desarrolla gran parte de la acción. La imagen de Laura Hunt está en ese cuadro que el detective contempla en soledad cuando va al apartamento (escena del crimen) para, supuestamente, efectuar sus averiguaciones. El proceso de enamoramiento se hace también explícito en los diálogos entre McPherson y Waldo Lydecker, en el que este detecta y reprocha al detective su evidente atracción por Laura. No olvidemos que Waldo se ha presentado como mentor y mejor amigo de Laura y se crea un conflicto entre ambos admiradores de la joven asesinada. Pues bien, es el cuadro, la representación visual de Laura, lo que ejerce de fetiche para informar al espectador del vínculo amoroso unívoco del detective y la mujer asesinada.

Desde los años 80 he visto Laura una docena de veces, y cada vez me parecía más enigmática esa atracción del personaje de McPherson hacia Laura. A mitad del filme, el detective deambula por el apartamento mirando en varias ocasiones el cuadro; ha entrado en el dormitorio de la joven y revuelto sus cosas; ha abierto sus cajones y contemplado la ropa íntima de Laura. Huele sus perfumes, revisa su mesa, ojea un cuaderno y regresa al sillón bajo el cuadro con una copa en la mano. McPherson se duerme abatido por el cansancio de sus pesquisas, por la tribulación amorosa y por el efecto del alcohol. La escena siguiente nos muestra la llegada de Laura a su apartamento y el encuentro que al principio aparece bajo la ambigüedad de un verosímil sueño del detective con el policía. Desde ese momento, la historia es fluida y al espectador nada le hace sospechar de otro enigma que la incógnita de quién y cómo ha asesinado a una joven que ahora no es Laura.


He de confesar que nunca me había interesado por la obra en la que el filme de Preminger estaba inspirada. En los créditos se mencionaba como «based on the novel by Vera Caspary», publicada en 1942 pero siempre supuse que tal novela sería una de esas obras menores que había servido de base para un brillante guion y una excelente película. Sin embargo, tras ver la cinta una vez más (hace un par de años si no recuerdo mal) decidí buscar la novela de Caspary. Encargué una edición de Alianza Editorial de 2016, traducida por Pilar de Vicente Servio. En la portada se ve a Gene Tierney frente a Dana Andrews en blanco y negro que representa la escena en que Mark McPherson interroga a Laura en el despacho de aquel bajo un foco deslumbrador. Que las ediciones del libro posteriores a la película lleven una portada con imágenes del filme demuestra que la novela quedó superada y relegada por lo visual.

Pues bien, mientras leía la novela descubrí que se trataba de un artefacto literario de primer orden. Lo que Caspary había escrito era una apología de lo textual, un homenaje a la capacidad de lo literario para explicar la realidad. La novela es un compendio de voces narrativas, de los efectos de la escritura y la lectura en la aprehensión de lo real. La revelación me hace pensar que todo el género negro se presta a construcciones más allá de su propio ámbito. Resulta que en la novela no es sólo Waldo Lydecker quien narra la historia, sino que también McPherson y Laura construyen su relato mediante sus escritos y sus lecturas.

La novela está dividida en cinco partes y cada una es el lado de un prisma de la realidad. Hay tres narradores, Waldo, McPherson y Laura. La primera parte es el relato del escritor y nos narra (recordemos aquella voz en off del filme) el asesinato de Laura y nos presenta su relación con la joven. Además, Lydecker enfatiza el aspecto necrofílico de la atracción del detective y su evidente rechazo hacia este. En la segunda parte el punto de vista se desplaza a McPherson, que narra la aparición de Laura y el proceso personal de su enamoramiento por la joven renacida de la muerte. La tercera parte es la transcripción taquigráfica de la declaración de Shelby Carpenter, el novio de Laura, en la que están presentes el teniente McPherson, el propio Shelby y el abogado de este, Mr Salsbury. En la cuarta parte es Laura quien hace la narración hasta minutos antes de la escena final, que forma la quinta parte en la que de nuevo McPherson retoma la narración para describirnos el desenlace.

Y es esta brillante estructura literaria, este prodigio de construcción narrativa, lo que, por razones técnicas obvias, queda desfigurado en la versión cinematográfica. Este hecho no obsta para que el resultado artístico del filme sea impecable. Se trata, como dije al principio, de dos géneros artísticos diferentes con sus propios recursos estilísticos. Es lógico que el director y sus guionistas vieran la necesidad de crear un punto de referencia visual (icónico) con el fin de guiar al espectador en el relato del enamoramiento del detective.

Es lógico imaginar que los guionistas decidieran sustituir el entramado literario ─tres narradores que escriben textos─ por una construcción visual y dialogada. La historia del rodaje cuenta que tal cambio fue sugerido por el productor Zanuck a los guionistas, Hoffenstein y Reinhardt. Y sospecho que para enfatizar el elemento visual decidieron contratar a una actriz «bella» como Gene Tierny. La belleza explícita de Tierny sirve de vínculo entre el espectador y el sentimiento de McPherson. ¡Cómo no va a enamorarse uno de Gene Tierny! Se enamora el detective y se enamora el espectador (no sólo el espectador masculino, cualquier mujer entendería tal atracción). Curiosamente en la novela Laura no es una mujer especialmente «bella». Y es esta sustitución de lo textual por lo visual lo que me chirriaba de la película cuantas veces la veía.

Siempre me pareció excesiva la obsesión de McPherson por la joven asesinada. No olvidemos que el teniente demuestra su pasión antes de que Laura regrese de entre los muertos. Así se explicita en la escena en que Waldo le reprocha su interés por adquirir el cuadro de Laura una vez que todos sus enseres se ponen a la venta tras su fallecimiento. ¡Qué obsesión la de este hombre por una mujer a la que «sólo» ha visto en un cuadro!, me decía cada vez que veía la película. Sí, la chica es una belleza, pero… El caso es que todo cobra sentido tras leer la novela. Ese «vacío», ese punto ciego está explicado por el elemento textual eliminado en la película. Veremos porqué.

Y es que McPherson, en aquellas escenas en las que «husmea» el apartamento de Laura, no sólo contempla el cuadro (de hecho, en la novela el cuadro es un elemento secundario), sino que lee sus diarios. Es decir, además de curiosear y acariciar las prendas íntimas de la joven, el detective se introduce en lo más profundo de una persona, en sus escritos privados, en sus confesiones personales, en la exposición de su personalidad, lee su diario. Y ese diario, para Laura, es muy relevante. Así lo confiesa al comienzo de su narración, «La semana pasada, cuando creía que iba a casarme, quemé mi niñez tras de mí. Y juré no volver a escribir un diario». Y es que McPherson entra en la intimidad de Laura a través de su “vida escrita”: lee su diario, curiosea sus cartas, sus facturas; escruta los libros de su biblioteca. Es decir, en esta novela la lectura es un modo de investigación. Y la escritura es un modo de expresión. Lydecker escribe (es periodista y escritor), McPherson escribe, «Ahora yo continuaré la historia», dice en la primera página de su “parte”. «Mi relato no tendrá el sofisticado toque profesional que, como diría él, distingue la prosa de Waldo Lydecker». De este modo explícito, McPherson comienza su narración y se convierte en escritor, toma el relevo de Lydecker. Y desvela de algún modo que se enamora de Laura tras conocerla «en» sus escritos.

Y, por fin, Laura también escribe. Su narración nos introduce en un relato más íntimo y descarnado. Para Laura la escritura es también una necesidad. Desde niña había llevado un diario. Al comienzo de su relato confiesa su necesidad de expresar su intimidad en él, «Nunca he sabido llevar un diario al uso, reducir mi vida a una línea por día, ni conceder al desayuno del día 16 la misma importancia que al enamoramiento del 17». Y más adelante confirma su apego por lo escrito, «antes de empezar a pensar con la cabeza sobre cualquier acontecimiento, tengo que verlo como algo sólido, en papel». Se revela en esta declaración la categoría lectora de la joven. La realidad vista a través de las palabras. Tanto es así que más adelante Laura admite que una vez intentó escribir una novela, «era mala y nunca la terminé; pero la escritura espesa el polvo». Y aquí no se trata sólo de poner por escrito los sucesos que les acontecen a los protagonistas narradores, es algo más, es una intención de estilo, de “escribir como se debe”.

En un momento de la narración, Laura se va por el lado lírico, hablando de pétalos rojos que se dispersan a sus pies. Y, entonces, se para y corrige ese estilo. «Esta no es forma de escribir la historia. Debería hacerlo de manera simple y coherente, enumerando los hechos uno a uno y poniendo orden en el caos de mi mente». Con este gesto la joven se distancia del estilo de Waldo, lírico y sofisticado, y se acerca al estilo seco, sobrio y popular de McPherson. Podríamos ver aquí la intención ─ ¿de Caspary?, ¿del personaje Laura? ─ por producir un deslizamiento de la alta cultura representada por Waldo a la cultura popular que representa el policía (paso de la novela clásica de misterio al hardboiled). Este deslizamiento resultaría anecdótico si no llegara unido con otro deslizamiento más profundo. Porque, ¿no es asimismo un desplazamiento la degradación personal y social de Laura al dejarse caer en brazos del tosco e insensible policía? Laura se abandona a una devaluación personal. Waldo nos ha presentado a una Laura sofisticada, inteligente, madura, creativa, dueña de su vida. Y como tal la vemos tras su regreso de la muerte. Pero no tardamos en asistir a una degradación de aquella Laura ideal (diríamos que “creada” por el elitista Lydecker) para contemplar a una Laura abandonada a lo sensual, atraída por lo barriobajero y embrutecido del mundo de McPherson. Por su puesto, en la película esta «degradación» de Laura no se ve por ningún lado.

En las últimas páginas de su propio relato, Laura se abre a las pasiones, se abandona a la lascivia, se convierte en otra mujer o, por qué no, se muestra verdadera. Lo que leemos lo ha escrito Laura, es su confesión. Hace literatura. Hay una escena clave en este proceso de degradación. Aparecen Laura, McPherson y Lydecker. El escritor trata de “salvar” a su amiga de entregarse al teniente, pero ante el empeño de Laura, desiste: «Os felicito por vuestra autodestrucción, hijos míos ─dijo Waldo, colocándose las gafas sobre la nariz» ─ «Waldo ─dije, dando un paso tímido hacia él. El brazo de Mark se tensó y me agarró. Me sujetó y olvidé al viejo amigo que esperaba junto a la puerta, con el sombrero en la mano. Me olvidé de todo; incluida la vergüenza, y me derretí, con la mente nublada; me liberé de todos mis miedos y angustias y me dejé caer en sus brazos, como una fulana».


A partir de esta escena asistimos a la máxima degradación de Laura. Ella misma se califica y parece hacerlo ─mediante la escritura, para mostrarlo al mundo─ con placer morboso. Las palabras utilizadas nos parecen insólitas en boca de la joven sofisticada que conocíamos. Desde luego no son palabras imaginables en boca de la actriz Gene Tierney. Todo esto no aparece en la película, por supuesto. Por eso la novela llega mucho más allá de contarnos una historia policíaca. La novela cuenta la historia de la conversión de una mujer. Y es la propia Laura quien nos lo cuenta, la que desea contarlo: «Sigo sentada al borde de la cama, a medio vestir. […] Tengo las manos tan frías que apenas puedo sostener el lápiz. Pero debo escribir; tengo que seguir poniéndolo todo por escrito para despejar la confusión de mi mente y pensar con claridad». Ese deseo de contar, esa necesidad de contarse es la de todo buen escritor. Escribir como único modo de ser en el mundo. Laura se ha quedado sola tras la salida de Mark, escribe en la noche, está dispuesta a todo, se abandona. Las últimas líneas de su relato resultan soberbias: «Está sonando el timbre. Puede que haya vuelto para arrestarme. Me encontrará como a una furcia, con mi combinación rosa con un tirante caído sobre el hombro y el pelo suelto. Como una muñeca, como una tipa, como una mujer de las que los hombres utilizan y luego dejan de lado».


  Por qué Georges Perec Kim Nguyen La uña rota, 2024 67 páginas                       Las razones de Kim Nguyen para escribir ...