jueves, 6 de marzo de 2025


 

Conciencia o colapso

Jordi Pigem

Fragmenta Editorial, 2024

185 páginas

 

Ahora que nos encontramos al inicio de un nuevo año, es tiempo de esas promesas de cambio que todos nos hacemos a propósito de nuestro modo de vida y comportamiento. Salud, formación, buenos propósitos son objetivos que cada cual se plantea al principio de cada año sin que acaben produciendo un verdadero cambio en nuestras vidas.

Este libro de Jordi Pigem bien sería (tras su lectura) una guía para saber a lo que nos enfrentamos en cuanto a vida personal y social. Ya en el propio título el autor nos proporciona la alternativa: o tomamos conciencia o llegaremos al colapso.

Conciencia de qué, sería la pregunta.

Pues conciencia de en qué sociedad vivimos y en qué estado mental nos encontramos. El autor parte de una afirmación radical: El mundo está bajo un hechizo, que se va extendiendo e intensificando.

Y este hechizo sucede porque todo se ha vuelto representación y, en consecuencia, mentira. Según el autor existe una intención de sustituir la presencia por esa representación que, a su vez, está sustentada en la predominancia de la mente algorítmica sobre la mente holística. «Mienten los gobiernos y miente, en general, el poder: manipula la percepción y la opinión de las personas en beneficio de lo que interesa al poder y no a las personas.»

A ese hechizo que ahora nos gobierna lo denomina el autor CIRCE 2.0. Y el tal hechizo está tanto promovido por los gobiernos como por las grandes corporaciones, cuyas seducciones incluyen las promesas de la digitalización, la robotización, el metaverso y el transhumanismo.

«La propaganda extravía la atención con técnicas sofisticadas. Las tecnocracias que se visten de democracias controlan a la población», nos advierte Pigem.

Y es que el objetivo de tal hechizo (yo diría que maleficio) es «sustituir todo lo humano, vivo y espontáneo por lo programable, mecánico y controlable»

Como decía al principio este es un libro que debiera ser lectura imprescindible para el acto de resistencia necesario a fin de no dejarnos controlar por el poder del tecnocapitalismo.

Pero el autor no hace solamente un diagnóstico claro y certero de la situación. Además, explica de dónde viene esta manipulación y proporciona claves para su desactivación. El problema, dice Pigem, es que estamos perdiendo el contacto vital con la realidad, que todo se acelera cada vez más y que la realidad se fundamenta cada vez más solo en datos, cifras, códigos y abstracciones.

Y el problema es que cada vez nos parece más aceptable y hasta deseable este hechizo de CIRCE 2.0.

El texto se adentra en al análisis de la conciencia. Y es que, como bien explica Pigem, la conciencia no es un producto del cerebro. No todo son conexiones neuronales y corrientes eléctricas que se pueden convertir en datos. El cuerpo humano no es una máquina: es un prodigio que no acabamos de conocer.

El autor nos habla de las funciones complementarias de los hemisferios cerebrales y cómo cada uno de ellos mantiene una relación distinta con la realidad. El hemisferio derecho proporciona una visión holística del mundo, es decir, una percepción de totalidad, de conjunto, que integra de este modo lo que nos rodea (otros seres, las cosas, el entorno) para así proporcionar una visión amplia e integradora.

Por otro lado, el hemisferio izquierdo proporciona una percepción algorítmica que, en positivo, nos permite tomar decisiones inmediatas y procesar de modo automático ciertas capacidades humanas.

El problema viene cuando a alguien —gobiernos, poder, corporaciones— le interesa anular aquella mente holística y convertirnos en algoritmos que a su vez todo lo ven como cosas. Para ese poder, todos somos cosas. Manipulables, intercambiables y prescindibles.

El autor es duro en su diagnóstico hasta afirmar que «los núcleos de poder del mundo de hoy están ocupados mayoritariamente por psicópatas. El mundo está regido por personas y estructuras psicopáticas». Sin embargo, esta dureza no es sino realismo y acertada ilustración de la realidad.

¿Qué hacer por tanto? Tomar conciencia, nos indica el autor, es posicionarnos en el aquí y en el ahora como centro de gravedad de nuestra existencia. Se trata de entender que «la vida espontánea se contrapone a la razón pura», que hemos de conocernos y conocer el mundo como dos actividades simultáneas y complementarias. «Dar vida y fluidez al conocimiento».

Pigem propone un estado de atención, pues «la mirada de la mente holística es más profunda y verídica que la de la mente algorítmica». Lo algorítmico se aleja de la vida y nos sumerge en una estado de excepción continuado.

«Las fuerzas económicas, digitalmente empoderadas en el actual tecnocapitalismo, aceleran el impulso hacia el control, la cosificación y la alienación», termina diciendo el autor. Todo progreso pasa por revitalizar lo humano, lo espontáneo y despertar del mal sueño de la manipulación algorítmica.

Vuelvo al principio de esta breve reseña para insistir en la necesidad de concienciarnos ante los desafíos sociales en marcha. Pigem, en este libro, nos pone en alerta con una esclarecedora narrativa y un muy documentado fundamento intelectual. En definitiva, un texto sabio.

Conciencia o colapso es parte de una trilogía que el autor inició con Pandemia y posverdad y que continuó con Técnica y totalitarismo. Ahora, completo el tríptico, no tenemos excusa para ignorar a dónde quieren conducirnos.


 


Los extrañados

Jorge Freire

Libros del Asteroide, 2024

218 páginas

 

 

 

Jorge Freire, escritor y filósofo que en los últimos años ha publicado tres ensayos éticos transidos de recomendaciones del buen vivir, de las costumbres virtuosas y de la toma de posición ante las banalidades de una sociedad adocenada, regresa, de alguna manera, a espacios literarios ya transitados en sendas biografías del filósofo Arthur Koestler y de la escritora Edith Wharton (también compareciente en este nuevo libro).

Vistos entonces los precedentes, el lector que haya seguido la trayectoria literaria de Freire se preguntará: ¿Qué es este libro titulado Los extrañados? ¿Es ensayo? ¿Es biografía? Pues es ambas cosas. Es género mixto, ruptura de las fronteras nítidas y asalto a la mejor literatura.

Luego, la propia etimología de la palabra latina extraneare, que tanto puede evocar el sentido de ajeno y fuera de lugar (aquello que no encaja) como el uso más regular de asombro y admiración, marca la posición del autor ante los personajes tratados y sugiere al lector apreciarlos en su individualidad.

Los protagonistas son cuatro. El escritor inglés de novela humorística P. G. Wodehouse, la escritora estadounidense Edith Wharton y los españoles José Bergamín, poeta del 27 y Vicente Blasco Ibáñez, novelista de principios del XX.

La pregunta es ¿por qué estos? Freire podría haber elegido a tantos otros —como estos, poetas, narradores, gente de la cultura— tan extrañados o más, alienados de su tiempo, apartados de su sociedad, libérrimos extravagantes o apestados de los cónclaves normalizados.

Los cuatro elegidos por Freire valen tanto como cualquier otro si el fin es mostrar y demostrar la índole “intempestiva” a la que todos debiéramos adscribirnos alguna vez en la vida. Porque lo que Wodehouse, Bergamín, Blasco y Wharton enseñan es su vocación de independencia, de individualidad, de sabia intolerancia a someterse al statu quo, a lo normal y tibio. Se trata de rebeldes interiores por mucho —y bien merecido— que alcanzaran éxitos y reconocimientos en sus vidas públicas y profesionales. También sufrieron el desarraigo, la incomprensión, el aislamiento.

La pericia de Freire está en hacernos interesante la vida y la contingencia de cuatro personalidades que a priori no resultarían atractivas (ni intrigantes) a lectores actuales. Ni sus historias ni su presencia en la memoria social vigente los convierte en apetecible asunto de revisión. A Bergamín o a Blasco Ibáñez ya nadie los lee en la España actual; tampoco han dejado huella en el imaginario cultural. Wodehouse y Wharton quedan un tanto lejos de la atención del lector nacional, ni siquiera de los muy lectores.

La pericia de Freire, repito, mediante un relato divertido y ligero, un afilado uso de las metáforas, giros y cadencia narrativa eleva estos exempla elegidos a paradigmas de la individualidad y del compromiso con los propios valores. La propia lectura hace convincente la elección, pues se trata de vidas poderosas, conflictos personales con la historia y con sus propios conciudadanos.

Y es que Freire ejecuta una especia de magia con su verbo fluido para convertir, por ejemplo, la más que probable animadversión hacia un tipo tan atrabiliario como Bergamín —y su despreciable adscripción a los crímenes del terrorismo de ETA— en benevolencia hacia el nonagenario poeta del 27, o nos acerca —como si hubiera ocurrido anteayer— la figura periclitada de Blasco Ibáñez para presentarlo como epítome del hombre de acción y carácter.

Es, pues, el entusiasmo de Freire el que nos convence de que las figuras de Wodehouse y Wharton merecen nuestra atención. Y es esta magia la que anima al lector a seguir leyendo acerca de las tribulaciones de estos extrañados extraños. La lectura, desde el inicio, se hace agradable paseo por escenarios, épocas y confrontaciones personales.

Este entusiasmo freiriano es virtud ética, posicionamiento humanista y facundia narrativa. Decía Flaubert que «para escribir bien es necesaria una cierta alacridad». Así es el estilo freiriano, alegría y presteza para contar lo que toque.


viernes, 22 de noviembre de 2024

 


Infinidad de revoluciones ligeras

 

A propósito del artículo dedicado por Diderot a la palabra encyclopédie, nos advierte Hans Blumenberg de la tarea plástica de la lengua y niega que ésta posea la capacidad creadora. La lengua —añade el filósofo alemán— se adapta a las exigencias de la descripción «siguiendo la realidad con la paulatina transformación de sus medios». Citando a Diderot, Blumenberg alude a une infinité de revolutions légères que acaban cambiando la lengua.

Estas fluctuaciones —dice el autor— recuerdan las «variantes subliminales que, para Leibniz, deforman las repeticiones de la historia». Diderot hace hincapié en los elementos involuntarios, esporádicos, no centrales ni revestidos de una forma acabada a la hora de comprender el lenguaje de un escritor. Se trataría, sobre todo, y aquí coindicen ambos autores, de prestar atención a las mots échappés par hasard en un texto, a sus luces, su exactitud y su indecisión.

En todo autor, viene a concluir Blumenberg, existe una grieta entre propósito y horizonte y, en ese rastreo minucioso, el crítico o el lector deben encontrar las huellas de aquellas revoluciones ligeras.

El análisis de Blumenberg parece conectar con un breve texto de Walter Benjamin titulado Secreto signo incluido en el libro Discursos interrumpidos. En ese texto de apenas diez líneas, Benjamin se refiere a las «desviaciones insignificantes» que hacen avanzar el conocimiento. El autor de El libro de los pasajes cita una frase de Schuler en la que éste utiliza la metáfora de los dibujos en los tapices para comprender que lo decisivo en el conocimiento son esos pequeños contrasentidos, las desviaciones insignificantes y los saltos imperceptibles que dan rango de autenticidad a toda obra frente a las mercancías elaboradas en serie.

Me parece ver cierta conexión entre esas «infinitas revoluciones ligeras» de Diderot y las «desviaciones insignificantes» benjaminianas (o schulerianas). Aplicados tales conceptos a la obra de un autor —o mejor, a su estilo— vendríamos a concluir que lo relevante son esos saltos o elementos involuntarios y esporádicos (imperceptibles, dice Benjamin) que revelan la autenticidad de ese autor y muestran su desviación del canon mercantil de manufactura seriada.

La lectura en paralelo —accidental en mi caso— de ambos textos me avisa de cierta correspondencia con propiedades de la ciencia física. Volumen y movimiento se hacen cargo de los conceptos: Lo mínimo, lo insignificante, lo imperceptible vendrían a ser metáfora del ser y de lo real; contrasentido, desviación y salto parecen postular un vector espaciotemporal de leve movimiento histórico.


 


Literatura y entropía


Algunas definiciones dicen que la entropía es la medida del desorden. También que la entropía mide la energía perdida en un proceso termodinámico. Se trata de la segunda Ley de la termodinámica, establecida por Rudolf Clausius en 1865.

Según otros la entropía es una medida de la incertidumbre, no del desorden. Se confunde con el desorden porque un sistema desordenado resulta en una gran incertidumbre. Dan Styer usa la palabra libertad: «Un club (macroestado) con normas más permisivas que otro permite a sus miembros (microestados) una mayor variedad de opciones.»

Fue el físico Boltzmann quien introdujo el concepto de «medida estadística del desorden entendido como distribución de probabilidad; desorden no, probabilidad.»

El título de un texto del escritor Sergio Chejfec, titulado Entropía me confirma que ese proceso termodinámico podría explicar ciertos comportamientos literarios. Una vez leído y releído el texto me ha invadido cierta desilusión, y es que Chejfec confunde —un error corriente— entropía con desorden y desaprovechamiento de la energía.

Con todo, algunas reflexiones de Chejfec apelan al criterio que intuyo aún puede jugar la entropía en la explicación del acto literario. Me refiero a su afirmación de que «el lugar de desarrollo de la entropía» lo podemos encontrar en esa «tensión de incertidumbre» propia de la ambigüedad de la lengua que le confiere rango de arte.

Ilya Prigogine, físico y químico de origen ruso y nacionalizado belga desarrolló algo llamado Termodinámica No Lineal de los Procesos Irreversibles (TNLPI), denominación que bien se les podía haber ocurrido a William Burroughs o a Philip K. Dick.

Lo que dice Prigogine es que «en situaciones lejos del equilibrio se forman nuevas estructuras» (las llama estructuras disipativas) y denominó «orden mediante fluctuaciones» a la dinámica de formación de tales estructuras.

Pues bien, lo que descubrió Prigogine es que el equilibrio no es más (no es siempre) el único estado final posible de un sistema. En términos físicos, no es el único atractor. Es más, dice el científico, «en ese camino entrópico los atractores caóticos son fuente de creación, de aparición de nuevas estructuras y pautas complejas de organización.»

Recomiendo leer La nueva alianza (1980), libro de Ilya Prigogine escrito en colaboración con su ayudante Isabelle Stengers.

La literatura y, subrogada a ella, la narración (novela, relato, ensayo) o el hecho poético, son sistemas abiertos y complejos. Son, me parece a mí, estructuras disipativas sujetas a transformaciones.

Me da por pensar, entonces, que el máximo equilibrio del lenguaje es el diccionario, donde se produce el máximo desorden. Cuando un escritor se propone crear literatura con el lenguaje comienza a alterar ese equilibrio inane (el del diccionario) y a producir un nuevo caos estructurado. En el proceso de desorden que provoca el escritor al manipular el sistema — y aquí incluimos tanto al lenguaje como a la tradición literaria, es decir, otras obras, escritores, o géneros— utilizará atractores como puedan ser el estilo, la metáfora, la cita o la intertextualidad. De esta última trata Yuri Lotman en La estructura del texto artístico, donde trata de la entropía en los textos literarios, pero no iremos por ese camino tan académico.

Esto lo ha expresado muy bien Rodrigo Fresán, otro escritor argentino, que ha dicho: «Mientras escribo pienso que ordeno el caos cuando en realidad genero un nuevo tipo de desorden.»

El Ulises, de Joyce es cuando menos un exacerbamiento de la entropía narrativa.

Los hallazgos de Prigogine desmontaron el determinismo. Las cosas —el mundo, el cosmos— no tienen un único final. Recordemos: «el equilibrio no es más el único estado final.» También desmontan, me parece, las teorías del estructuralismo, claramente deterministas.

En su libro Teoría general de la basura (2018) el escritor, físico y ensayista Agustín Fernández Mallo alude al también escritor, artista y filósofo Manuel de Landa, impulsor de la Teoría del Ensamblaje. Propone De Landa la existencia de dos magnitudes: magnitudes extensivas, aquellas que pueden sumarse y restarse, es decir, elementos como el arroz, la arena, y magnitudes intensivas, aquellas que no se suman ni restan. Magnitudes intensivas serían la densidad, la velocidad, la presión, los colores. Por tanto, diría yo, un texto literario posee, también, una magnitud intensiva que incluiría el sentido del texto, que modifica su morfogénesis mediante metáforas, apropiaciones, transformaciones sociales y de interpretación. Un texto, entonces, se convierte en un sistema complejo y abierto.

Las nociones de no linealidad, fluctuación, bifurcación y autoorganización son fundamentales en la evolución de los sistemas complejos y, por tanto, lo son en la construcción de textos literarios. Recordemos que entropía, en griego, significa evolución, movimiento.

Me he puesto a pensar en autores cuyas obras siguieran un modelo de construcción similar a los procesos termodinámicos que muestran los sistemas complejos y, por tanto, son generadores de entropía y me doy cuenta de que el propio Fresán o Enrique Vila-Matas, cuyas obras se mueven en el no equilibrio de los géneros y proponen «estructuras disipativas» sobre continuas fluctuaciones y bifurcaciones, convierten sus textos en «genuina radicalidad de lo entrópico.»

Me he acordado de Thomas Pynchon, autor de lo inestable, que escribió un relato titulado Entropía (Entropy), donde un personaje dice: «—Sin embargo —continuó Callisto—, encontró en la en­tropía, o la medida de la desorganización en un sistema cerrado, una metáfora adecuada aplicable a ciertos fenóme­nos de su propio mundo.»

También he revisado un libro de César Aira, Evasión y otros ensayos donde el escritor habla de Raymond Roussel: «Roussel —dice Aira—neutraliza las categorías habituales del juicio, pone el azar al servicio de una formación lingüística.»

El propio Vila-Matas, escritor entrópico ya mencionado aquí, ha reconocido cierta influencia rousseliana al confesar que el «uso exasperado de citas literarias distorsionadas ha funcionado como una sintaxis o modo de darle forma a mis textos.»

Vemos, por tanto, que existe una evidente afinidad constructiva y de funcionamiento entre la creación literaria y los procesos entrópicos. Pero la pregunta es ¿podemos sistematizar tal afinidad creando un modelo entrópico de interpretación de los textos narrativos?

Me atrevería a decir que sí. Y para ello hemos de regresar a Prigogine y resumir su ensayo El desorden creador, título muy apropiado a nuestras intenciones.

«En el equilibrio, la materia es ciega; lejos del equilibrio la materia ve.», escribe Prigogine. Pura poesía, diría yo.

Según el físico existen sistemas estables y sistemas inestables. La historia y la economía son inestables. Karl Popper decía que existe la física de los relojes (determinista) y la física de las nubes (no determinista). Entonces, digo yo, la literatura es un sistema inestable y no determinista.

Todo esto, afirma nuestro querido Prigogine, da pie a «la certeza de que podemos reconciliar la descripción del universo con la creatividad humana. Es decir, un diálogo entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, incluidos el arte y la literatura.»

¿Qué conceptos deberíamos entonces tomar de la dinámica entrópica para entender la creación literaria?

Uno de ellos es el de atractores, que son estados hacia los que un sistema dinámico evoluciona. Otro concepto sería el de estado atractor, que es el punto final hacia el que tiende un sistema. Y otro más el de campo atractor, representación que describe cómo evolucionan los estados posibles de un sistema. Y a estos se les añaden las fluctuaciones, las bifurcaciones y la no linealidad.

«La nueva relación —dice Prigogine— hacia el mundo presupone un acercamiento entre las actividades del científico y el escritor.»

Necesitamos un respiro y, sobre todo, me doy cuenta, necesito la ayuda de un escritor, de alguien que respalde mis intuiciones (que van siendo certezas).

Y creo haber encontrado al mejor compañero. Se trata de Italo Calvino quien, con sus palabras, nos dejará las cosas más claras.

Recordemos los valores que Calvino, En sus seis propuestas para el próximo milenio (Siruela, 1998), sugería como imprescindibles en la escritura: Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad.

Ahora les propongo un juego, como le gustaba hacer al mismo Calvino. Se trata de un juego un tanto perequiano, no en vano ambos escritores, Calvino y George Perec fueron miembros del OULIPO (Ouvroir de littérature potentielle), taller amigo de la entropía.

En el texto de Calvino sobre la Exactitud he añadido, en negrita, conceptos de la entropía, que sustituyen a los de Calvino (en cursiva): «El universo se deshace en una nube de calor, se precipita irremediablemente (irreversiblemente) en un torbellino de entropía, pero en el interior de este proceso irreversible pueden darse zonas de orden (nuevos estados), porciones (estructuras disipativas) de lo existente que (mediante atractores) tienden hacia una forma (nueva estructura), puntos privilegiados (bifurcaciones) desde los cuales parece percibirse un plan, una perspectiva (un campo atractor). La obra literaria es una de esas mínimas porciones en las cuales lo existente se cristaliza en una forma, adquiere un sentido (un estado), no fijo (indeterminado), no definitivo (en no equilibrio), no endurecido en una inmovilidad mineral (no determinista) sino viviente como un organismo.»

¿Les parece suficientemente esclarecedor? A mí sí.

Y es que Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad no dejan de ser características de la entropía. Bien lo intuyó Calvino, que, por cierto, había leído a Prigogine y dedicado un artículo a La nueva alianza.

Pero si me pongo a pensar —ahora, tras desarrollar este modelo— que la mayoría de los autores a los que admiro han sido o son aquellos que en sus obras proyectan esta dinámica gaseosa de la irreversibilidad, el no equilibrio, las estructuras caóticas, las bifurcaciones y la no linealidad, me convenzo de que la índole entrópica les confiere una estética singular.

Si me interesan y leo con pasión autores contemporáneos como César Aira, Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas, Borges, Calvino, Gadda, Gombrowicz, Macedonio Fernández, Nabokov, Roussel y unos pocos más, igualmente aprecio la dinámica entrópica (avant la lettre) en El Quijote, en el Tristram Shandy de Sterne, en Diderot, en La Comedia de Dante o en Rabelais.

El modelo, me parece a mí, nos pondrá en la pista de las virtudes de un texto por su condición más o menos entrópica, o si existe una estética literaria propia de textos entrópicos, o qué autores y géneros son más proclives a comportarse con la dinámica de la incertidumbre. Para ello habría que analizar algunas obras de autores con la mirada del modelo entrópico. Pero de eso me ocuparé en otra ocasión.

Por el momento, la entropía es mi humilde propuesta de escritura para el milenio actual.


                                                                Publicado en Café Montaigne noviembre 2024

 

 


Yo estoy en la imagen

Miguel Ángel Hernández

Acantilado, 2024

259 páginas

 

Por distintos motivos he tardado en leer el libro de Miguel Ángel Hernández desde el día en que me hice con él. Y, también por circunstancias personales, lo he leído en diversos lugares: la sala de espera de un hospital, el banco de un parque, en el metro, en el coche (aparcado), en otro hospital, en mi sillón de lectura…

Ha sido, pues, una lectura dispersa, azarosa, inconstante. Y al terminar de leer el libro —hace cuatro días, bajo la sobrecarga visual del desastre en Valencia— he reparado que no lo había subrayado apenas como suelo hacer con este tipo de lecturas. No he subrayado apenas porque, he imaginado, que esta primera lectura la he realizado como esas visitas a los museos en las que uno apenas se para ante los cuadros que admira postergando una mirada atenta en la segunda pasada. Lo intempestivo de mi lectura ha hecho que leyera los capítulos del libro de Hernández como lector salteado, ese que quería Macedonio Fernández para sus textos. Esta lectura a saltos (constato ahora) le viene bien a estos Ensayos afectivos y ficciones críticas que nos presenta Hernández.

El libro es una (re)construcción formada por textos varios: notas para catálogos de exposiciones, artículos para revistas, reflexiones sobre fotografías…, textos escritos por el autor en los últimos años, publicados aquí y allá al tiempo que sus novelas de largo alcance (Intento de escapada, El instante de peligro, El dolor de los demás) iban dando cuenta de una capacidad narrativa por encima del mediocre panorama nacional.

El yo de Yo estoy en la imagen es el mismo que está en las novelas de Hernández. Es un yo que mira, que se para ante la realidad (o la ficción) de una escena, de una fotografía, de un video. Es un yo observador, mirante, escrutador de espacios y de vacíos.

Como decía, mi primera lectura resultó fugaz, sin marcas en los renglones, sin notas ni citas extraídas. Solo me quedó el recuerdo, el rastro, las trazas de textos potentes y evocadores, unos más que otros, como todo recuerdo filtrado por la propia imaginación. En efecto, hay textos que me han interesado más que otros, por su hondura, su temática, su punto de vista.

Antes de sentarme a escribir esta reseña, he releído el libro de MAH con el afán de demora, de detenerme ante la escritura como si esa escritura fuera una imagen. Y ahí sí, ahí se han manifestado las frases a subrayar, la sintaxis adecuada, el trazo, el foco, el objetivo. Porque Hernández está en la imagen de sus textos, porque se mezcla (ese yo) con la materia tratada en un afán autobiográfico, afectivo, personal y propio.

El libro está organizado en cuatro bloques bien definidos, aunque en todos se dejan ver los recursos del autor: el yo narrador, el recuerdo, el viaje, la mirada crítica… Cada bloque —como indica el propio autor en el prólogo— atañe a un concepto o «campo magnético»: imágenes, tiempos, espacios y memorias.

Como mi lectura ha sido a salto de mata, he ido alternado textos de diferentes bloques, creando, de algún modo mi propio orden de la obra.

Durante la relectura del libro me han ido asaltando sin remisión las imágenes de la devastación, escenas de la catástrofe provocada por la gota fría (me resisto a llamar con nombre de mueble de Ikea a un fenómeno meteorológico tan devastador), las lluvias torrenciales y las crecidas de torrentes. Y la incompetencia del estado.

Algunas afirmaciones de Hernández (o citas de otros autores) se adaptaban a lo que pasaba ante mi vista.

Jaques Rancière sobre la obra de Alfredo Jaar: «No es que veamos demasiados cuerpos que sufren, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos que no nos devuelven la mirada que les dirigimos, de los que se habla sin que se les ofrezca la posibilidad de hablarnos.»

De este modo mi relectura de Yo estoy en la imagen se entrelazaba con los videos de supervivientes y afectados entre el barro y la chatarra. ¿Estaba yo (y ustedes) en la imagen?

¿Nos olvidaremos de estas imágenes, algún día?

¿Será verdad, como apunta Hernández que sugiere Georges Didi-Huberman en Ante el tiempo, «que toda imagen es anacrónica y lo es porque toda imagen, por definición, está siempre fuera de su tiempo y, que, además, la imagen nos sobrevive?»

¿Será esto cierto con las imágenes de Valencia?

Quizá miremos estas imágenes en el futuro con la mirada del arte, «como una pantalla de protección, que muestra y a la vez esconde, que nos sitúa frente a la luz deslumbrante de lo real, pero al mismo tiempo la recubre para que no nos ciegue del todo, que revela el fuego, pero no quema, que punza, pero no hiere.»

¡Quién sabe qué será el futuro!

Ahora lean el libro de Miguel Ángel Hernández, merece la pena.

Y quédense en la imagen, por un tiempo.


                                                                                                Entreletras octubre 2024


sábado, 2 de noviembre de 2024

 

Un puñado de flechas

María Gainza

Anagrama, 2024

244 páginas


«Podría decirse que alguna vez fui una coleccionista de subrayados. Muchos de ellos han terminado en este texto», dice la autora en una nota de la página 44.

Se trata de una advertencia (o constatación) de la forma audaz de escribir o enfrentarse a la escritura que tiene María Gainza. Su modo es un poco aquello del «modo linterna» de Chejfec, un modo de paseante con candil que ilumina las zonas oscuras.

Este modo de Gainza, por cierto, ya lo ejecutaba en su libro El nervio óptico, que quien escribe leyó tras lectura del título reseñado aquí. Así pues, lo que diga vale para ambos libros, adscritos a la misma y conjunta excelencia narrativa. Libros, además, con la virtud de proponer lectura y relectura.

Un puñado de flechas son textos mestizos, aquellos que toman y dan referencias de otras artes. No en vano Gainza, nacida en Buenos Aires, fue crítica de arte y ha impartido cursos sobre ello. Es de lo que va este libro, de las tangentes y tangenciales flechas entre arte y literatura. La propia autora nos lo avisa: «La escritura de mis libros debe ser algo que sucede mientras hago otra cosa…». Escribir mientras se mira de reojo entorno.

Y así sucede en este libro, que no es novela, ni ensayo, ni relato autobiográfico, ni crónica porque es todo eso a la vez, quizá más cerca de conceptos afortunados como «ficción crítica». Aquí se habla mucho de arte, de cuadros, de historias de la pintura, de las venturas y desventuras de pintores conocidos y menos. Gainza sabe de lo que habla, pues habla de su vida en el arte y de su experiencia vital y de su tarea escritural.

César Aira ha dicho que la literatura es la forma superior de expresión pues acoge a las otras artes y, paradójicamente, han sido otras artes, pintura, escultura, las que han imbuido a la narrativa técnicas y formas novedosas y arriesgadas. Así pasa en este libro de Gainza, que lo narrativo administra miradas artísticas aledañas a la literatura, pues ese deambular de la autora por las vidas y trasiegos de pintores, coleccionistas de arte y familiares no es sino administrar los residuos que han ido dejando aquellas experiencias artísticas y confabularlas para crear un sistema personal.

La lectura de Un puñado de flechas (y de El nervio óptico, ya que nos ponemos), se hace fluida, natural, dialogante y cómplice. El lector se apega al delirio y a las vicisitudes de la autora, sufre y ríe con ella, se lamenta y se entusiasma. Y aprende; el lector aprende de pintura, de arte, de la vida (ajena); se inmiscuye en la intimidad de la narradora para congraciarse con la propia.

Por estas páginas aparecen Francis Ford Coppola, Cézanne, Thoreau, el enigmático Bodhi Wind, el pintor Guillermo Kuitca, Alberto Goldenstein y muchos otros. El lector —y este que escribe lo admite— puede que no haya oído hablar hasta ahora de la mayoría de ellos, que sus nombres no le digan nada, pero Gainza se ocupa (y eso lo hace bien) de adscribir al lector a esos nombres y personajes. Tanto daría si existieran como si no (que es que sí), porque en la lectura se hacen visibles, tangibles, toman cuerpo narrativo.

Todo lo que nos cuenta Gainza se hace de nuestra incumbencia porque la autora lo trasmite sin mayor retórica que la natural de su estilo. Todo lo que nos cuenta parece hablar de otra esfera, como si hubiera una reverberación aledaña a la melodía nuclear. «Uno escribe algo para contar otra cosa», ha dicho Gainza en El nervio óptico, página 20. Y esa es la textura de Un puñado de flechas, un tapiz formado de palabras y de imágenes, verbo y mirada. No sin razón en el libro se incluyen fotos, grabados, imágenes de cuadros, fotogramas de películas. Sin exceso, es cierto, y se agradece la mesura, pues lo que prima es lo narrativo, lo literario, el lenguaje, la voz.

Quien esto escribe se ha divertido mucho con ambos libros de María Gainza. Me he divertido y aprendido. Uno, por tanto, está deseando dar con nuevos libros de la autora, libros nuevos o (por ahí tiraré, de momento) libros anteriores. Averigua el lector que existe una novela, La luz negra, de 2019 que obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz y una edición de notas y ensayos sobre arte argentino, Textos elegidos.

Entonces, seguir las huellas de María Gainza, de aquellos y estos libros, y terminar esta reseña con una cita de la propia autora que nos instala en un lugar adecuado. «No se necesitan más libros en este mundo, pero la sensación de estar absorbida por la escritura es una tarea de placer exquisito porque te exime de la realidad. A estar en estado de escritura, no al libro en sí, es a lo que aspiro cada mañana».

A eso mismo aspiramos los lectores, y el talento de María Gainza nos lo facilita, a estar en estado de lectura. Déjense, pues, atravesar por este puñado de flechas. Que lo disfruten.


 

Cartas desde la Biblioteca Marciana




Aquí estoy, entonces, convirtiéndome en un fantasma. Un fantasma que observa el Molo desde la ventana. ¿Soy acaso el guardián de los libros olvidados? ¿Soy el cautivo de esos mismos libros? Leo, no leo, busco frases de otros, las recito y las olvido.

Observo, para describirlo, el panorama ante mí, frente al Adriático, en la Riva dei Schiavioni; en San Marcos, sobre las columnas: El león. El santo. Las góndolas como delfines que no volverán a sumergirse en las profundidades. Figuritas en la Basílica: leoncitos, hombres de leyes, reos que van a morir, tozudos turistas, el mar, el Lido, las obstinadas naves nodriza vomitando visitantes en tiempo de su recreo. Es decir, ahí fuera el espectáculo. Aquí dentro, la sombra, el orden…, los libros. No sé si esto es un diario o una carta. Un diario se escribe para uno mismo (¡bueno!). Una carta va dirigida a otro.

Escribo esto para ti, Clarisse, pero te confieso que no la enviaré. Y si no llega a un destino, si nadie la lee, no es una carta. No sé qué voy a contarte de lo que hago aquí, Clarisse. Hoy miraba en internet y encontré una frase que ahora modifico a mi gusto y que dice: “La cultura, forma lenta de psicosis, también conduce al delirio”.

La última vez que estuve en esta Biblioteca Marciana fue el año de la plaga de insectos. Boccioni, entonces, era subdirector de la librería. Me enseñó los efectos de la plaga sobre cientos de volúmenes. Se había iniciado el tratamiento días antes y todo el recinto olía a insecticida. Recorrimos los almacenes donde guardaban miles de libros aun por recuperar. El olor a insecticida impregnaba todavía las paredes y las estanterías. Vimos ejemplares en los que el hambre de los xilófagos había dejado huellas evidentes. Habían devorado páginas enteras, comenzando por los bordes hasta engullir todo el papel. Según Marco aquellos bichitos se llaman pececillos de plata, en latín Lepisma Saccharina y que no se comen exactamente el papel. Estos devoran la superficie, es decir se comen literalmente los escritos, las palabras, la tinta de esos textos. Son bibliófagos. De algún modo se comen la escritura, son un tipo de lector devorador.

Me pregunto si esos bichos llegaron a entender algo de lo que comieron. El saber no ocupa lugar, dicen. En este caso, sí. Parte de estos libros carcomidos acabó en el estómago de unos insectos minúsculos y ahítos de literatura. Sospecho que ahora las editoriales fabrican los libros con insecticidas contra estas plagas y con esencias para atrapar a los incautos lectores

Recuerdo mi teoría sobre la equivalencia entre metro y literatura. Creo que alguna vez te la he contado, Clarisse. Es una metáfora, por supuesto. Las estaciones del suburbano, aparte de tragarse personas como en el cuento de Cortázar, pueden representar los diferentes estilos de la literatura. Representan estilos, épocas y autores, Y corrientes literarias.

Hay estaciones de metro refinadas como los habituales pasajeros que las usan, y estaciones depravadas donde el crimen es irremisible, estaciones vasallas que viven al servicio de otra mayor, las hay advenedizas que prosperan con el barrio. Existen también estaciones demediadas donde los viajeros no ven su propio reflejo viajando a otra parte, estaciones ociosas que apenas nadie utiliza, estaciones noctámbulas donde los viajeros duermen un sueño ebrio y donde los orines amarillean las paredes. Están esas estaciones que son como plazas públicas donde la gente se cita, pasea y encuentra el amor; hay estaciones prostitutas, que todos usan, pero nadie reconoce, y estaciones trascendentes donde las paredes exhiben mensajes profundos Hay estaciones madrugadoras, estaciones superficiales, estaciones olvidadas…

Ya ves, hay de todo en el metro. Como en la literatura. Del mismo modo existen, o han existido, diferentes correspondencias literarias. Hago una lista. Tren, estación. Autor, estación. Joyce es una línea sin conexión, Faulkner es una estación transbordo. Borges, nueva red interconectada con la red principal o un túnel de un solo sentido. Benjamin es una red de metro que conecta con otros sistemas de comunicación, ferrocarril, aeropuertos, salida a centros comerciales. (Filosofía, ciencia).

Hay autores que crean estación. Los pasajeros en un momento del viaje deciden parar, bajar y constituir un punto de encuentro y fundar una estación nueva, de la que pueden partir nuevos túneles, que conectarán con otras estaciones (autores). A veces nos prometen una línea de sensación extraordinaria. Todos van allá y se encuentran una especie de tren de la bruja, de cartón piedra, que únicamente nos proporciona algún susto pueril y un decorado estrafalario que solo emociona a unos. Esos son los best sellers. Tours guiados, te llevan y te devuelven sano y salvo, por túneles iluminados, sin acechos, sin peligros, sin esfuerzos. Es la literatura temática. Parques temáticos, sí, plagios de grandes estaciones. El realismo mágico y sus seguidores.

Vuelvo a pensar en el delirio, esa forma de ver el mundo. Es tan parecido a escribir que no renuncio a seguir escribiendo para descubrir algo. Uno no sabe los males que tiene hasta que no se lanza a poner frases en un papel. El delirio interpreta lo real. Algunos delirios son desconfiados, navegan en el misterio, inquietos, sorprendidos, alertas. Algunos locos imaginan que todo el mundo conspira contra ellos y otros imaginan que son felices.

Ya ves, Clarisse, que esa manía de los escritores de acumular analogías, símbolos, nombres y números no deja de ser el síntoma de su propia psicosis. He vuelto a dar con una cita con la que no estoy de acuerdo. Dice Cicerón que todas las personas sin sabiduría deliran. Pues no, es al revés en mi modesta opinión. Cuanta más sabiduría y cultura, más cerca de la locura estás. Eso no quita que algunos enfermos sean personas iletradas. Esos analfabetos delirantes estarían, en cualquier caso, más cerca de la sabiduría que el iletrado que parece cuerdo.

Así que esta tarde se me ha ocurrido teclear frases relacionadas con lo literario. Sí, no soy muy original, lo sé, Clarisse; más bien soy obsesivo. Vivo de y para los libros, aunque a veces odie su proliferación agotadora. Sé por experiencia que cualquier frase está dicha, sobre todo si es limitada y usa términos ordinarios. Si uno escribe, por ejemplo, “la casa es para dos” el buscador devuelve tres mil cuatrocientos sesenta millones de coincidencias o como se llamen. Pero si escribimos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”, devuelve solo dos millones ochenta mil entradas. Y, además, en este caso relaciona la frase con su autor, Pascal.

Si acortamos la frase y ponemos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas”, el resultado asciende a seis millones novecientos setenta mil entradas. Al parecer el detalle de la superación de la razón hace a la frase más restringida e ingeniosa. Y si reducimos la frase a “el último paso de la razón es reconocer” los resultados ascienden a setenta millones. Y es que eso es una obviedad, mucha gente ha podido decir esa frase, quizá en el cine o en el peluquero, «el último paso de la razón es reconocer… una buena película»; o «el último paso de la razón es reconocer un buen corte de pelo».

¿Qué te parece?, Clarisse. Yo no sé si con esto llegaré a una teoría. Me temo que no. Sigo escribiendo frases que se me ocurren a ver de quién dice el aparato (el buscador) que son propiedad. Escribo la frase “la literatura de calidad sigue empeñada en contar las mismas historias y repetir los mismos mensajes” y la máquina devuelve 152000 resultados (muy pocos) y dice que el primero en decir o escribir esa frase fue el escritor Andrés Ibáñez y me dirige a un artículo titulado ¿Qué se lee en el metro?, del año 2005. Y me pregunto, ¿es esta una frase tan original? ¿son sus términos tan poco ordinarios como para que tan poca gente la haya dicho o escrito? Y me doy cuenta de que la frase, así al pie de la letra es solo la que escribió ese escritor, el resto son encuentros de palabras sueltas de esa frase, segmentos de la frase, pero no en el orden en el que la escribió Ibáñez. Y, por tanto, concluyo que lo original es saber encadenar términos e ideas, como Pascal o Andrés Ibáñez y como Descartes o Borges. Pero un poco más tarde me he confesado a mí mismo —y ahora a ti— que he hecho trampas al solitario. La frase de Ibáñez la leí hace tiempo en aquel artículo interesante y que tenía tanta razón.

Vuelvo a nuestro paseo por Zúrich. Hicimos ese juego de perderse por las calles y retar al azar para encontrarse. Cambiamos París por Zúrich, eso sí. A la media hora nos vimos al principio de la Spiegelstrasse. Recorrimos la calle, despacio. Fue cuando me señalaste la fachada del Cabaret Voltaire. Me preguntaste desde cuando no venía por el barrio. A los de Zúrich nos gusta eso de que los dadaístas salieran de allí. No todo era París, Roma o Londres. Por aquí cerca vivió Lenin antes de hacer la revolución, ¿no? Sí, ahí mismo, dijiste, y señalaste un edificio de color sepia. Ya casi no me acordaba.

Hacía más de diez años que no iba por aquella zona. Y hablamos del Dadaísmo. La verdad, yo solo me acuerdo de Tzara, de Ball y pocos más. Tú habías trabajado en el archivo y administración de los documentos relacionados con aquel movimiento. Ya no hay revoluciones como aquellas, creo que dije. Siempre he imaginado que Lenin se inspiró en los dadaístas para su propia revolución, contestaste mientras contemplabas la fachada del local. Quizá bajó alguna noche a escuchar los poemas de Tzara o de Janko y de ahí sacó la idea, dije yo. Te pregunté si algo así sería posible ahora, en el siglo veintiuno. Y tú dijiste la frase que inspiró mi relato. Se me quedó grabada. Dijiste: Nun, Kunst verschwor sich nur mit sich selbst. (Bueno, el arte solo conspira consigo mismo). Seguimos nuestro camino mientras se hacía de noche y seguiste contando cosas de los dadaístas. Y dijiste una cita de Hugo Ball. “Acoge con alegría cualquier máscara”.

Y es que tenía razón Oscar Wilde al decir que la ficción tenía las horas contadas, agotada. Proponía la tarea del crítico como creador de nuevos espacios. Lo que sí me parece, como lector, es que no se debe escribir a comienzos del siglo XXI como en el siglo XIX y desdeñar las aportaciones de las vanguardias, de autores como Kafka, Joyce, Broch, Nabokov, Borges y otros tantos. Ahora muchos aprenden la técnica de Faulkner, de García Márquez, de Henry James y la aplican de forma nauseabunda a todo lo que escriben logrando así el beneplácito del público, pero creando meros productos de consumo. ¿Pero qué aportan?

He buscado en internet, ya puestos, la cita exacta de Wilde, y dice: «El crítico de arte y solo él puede apreciar todas las formas y todas la maneras. A él es a quien se dirige el arte». Yo creo que Wilde, cuando habla del crítico, se refiere al lector como nuevo ordenador del caos. El lector es el depositario del arte, el verdadero receptor de la sensibilidad.

La literatura— se me ocurre ahora— es como este agua de Venecia que carcome los ‘fondamenta’ y corrompe la piedra como un magma insidioso corrompe los cerebros de los hombres, delimita sus pensamientos y sus fantasías, recreándose a cada instante y absorbiendo el alma de la memoria, de igual modo que esta agua negra de Venecia va tragándose la tierra y las casas y algún día cubrirá por completo la ciudad donde sólo veremos libros de esta biblioteca Marciana flotando entre los restos del Campanile y del Palacio Ducal, entremetiéndose por los ventanales anegados, disueltos en millones de partículas tipográficas que buscarán recomponerse en nuevas combinaciones, formando nuevas frases e historias, ficciones desconocidas, otros laberintos.

Toda ciudad es un laberinto. Venecia es dos laberintos, entrelazados. La literatura es un laberinto. La literatura es Venecia.

 

Extracto de los capítulos El hombre del gabinete de mi novela La paradoja del detective (Ondina Ed. 2023)


lunes, 23 de septiembre de 2024

 



Nocturne de Gibraltar

Autor: Gennaro Serio

Editorial: Éditions L’orma, 2024

 

                Esta no va a ser una reseña al uso, lo advierto desde este momento. Al menos no será el tipo de reseña que quien escribe suele realizar. Aquí voy a hablar de un libro que no está en idioma español. Y eso ya no es normal, al menos para mí. El libro que pretendo reseñar aquí está escrito en francés y, además, su idioma original es el italiano. Por tanto, voy a hablar de un libro leído en francés y escrito originalmente en italiano. Si alguien —ya desde este instante— quiere desistir de seguir leyendo esta reseña, lo entenderé. Hasta pronto. Ciao!, ¡Au revoir!

                Para aquellos que se han quedado, diré que esta reseña no va a ser muy ortodoxa pues además pienso hablar de una novela propia. Sí, han leído bien, hablaré de una novela mía, que he escrito yo, que escribí con estas manos que escriben estos avisos necios. Voy a hablar de la novela del señor Serio y de mi novela (luego diré su título) porque en ambas hay coincidencias curiosas. No, no hablo de plagios, ni de inspiraciones comunes, ni siquiera hablo de coincidencias espirituales o demoníacas. Nada de eso. Hablo de coincidencias casuales. Ahora verán.

                La novela del señor Serio trata de un crimen. Eso es, de un asesinato. Esto, dirán ustedes, no es nada original. Pues no, nada original. ¡Cuántas novelas tratan de un crimen! Bien, pero no se apuren, lo original es quién es el asesino. No el asesinado, ni el método del criminal, ni siquiera de la investigación. No, lo original es que el asesino —ya lo digo— es el escritor Enrique Vila-Matas. Sí, Vila-Matas mata en esta novela. Vila-Matas mata, simplemente. Esto no es un…, ¿cómo dicen?, espóiler. Más bien es un gancho, un anzuelo. Lo dice la contraportada de la edición francesa que he leído. «En Barcelona, un joven periodista entrevista al escritor Enrique Vila-Matas. Pero todo se tuerce; el periodista es encontrado muerto y Vila-Matas se ha volatilizado». Si eso lo dice la contraportada del libro, yo puedo decirlo en esta anómala reseña.

                Bien, ya tenemos el caso. Entonces ¿se trata de una novela negra? ¿es una novela de crimen? ¿es esta del señor Serio, un giallo, como dicen los italianos? Sí, puede ser todo eso. Pero es mucho más. Si les digo la verdad, mi interés en leer esta novela la sugirió el hecho definitivo de que apareciera el señor Vila-Matas en ella. Confieso ser un admirador de Vila-Matas, un lector impenitente de todo lo que ha escrito. Considero a Vila-Matas uno de los más relevantes escritores europeos de las últimas décadas. Eso es. Por ahí me vino la curiosidad de leer la novela del señor Serio al que, hasta el momento, no conocía.

                Pero ¿eso es todo? ¿La novela es recomendable porque sale en ella Vila-Matas y mata a alguien? No. Confieso que el libro me ha gustado por más razones. ¿Habría leído la novela de Serio si no saliera Vila-Matas en ella y el asesino fuera —por ejemplo— Paulo Coehlo? Definitivamente no, no la habría prestado atención, en absoluto. Pero el caso es que sale el autor catalán y eso me interesó. Ya está explicado. Y ahora añadiré que la novela de Serio es buena, está bien construida y los personajes dan mucho juego.

                La novela es una construcción de carga metaliteraria, un juego de citas, referencias a múltiples escritores. Aparecen Maigret, Carvahlo, el Padre Brown, Ingravallo, Sherlock Holmes. Sí, todos son detectives, todos investigadores ficticios. Y es que al asesino Vila-Matas, desaparecido de la escena del crimen —el Hotel Rodoreda de Barcelona—, le persigue un joven detective sin nombre, enemigo declarado de la literatura, al que ayuda su hermana Soledad, experta en medicina legal y, esta sí, lectora sofisticada y con papel decisivo en la resolución del caso. El detective sigue la pista del huido Vila-Matas por territorios míticos de la literatura mundial hasta terminar … No, no seguiré desvelando el misterio.

                Pero, vaya, me doy cuenta de que el espacio establecido para esta reseña se acaba y no he hablado de mi novela como prometí al inicio. ¿Por qué este empeño mío en hablar de mi propia novela? ¡Una desfachatez!, dirán los unos. ¡Impropio de un crítico literario!, gritarán los otros. Bien. Aclaro que no soy crítico literario. Ni literario ni de nada que se pueda criticar. Soy un aficionado lector que escribe sobre libros ajenos. Y, sí, también escribo, así, sin más. Se me termina el espacio de esta reseña del libro del señor Serio y no he hablado de mi novela.

                ¿Qué conexión existe entre la novela Nocturne de Gibraltar y mi propia novela? ¿El título? No. ¿El caso? Tampoco. ¿El estilo? Ni por esas. Entonces, ¿qué diablos, dirán ustedes, pinta una promoción de novela propia en la reseña de un libro ajeno? Lo sé, es una anomalía. Pero como no soy más que un aficionado puedo permitirme ciertos requiebros al dogma.

                Mi novela trata de la desaparición de lo literario. Hay cuatro personajes que se hacen pasar por escritores muertos, Macedonio Fernández, Chesterton, Alfred Jarry y Gombrowicz. Estos montan una conspiración para destruir la literatura. Un detective joven, inexperto y bastante alejado de la buena literatura (¿les suena?) investiga la conspiración y, en el tráfago de pesquisas descubre a dos escritores que tienen el acuerdo de escribir a dos manos. Uno pone la aventura, otro pone las citas, las conexiones literarias, la metaliteratura. Estos dos escritores son un trasunto de los hermanos Schneider, personajes de Esta bruma insensata, novela de Enrique Vila-Matas. Fuchs, uno de los escritores falsarios, viaja a San Gallen para visitar el sanatorio donde estuvo ingresado Robert Walser y resulta que su guía es el bibliotecario Schwarz, autor del cuento que da origen a la estrafalaria conspiración de los autores muertos. No sé si me he explicado, pero es que se me acaba la hoja. En mi novela no sale Vila-Matas, pero casi, su espíritu anda por ella.

                Lean la novela del señor Serio. Léanla ya, en francés o italiano, o esperen a su edición española, que seguro alguien está realizando. Lean esta novela y lean mi novela. En ambas se juega con lo literario. Salen escritores y lectores locos y conspiradores. En ambas el detective sufre una mutación muy literaria, ya verán. En la mía salen dos escritores que son, juntos, una especie de Vila-Matas compuesto y bifronte. Es decir, como es el verdadero Vila-Matas, autor complejo y simple a la vez, autor enemigo de lo legible y de lo repetitivo, escritor generativo de nuevas literaturas, como un tapiz que…, ya saben.

                Nocturne de Gibraltar es muy entretenida novela, inteligente, enrevesada, lúdica. Y en ella Vila-Matas mata. En la mía el escritor mitad Vila-Matas también mata, pero…

                Ah, sí, mi novela se llama La paradoja del detective. Por si les da por buscarla. Adiós.

 


Año sabático o la novela de un ocioso

José Manuel Benítez Ariza

Editorial Polibea, 2024

 

                Voy a comenzar esta reseña contradiciendo al propio autor. Este libro no es una novela. Al menos yo no he leído una novela, he leído un diario. Y, por cierto, un buen diario. El autor, en el prefacio titulado Primera o última, ya nos advierte del dilema que tendrá el lector ante el ambiguo género otorgado al texto. Benítez Ariza quiere haber escrito —montado, compuesto— una novela pues toda construcción narrativa donde se administran diversos géneros, temas, hilos argumentativos, tramas y personajes será una novela. Y es que, sí, la novela lo aguanta todo. Todo puede ser novela. Y uno puede estar de acuerdo con el autor que en la página 749 confiesa su gusto por «armar libros diversos con textos que tuvieron su origen en el elusivo formato de un diario».

                En fin, qué más da. Sea novela, diario, crónica, este Año sabático es gran literatura. Pero como a mí me agradan los diarios celebro el texto —y así lo reflexiono en esta reseña— como un diario.

                Contradigo de nuevo al autor —cuánta vanidad en este nuevo desafío— en que este libro sea el objeto creado por un ocioso. Si bien es cierto que el diarista parece alejado de un trabajo obligado (el concepto romano de neg-otium), y remunerado, no deja de aparecer ocupado en las actividades más diversas: escribir, leer, presentar libros ajenos, asistir a exposiciones, visitar amigos. Es, decir, el diarista vive la vida y, por eso, la narra. Alguien lo dijo de otro modo: «Aquel que no hace nada en su vida escribe que no hace nada y, de ese modo, no obstante, hace algo». (Blanchot, El libro por venir)

                El propio autor se para a reflexionar sobre el acto de escribir un diario: «No es que vida y escritura sean, como dicen algunos biempensantes del vitalismo per se, inversamente proporcionales. Hay vida que te aleja del cuaderno, sí, pero lo que deja a cambio no vale lo que el cuaderno por sí mismo elige para sí y cree digno de preservar. Ni tampoco es que escribir te quite de vivir. Vives escribiendo. Lo otro es pasar los días». (p. 270)

                El diarista-narrador de Año sabático no para de hacer porque no para de escribir y de «salvar la vida mediante la escritura» (Blanchot). Como en todo buen diario, el lector se acomoda al autor, a sus días, a sus reflexiones, se desvía por los mismos senderos interpretativos. Podría ser, también, que uno (el lector) no congeniara con el espíritu del diario, es decir, que el autor no “cayera bien” al lector. Uno ha leído diarios así, en los que el diarista no se convierte en “amigo” del lector y este, durante y tras la lectura de cada jornada, no se iría a tomar una copa con el autor. En ese caso no pasa nada, leemos el diario con otra distancia, claro, pero con el mismo interés pues es como cuando en una novela nos adscribimos a un personaje sin necesidad de compasión.

                Dicho esto, con el diarista de Año sabático, uno (yo, el lector) sí me iría a tomar una copa y a cruzar unas palabras. Eso sí, con más sosiego que en el diario, pues Benítez Ariza no para, no tiene apenas sosiego: visitas, viajes, caminatas, celebraciones, actos poéticos. (Confiesa uno que no sería capaz de seguir tanto ajetreo artístico-festivo). La mirada, esa sí, la mirada del diarista es sosegada, certera, reflexiva. En este diario se contempla la naturaleza, los fenómenos meteorológicos, la arquitectura, los sonidos, lo humano. Todo forma parte de lo narrado, de la crónica de cada jornada. ¿Es todo eso insignificante? Quizá, pero de nuevo Blanchot nos rescata: «el interés del diario reside en su insignificancia. Esa es su inclinación, su ley».

                Leer un diario es irse a vivir un tiempo a otra realidad, la del escritor que vive lo que escribe. Uno tarda en leer un diario mucho menos de lo que el diarista lo vivió, día a día, y lo plasmó, línea a línea, en su cuaderno. Uno (yo, el lector), ha tratado de demorar la lectura para no “devorar” un año de vida en unos días. He tratado de acompasar la lectura al paso de las jornadas. Me he quedado a “vivir” en este diario como quien visita a un amigo y se deja llevar por su rutina. Si bien he de confesar que habría preferido una estancia más corta.

                Conjeturo que el afán del autor por convocar la naturaleza novelesca de su texto ha alargado la obra. Al lector (del diario) le habría satisfecho otra longitud, menos páginas; que el tiempo pasara más rápido; hacer de la estancia con el amigo diarista una más festiva e intensa convivencia breve.

                Con todo —la contradicción sobre el género, la longitud de la obra—, uno sale satisfecho de la lectura. El estilo, el lenguaje, los hilos argumentales, las digresiones ensayísticas…, todo confiere al Año sabático de Benítez Ariza el esplendor de la buena literatura. El autor —lo digo ahora, apenas ante el cierre de esta reseña contradictoria— es poeta, novelista, crítico literario, columnista en prensa, fino dibujante. Bien, esto se nota. Se nota en la mirada, en los detalles, en la curiosidad del observador, en el matiz de lo reflexivo, en la lírica de las descripciones.

                Confieso que esta es la primera obra del autor que leo, pues no lo conocía hasta que me hice con su diario en la Feria del Libro de Madrid. Pues bien, no será la última, por mor del grato resultado de esta Novela de un ocioso concluida.

                Ha llegado agosto en el final del diario y en la realidad de esta reseña. Ha pasado un año en aquel y unos minutos en este texto imperfecto. Sin embargo, me adhiero a una de las últimas frases de Año sabático: «Si el año tiene una cumbre, es esta».


 


La banalidad del bien

Jorge Freire

Páginas de Espuma, 2023

 

Aquellos que deseen estar al tanto de lo que se cuece en la sociedad actual deberían leer este libro clarividente del joven filósofo Jorge Freire. La mirada aguda y aguzada del autor se planta ante los acontecimiento sociales y humanos más aparentes y decisivos: el bien y su banalización, la devaluación de las virtudes en valores de uso y exhibición, la abolición del conflicto, y más, mucho más.

No se han de arredrar los lectores ajenos al sofisticado mundo filosófico, pues la mirada de Freire se coloca en el lugar del lector/ciudadano atento, aunque no necesariamente erudito. Y es que el autor analiza ciertos efectos sociales que todos vemos cada día a nuestro alrededor. Aquellos efectos que han desvirtuado el humanismo para convertirlo en productos perfunctorios del capitalismo anímico.

El libro está estructurado en seis partes muy bien definidas y dedicadas a los diversos aspectos que nos conciernen. Parte el autor del concepto de «banalidad del mal» que Hannah Arendt acuñó en su libro Eichmann en Jerusalén. Si Arendt afirmaba que «profundo y radical es siempre y solamente el bien», Freire propone que «aun siendo profundo y radical, todo bien es susceptible de convertirse en mal al banalizarse». Las buenas acciones se trivializan en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo, dice al autor.

Se agradece —sobre todo lo hará el lector profano en formación filosófica—, que Freire no pretenda erigir su análisis sobre un constructo filosófico sistemático, a lo Hegel, sino que se acerque a la realidad humana desde lo fragmentario. Es una mirada que nos recuerda más a filósofos como Walter Benjamin o a escritores como Canetti. Miradas de observador tranquilo, miradas de flâneur ocioso pero atento. La sistemática de Freire, si se quiere, es la de una sutil mirada del observador curioso e impertinente que mete el dedo en el ojo del ciudadano con el fin de despertarlo del letargo infligido por el capitalismo tardío.

En la primera parte el autor advierte de la sustitución de la virtud por los valores que la obsesión contemporánea ha convertido en bienes susceptibles de ser vendidos como cualquier otro producto del mercado. Y es que el capital, según Freire, lo que hace es «vender bienes disfrazados de Bien». Con la era posmoderna llegó el escepticismo radical que se bifurcó en multitud de teorías relativistas de modo que los conceptos morales se devaluaron para convertirse en «absolutismo dogmático» (Alan Sokal).

La segunda parte la dedica Freire al efecto que el capitalismo anímico ha provocado en el ser humano de modo que el coraje ha cedido su puesto a la molicie y el amor propio al autodesprecio. Nos enfrentamos, alega Freire, a «un capitalismo manirroto y desculpabilizado que conmina al ciudadano a dar rienda suelta a los impulsos y a las emociones». Este capitalismo añade el autor, ya no crea productos sino yoes yertos e invoca el «optimismo cruel» del que hablara Lauren Berlant y que ha impuesto fantasías inalcanzables de vida buena.

Aspecto que alabar en la aproximación literaria de Freire es la agudeza filológica a la hora de utilizar términos relativamente desusados o arcaizantes con el fin de sacar brillo etimológico a un lenguaje que ha perdido su filo descriptivo por el desgaste y la manipulación. Sugiere esta disposición una suerte de reivindicación de la mirada nietzscheana —no en vano Nietzsche era filólogo—, asistemática y literaria más que de rígida construcción filosófica. El aprecio del autor por los refranes, proverbios y frases populares facilita al lector el entendimiento de los conceptos analizados más que aquella palabrería distante y distanciada de los filósofos posmodernos.

El desarrollo del texto de Freire nos acerca a conceptos como la empatía y la compasión, proponiendo aquella como una versión edulcorada y exhibicionista de la segunda. «La empatía nunca es suficiente para el comportamiento moral», explica el autor. Cada día asistimos —en los medios, en la publicidad— a la manifestación idiotizada de la empatía como si el mero hecho de declararnos afectados nos librara de la toma de acción y el compromiso.

No se trata, en esta reseña, de desmenuzar el magnífico análisis de Freire y su reflexión sobre tantos conceptos vigentes. El texto acompaña al lector curioso y escéptico por el impacto del progreso técnico y la productividad en las acciones humanas de cada día; nos alerta de los peligros de la precarización intelectual; advierte de la abolición del conflicto como motor del discernimiento; previene del riesgo de entronización del sentimentalismo. Y mucho más, claro.

El lector agradecerá el rigor de este libro tanto como su asequible legibilidad. Todo esto sin menoscabo de una muy completa construcción intelectual que se manifiesta en una nutrida bibliografía para aquellos lectores dispuestos a profundizar en la reflexión y un índice onomástico como guía para acudir a las referencias y citas de autores aludidos.

Una propuesta, esta de Jorge Freire, necesaria y clarificadora, un análisis riguroso del estado de la sociedad y de los riesgos de conformarnos con lo que el sistema y el poder nos propone e impone. Leer La banalidad del bien nos hará más vigilantes, más escépticos y críticos, es decir, más libres.


 



Soy Milena de Praga

Monika Zgustova

Galaxia Gutenberg, 2024

166 páginas

 

                Monika Zgustova ha escrito un libro delicioso, emotivo y convincente. El libro se publicó en febrero, una semana después de mi visita a Praga. Lamenté que no me llegara antes pues viajé a Praga sin ese libro. Viajé poco antes de que se publicara. Tengo la costumbre de leer algún libro relacionado con el lugar al que viajo. Ahora que lo he leído confirmo que habría sido una compañía apropiada. Y es que la Milena que nos muestra la autora es tan real que uno esperaría cruzársela en la calle Celetná o en la plaza de Venceslao.

                No pude ir a Praga tras las huellas de Milena, pero lo hice bajo el influjo de Kafka, de Haroslav Hašek y de Bohumil Hrabal, autores, por cierto, que Zgustova ha traducido repetidamente al español.

                En fin, que de regreso de Praga me hice con la historia de Milena Jesenská, periodista, escritora, traductora de Kafka y otros. La pericia de Monika Zgustova, a la hora de ofrecer voz a Milena, hace que el lector “crea” escuchar a la propia protagonista. Es una voz emotiva, verosímil, cercana y convincente, una voz verdadera.

                La autora ha dividido la novela en cuatro partes que exploran cuatro épocas en la vida de Milena. La primera parte, titulada La extranjera, nos muestra a la protagonista en Viena, donde ha seguido al marido infiel y desentendido de su esposa, el periodista Ernst Polak. Milena se mueve en los ambientes de literatos, donde conoce a Karl Kraus, a von Doderer y a Hermann Broch con quien mantuvo una relación. Pero Milena siempre evoca Praga y la echa de menos. Es a donde pertenece.

                En la segunda parte, La traductora, Milena decide regresar a Praga, pero relata, de modo retrospectivo su relación con Kafka con quien había estado carteándose desde hacía cuatro años. Milena había traducido El fogonero y ahora, desde Viena, le pide permiso para publicar el libro. Desde entonces su relación se hizo más intensa y, tras varios encuentros, se convirtió, más si cabe para el escritor, en una necesidad.

                Pero Kafka fue en realidad una etapa más, aunque profunda, en la vida de la periodista, que ahora sí, de regreso en Praga decide poner todo su empeño en escribir crónicas y reportajes. Esa tercera parte, La periodista, es una etapa decisiva en la vida de Milena Jenenská, Es contratada en la revista Národní listy, donde se haría cargo de la sección para mujeres. No es exactamente lo que Milena desea, pero ve una oportunidad y lo acepta.

                Durante aquellos años, anteriores a la guerra mundial, Milena va tomando conciencia política. Además de criar a su hija, Honza, fruto de su matrimonio ya roto, Milena comienza una actividad disidente y crítica contra las amenazas totalitarias. Aquel tiempo fue problemático y turbulento. Milena trabajó en varios periódicos y se enfrentó a la censura y a la sospecha. La maestría y sensibilidad de la autora de la novela nos introduce en las tribulaciones de su protagonista, con un relato de aquel tiempo, en primera persona, que huye de lo panfletario y se pega a lo individual. Es Milena la que aparece en primera línea y los acontecimientos la envuelven sin nunca sobrepasarla. Es a la persona a la que el lector contempla; sus vicisitudes y desafíos en aquellos dramáticos años. La historia la construyen los individuos con sus errores y aciertos.

                De este modo, el relato de Milena Jesenská llega a su parte final, la quita parte de la novela, titulada La prisionera. Es un relato desgarrado y emotivo. Milena es detenida por la Gestapo el 11 de septiembre de 1939. Trasladada al campo de concentración de Ravensbrück, y destinada a la enfermería. Allí conoce a la presa Margarete Buber-Neumann, Greta, con quien mantendrá una relación de afecto durante los años de internamiento.

                El libro de Monika Zgustova nos pasea no solo por Praga sino por los territorios convulsos de la Europa dañada por los totalitarismos. Pero lo hace desde la voz de una protagonista humilde y casi desconocida, la de Milena Jesenská, que a la vez es una voz poderosa y verídica, la memoria de una ciudadana europea libre y vital.

                Un libro, como dije al principio, muy recomendable. Tanto para viajar a Praga como para comprender la Europa de un tiempo dramático y turbulento.

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