jueves, 14 de diciembre de 2023

 



El arte del saber ligero

Xavier Nueno

 

Confiesa quien esto escribe haber tomado al pie de la letra la propuesta del autor de este libro y reducido su contenido a diez frases. ¿Habré conseguido atrapar el mensaje que Xavier Nueno deseaba transmitir? ¿Me atrevería a decir que ahora poseo un arte del saber ligero? ¿Son esas diez frases del libro una lectura suficiente, ligera, portátil y abreviada del texto?

El libro de Xavier Nueno es ya en sí un tratado resumido de la función histórica de la escritura, de su producción excesiva y de la pulsión humana de su destrucción. Es este un libro entretenido, bien documentado y con una bibliografía muy completa.

«Frente a la pulsión universalista hay otra que desea reducir la biblioteca, hacerla portátil». Tras la invención de la imprenta, en el siglo XV, la capacidad de producción de libros se multiplica de tal modo que en los siglos posteriores se crean profusas bibliotecas con el fin de alojar los millares de ejemplares publicados. La conversión del libro en mercancía iniciada en el siglo XVI supone una superabundancia que convierte a las bibliotecas en recintos desbordantes y desbordados en cuyos anaqueles es ya difícil encontrar un libro concreto. La percepción es la de un mundo lleno de libros.

Levanto la vista de mi cuaderno de notas y contemplo mi propia biblioteca y, sí, me doy cuenta de que ahí también sobran libros. ¿Qué hacer? El libro de Nuno me pone en la pista.

Ante este panorama, surge una figura contradictoria. Son los «escritores del no (el autor los llama terroristas), que escriben sobre el abandono de la literatura. Se presenta, pues, una paradoja. El discurso contra los libros es parte de la tradición humanística. Será durante la Ilustración cuando esta pulsión contra el exceso de libros y de información adquiera mayor alcance. No en vano, la Enciclopedia de D’Alembert y Diderot no es sino un arte de la reducción, una búsqueda de síntesis del conocimiento.

Sobre la negación o abandono de lo literario nos puso al corriente el escritor Enrique Vila-Matas en aquel raro libro Bartleby y compañía, donde hacía un repaso por la historia de autores que dejaron de escribir o que jamás escribieron. La contradicción —según Nueno— es que muchos de los negadores de la escritura recurrieron a ella para negarla. Escriben sobre no escribir. Así pues el arte de la reducción es también un arte de la destrucción. Se trata de orientarse entre los demasiados libros.

Así lo hicieron las vanguardias de principios del siglo XX —surrealistas, dadaístas— en un afán por destruir los vínculos de la literatura con el poder político. Disertaron sobre «la necesidad de acabar con la literatura». De esta estirpe son Bartleby, Lord Chandos y Monsieur Teste.  «Desconfían del lenguaje, pero se van abocados a narrar esa desazón», añade Nueno. Se llega, entonces, a la paradoja de que «la única razón legítima por la que escribimos es porque hay demasiados libros».

Son los escritores con tijeras, empeñados en reducir las bibliotecas y la sobreabundancia de libros. «Se trata, pues, de crear un canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil», sigue el autor. Y de nuevo tenemos que invocar un libro de Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátil, como texto canónico sobre el asunto. Y es que, en aquel divertido y subversivo texto, el escritor nos presentaba la conjura shandy contra la pesadez de lo literario. Los conjurados —escritores como Larbaud, Walter Benjamin y Alberto Savinio y pintores como Duchamp o Picabia— conspiraban por un saber portátil, una obra ligera y reducida que cupiera en una maleta. Quizá yo mismo podría reducir mi biblioteca a unos pocos libros que transportar en una maleta. ¿Cuáles elegiría?

Xavier Nueno acierta en su libro al entreverar las épocas —Renacimiento, Ilustración, vanguardias del XX— en las que el afán de ligereza ha atravesado la historia de la escritura. Repasa, en un vaivén histórico, las fobias contra lo literario: misología, misografía, biblioclasmo. Un posible precursor de los lectores con tijeras sería Montaigne, de quien Nueno dice que «su arte de la lectura tiene que ser entendido como una estrategia subversiva». El autor francés abogaba por una lectura que trajera «placer, juego y pasatiempo».

Y el tipo de lector que es Montaigne nos conduce directamente al lector amateur. La biblioteca del amateur nos dice el autor, «es precaria e imperfecta», ajena a la exhaustividad de las bibliotecas profesionales, a los bibliotafios donde los libros viven una vida en la muerte. Nueno invoca a Roland Barthes. «El Amateur —escribió el ensayista francés— (aquel que pinta, toca…, sin espíritu de control o competición), el Amateur reconduce el placer, se instala graciosamente en el significante…, […], es tal vez el artista contraburgués»

El Amateur de Barthes se asemeja al honnête homme que proviene del lector que fue Montaigne, un lector de un «saber mundano». Este lector lúdico y despreocupado no deja de ser una figura muy actual en el tráfago de sobreabundancia libresca de los últimos tiempos. Su consigna debiera ser la de no hacer caso a tanta recomendación editorial masiva, rechazar el brillo excesivo de ciertos premios siderales y dedicarse a indagar en las grietas del exceso literario para realizar hallazgos insólitos y minoritarios.

De este modo la biblioteca del lector aficionado y exigente ha de estar formada por unos cuantos libros de cabecera, «libros-amuleto a los que volver una y otra vez sin agotar nunca su sentido», afirma Nueno. Se trata pues de una estrategia de aligeramiento, de levedad (como proponía Italo Calvino en los años ‘80), una voluntad de crearnos «un canon brevísimo y muy personal reunido, por ejemplo, en un cuarto oscuro de casa», como ha dicho el autor de la desaparición y lo portátil, Enrique Vila-Matas.

Convencido me pongo en acción. Dejo de escribir, apago la luz de este cuarto e imagino los libros que metería en una maleta pero que aún están por venir.

El arte del saber ligero es en definitiva un ensayo clarividente para aquellos lectores que han hecho de la lectura una cierta estrategia detectivesca y se fabrican una biblioteca ligera en la que nunca se agote el sentido.


lunes, 27 de noviembre de 2023

 

EL RUIDO DE UNA ÉPOCA

Ariana Harwicz

Gatopardo, 2023

 

De algunos libros no se debería hablar. No debiéramos añadir más de lo que ellos mismos nos dicen. Sin embargo, como afirmó Walter Benjamin «si una obra es criticable, es una obra de arte; en otro caso no lo es». Entonces de El ruido de una época —considerada como obra de arte y por tanto criticable— podemos hablar, aunque no deberíamos. Y es que ante algunos libros lo apropiado sería callarse pues el texto —y su autor, aquí autora— lo dice todo.

Confiesa este reseñista su impulso de apenas recomendar la lectura del libro de Harwicz y callar. Sin embargo, existe un modo de hablar de un libro, pero guardar silencio ante él. Tal contradicción la avala, de nuevo, Walter Benjamin cuando diferenció dos posibles miradas ante una obra: la mirada del químico y la mirada del alquimista. Para el primero lo importante son la madera y las cenizas; para el segundo sólo la llama de la obra conserva un enigma, el de lo vivo. Benjamin quería al crítico como alquimista con el propósito de encontrar en la obra su «contenido de verdad». Pues bien, el libro de Harwicz es una hoguera en la que las llamas son cada una de sus páginas entre las cuales el lector introduce sus manos y siente el fuego emancipador.

Dejemos, pues, hablar a las llamas de El ruido de una época. Ellas se expresan por sí solas.

«Si algún sentido tiene este libro —dice la autora en la Nota previa—, es el de afirmar la necesidad de la paradoja». «Es celebrar la contradicción». «En la resistencia a pensar de una sola manera». «Pensar la época (y cualquier cosa) es que esté bajo sospecha y contradicción».

Y en la página 168:

«El ruido de una época define el relato que hacen los muertos a los vivos y los muertos a los muertos, de tumba a tumba, de libro a libro».

«El ruido define la sensibilidad, el estilo, el nivel de los gritos, los alaridos y soliloquios y los delirios durante el sueño».

«El ruido de una época define las declaraciones de pasión, sus variaciones, como un poema cien veces releído. El ruido y el silencio, ese reto a duelo».

El ruido y el silencio; las llamas y las cenizas (Benjamin).

Las llamas de la paradoja:

«Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron. Montaigne es el mejor adversario de Pascal. Aron el de Sartre. Escribir es una controversia subterránea». «Si se elimina la ambigüedad en un artista, se lo destruye».

«Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza. Por eso es siempre tan paradójico escribir, porque se escribe la vergüenza, pero se necesita perder el pudor».

«Para pertenecer a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época».

«Reducir las contradicciones de los personajes no es solo imposible, sino antiliterario. Igual, la literatura está llena de antiliteratura, claro está.»

Las llamas de la escritura:

«Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir».

«No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario».

«Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no». Lo cual me recuerda aquello que dice mucho Vila-Matas, «que escribir es dejar de ser escritor».

«Al escribir hay que empezar de cero, resucitar las palabras, darles una RCP».

«La gran diferencia entre un escritor y un trabajador de la escritura (o un escritor profesional) es que el escritor profesional controla su obra. Se pone al servicio de la demanda. […] En cambio, el escritor no profesional no puede controlar su corazón, tiene que hacer el libro que tiene que hacer, hasta sus últimas consecuencias. Tiene que escribir lo que tiene que escribir».

«¿Por qué el escritor debería acoplarse a la mentalidad de su tiempo? Las mejores obras han sido transversales, oblicuas: se adelantaron al pensamiento de su época, o retrocedieron».

«El arte es una visión, y las visiones son siempre proféticas».

«Creo que hoy se imponen dos estilos irreconciliables: los que asumen la independencia de la literatura y los que escriben apuntando con el arma de la ideología».

Las llamas de la identidad (y la cancelación)

«Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo».

«El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico».

«No separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador». «En este contexto, yo anunciaría el fin del arte. Si Dios murió, también puede morir el arte, tranquilamente».

Todo lo anterior es sólo una muestra de lo que nos ofrece Harwicz en su libro y, para tranquilidad del lector interesado, no agota la potencialidad de la escritura de una autora que habla sin autocensura y como ella misma dice, citando a Imre Kertész, «Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo».

Ya ven que el reseñista, al fin, no se resiste a “hablar” del libro. Aunque nada mejor pueda ser añadido, aunque nada quede por decir tras la lectura de El ruido de una época, sí es lícito invocar a aquellos lectores ansiosos de leer una escritura genuina y polémica, una escritura no sometida al signo de la época donde el sonido es el de la vulgaridad, de la palabra superficial, un sonido difuso y vago. Lo importante —y es la propuesta de Harwicz— es escuchar el ruido de esa época, el ruido de la literatura.


viernes, 3 de noviembre de 2023

 



DAMAS, CABALLEROS Y PLANETAS

Laura Fernández

Random House, 2023

 

Bienvenidos a un mundo diferente, a una narrativa propia —aunque apropiada de eméritos precursores—, a la apuesta literaria personal y personalizada de la misma autora de aquel milagroso libro publicado hace dos años y de extenso y extendido título La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Bienvenidos al mundo paradigmático y soliviantado de Laura Fernández.

Como seguramente tantos otros lectores, entré en el universo de Laura Fernández a través de un espejo cósmico, aquel tocho de 600 páginas que transcurría en un eternamente nevado pueblo recluido en una bola de nieve de esas de: “¡agítese antes de usar!”. El caso es que la autora lleva años fabricando un estilo propio del que no se ha desembarazado por ser expansivo y adictivo y comprometido con un proyecto original, aunque no originario pues recoge influencias de clásicos como Vonnegut, Philip K. Dick, Pynchon, King y otros.

Este libro nuevo de Laura Fernández no es nuevo libro en su producción pues los relatos que incluye, como la propia autora detalla en los magníficos prólogos a cada uno de ellos, son relatos escritos en los últimos años y, por tanto, anteriores, muchos, a su portentosa creación de La señora Potter… Y, entonces, se descubre que un autor o autora puede tirarse años manipulando su sofisticada bomba de relojería, sin la debida atención de lectores despistados, hasta que un día el artefacto hace explosión e impregna a ese alelado mundo de lectores para convertirlos en denodadas criaturas del mundo creado por la autora.

Al universo expandido de la narrativa de Laura Fernández puede el lector acceder por cualquiera de las puertas estelares que son cada uno de sus libros; sea este último Damas, caballeros y planetas, sea el portento de La señora Potter…, sea Connerland, de 2017, o algún otro anterior. El caso es adentrarse en el universo de LF para, quizá, no salir jamás o salir rebotado por el efecto de un “agujero de gusano” que nos conducirá a sus (malditos) precursores ya mencionados: el Vonnegut de Dios le bendiga, Mr Rosewater; el P.K Dick de Ubik o El hombre del castillo, el Pynchon de V o La subasta del lote 49.

Personalmente me arriesgaría a entrever otra influencia o acaso conexión de estilo y temática con el gran Rodrigo Fresán de Vidas de santos, El fondo del cielo o cualquiera de las Partes (La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada). Pero esto pertenece al acervo de cada cual.

Y es que las influencias en LF no se quedan en esos grandes y esquizofrénicos autores sino que la escritora succiona sangre y polvo cósmico de lo pop y lo post; de series de televisión americanas, de los cartoons USA, hasta, diría, que de la teletienda, como si la autora hubiera sido abducida por un poltergeist televisivo para sacar provecho de sus entrañas y luego devuelta al mundo gris y aburrido a que nos tienen acostumbrados tantos seudo productos thriller viscerales, asesinos en serie serializados o superinteligentes investigadoras de cartón piedra, para cargárselos a todos con rayos cósmicos provenientes de la Puerta de Tannhäuser.

Laura Fernández se ha propuesto crear una literatura alternativa transida de posmodernismo, de un estilo kitsch, de un toque retro, pero al tiempo futurista y futurizado, un estilo anómalo atravesado de giros, onomatopeyas, desequilibrios tipográficos, espasmos y ¡oh!, exclamaciones. Una explosión galáctica sobre la prosa medida y perfecta, mejor, perfeccionada con la más sofisticada tradición hispana. Y de humor, mucho humor.

Los libros —las aventuras, las situaciones— de Fernández están llenos de fantasmas, de escritores vivos y muertos, de escalofriantes hombres y mujeres de (malos) negocios, de gente que lee y de gente que escribe, sí. Libros con humor, paranoia y desequilibrio. En estos libros la realidad está en otra dimensión, en otra galaxia, reducida (y expandida) a una minúscula célula portentosa a modo de aquel telúrico colgante de Men in Black que contiene toda la galaxia perseguida por las alimañas.

Dijo Proust que le gustaban aquellos libros que parecían escritos en otro idioma. Uno lee a Laura Fernández y parece estar leyendo en lenguajes cifrados, transidos de otras lenguas y de otras narrativas.

Damas, caballeros y planetas es, repito, una excelente puerta de acceso al mundo tergiversado y versado de Laura Fernández. Relatos —más una novela breve ‘El mundo se acaba pero Floyd Tibbits no pierde su trabajo’— que facilitan la deglución en pequeñas dosis de las píldoras LF (consulte con su librero), y que preparan al lector para pasar a mayores atracones festivos en sus novelas de largo aliento.

Por tanto, damas y caballeros, lectores todos, pasen y vean y lean un espectáculo insólito, lúcido y lucido; un mundo de colorines y artificios; un espectáculo literario portentoso y adictivo. Para lectores sin miedo a perderse en planetas inexplorados.



lunes, 9 de octubre de 2023

 

Noir sobre blanco

Una mirada sobre LAURA, novela de Vera Caspary,

 

 

Vi por primera vez Laura, el filme de Otto Preminger de 1944 en los años 80, cuando me dediqué a grabar cintas VHS de la televisión. Me hice así con una buena colección de clásicos de cine negro. Desde aquella primera vez me pareció una película deslumbrante y, a la vez, enigmática. Que la cinta estuviera protagonizada por la bellísima Gene Tierny fue un aliciente y supuso, por qué no decirlo, mi enamoramiento eterno de aquella actriz, calificada en su tiempo como la mujer más bella del mundo.

Toda adaptación cinematográfica de una novela se permite ciertas estrategias inherentes al propio medio. Por propia definición técnica el lenguaje del cine no es el literario una película cuyo guion está basado en una novela ha de modificar, cortar y transfigurar la semántica original. Adaptar, en definitiva. Y es que, como veremos más adelante, realizar una versión fiel de esta novela no es sencillo (no lo fue), quizá sólo lo habrían hecho directores de la nouvelle vague o del noir francés.


La película comienza con una voz en off que nos introduce en la historia. Es la voz de Waldo Lydecker que, a modo del narrador de un relato, se dirige al espectador como a un auditorio congregado alrededor de una hoguera. Lydecker se convierte así en nuestro anfitrión al contarnos la historia del crimen y la investigación subsecuente mientras nos va presentando a los protagonistas. Esa reminiscencia literaria atrae el interés del espectador y le posiciona en el punto de vista del narrador.

En la historia hay un crimen, sí, pero el elemento que opera como enigma de la película es la atracción del detective McPherson hacia la protagonista, Laura Hunt. Esto no sería relevante si el objeto de tal atracción fuera una mujer a la cual conoce en el transcurso de la historia. Lo sobrecogedor es que el detective se enamora de una muerta, de la persona asesinada y nos traslada (tanto al espectador como al mismo McPherson) a un ámbito morboso pariente del trastorno sicológico.

Así, la creciente obsesión de McPherson por la joven asesinada se convierte en un relato paralelo a la investigación del caso. Entretanto el detective realiza sus pesquisas policiales e interroga a los allegados de Laura, asistimos al proceso (obsesivo, enfermizo) del enamoramiento. Y es aquí donde tenemos la clave que separa la película de la novela en la que está basada. Ya les dije que las herramientas del cine no coinciden absolutamente con las de la literatura. Esta incluye a aquella como forma artística total, al ser el lenguaje escrito la forma más precisa de entender la realidad. En el cine son las imágenes en movimiento lo que crea la estructura narrativa. Las imágenes, su secuencia y por supuesto los diálogos. Pero hay un aspecto del lenguaje cinematográfico que no iguala la capacidad expositiva total que sí posee el lenguaje literario.

El caso es que en la película se manifiesta el hecho fundamental (la atracción del detective por Laura) mediante la imagen. Un retrato de Laura es el objeto referente. El cuadro está en el salón de la casa de Laura, donde se desarrolla gran parte de la acción. La imagen de Laura Hunt está en ese cuadro que el detective contempla en soledad cuando va al apartamento (escena del crimen) para, supuestamente, efectuar sus averiguaciones. El proceso de enamoramiento se hace también explícito en los diálogos entre McPherson y Waldo Lydecker, en el que este detecta y reprocha al detective su evidente atracción por Laura. No olvidemos que Waldo se ha presentado como mentor y mejor amigo de Laura y se crea un conflicto entre ambos admiradores de la joven asesinada. Pues bien, es el cuadro, la representación visual de Laura, lo que ejerce de fetiche para informar al espectador del vínculo amoroso unívoco del detective y la mujer asesinada.

Desde los años 80 he visto Laura una docena de veces, y cada vez me parecía más enigmática esa atracción del personaje de McPherson hacia Laura. A mitad del filme, el detective deambula por el apartamento mirando en varias ocasiones el cuadro; ha entrado en el dormitorio de la joven y revuelto sus cosas; ha abierto sus cajones y contemplado la ropa íntima de Laura. Huele sus perfumes, revisa su mesa, ojea un cuaderno y regresa al sillón bajo el cuadro con una copa en la mano. McPherson se duerme abatido por el cansancio de sus pesquisas, por la tribulación amorosa y por el efecto del alcohol. La escena siguiente nos muestra la llegada de Laura a su apartamento y el encuentro que al principio aparece bajo la ambigüedad de un verosímil sueño del detective con el policía. Desde ese momento, la historia es fluida y al espectador nada le hace sospechar de otro enigma que la incógnita de quién y cómo ha asesinado a una joven que ahora no es Laura.


He de confesar que nunca me había interesado por la obra en la que el filme de Preminger estaba inspirada. En los créditos se mencionaba como «based on the novel by Vera Caspary», publicada en 1942 pero siempre supuse que tal novela sería una de esas obras menores que había servido de base para un brillante guion y una excelente película. Sin embargo, tras ver la cinta una vez más (hace un par de años si no recuerdo mal) decidí buscar la novela de Caspary. Encargué una edición de Alianza Editorial de 2016, traducida por Pilar de Vicente Servio. En la portada se ve a Gene Tierney frente a Dana Andrews en blanco y negro que representa la escena en que Mark McPherson interroga a Laura en el despacho de aquel bajo un foco deslumbrador. Que las ediciones del libro posteriores a la película lleven una portada con imágenes del filme demuestra que la novela quedó superada y relegada por lo visual.

Pues bien, mientras leía la novela descubrí que se trataba de un artefacto literario de primer orden. Lo que Caspary había escrito era una apología de lo textual, un homenaje a la capacidad de lo literario para explicar la realidad. La novela es un compendio de voces narrativas, de los efectos de la escritura y la lectura en la aprehensión de lo real. La revelación me hace pensar que todo el género negro se presta a construcciones más allá de su propio ámbito. Resulta que en la novela no es sólo Waldo Lydecker quien narra la historia, sino que también McPherson y Laura construyen su relato mediante sus escritos y sus lecturas.

La novela está dividida en cinco partes y cada una es el lado de un prisma de la realidad. Hay tres narradores, Waldo, McPherson y Laura. La primera parte es el relato del escritor y nos narra (recordemos aquella voz en off del filme) el asesinato de Laura y nos presenta su relación con la joven. Además, Lydecker enfatiza el aspecto necrofílico de la atracción del detective y su evidente rechazo hacia este. En la segunda parte el punto de vista se desplaza a McPherson, que narra la aparición de Laura y el proceso personal de su enamoramiento por la joven renacida de la muerte. La tercera parte es la transcripción taquigráfica de la declaración de Shelby Carpenter, el novio de Laura, en la que están presentes el teniente McPherson, el propio Shelby y el abogado de este, Mr Salsbury. En la cuarta parte es Laura quien hace la narración hasta minutos antes de la escena final, que forma la quinta parte en la que de nuevo McPherson retoma la narración para describirnos el desenlace.

Y es esta brillante estructura literaria, este prodigio de construcción narrativa, lo que, por razones técnicas obvias, queda desfigurado en la versión cinematográfica. Este hecho no obsta para que el resultado artístico del filme sea impecable. Se trata, como dije al principio, de dos géneros artísticos diferentes con sus propios recursos estilísticos. Es lógico que el director y sus guionistas vieran la necesidad de crear un punto de referencia visual (icónico) con el fin de guiar al espectador en el relato del enamoramiento del detective.

Es lógico imaginar que los guionistas decidieran sustituir el entramado literario ─tres narradores que escriben textos─ por una construcción visual y dialogada. La historia del rodaje cuenta que tal cambio fue sugerido por el productor Zanuck a los guionistas, Hoffenstein y Reinhardt. Y sospecho que para enfatizar el elemento visual decidieron contratar a una actriz «bella» como Gene Tierny. La belleza explícita de Tierny sirve de vínculo entre el espectador y el sentimiento de McPherson. ¡Cómo no va a enamorarse uno de Gene Tierny! Se enamora el detective y se enamora el espectador (no sólo el espectador masculino, cualquier mujer entendería tal atracción). Curiosamente en la novela Laura no es una mujer especialmente «bella». Y es esta sustitución de lo textual por lo visual lo que me chirriaba de la película cuantas veces la veía.

Siempre me pareció excesiva la obsesión de McPherson por la joven asesinada. No olvidemos que el teniente demuestra su pasión antes de que Laura regrese de entre los muertos. Así se explicita en la escena en que Waldo le reprocha su interés por adquirir el cuadro de Laura una vez que todos sus enseres se ponen a la venta tras su fallecimiento. ¡Qué obsesión la de este hombre por una mujer a la que «sólo» ha visto en un cuadro!, me decía cada vez que veía la película. Sí, la chica es una belleza, pero… El caso es que todo cobra sentido tras leer la novela. Ese «vacío», ese punto ciego está explicado por el elemento textual eliminado en la película. Veremos porqué.

Y es que McPherson, en aquellas escenas en las que «husmea» el apartamento de Laura, no sólo contempla el cuadro (de hecho, en la novela el cuadro es un elemento secundario), sino que lee sus diarios. Es decir, además de curiosear y acariciar las prendas íntimas de la joven, el detective se introduce en lo más profundo de una persona, en sus escritos privados, en sus confesiones personales, en la exposición de su personalidad, lee su diario. Y ese diario, para Laura, es muy relevante. Así lo confiesa al comienzo de su narración, «La semana pasada, cuando creía que iba a casarme, quemé mi niñez tras de mí. Y juré no volver a escribir un diario». Y es que McPherson entra en la intimidad de Laura a través de su “vida escrita”: lee su diario, curiosea sus cartas, sus facturas; escruta los libros de su biblioteca. Es decir, en esta novela la lectura es un modo de investigación. Y la escritura es un modo de expresión. Lydecker escribe (es periodista y escritor), McPherson escribe, «Ahora yo continuaré la historia», dice en la primera página de su “parte”. «Mi relato no tendrá el sofisticado toque profesional que, como diría él, distingue la prosa de Waldo Lydecker». De este modo explícito, McPherson comienza su narración y se convierte en escritor, toma el relevo de Lydecker. Y desvela de algún modo que se enamora de Laura tras conocerla «en» sus escritos.

Y, por fin, Laura también escribe. Su narración nos introduce en un relato más íntimo y descarnado. Para Laura la escritura es también una necesidad. Desde niña había llevado un diario. Al comienzo de su relato confiesa su necesidad de expresar su intimidad en él, «Nunca he sabido llevar un diario al uso, reducir mi vida a una línea por día, ni conceder al desayuno del día 16 la misma importancia que al enamoramiento del 17». Y más adelante confirma su apego por lo escrito, «antes de empezar a pensar con la cabeza sobre cualquier acontecimiento, tengo que verlo como algo sólido, en papel». Se revela en esta declaración la categoría lectora de la joven. La realidad vista a través de las palabras. Tanto es así que más adelante Laura admite que una vez intentó escribir una novela, «era mala y nunca la terminé; pero la escritura espesa el polvo». Y aquí no se trata sólo de poner por escrito los sucesos que les acontecen a los protagonistas narradores, es algo más, es una intención de estilo, de “escribir como se debe”.

En un momento de la narración, Laura se va por el lado lírico, hablando de pétalos rojos que se dispersan a sus pies. Y, entonces, se para y corrige ese estilo. «Esta no es forma de escribir la historia. Debería hacerlo de manera simple y coherente, enumerando los hechos uno a uno y poniendo orden en el caos de mi mente». Con este gesto la joven se distancia del estilo de Waldo, lírico y sofisticado, y se acerca al estilo seco, sobrio y popular de McPherson. Podríamos ver aquí la intención ─ ¿de Caspary?, ¿del personaje Laura? ─ por producir un deslizamiento de la alta cultura representada por Waldo a la cultura popular que representa el policía (paso de la novela clásica de misterio al hardboiled). Este deslizamiento resultaría anecdótico si no llegara unido con otro deslizamiento más profundo. Porque, ¿no es asimismo un desplazamiento la degradación personal y social de Laura al dejarse caer en brazos del tosco e insensible policía? Laura se abandona a una devaluación personal. Waldo nos ha presentado a una Laura sofisticada, inteligente, madura, creativa, dueña de su vida. Y como tal la vemos tras su regreso de la muerte. Pero no tardamos en asistir a una degradación de aquella Laura ideal (diríamos que “creada” por el elitista Lydecker) para contemplar a una Laura abandonada a lo sensual, atraída por lo barriobajero y embrutecido del mundo de McPherson. Por su puesto, en la película esta «degradación» de Laura no se ve por ningún lado.

En las últimas páginas de su propio relato, Laura se abre a las pasiones, se abandona a la lascivia, se convierte en otra mujer o, por qué no, se muestra verdadera. Lo que leemos lo ha escrito Laura, es su confesión. Hace literatura. Hay una escena clave en este proceso de degradación. Aparecen Laura, McPherson y Lydecker. El escritor trata de “salvar” a su amiga de entregarse al teniente, pero ante el empeño de Laura, desiste: «Os felicito por vuestra autodestrucción, hijos míos ─dijo Waldo, colocándose las gafas sobre la nariz» ─ «Waldo ─dije, dando un paso tímido hacia él. El brazo de Mark se tensó y me agarró. Me sujetó y olvidé al viejo amigo que esperaba junto a la puerta, con el sombrero en la mano. Me olvidé de todo; incluida la vergüenza, y me derretí, con la mente nublada; me liberé de todos mis miedos y angustias y me dejé caer en sus brazos, como una fulana».


A partir de esta escena asistimos a la máxima degradación de Laura. Ella misma se califica y parece hacerlo ─mediante la escritura, para mostrarlo al mundo─ con placer morboso. Las palabras utilizadas nos parecen insólitas en boca de la joven sofisticada que conocíamos. Desde luego no son palabras imaginables en boca de la actriz Gene Tierney. Todo esto no aparece en la película, por supuesto. Por eso la novela llega mucho más allá de contarnos una historia policíaca. La novela cuenta la historia de la conversión de una mujer. Y es la propia Laura quien nos lo cuenta, la que desea contarlo: «Sigo sentada al borde de la cama, a medio vestir. […] Tengo las manos tan frías que apenas puedo sostener el lápiz. Pero debo escribir; tengo que seguir poniéndolo todo por escrito para despejar la confusión de mi mente y pensar con claridad». Ese deseo de contar, esa necesidad de contarse es la de todo buen escritor. Escribir como único modo de ser en el mundo. Laura se ha quedado sola tras la salida de Mark, escribe en la noche, está dispuesta a todo, se abandona. Las últimas líneas de su relato resultan soberbias: «Está sonando el timbre. Puede que haya vuelto para arrestarme. Me encontrará como a una furcia, con mi combinación rosa con un tirante caído sobre el hombro y el pelo suelto. Como una muñeca, como una tipa, como una mujer de las que los hombres utilizan y luego dejan de lado».


lunes, 25 de septiembre de 2023

El test Calvino

 


EL TEST CALVINO

En la página 229 de su Si una noche de invierno un viajero (Ed. Bruguera, 1983, trad. de Esther Benítez), Italo Calvino (su personaje Arkadian Porphyritch) propone las distintas situaciones de los libros según la sociedad en la que se desarrollan.

Se me ocurre llamarlo el Test Calvino y podría ayudarnos a establecer la salud de nuestra literatura.

Amable lector, ¿cuál cree que es la actualidad de los libros?

A.      Los países donde todos los libros son secuestrados sistemáticamente;

B.      Los países donde pueden circular sólo los libros publicados o aprobados por el Estado;

C.      Los países donde existe una censura tosca, imprecisa e imprevisible;

D.      Los países donde la censura es sutil, erudita, atenta a las implicaciones y a las alusiones, regido por intelectuales meticulosos y malignos;

E.       Los países donde las redes de difusión son dos: una legal y otra clandestina;

F.       Los países donde no hay censura porque no hay libros, pero hay muchos lectores potenciales;

G.      Los países donde no hay libros y nadie lamenta su falta;

H.      Los países, por último, donde se publican todos los días libros para todos los gustos y todas las ideas, entre la indiferencia general.


Vila-Matas piensa en su arte

 


Vila-Matas piensa en su arte          o

El doctor Pasavento busca una puerta en el Retiro

 

Visité a Vila-Matas en la sombra de la Feria pues las zonas iluminadas quedaban para las numerosas filas que conducían a los autores de la visibilidad. A lo largo del paseo de coches se veían grandes espacios luminosos, donde los autores de la luz firmaban sus libros con celeridad y artesanía.

Cuando me acercaba a la caseta donde el escritor recibiría a sus lectores, le vi salir por la parte trasera de la Feria, como si hiciera mutis por el foro del teatro literario. Ese día tenía el escritor que firmar sus libros de doce a dos y esa era la razón de mi presencia. Divisé al escritor a pocos metros de la caseta mientras se adentraba en la sombra pues como él mismo había escrito, «a la literatura puede que le siente mejor la oscuridad». Llevaba yo el reciente libro del autor, Montevideo, para que me lo firmara. Libro que había leído ya dos veces para entenderlo del todo pues los libros de Vila-Matas son como esas habitaciones con puertas que hay que abrir varias veces para saber qué hay allí dentro. No le hablaría de mis reiteradas lecturas de sus obras al escritor no fuera a decirme aquello de Valéry de que «no había estado levantándose toda la vida entre las cuatro y las cinco de la mañana para escribir necedades».

Vi que el escritor se alejaba por una alameda a la sombra de árboles centenarios. Me pareció más alto que en imágenes vistas. Caminaba con los hombros echados hacia delante como si le faltara un escritorio donde apoyar los codos. Caminaba sin prisa, como sabiendo que sus lectores esperarían o simplemente le buscarían en sus libros más que en los angostos templetes del mercado libresco.

Se alejaba el escritor por la alameda, a la sombra de castaños y acacias. Se alejaba del lugar acompañado de un joven con mochila a la espalda. Los seguí a cierta distancia, por ver qué pasaba. ¿Estaba el autor desapareciendo? ¿Había decidido desertar de su compromiso de firmas? ¿Se había convertido Vila-Matas en Pasavento y pretendía dejar tirados a lectores y editores? «Y se va. Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado? Le veo proseguir su camino y veo cómo da un paso más allá…».

Como digo, le seguí a unos metros. Él y su acompañante giraron a la derecha, donde comienza una avenida que lleva a una de las puertas de salida del Retiro, la de Alfonso XII. ¿Era verdad que se marchaba? No sucedió nada de eso. El joven de la mochila hizo una señal hacia una de las terrazas del parque y los dos caminantes se sentaron a una mesa del café. Vila-Matas se quedó allí, esperando, mientras el joven hacía el pedido en la barra (¿era su editor, un fámulo puesto por la editorial o un guardaespaldas encargado de que el escritor no desapareciera?)

Me senté en un banco desde donde podía observar sus maniobras y su posible siguiente paso. Quería saber si tras el refrigerio volvería a la caseta o seguiría su proceso de huida. Recordé que al principio de Doctor Pasavento el narrador dice estar paseando por la «alameda del fin del mundo» y que su acompañante —¿era el de la mochila un trasunto de aquel? —le preguntaba sobre «su pasión por desaparecer».

Quizá era cierto aquello que el escritor había afirmado sobre su tendencia a escribir escenas que viviría más tarde y estaba aquí en el Retiro ejecutando las palabras del libro. Recordé también que unos días antes de aquella escena que yo presenciaba en directo, Vila-Matas había contestado a una revista literaria que era una «tradición en la Feria que haya escritores de gran valía en la sombra», escritores, vino a decir, que no son visibles al contrario de tanto autor falso a la vista de todos. Al observar al escritor allí en la sombra, tomando algo, se me ocurrió que él mismo se había convertido en uno de esos escritores poco o nada visibles, refugiados en la sombra. Supuse que no se refería a sí mismo sino a verdaderos escritores totalmente desconocidos —en la sombra del mundo de lectores— y cuyos libros no pasan de ser leídos por familiares y amigos. Estaba claro que el escritor hablaba de autores como yo mismo, autor de una novela reciente y que había también presentado días antes en la sombra de una caseta poco visitada una tarde lluviosa.

Si en su famoso libro Bartleby y compañía, Vila-Matas había rastreado a autores que dejaron de escribir, ahora, con esas palabras a la revista, ponía el ojo en humildes escritores a oscuras y que sin embargo podrían tener más luz —y lucidez— que tanto escritor de largas colas al sol y libros que se entendían a la primera, esos de los que decía Valéry que tienen «la estúpida manía de su nombre». Tenía, pues, al autor frente a mí, a cierta distancia, pero al alcance de la vista y de mi móvil, así que decidí tomar alguna foto por si era aquella la primera y última vez que lo veía. Aún existía el riesgo de una desaparición pues nadie me aseguraba que, como Pasavento en la alameda del fin del mundo, el autor tomara un tren en la cercana estación de Atocha y se marchara con viento ligero y fresco.

Tiré una foto desde mi posición de espía con cuidado de pasar inadvertido por el propio autor y, sobre todo, por algún turista envidioso de mis imágenes. Ya se sabe el ansia de todo turista fanático por fotografiar lo que otros miran. Temí que, al verme poner el objetivo en un señor sentado en la terraza, una turba de mirones se congregara para acechar al posible famoso. Hice mi foto con disimulo y luego la revisé mientras no quitaba ojo de los movimientos del escritor, no fuera a desaparecer en un descuido. Tuve que ampliar la foto como en aquella película de Antonioni, Blow-Up, que estaba basada en cuento de Cortázar. Revisé la imagen y comprobé que no era demasiado buena. Era oscura por la distancia y por las sombras de los árboles. Esto, pensé, no suponía tanto problema pues al fin y al cabo todo el asunto iba de metáforas de sombra y desaparición. Lo que sí me pareció un estorbo fue una de esas pizarras con ofertas de raciones que ponen los bares a la puerta del local. Y es que justo debajo de la figura concentrada de Vila-Matas se veía un cartel anunciando boquerones en vinagre, mejillones y patatas cuatro salsas. Pensé que aquel cartel de menús me había arruinado la fotografía del gran escritor, pero luego vi que el contraste de literatura y tapas no vendría tan mal.

El escritor seguía concentrado en su móvil quizá buscando un plano online del camino más corto para escapar del Retiro y desaparecer de los lectores y de los boquerones en vinagre. Quizá buscaba la puerta más adecuada, como hacía en Montevideo, que conectara con otra ciudad, Cascais, St. Gallen o Bogotá. El caso es que allí seguía el escritor, sentado y concentrado y me di cuenta de que aquella imagen evocaba el título de uno de sus decisivos ensayos, aquel de Chet Baker piensa en su arte. La foto podía, por tanto, titularse Vila-Matas piensa en su arte. Y a mí se me ocurrió la pregunta de si aquella pizarra con las tapas veraniegas estaría más del lado finnegans o del lado hire de lo literario.

Pero antes de llegar a una conclusión, noté que el escritor y su acompañante se levantaban para abandonar la terraza y las sombras tomando el camino de la alameda, en dirección a la caseta de la feria. Los seguí de nuevo para asegurarme de que el autor no ejecutaba ninguna maniobra de escapada final. Nada imprevisto ocurrió pues Vila-Matas llegó a la caseta en la sombra y se instaló en el rincón donde recibiría a sus lectores. «Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado?». Me incorporé a la fila de admiradores y esperé mi turno.

viernes, 22 de septiembre de 2023

Lecciones

 



LECCIONES

Ian McEwan

¿Qué tipo de lecciones nos da McEwan en su última novela? ¿Lecciones de vida? ¿Lecciones de literatura? ¿Se trata de que entendamos la imposibilidad de aprender algo de la experiencia? Sabemos que la literatura no tiene porqué dar respuestas sino más bien hacer las preguntas pertinentes. Y de esto va la cosa. La prodigiosa novela de Ian McEwan trata —en un recorrido que abarca casi los últimos cien años de Europa— de ponernos ante la historia de una vida particular, la del protagonista Roland Baines, y ante la gran Historia en la cual se engarza aquella mediante el atributo más preciado que tenemos, la memoria.

Y es que esta podría ser la novela de vida de cualquier ciudadano europeo si bien, como es lícito entender, el autor la encuadra en el propio y apropiado ámbito británico para, en un recorrido vital del protagonista, atravesar los más relevantes hitos del devenir europeo y, por expansión, occidental, desde la Segunda Guerra Mundial, Crisis de los Misiles en Cuba, tragedia de Chernobil, Caída del Muro, Brexit, hasta el reciente Covid.

El protagonista, un hombre sin grandes aventuras heroicas, pero sí sujeto a (y de) vicisitudes aventuradas, se inició en la vida con adolescente relación amorosa-sexual con su profesora de piano —madura y un tanto desequilibrada— para pasar, ya en la treintena a ser abandonado por una esposa insatisfecha y radical deseosa de emancipación y exitosa carrera literaria. Alissa Eberhardt desaparece de la vida de Roland y lo deja, casi padre soltero, con un hijo de meses y ante un panorama perplejo de trabajos precarios, nuevas relaciones sentimentales y la desazón ante un mundo que no comprende o atisba malogrado.

Roland sigue adelante, criando al hijo al que no oculta la deserción materna y al que no inocula el rencor ni la nostalgia de lo que pudo ser. Y es que Roland parece hacer honor, en su vida, al epígrafe que el autor espiga del Finnegans Wake de Joyce: «Primero sentimos. Luego caemos». Y esta es una de las lecciones que nos concede McEwan, que toda vida es narración de una vida y la herramienta más potente es el recuerdo de lo vivido y la esperanza de que lo porvenir sea mejor para los que dejamos. Lecciones de vida, sí, pero también lecciones de literatura que nos da un escritor prodigioso en su salsa y demostrando su maestría para trasladar al lector por estructuras laberínticas que viajan al pasado o lo insertan en la más efervescente actualidad.

                Esta Lecciones demuestra, a su vez, la capacidad del propio autor por regresar a narración poderosa tras obras penúltimas deslizadas a terrenos experimentales de la ciencia-ficción, la fábula política y la fantasía (Máquinas como yo, La cucaracha y Cáscara de nuez) para llegar a esta obra maestra que bien podría ser una despedida de una intensa carrera. Y lo que hace McEwan es reivindicarse como gran novelista británico actual ante otros grandes de su generación como el recientemente fallecido Martin Amis y el aún en activo Julian Barnes. Porque, eso sí, el autor de Expiación y Chesil Beach demuestra en esta novela que aún se puede escribir de la existencia sin necesidad de recurrir a atrabiliarias narraciones sangrientas o terroríficas tan propias de los manidos thrillers de los últimos tiempos.

La vida aparentemente anodina del Roland Baines de Lecciones nos advierte sin aleccionar sobre el mito de que una vida heroica ha de estar por encima o delante de la Historia y demuestra que no, que toda vida, por muy común que parezca, tiene cabida en una narración si esa narración se ejecuta con vigor y solvencia. Este es el caso del libro de McEwan. Su habilidad para los tránsitos temporales, las digresiones del protagonista, las relaciones metaliterarias y la gracia para entreverar el devenir histórico particular con la superestructura social de la Historia.

Roland Baines somos cualquiera de nosotros, ciudadanos europeos del último medio siglo que hemos crecido con el recuerdo —en algunos casos más literario que vital, por edad)— con los acontecimientos históricos más relevantes del occidente y podemos reivindicarnos en la vida de Roland por los amores (trágicos o festivos) que hemos vivido, los abandonos y las rupturas, los traspiés económicos o los fantasmas del pasado, en definitiva, por lo que representa vivir. Porque como dice el narrador, hablando del ocaso en la marea de la vida de la madre de Roland, «A medida que se retiraba dejaba charcos de recuerdos extraviados al azar».

Sí, memoria, escritura…Son un atributo importante de esta novela. Porque McEwan juega con múltiples referencias literarias, como si reivindicara que una vida es más plena si tiene cerca la literatura y los libros. Y en esta novela-historia muchos escriben: Alissa, la esposa que abandona a Roland, lo hace para ser escritora de fama; Jane, madre de aquella y escritora frustrada por elegir una vida conyugal opresiva y frustrante; el mismo Roland, escritor de diarios. Y también lecturas, autores. Conrad, Musil, Proust, Seamus Heaney, pasean por la novela como si el autor quisiera dar una lección añadida: que la vida es literatura.

Y es en la cuarentena cuando Roland comprende que la existencia son recuerdos y que esos recuerdos, si están escritos, parecen más verdaderos. Entonces decide llevar un diario que se alarga hasta su vejez. Diarios que se multiplican en decenas de cuadernos con las notas del presente y se convierten en la memoria de una toda una vida. Sin embargo, ya en la vejez, Roland relee esos cuadernos y los compara con los que escribió su suegra Jane durante la Segunda Guerra Mundial y que una vez pudo leer y comprende que los suyos no tienen la fuerza de la gran literatura y los destruye en pira literaria con un té en la mano pues «albergaba más en la memoria y la reflexión de lo que podría haber hallado en sus diarios».

Los lectores estamos, en resumen, de celebración por esta gran novela de un McEwan de setenta y cinco años en plena forma creadora. Leamos pues este libro y aprendamos la lección, aunque no haya lección que enseñar, pues, como le pasa al protagonista, «en ese momento liberado pensó que no había aprendido nada en la vida ni lo aprendería nunca».


viernes, 8 de septiembre de 2023

Peripecias de los hermanos Schneider de Esta bruma insensata

 


El último libro publicado por Enrique Vila-Matas fue Esta bruma insensata, (Seix Barral 2019). Desde entonces nada se sabe del escritor.

Para ser más exactos, en 2020 se publicó un libro-entrevista en Wunderkammer, realizado por Anna María Iglesia. Pero esa entrevista, tanto preguntas como respuestas, bien podría haber sido una construcción ficticia de la periodista (genial en todo caso), inventando las respuestas del escritor desaparecido. Ya el título, Ese famoso abismo, nos hace dudar de la presencia del autor en terreno firme. No, no se fíen, Vila-Matas ha estado estos tres años de ausencia en un lugar desconocido, sí, explorando un abismo, el abismo de la desaparición de la literatura.

Permítanme desvelarles dónde ha estado el escritor barcelonés. O mejor, lean mi propio libro, La paradoja del detective donde desentraño las circunstancias de la desaparición del escritor. Vila-Matas ha estado conspirando para hacer desaparecer la literatura. Así, como lo leen. En mi novela demuestro que Vila-Matas son, en realidad, dos personas, dos escritores de vocaciones diversas (Pregunta: ¿es uno Vila y otro Matas?, quién sabe). El propio autor dio alguna pista en su último texto. En Esta bruma insensata, los dos hermanos, Simon y Rainer, son los trasuntos de las dos personas que forman la marca Vila-Matas. En todos sus libros V-M ha ejercido el arte de desaparecer y el arte de transmutarse en heterónimos, en pessoas múltiples, Doctor Pasavento, doctor Ingravallo, doctor Pynchon, los (tres) hermanos Tenorio de Lejos de Veracruz, y así hasta el casi infinito. Sí, lean mi libro y descubrirán quienes son los dos escritores de estilos opuestos que escriben los libros de V-M.

En La paradoja del detective describo la escisión de esos dos autores que se conocieron en Paris en los años setenta y decidieron formar una sociedad literaria. Pero tras su última novela rompieron su sociedad. Uno ponía las citas y el otro las aventuras, uno aportaba la literatura y el otro la vida. Ya desde mis primeras lecturas de V-M intuí que este autor era, realmente, un escritor de novelas de aventuras. Más que Ian Fleming, más que Salgari. Viajes no faltan en las novelas de V-M. Viajes y desventuras, viajes y encuentros inesperados, viajes y monstruos, llegadas a puertos y aeropuertos, desapariciones, asesinatos, traiciones. ¿No es todo eso literatura de aventuras?.

En mi libro desvelo las últimas peripecias de los dos Vila-Matas. Han descubierto la organización que controla la literatura y que está transformando los libros en barato objeto de consumo. Las dos personalidades de V-M han luchado para desenmascarar el complot y han conseguido salvar a la literatura. ¿Cómo?. Haciéndola desaparecer, llevándola a las catacumbas, a los sótanos de lo literario verdadero, luchando contra los «cuervos perdidos en el mafioso centro de la selva fúnebre de su industria». En mi libro desvelo quienes, junto a V-M, han conspirado contra lo putrefacto de la literatura, de las libros legibles, de los autores mediocres, de tanto advenedizo famoso que pone nombre a novelas vomitivas. Tras la aventura los dos escritores se han separado y tomado caminos diferentes.

En los últimos días se da la noticia de la aparición de un nuevo libro de V-M para fin de agosto. Su título es Montevideo (Seix barral, 2022). Noticia fantástica para los lectores de V-M. Pero la pregunta es ¿quién ha escrito ese nuevo libro, el autor literario o el escritor de aventuras?. ¿El gran experto en citas distorsionadas y vidas de otros autores o el narrador de viajes, ausencias y desapariciones?

Ignoro el asunto y la trama de Montevideo pero seguro, tratándose de V-M, que hay mucha literatura y muchos viajes, como si leyéramos a Borges y a Stevenson a un tiempo.

«Ojalá comprendas que tu destino es el de un hombre que debería estar deseando elevarse, renacer, volver a ser. Te lo repito: elevarse

Si desean elevarse «sobre la pesada vida terrestre» lean La paradoja del detective. Y, por supuesto, lean el libro de los Vila-Matas.

Denominación del blog

 

La ciudad ascendente es la ciudad de los libros.

Qué es este blog

 Para viejos lectores que leen con asiduidad ya tengan 20 o 60 años. Son lectores con una lupa que no se dejan atrapar por portadas de colorines.

(El viejo lector no cumple años, cumple lecturas)

Poesía cuántica

 

             



Poesía cuántica

 

             Siempre había considerado eso de los heterónimos pessoanos un asunto esotérico y más bien una retórica poética. Pero ya sabemos que la literatura casi siempre es más certera que la propia ciencia.

             Hace un tiempo leí una noticia sobre científicos de la NASA que habían hallado evidencias de la existencia de un universo paralelo donde el tiempo corre hacia atrás. La física cuántica ha desarrollado tales potenciales y llegado a hablar no de uno sino de múltiples universos.

             La llamada «Interpretación de Copenhague» afirma que hasta que no se produce una medición del objeto básico de esa mecánica, la función de onda está formada por la suma de todos los posibles estados. Véase a propósito el famoso “gato de Schrödinger”. Ya en 1955, Hugh Everett defendió que esas otras posibilidades no desaparecen, sino que el universo se ramifica en tantos otros universos como posibilidades.

             Y aquí viene de nuevo Pessoa y sus múltiples personalidades, cada una autora de una obra propia. También la intuición de Oscar Wilde en su Dorian Grey podría estar en la senda de esas teorías de múltiples y paralelos mundos y vidas.

             Pessoa no solo creó varios heterónimos y sus correspondientes obras, sino que alguno de ellos mantuvo una ética cercana a esas teorías científicas cuánticas. La Oda 94 de Ricardo Reis dice así:

 

Viven en nosotros innúmeros

Si pienso o siento, ignoro

quién es quien piensa o siente.

Soy tan solo el lugar

donde se siente o piensa.

Tengo más de un alma.

Hay más yos que yo mismo.

Existo, sin embargo

indiferente a todos.

Los hago callar, yo hablo.

Los impulsos cruzados

de lo que siento o no siento

porfían en quien soy.

Los ignoro. Nada dictan

a quien me sé; yo escribo.

 

             Recordemos que Pessoa/Reis escribió esto antes de 1936, año de “sus muertes”. Hace menos tiempo, ya en el siglo XXI, el científico Sean Carroll reafirma su convencimiento de esos mundos paralelos y según sus palabras «tendré que aceptar la incomodidad de esas otras copias de mí que se producen continuamente».

             Llegados aquí, ¿Quién dice que la literatura, la poesía sólo trata de imaginaciones sin fundamento?

El poder de la distracción, de Alessandra Aloisi

 




El poder de la distracción

Existen conceptos sobre los que todos creemos saber algo o los consideramos asuntos nuevos o sólo contemporáneos. Es el caso del objeto de este breve ensayo sobre la distracción. La sociedad actual considera la distracción una actividad alternativa a las ocupaciones obligatorias formalizadas socialmente, esto es, al trabajo, a las tareas organizativas, los convenios sociales… Cualquier ciudadano definiría la distracción como los ratos de ocio y diversión.

En el libro que nos ocupa, la autora ha preferido remontarse a la raíz del término y, acompañada de testimonios filosóficos, literarios y artísticos, llevarnos de paseo por los caminos menos transitados o, al menos, más desconocidos. Y digo desconocidos no para personas eruditas o formadas en filosofía, sino para el lector común, que, aunque interesado, estará menos al tanto de las referencias cultas. Pues este libro se dirige a un público general, no a doctos especialistas. Se agradece ese afán divulgador en temas nada superficiales.

Así que la autora nos remonta a Pascal ya su concepto del divertissement, que el filósofo utiliza para referirse a la «dinámica a través de la cual los hombres tienden a apartar la vista de las preguntas o las tareas fundamentales de su existencia y llegan insensiblemente a la muerte». Por tanto, el divertissement pascaliano no es divertimento sino el conjunto de «actividades que llenan nuestras jornadas apartándonos de la tarea de pensar en nosotros mismos».

Desde este comienzo tan profundo y de carga tan teológica y moral del pensamiento pascaliano, la autora nos deja transitar por referentes más amenos. Del uraño y misántropo Pascal nos encontramos con el reflexivo y condescendiente Montaigne para quien el término divertissement refiere más bien a la distracción, a la desviación del intelecto hacia los objetos más variados. Para el “inventor” del ensayo «la variación siempre alivia, disuelve y diluye». Lo que en Pascal es tendencia general de la vida humana en la condición de pecado, para Montaigne se trata de un valor ético y «práctica de vida buena y saludable».

Personalmente me agradan esos libros cuyo título comienza con Elogio de…, o El arte de…. Así recuerdo los magníficos Elogio de la ociosidad de Russell o Elogio de la estupidez, de Erasmo de Roterdam. Y aquellos de El arte de la guerra de Sun Tzu, o El arte de callar, del Abate Dinouart. Y es que este ensayo bien habría podido llamarse Elogio de la distracción o El arte de estar distraído. Y esto viene al caso porque la autora, Alessandra Aloisi, hace en su libro un elogio de la distracción y nos revela la deuda del arte con esos episodios de desvío de la realidad.

El recorrido por la historia de las ideas sigue y nos encontramos con Leopardi y sus pensamientos en aquel delicioso libro Zibaldone. Conocemos a Maine de Biran, a Rousseau, a Horacio Walpole.

Leopardi escribió: «Yo considero aquellos a los que se llaman placeres como útiles y conductores de felicidad».

Otro acierto de Aloisi es aludir, sin caer en la polémica actualizadora, a las distracciones tecnológicas, a las que no considera formas de distracción artística, sino más bien meros pasatiempos que sin embargo nos impiden el ensueño y constriñen la imaginación.

El rastro que la autora sigue nos conduce a Proust y a las sugerentes revelaciones que su memoria involuntaria trae al espíritu del narrador. En la Recherche encontramos continuas referencias a la rêverie, al ensueño del recuerdo. En realidad, nos dice la autora, «el gran descubrimiento proustiano tiene menos que ver con la memoria que con el poder de la distracción».

Locke, Rousseau, Xavier de Maistre, Poincaré son algunos más de los autores a los que la autora apela para indagar en la capacidad de la distracción y el ensueño para traernos a la consciencia sensaciones que parecieron pasar inadvertidas. Es, por tanto, una potencia evocadora y creadora la de la distracción. Aloisi analiza la conexión de la distracción con locura, con la pereza, con el sonambulismo, con el viaje. Y ese es, por tanto, el poder de la distracción, su capacidad para crear el mundo y moldear la realidad.

Y ahora, para no distraernos de nuestra función, diremos de este libro que es un ensayo magnífico, de una longitud acertada y muy esclarecedor. Si a primera vista el título podría hacer pensar en uno de esos manuales de autoayuda sobre cómo pasar el tiempo libre, tras la mera lectura de su introducción nos revela una medida profundidad. Ensayo asequible, por tanto, para lectores sin una profunda formación filosófica ni literaria pero que busquen ciertas coordenadas intelectuales.

De agradecer las notas aclaratorias, no muy profusas y un índice onomástico que servirá al lector curioso para visitar el vínculo de ciertos autores con el asunto del ensayo.

Lean, pues, este libro y, una vez terminado, abandónense a sus distracciones y a sus rêveries.

  Nocturne de Gibraltar Autor: Gennaro Serio Editorial: Éditions L’orma, 2024                   Esta no va a ser una reseña al uso, lo advie...