Noir sobre blanco
Una mirada sobre LAURA,
novela de Vera Caspary,
Vi por primera
vez Laura, el filme de Otto Preminger de 1944 en los años 80, cuando me
dediqué a grabar cintas VHS de la televisión. Me hice así con una buena
colección de clásicos de cine negro. Desde aquella primera vez me pareció una
película deslumbrante y, a la vez, enigmática. Que la cinta estuviera
protagonizada por la bellísima Gene Tierny fue un aliciente y supuso, por qué
no decirlo, mi enamoramiento eterno de aquella actriz, calificada en su tiempo
como la mujer más bella del mundo.
Toda
adaptación cinematográfica de una novela se permite ciertas estrategias
inherentes al propio medio. Por propia definición técnica ─el lenguaje
del cine no es el literario─ una película cuyo guion está basado en una
novela ha de modificar, cortar y transfigurar la semántica original. Adaptar,
en definitiva. Y es que, como veremos más adelante, realizar una versión fiel
de esta novela no es sencillo (no lo fue), quizá sólo lo habrían hecho
directores de la nouvelle vague o del noir francés.
La película comienza
con una voz en off que nos introduce en la historia. Es la voz de Waldo Lydecker
que, a modo del narrador de un relato, se dirige al espectador como a un
auditorio congregado alrededor de una hoguera. Lydecker se convierte así en
nuestro anfitrión al contarnos la historia del crimen y la investigación
subsecuente mientras nos va presentando a los protagonistas. Esa reminiscencia
literaria atrae el interés del espectador y le posiciona en el punto de vista
del narrador.
En la historia
hay un crimen, sí, pero el elemento que opera como enigma de la película es la
atracción del detective McPherson hacia la protagonista, Laura Hunt. Esto no
sería relevante si el objeto de tal atracción fuera una mujer a la cual conoce
en el transcurso de la historia. Lo sobrecogedor es que el detective se enamora
de una muerta, de la persona asesinada y nos traslada (tanto al espectador como
al mismo McPherson) a un ámbito morboso pariente del trastorno sicológico.
Así, la
creciente obsesión de McPherson por la joven asesinada se convierte en un relato
paralelo a la investigación del caso. Entretanto el detective realiza sus
pesquisas policiales e interroga a los allegados de Laura, asistimos al proceso
(obsesivo, enfermizo) del enamoramiento. Y es aquí donde tenemos la clave que
separa la película de la novela en la que está basada. Ya les dije que las
herramientas del cine no coinciden absolutamente con las de la literatura. Esta
incluye a aquella como forma artística total, al ser el lenguaje escrito la
forma más precisa de entender la realidad. En el cine son las imágenes en
movimiento lo que crea la estructura narrativa. Las imágenes, su secuencia y
por supuesto los diálogos. Pero hay un aspecto del lenguaje cinematográfico que
no iguala la capacidad expositiva total que sí posee el lenguaje literario.
El caso es que
en la película se manifiesta el hecho fundamental (la atracción del detective
por Laura) mediante la imagen. Un retrato de Laura es el objeto referente. El
cuadro está en el salón de la casa de Laura, donde se desarrolla gran parte de
la acción. La imagen de Laura Hunt está en ese cuadro que el detective
contempla en soledad cuando va al apartamento (escena del crimen) para, supuestamente,
efectuar sus averiguaciones. El proceso de enamoramiento se hace también
explícito en los diálogos entre McPherson y Waldo Lydecker, en el que este
detecta y reprocha al detective su evidente atracción por Laura. No olvidemos
que Waldo se ha presentado como mentor y mejor amigo de Laura y se crea un conflicto
entre ambos admiradores de la joven asesinada. Pues bien, es el cuadro, la
representación visual de Laura, lo que ejerce de fetiche para informar al
espectador del vínculo amoroso unívoco del detective y la mujer asesinada.
Desde los años 80 he visto Laura una
docena de veces, y cada vez me parecía más enigmática esa atracción del
personaje de McPherson hacia Laura. A mitad del filme, el detective deambula
por el apartamento mirando en varias ocasiones el cuadro; ha entrado en el
dormitorio de la joven y revuelto sus cosas; ha abierto sus cajones y contemplado
la ropa íntima de Laura. Huele sus perfumes, revisa su mesa, ojea un cuaderno y
regresa al sillón bajo el cuadro con una copa en la mano. McPherson se duerme
abatido por el cansancio de sus pesquisas, por la tribulación amorosa y por el
efecto del alcohol. La escena siguiente nos muestra la llegada de Laura a su
apartamento y el encuentro ─que al principio aparece bajo la ambigüedad
de un verosímil sueño del detective─ con el policía. Desde ese momento,
la historia es fluida y al espectador nada le hace sospechar de otro enigma que
la incógnita de quién y cómo ha asesinado a una joven que ahora no es Laura.
He de confesar
que nunca me había interesado por la obra en la que el filme de Preminger
estaba inspirada. En los créditos se mencionaba como «based on the novel by Vera
Caspary», publicada en 1942 pero siempre supuse que tal novela sería una de
esas obras menores que había servido de base para un brillante guion y una
excelente película. Sin embargo, tras ver la cinta una vez más (hace un par de
años si no recuerdo mal) decidí buscar la novela de Caspary. Encargué una edición
de Alianza Editorial de 2016, traducida por Pilar de Vicente Servio. En la
portada se ve a Gene Tierney frente a Dana Andrews en blanco y negro que representa
la escena en que Mark McPherson interroga a Laura en el despacho de aquel bajo
un foco deslumbrador. Que las ediciones del libro posteriores a la película
lleven una portada con imágenes del filme demuestra que la novela quedó
superada y relegada por lo visual.
Pues bien, mientras
leía la novela descubrí que se trataba de un artefacto literario de primer
orden. Lo que Caspary había escrito era una apología de lo textual, un homenaje
a la capacidad de lo literario para explicar la realidad. La novela es un
compendio de voces narrativas, de los efectos de la escritura y la lectura en
la aprehensión de lo real. La revelación me hace pensar que todo el género
negro se presta a construcciones más allá de su propio ámbito. Resulta que en
la novela no es sólo Waldo Lydecker quien narra la historia, sino que también
McPherson y Laura construyen su relato mediante sus escritos y sus lecturas.
La novela está
dividida en cinco partes y cada una es el lado de un prisma de la realidad. Hay
tres narradores, Waldo, McPherson y Laura. La primera parte es el relato del escritor
y nos narra (recordemos aquella voz en off del filme) el asesinato de Laura y
nos presenta su relación con la joven. Además, Lydecker enfatiza el aspecto necrofílico
de la atracción del detective y su evidente rechazo hacia este. En la segunda
parte el punto de vista se desplaza a McPherson, que narra la aparición de
Laura y el proceso personal de su enamoramiento por la joven renacida de la
muerte. La tercera parte es la transcripción taquigráfica de la declaración de
Shelby Carpenter, el novio de Laura, en la que están presentes el teniente
McPherson, el propio Shelby y el abogado de este, Mr Salsbury. En la cuarta
parte es Laura quien hace la narración hasta minutos antes de la escena final,
que forma la quinta parte en la que de nuevo McPherson retoma la narración para
describirnos el desenlace.
Y es esta
brillante estructura literaria, este prodigio de construcción narrativa, lo
que, por razones técnicas obvias, queda desfigurado en la versión
cinematográfica. Este hecho no obsta para que el resultado artístico del filme sea
impecable. Se trata, como dije al principio, de dos géneros artísticos
diferentes con sus propios recursos estilísticos. Es lógico que el director y
sus guionistas vieran la necesidad de crear un punto de referencia visual
(icónico) con el fin de guiar al espectador en el relato del enamoramiento del
detective.
Es lógico
imaginar que los guionistas decidieran sustituir el entramado literario ─tres
narradores que escriben textos─ por una construcción visual y dialogada. La
historia del rodaje cuenta que tal cambio fue sugerido por el productor Zanuck
a los guionistas, Hoffenstein y Reinhardt. Y sospecho que para enfatizar
el elemento visual decidieron contratar a una actriz «bella» como Gene Tierny. La
belleza explícita de Tierny sirve de vínculo entre el espectador y el
sentimiento de McPherson. ¡Cómo no va a enamorarse uno de Gene Tierny! Se
enamora el detective y se enamora el espectador (no sólo el espectador
masculino, cualquier mujer entendería tal atracción). Curiosamente en la novela
Laura no es una mujer especialmente «bella». Y es esta sustitución de lo
textual por lo visual lo que me chirriaba de la película cuantas veces la veía.
Siempre me
pareció excesiva la obsesión de McPherson por la joven asesinada. No olvidemos
que el teniente demuestra su pasión antes de que Laura regrese de entre los
muertos. Así se explicita en la escena en que Waldo le reprocha su interés por
adquirir el cuadro de Laura una vez que todos sus enseres se ponen a la venta
tras su fallecimiento. ¡Qué obsesión la de este hombre por una mujer a la que
«sólo» ha visto en un cuadro!, me decía cada vez que veía la película. Sí, la
chica es una belleza, pero… El caso es que todo cobra sentido tras leer la
novela. Ese «vacío», ese punto ciego está explicado por el elemento textual
eliminado en la película. Veremos porqué.
Y es que
McPherson, en aquellas escenas en las que «husmea» el apartamento de Laura, no
sólo contempla el cuadro (de hecho, en la novela el cuadro es un elemento
secundario), sino que lee sus diarios. Es decir, además de curiosear y
acariciar las prendas íntimas de la joven, el detective se introduce en lo más profundo
de una persona, en sus escritos privados, en sus confesiones personales, en la
exposición de su personalidad, lee su diario. Y ese diario, para Laura, es muy
relevante. Así lo confiesa al comienzo de su narración, «La semana pasada,
cuando creía que iba a casarme, quemé mi niñez tras de mí. Y juré no volver a
escribir un diario». Y es que McPherson entra en la intimidad de Laura a
través de su “vida escrita”: lee su diario, curiosea sus cartas, sus facturas; escruta
los libros de su biblioteca. Es decir, en esta novela la lectura es un modo de
investigación. Y la escritura es un modo de expresión. Lydecker escribe (es
periodista y escritor), McPherson escribe, «Ahora yo continuaré la historia»,
dice en la primera página de su “parte”. «Mi relato no tendrá el sofisticado
toque profesional que, como diría él, distingue la prosa de Waldo Lydecker».
De este modo explícito, McPherson comienza su narración y se convierte en
escritor, toma el relevo de Lydecker. Y desvela de algún modo que se enamora de
Laura tras conocerla «en» sus escritos.
Y, por fin,
Laura también escribe. Su narración nos introduce en un relato más íntimo y
descarnado. Para Laura la escritura es también una necesidad. Desde niña había
llevado un diario. Al comienzo de su relato confiesa su necesidad de expresar
su intimidad en él, «Nunca he sabido llevar un diario al uso, reducir mi
vida a una línea por día, ni conceder al desayuno del día 16 la misma
importancia que al enamoramiento del 17». Y más adelante confirma su apego
por lo escrito, «antes de empezar a pensar con la cabeza sobre cualquier
acontecimiento, tengo que verlo como algo sólido, en papel». Se revela en
esta declaración la categoría lectora de la joven. La realidad vista a través
de las palabras. Tanto es así que más adelante Laura admite que una vez intentó
escribir una novela, «era mala y nunca la terminé; pero la escritura espesa
el polvo». Y aquí no se trata sólo de poner por escrito los sucesos que les
acontecen a los protagonistas narradores, es algo más, es una intención de
estilo, de “escribir como se debe”.
En un momento
de la narración, Laura se va por el lado lírico, hablando de pétalos rojos que
se dispersan a sus pies. Y, entonces, se para y corrige ese estilo. «Esta no
es forma de escribir la historia. Debería hacerlo de manera simple y coherente,
enumerando los hechos uno a uno y poniendo orden en el caos de mi mente». Con
este gesto la joven se distancia del estilo de Waldo, lírico y sofisticado, y se
acerca al estilo seco, sobrio y popular de McPherson. Podríamos ver aquí la
intención ─ ¿de Caspary?, ¿del personaje Laura? ─ por producir un deslizamiento
de la alta cultura representada por Waldo a la cultura popular que representa
el policía (paso de la novela clásica de misterio al hardboiled). Este
deslizamiento resultaría anecdótico si no llegara unido con otro deslizamiento
más profundo. Porque, ¿no es asimismo un desplazamiento la degradación personal
y social de Laura al dejarse caer en brazos del tosco e insensible policía?
Laura se abandona a una devaluación personal. Waldo nos ha presentado a una
Laura sofisticada, inteligente, madura, creativa, dueña de su vida. Y como tal
la vemos tras su regreso de la muerte. Pero no tardamos en asistir a una
degradación de aquella Laura ideal (diríamos que “creada” por el elitista
Lydecker) para contemplar a una Laura abandonada a lo sensual, atraída por lo
barriobajero y embrutecido del mundo de McPherson. Por su puesto, en la
película esta «degradación» de Laura no se ve por ningún lado.
En las últimas
páginas de su propio relato, Laura se abre a las pasiones, se abandona a la
lascivia, se convierte en otra mujer o, por qué no, se muestra verdadera. Lo
que leemos lo ha escrito Laura, es su confesión. Hace literatura. Hay una
escena clave en este proceso de degradación. Aparecen Laura, McPherson y
Lydecker. El escritor trata de “salvar” a su amiga de entregarse al teniente,
pero ante el empeño de Laura, desiste: «Os felicito por vuestra
autodestrucción, hijos míos ─dijo Waldo, colocándose las gafas sobre la nariz»
─ «Waldo ─dije, dando un paso tímido hacia él. El brazo de Mark se tensó y me
agarró. Me sujetó y olvidé al viejo amigo que esperaba junto a la puerta, con
el sombrero en la mano. Me olvidé de todo; incluida la vergüenza, y me derretí,
con la mente nublada; me liberé de todos mis miedos y angustias y me dejé caer
en sus brazos, como una fulana».
A partir de esta escena asistimos a la máxima
degradación de Laura. Ella misma se califica y parece hacerlo ─mediante la
escritura, para mostrarlo al mundo─ con placer morboso. Las palabras utilizadas
nos parecen insólitas en boca de la joven sofisticada que conocíamos. Desde
luego no son palabras imaginables en boca de la actriz Gene Tierney. Todo esto
no aparece en la película, por supuesto. Por eso la novela llega mucho más allá
de contarnos una historia policíaca. La novela cuenta la historia de la
conversión de una mujer. Y es la propia Laura quien nos lo cuenta, la que desea
contarlo: «Sigo sentada al borde de la cama, a medio vestir. […] Tengo las
manos tan frías que apenas puedo sostener el lápiz. Pero debo escribir; tengo
que seguir poniéndolo todo por escrito para despejar la confusión de mi mente y
pensar con claridad». Ese deseo de contar, esa necesidad de contarse es la
de todo buen escritor. Escribir como único modo de ser en el mundo. Laura se ha
quedado sola tras la salida de Mark, escribe en la noche, está dispuesta a
todo, se abandona. Las últimas líneas de su relato resultan soberbias: «Está
sonando el timbre. Puede que haya vuelto para arrestarme. Me encontrará como a
una furcia, con mi combinación rosa con un tirante caído sobre el hombro y el
pelo suelto. Como una muñeca, como una tipa, como una mujer de las que los
hombres utilizan y luego dejan de lado».