viernes, 22 de noviembre de 2024

 


Yo estoy en la imagen

Miguel Ángel Hernández

Acantilado, 2024

259 páginas

 

Por distintos motivos he tardado en leer el libro de Miguel Ángel Hernández desde el día en que me hice con él. Y, también por circunstancias personales, lo he leído en diversos lugares: la sala de espera de un hospital, el banco de un parque, en el metro, en el coche (aparcado), en otro hospital, en mi sillón de lectura…

Ha sido, pues, una lectura dispersa, azarosa, inconstante. Y al terminar de leer el libro —hace cuatro días, bajo la sobrecarga visual del desastre en Valencia— he reparado que no lo había subrayado apenas como suelo hacer con este tipo de lecturas. No he subrayado apenas porque, he imaginado, que esta primera lectura la he realizado como esas visitas a los museos en las que uno apenas se para ante los cuadros que admira postergando una mirada atenta en la segunda pasada. Lo intempestivo de mi lectura ha hecho que leyera los capítulos del libro de Hernández como lector salteado, ese que quería Macedonio Fernández para sus textos. Esta lectura a saltos (constato ahora) le viene bien a estos Ensayos afectivos y ficciones críticas que nos presenta Hernández.

El libro es una (re)construcción formada por textos varios: notas para catálogos de exposiciones, artículos para revistas, reflexiones sobre fotografías…, textos escritos por el autor en los últimos años, publicados aquí y allá al tiempo que sus novelas de largo alcance (Intento de escapada, El instante de peligro, El dolor de los demás) iban dando cuenta de una capacidad narrativa por encima del mediocre panorama nacional.

El yo de Yo estoy en la imagen es el mismo que está en las novelas de Hernández. Es un yo que mira, que se para ante la realidad (o la ficción) de una escena, de una fotografía, de un video. Es un yo observador, mirante, escrutador de espacios y de vacíos.

Como decía, mi primera lectura resultó fugaz, sin marcas en los renglones, sin notas ni citas extraídas. Solo me quedó el recuerdo, el rastro, las trazas de textos potentes y evocadores, unos más que otros, como todo recuerdo filtrado por la propia imaginación. En efecto, hay textos que me han interesado más que otros, por su hondura, su temática, su punto de vista.

Antes de sentarme a escribir esta reseña, he releído el libro de MAH con el afán de demora, de detenerme ante la escritura como si esa escritura fuera una imagen. Y ahí sí, ahí se han manifestado las frases a subrayar, la sintaxis adecuada, el trazo, el foco, el objetivo. Porque Hernández está en la imagen de sus textos, porque se mezcla (ese yo) con la materia tratada en un afán autobiográfico, afectivo, personal y propio.

El libro está organizado en cuatro bloques bien definidos, aunque en todos se dejan ver los recursos del autor: el yo narrador, el recuerdo, el viaje, la mirada crítica… Cada bloque —como indica el propio autor en el prólogo— atañe a un concepto o «campo magnético»: imágenes, tiempos, espacios y memorias.

Como mi lectura ha sido a salto de mata, he ido alternado textos de diferentes bloques, creando, de algún modo mi propio orden de la obra.

Durante la relectura del libro me han ido asaltando sin remisión las imágenes de la devastación, escenas de la catástrofe provocada por la gota fría (me resisto a llamar con nombre de mueble de Ikea a un fenómeno meteorológico tan devastador), las lluvias torrenciales y las crecidas de torrentes. Y la incompetencia del estado.

Algunas afirmaciones de Hernández (o citas de otros autores) se adaptaban a lo que pasaba ante mi vista.

Jaques Rancière sobre la obra de Alfredo Jaar: «No es que veamos demasiados cuerpos que sufren, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos que no nos devuelven la mirada que les dirigimos, de los que se habla sin que se les ofrezca la posibilidad de hablarnos.»

De este modo mi relectura de Yo estoy en la imagen se entrelazaba con los videos de supervivientes y afectados entre el barro y la chatarra. ¿Estaba yo (y ustedes) en la imagen?

¿Nos olvidaremos de estas imágenes, algún día?

¿Será verdad, como apunta Hernández que sugiere Georges Didi-Huberman en Ante el tiempo, «que toda imagen es anacrónica y lo es porque toda imagen, por definición, está siempre fuera de su tiempo y, que, además, la imagen nos sobrevive?»

¿Será esto cierto con las imágenes de Valencia?

Quizá miremos estas imágenes en el futuro con la mirada del arte, «como una pantalla de protección, que muestra y a la vez esconde, que nos sitúa frente a la luz deslumbrante de lo real, pero al mismo tiempo la recubre para que no nos ciegue del todo, que revela el fuego, pero no quema, que punza, pero no hiere.»

¡Quién sabe qué será el futuro!

Ahora lean el libro de Miguel Ángel Hernández, merece la pena.

Y quédense en la imagen, por un tiempo.


                                                                                                Entreletras octubre 2024


sábado, 2 de noviembre de 2024

 

Un puñado de flechas

María Gainza

Anagrama, 2024

244 páginas


«Podría decirse que alguna vez fui una coleccionista de subrayados. Muchos de ellos han terminado en este texto», dice la autora en una nota de la página 44.

Se trata de una advertencia (o constatación) de la forma audaz de escribir o enfrentarse a la escritura que tiene María Gainza. Su modo es un poco aquello del «modo linterna» de Chejfec, un modo de paseante con candil que ilumina las zonas oscuras.

Este modo de Gainza, por cierto, ya lo ejecutaba en su libro El nervio óptico, que quien escribe leyó tras lectura del título reseñado aquí. Así pues, lo que diga vale para ambos libros, adscritos a la misma y conjunta excelencia narrativa. Libros, además, con la virtud de proponer lectura y relectura.

Un puñado de flechas son textos mestizos, aquellos que toman y dan referencias de otras artes. No en vano Gainza, nacida en Buenos Aires, fue crítica de arte y ha impartido cursos sobre ello. Es de lo que va este libro, de las tangentes y tangenciales flechas entre arte y literatura. La propia autora nos lo avisa: «La escritura de mis libros debe ser algo que sucede mientras hago otra cosa…». Escribir mientras se mira de reojo entorno.

Y así sucede en este libro, que no es novela, ni ensayo, ni relato autobiográfico, ni crónica porque es todo eso a la vez, quizá más cerca de conceptos afortunados como «ficción crítica». Aquí se habla mucho de arte, de cuadros, de historias de la pintura, de las venturas y desventuras de pintores conocidos y menos. Gainza sabe de lo que habla, pues habla de su vida en el arte y de su experiencia vital y de su tarea escritural.

César Aira ha dicho que la literatura es la forma superior de expresión pues acoge a las otras artes y, paradójicamente, han sido otras artes, pintura, escultura, las que han imbuido a la narrativa técnicas y formas novedosas y arriesgadas. Así pasa en este libro de Gainza, que lo narrativo administra miradas artísticas aledañas a la literatura, pues ese deambular de la autora por las vidas y trasiegos de pintores, coleccionistas de arte y familiares no es sino administrar los residuos que han ido dejando aquellas experiencias artísticas y confabularlas para crear un sistema personal.

La lectura de Un puñado de flechas (y de El nervio óptico, ya que nos ponemos), se hace fluida, natural, dialogante y cómplice. El lector se apega al delirio y a las vicisitudes de la autora, sufre y ríe con ella, se lamenta y se entusiasma. Y aprende; el lector aprende de pintura, de arte, de la vida (ajena); se inmiscuye en la intimidad de la narradora para congraciarse con la propia.

Por estas páginas aparecen Francis Ford Coppola, Cézanne, Thoreau, el enigmático Bodhi Wind, el pintor Guillermo Kuitca, Alberto Goldenstein y muchos otros. El lector —y este que escribe lo admite— puede que no haya oído hablar hasta ahora de la mayoría de ellos, que sus nombres no le digan nada, pero Gainza se ocupa (y eso lo hace bien) de adscribir al lector a esos nombres y personajes. Tanto daría si existieran como si no (que es que sí), porque en la lectura se hacen visibles, tangibles, toman cuerpo narrativo.

Todo lo que nos cuenta Gainza se hace de nuestra incumbencia porque la autora lo trasmite sin mayor retórica que la natural de su estilo. Todo lo que nos cuenta parece hablar de otra esfera, como si hubiera una reverberación aledaña a la melodía nuclear. «Uno escribe algo para contar otra cosa», ha dicho Gainza en El nervio óptico, página 20. Y esa es la textura de Un puñado de flechas, un tapiz formado de palabras y de imágenes, verbo y mirada. No sin razón en el libro se incluyen fotos, grabados, imágenes de cuadros, fotogramas de películas. Sin exceso, es cierto, y se agradece la mesura, pues lo que prima es lo narrativo, lo literario, el lenguaje, la voz.

Quien esto escribe se ha divertido mucho con ambos libros de María Gainza. Me he divertido y aprendido. Uno, por tanto, está deseando dar con nuevos libros de la autora, libros nuevos o (por ahí tiraré, de momento) libros anteriores. Averigua el lector que existe una novela, La luz negra, de 2019 que obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz y una edición de notas y ensayos sobre arte argentino, Textos elegidos.

Entonces, seguir las huellas de María Gainza, de aquellos y estos libros, y terminar esta reseña con una cita de la propia autora que nos instala en un lugar adecuado. «No se necesitan más libros en este mundo, pero la sensación de estar absorbida por la escritura es una tarea de placer exquisito porque te exime de la realidad. A estar en estado de escritura, no al libro en sí, es a lo que aspiro cada mañana».

A eso mismo aspiramos los lectores, y el talento de María Gainza nos lo facilita, a estar en estado de lectura. Déjense, pues, atravesar por este puñado de flechas. Que lo disfruten.


 

Cartas desde la Biblioteca Marciana




Aquí estoy, entonces, convirtiéndome en un fantasma. Un fantasma que observa el Molo desde la ventana. ¿Soy acaso el guardián de los libros olvidados? ¿Soy el cautivo de esos mismos libros? Leo, no leo, busco frases de otros, las recito y las olvido.

Observo, para describirlo, el panorama ante mí, frente al Adriático, en la Riva dei Schiavioni; en San Marcos, sobre las columnas: El león. El santo. Las góndolas como delfines que no volverán a sumergirse en las profundidades. Figuritas en la Basílica: leoncitos, hombres de leyes, reos que van a morir, tozudos turistas, el mar, el Lido, las obstinadas naves nodriza vomitando visitantes en tiempo de su recreo. Es decir, ahí fuera el espectáculo. Aquí dentro, la sombra, el orden…, los libros. No sé si esto es un diario o una carta. Un diario se escribe para uno mismo (¡bueno!). Una carta va dirigida a otro.

Escribo esto para ti, Clarisse, pero te confieso que no la enviaré. Y si no llega a un destino, si nadie la lee, no es una carta. No sé qué voy a contarte de lo que hago aquí, Clarisse. Hoy miraba en internet y encontré una frase que ahora modifico a mi gusto y que dice: “La cultura, forma lenta de psicosis, también conduce al delirio”.

La última vez que estuve en esta Biblioteca Marciana fue el año de la plaga de insectos. Boccioni, entonces, era subdirector de la librería. Me enseñó los efectos de la plaga sobre cientos de volúmenes. Se había iniciado el tratamiento días antes y todo el recinto olía a insecticida. Recorrimos los almacenes donde guardaban miles de libros aun por recuperar. El olor a insecticida impregnaba todavía las paredes y las estanterías. Vimos ejemplares en los que el hambre de los xilófagos había dejado huellas evidentes. Habían devorado páginas enteras, comenzando por los bordes hasta engullir todo el papel. Según Marco aquellos bichitos se llaman pececillos de plata, en latín Lepisma Saccharina y que no se comen exactamente el papel. Estos devoran la superficie, es decir se comen literalmente los escritos, las palabras, la tinta de esos textos. Son bibliófagos. De algún modo se comen la escritura, son un tipo de lector devorador.

Me pregunto si esos bichos llegaron a entender algo de lo que comieron. El saber no ocupa lugar, dicen. En este caso, sí. Parte de estos libros carcomidos acabó en el estómago de unos insectos minúsculos y ahítos de literatura. Sospecho que ahora las editoriales fabrican los libros con insecticidas contra estas plagas y con esencias para atrapar a los incautos lectores

Recuerdo mi teoría sobre la equivalencia entre metro y literatura. Creo que alguna vez te la he contado, Clarisse. Es una metáfora, por supuesto. Las estaciones del suburbano, aparte de tragarse personas como en el cuento de Cortázar, pueden representar los diferentes estilos de la literatura. Representan estilos, épocas y autores, Y corrientes literarias.

Hay estaciones de metro refinadas como los habituales pasajeros que las usan, y estaciones depravadas donde el crimen es irremisible, estaciones vasallas que viven al servicio de otra mayor, las hay advenedizas que prosperan con el barrio. Existen también estaciones demediadas donde los viajeros no ven su propio reflejo viajando a otra parte, estaciones ociosas que apenas nadie utiliza, estaciones noctámbulas donde los viajeros duermen un sueño ebrio y donde los orines amarillean las paredes. Están esas estaciones que son como plazas públicas donde la gente se cita, pasea y encuentra el amor; hay estaciones prostitutas, que todos usan, pero nadie reconoce, y estaciones trascendentes donde las paredes exhiben mensajes profundos Hay estaciones madrugadoras, estaciones superficiales, estaciones olvidadas…

Ya ves, hay de todo en el metro. Como en la literatura. Del mismo modo existen, o han existido, diferentes correspondencias literarias. Hago una lista. Tren, estación. Autor, estación. Joyce es una línea sin conexión, Faulkner es una estación transbordo. Borges, nueva red interconectada con la red principal o un túnel de un solo sentido. Benjamin es una red de metro que conecta con otros sistemas de comunicación, ferrocarril, aeropuertos, salida a centros comerciales. (Filosofía, ciencia).

Hay autores que crean estación. Los pasajeros en un momento del viaje deciden parar, bajar y constituir un punto de encuentro y fundar una estación nueva, de la que pueden partir nuevos túneles, que conectarán con otras estaciones (autores). A veces nos prometen una línea de sensación extraordinaria. Todos van allá y se encuentran una especie de tren de la bruja, de cartón piedra, que únicamente nos proporciona algún susto pueril y un decorado estrafalario que solo emociona a unos. Esos son los best sellers. Tours guiados, te llevan y te devuelven sano y salvo, por túneles iluminados, sin acechos, sin peligros, sin esfuerzos. Es la literatura temática. Parques temáticos, sí, plagios de grandes estaciones. El realismo mágico y sus seguidores.

Vuelvo a pensar en el delirio, esa forma de ver el mundo. Es tan parecido a escribir que no renuncio a seguir escribiendo para descubrir algo. Uno no sabe los males que tiene hasta que no se lanza a poner frases en un papel. El delirio interpreta lo real. Algunos delirios son desconfiados, navegan en el misterio, inquietos, sorprendidos, alertas. Algunos locos imaginan que todo el mundo conspira contra ellos y otros imaginan que son felices.

Ya ves, Clarisse, que esa manía de los escritores de acumular analogías, símbolos, nombres y números no deja de ser el síntoma de su propia psicosis. He vuelto a dar con una cita con la que no estoy de acuerdo. Dice Cicerón que todas las personas sin sabiduría deliran. Pues no, es al revés en mi modesta opinión. Cuanta más sabiduría y cultura, más cerca de la locura estás. Eso no quita que algunos enfermos sean personas iletradas. Esos analfabetos delirantes estarían, en cualquier caso, más cerca de la sabiduría que el iletrado que parece cuerdo.

Así que esta tarde se me ha ocurrido teclear frases relacionadas con lo literario. Sí, no soy muy original, lo sé, Clarisse; más bien soy obsesivo. Vivo de y para los libros, aunque a veces odie su proliferación agotadora. Sé por experiencia que cualquier frase está dicha, sobre todo si es limitada y usa términos ordinarios. Si uno escribe, por ejemplo, “la casa es para dos” el buscador devuelve tres mil cuatrocientos sesenta millones de coincidencias o como se llamen. Pero si escribimos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”, devuelve solo dos millones ochenta mil entradas. Y, además, en este caso relaciona la frase con su autor, Pascal.

Si acortamos la frase y ponemos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas”, el resultado asciende a seis millones novecientos setenta mil entradas. Al parecer el detalle de la superación de la razón hace a la frase más restringida e ingeniosa. Y si reducimos la frase a “el último paso de la razón es reconocer” los resultados ascienden a setenta millones. Y es que eso es una obviedad, mucha gente ha podido decir esa frase, quizá en el cine o en el peluquero, «el último paso de la razón es reconocer… una buena película»; o «el último paso de la razón es reconocer un buen corte de pelo».

¿Qué te parece?, Clarisse. Yo no sé si con esto llegaré a una teoría. Me temo que no. Sigo escribiendo frases que se me ocurren a ver de quién dice el aparato (el buscador) que son propiedad. Escribo la frase “la literatura de calidad sigue empeñada en contar las mismas historias y repetir los mismos mensajes” y la máquina devuelve 152000 resultados (muy pocos) y dice que el primero en decir o escribir esa frase fue el escritor Andrés Ibáñez y me dirige a un artículo titulado ¿Qué se lee en el metro?, del año 2005. Y me pregunto, ¿es esta una frase tan original? ¿son sus términos tan poco ordinarios como para que tan poca gente la haya dicho o escrito? Y me doy cuenta de que la frase, así al pie de la letra es solo la que escribió ese escritor, el resto son encuentros de palabras sueltas de esa frase, segmentos de la frase, pero no en el orden en el que la escribió Ibáñez. Y, por tanto, concluyo que lo original es saber encadenar términos e ideas, como Pascal o Andrés Ibáñez y como Descartes o Borges. Pero un poco más tarde me he confesado a mí mismo —y ahora a ti— que he hecho trampas al solitario. La frase de Ibáñez la leí hace tiempo en aquel artículo interesante y que tenía tanta razón.

Vuelvo a nuestro paseo por Zúrich. Hicimos ese juego de perderse por las calles y retar al azar para encontrarse. Cambiamos París por Zúrich, eso sí. A la media hora nos vimos al principio de la Spiegelstrasse. Recorrimos la calle, despacio. Fue cuando me señalaste la fachada del Cabaret Voltaire. Me preguntaste desde cuando no venía por el barrio. A los de Zúrich nos gusta eso de que los dadaístas salieran de allí. No todo era París, Roma o Londres. Por aquí cerca vivió Lenin antes de hacer la revolución, ¿no? Sí, ahí mismo, dijiste, y señalaste un edificio de color sepia. Ya casi no me acordaba.

Hacía más de diez años que no iba por aquella zona. Y hablamos del Dadaísmo. La verdad, yo solo me acuerdo de Tzara, de Ball y pocos más. Tú habías trabajado en el archivo y administración de los documentos relacionados con aquel movimiento. Ya no hay revoluciones como aquellas, creo que dije. Siempre he imaginado que Lenin se inspiró en los dadaístas para su propia revolución, contestaste mientras contemplabas la fachada del local. Quizá bajó alguna noche a escuchar los poemas de Tzara o de Janko y de ahí sacó la idea, dije yo. Te pregunté si algo así sería posible ahora, en el siglo veintiuno. Y tú dijiste la frase que inspiró mi relato. Se me quedó grabada. Dijiste: Nun, Kunst verschwor sich nur mit sich selbst. (Bueno, el arte solo conspira consigo mismo). Seguimos nuestro camino mientras se hacía de noche y seguiste contando cosas de los dadaístas. Y dijiste una cita de Hugo Ball. “Acoge con alegría cualquier máscara”.

Y es que tenía razón Oscar Wilde al decir que la ficción tenía las horas contadas, agotada. Proponía la tarea del crítico como creador de nuevos espacios. Lo que sí me parece, como lector, es que no se debe escribir a comienzos del siglo XXI como en el siglo XIX y desdeñar las aportaciones de las vanguardias, de autores como Kafka, Joyce, Broch, Nabokov, Borges y otros tantos. Ahora muchos aprenden la técnica de Faulkner, de García Márquez, de Henry James y la aplican de forma nauseabunda a todo lo que escriben logrando así el beneplácito del público, pero creando meros productos de consumo. ¿Pero qué aportan?

He buscado en internet, ya puestos, la cita exacta de Wilde, y dice: «El crítico de arte y solo él puede apreciar todas las formas y todas la maneras. A él es a quien se dirige el arte». Yo creo que Wilde, cuando habla del crítico, se refiere al lector como nuevo ordenador del caos. El lector es el depositario del arte, el verdadero receptor de la sensibilidad.

La literatura— se me ocurre ahora— es como este agua de Venecia que carcome los ‘fondamenta’ y corrompe la piedra como un magma insidioso corrompe los cerebros de los hombres, delimita sus pensamientos y sus fantasías, recreándose a cada instante y absorbiendo el alma de la memoria, de igual modo que esta agua negra de Venecia va tragándose la tierra y las casas y algún día cubrirá por completo la ciudad donde sólo veremos libros de esta biblioteca Marciana flotando entre los restos del Campanile y del Palacio Ducal, entremetiéndose por los ventanales anegados, disueltos en millones de partículas tipográficas que buscarán recomponerse en nuevas combinaciones, formando nuevas frases e historias, ficciones desconocidas, otros laberintos.

Toda ciudad es un laberinto. Venecia es dos laberintos, entrelazados. La literatura es un laberinto. La literatura es Venecia.

 

Extracto de los capítulos El hombre del gabinete de mi novela La paradoja del detective (Ondina Ed. 2023)


lunes, 23 de septiembre de 2024

 



Nocturne de Gibraltar

Autor: Gennaro Serio

Editorial: Éditions L’orma, 2024

 

                Esta no va a ser una reseña al uso, lo advierto desde este momento. Al menos no será el tipo de reseña que quien escribe suele realizar. Aquí voy a hablar de un libro que no está en idioma español. Y eso ya no es normal, al menos para mí. El libro que pretendo reseñar aquí está escrito en francés y, además, su idioma original es el italiano. Por tanto, voy a hablar de un libro leído en francés y escrito originalmente en italiano. Si alguien —ya desde este instante— quiere desistir de seguir leyendo esta reseña, lo entenderé. Hasta pronto. Ciao!, ¡Au revoir!

                Para aquellos que se han quedado, diré que esta reseña no va a ser muy ortodoxa pues además pienso hablar de una novela propia. Sí, han leído bien, hablaré de una novela mía, que he escrito yo, que escribí con estas manos que escriben estos avisos necios. Voy a hablar de la novela del señor Serio y de mi novela (luego diré su título) porque en ambas hay coincidencias curiosas. No, no hablo de plagios, ni de inspiraciones comunes, ni siquiera hablo de coincidencias espirituales o demoníacas. Nada de eso. Hablo de coincidencias casuales. Ahora verán.

                La novela del señor Serio trata de un crimen. Eso es, de un asesinato. Esto, dirán ustedes, no es nada original. Pues no, nada original. ¡Cuántas novelas tratan de un crimen! Bien, pero no se apuren, lo original es quién es el asesino. No el asesinado, ni el método del criminal, ni siquiera de la investigación. No, lo original es que el asesino —ya lo digo— es el escritor Enrique Vila-Matas. Sí, Vila-Matas mata en esta novela. Vila-Matas mata, simplemente. Esto no es un…, ¿cómo dicen?, espóiler. Más bien es un gancho, un anzuelo. Lo dice la contraportada de la edición francesa que he leído. «En Barcelona, un joven periodista entrevista al escritor Enrique Vila-Matas. Pero todo se tuerce; el periodista es encontrado muerto y Vila-Matas se ha volatilizado». Si eso lo dice la contraportada del libro, yo puedo decirlo en esta anómala reseña.

                Bien, ya tenemos el caso. Entonces ¿se trata de una novela negra? ¿es una novela de crimen? ¿es esta del señor Serio, un giallo, como dicen los italianos? Sí, puede ser todo eso. Pero es mucho más. Si les digo la verdad, mi interés en leer esta novela la sugirió el hecho definitivo de que apareciera el señor Vila-Matas en ella. Confieso ser un admirador de Vila-Matas, un lector impenitente de todo lo que ha escrito. Considero a Vila-Matas uno de los más relevantes escritores europeos de las últimas décadas. Eso es. Por ahí me vino la curiosidad de leer la novela del señor Serio al que, hasta el momento, no conocía.

                Pero ¿eso es todo? ¿La novela es recomendable porque sale en ella Vila-Matas y mata a alguien? No. Confieso que el libro me ha gustado por más razones. ¿Habría leído la novela de Serio si no saliera Vila-Matas en ella y el asesino fuera —por ejemplo— Paulo Coehlo? Definitivamente no, no la habría prestado atención, en absoluto. Pero el caso es que sale el autor catalán y eso me interesó. Ya está explicado. Y ahora añadiré que la novela de Serio es buena, está bien construida y los personajes dan mucho juego.

                La novela es una construcción de carga metaliteraria, un juego de citas, referencias a múltiples escritores. Aparecen Maigret, Carvahlo, el Padre Brown, Ingravallo, Sherlock Holmes. Sí, todos son detectives, todos investigadores ficticios. Y es que al asesino Vila-Matas, desaparecido de la escena del crimen —el Hotel Rodoreda de Barcelona—, le persigue un joven detective sin nombre, enemigo declarado de la literatura, al que ayuda su hermana Soledad, experta en medicina legal y, esta sí, lectora sofisticada y con papel decisivo en la resolución del caso. El detective sigue la pista del huido Vila-Matas por territorios míticos de la literatura mundial hasta terminar … No, no seguiré desvelando el misterio.

                Pero, vaya, me doy cuenta de que el espacio establecido para esta reseña se acaba y no he hablado de mi novela como prometí al inicio. ¿Por qué este empeño mío en hablar de mi propia novela? ¡Una desfachatez!, dirán los unos. ¡Impropio de un crítico literario!, gritarán los otros. Bien. Aclaro que no soy crítico literario. Ni literario ni de nada que se pueda criticar. Soy un aficionado lector que escribe sobre libros ajenos. Y, sí, también escribo, así, sin más. Se me termina el espacio de esta reseña del libro del señor Serio y no he hablado de mi novela.

                ¿Qué conexión existe entre la novela Nocturne de Gibraltar y mi propia novela? ¿El título? No. ¿El caso? Tampoco. ¿El estilo? Ni por esas. Entonces, ¿qué diablos, dirán ustedes, pinta una promoción de novela propia en la reseña de un libro ajeno? Lo sé, es una anomalía. Pero como no soy más que un aficionado puedo permitirme ciertos requiebros al dogma.

                Mi novela trata de la desaparición de lo literario. Hay cuatro personajes que se hacen pasar por escritores muertos, Macedonio Fernández, Chesterton, Alfred Jarry y Gombrowicz. Estos montan una conspiración para destruir la literatura. Un detective joven, inexperto y bastante alejado de la buena literatura (¿les suena?) investiga la conspiración y, en el tráfago de pesquisas descubre a dos escritores que tienen el acuerdo de escribir a dos manos. Uno pone la aventura, otro pone las citas, las conexiones literarias, la metaliteratura. Estos dos escritores son un trasunto de los hermanos Schneider, personajes de Esta bruma insensata, novela de Enrique Vila-Matas. Fuchs, uno de los escritores falsarios, viaja a San Gallen para visitar el sanatorio donde estuvo ingresado Robert Walser y resulta que su guía es el bibliotecario Schwarz, autor del cuento que da origen a la estrafalaria conspiración de los autores muertos. No sé si me he explicado, pero es que se me acaba la hoja. En mi novela no sale Vila-Matas, pero casi, su espíritu anda por ella.

                Lean la novela del señor Serio. Léanla ya, en francés o italiano, o esperen a su edición española, que seguro alguien está realizando. Lean esta novela y lean mi novela. En ambas se juega con lo literario. Salen escritores y lectores locos y conspiradores. En ambas el detective sufre una mutación muy literaria, ya verán. En la mía salen dos escritores que son, juntos, una especie de Vila-Matas compuesto y bifronte. Es decir, como es el verdadero Vila-Matas, autor complejo y simple a la vez, autor enemigo de lo legible y de lo repetitivo, escritor generativo de nuevas literaturas, como un tapiz que…, ya saben.

                Nocturne de Gibraltar es muy entretenida novela, inteligente, enrevesada, lúdica. Y en ella Vila-Matas mata. En la mía el escritor mitad Vila-Matas también mata, pero…

                Ah, sí, mi novela se llama La paradoja del detective. Por si les da por buscarla. Adiós.

 


Año sabático o la novela de un ocioso

José Manuel Benítez Ariza

Editorial Polibea, 2024

 

                Voy a comenzar esta reseña contradiciendo al propio autor. Este libro no es una novela. Al menos yo no he leído una novela, he leído un diario. Y, por cierto, un buen diario. El autor, en el prefacio titulado Primera o última, ya nos advierte del dilema que tendrá el lector ante el ambiguo género otorgado al texto. Benítez Ariza quiere haber escrito —montado, compuesto— una novela pues toda construcción narrativa donde se administran diversos géneros, temas, hilos argumentativos, tramas y personajes será una novela. Y es que, sí, la novela lo aguanta todo. Todo puede ser novela. Y uno puede estar de acuerdo con el autor que en la página 749 confiesa su gusto por «armar libros diversos con textos que tuvieron su origen en el elusivo formato de un diario».

                En fin, qué más da. Sea novela, diario, crónica, este Año sabático es gran literatura. Pero como a mí me agradan los diarios celebro el texto —y así lo reflexiono en esta reseña— como un diario.

                Contradigo de nuevo al autor —cuánta vanidad en este nuevo desafío— en que este libro sea el objeto creado por un ocioso. Si bien es cierto que el diarista parece alejado de un trabajo obligado (el concepto romano de neg-otium), y remunerado, no deja de aparecer ocupado en las actividades más diversas: escribir, leer, presentar libros ajenos, asistir a exposiciones, visitar amigos. Es, decir, el diarista vive la vida y, por eso, la narra. Alguien lo dijo de otro modo: «Aquel que no hace nada en su vida escribe que no hace nada y, de ese modo, no obstante, hace algo». (Blanchot, El libro por venir)

                El propio autor se para a reflexionar sobre el acto de escribir un diario: «No es que vida y escritura sean, como dicen algunos biempensantes del vitalismo per se, inversamente proporcionales. Hay vida que te aleja del cuaderno, sí, pero lo que deja a cambio no vale lo que el cuaderno por sí mismo elige para sí y cree digno de preservar. Ni tampoco es que escribir te quite de vivir. Vives escribiendo. Lo otro es pasar los días». (p. 270)

                El diarista-narrador de Año sabático no para de hacer porque no para de escribir y de «salvar la vida mediante la escritura» (Blanchot). Como en todo buen diario, el lector se acomoda al autor, a sus días, a sus reflexiones, se desvía por los mismos senderos interpretativos. Podría ser, también, que uno (el lector) no congeniara con el espíritu del diario, es decir, que el autor no “cayera bien” al lector. Uno ha leído diarios así, en los que el diarista no se convierte en “amigo” del lector y este, durante y tras la lectura de cada jornada, no se iría a tomar una copa con el autor. En ese caso no pasa nada, leemos el diario con otra distancia, claro, pero con el mismo interés pues es como cuando en una novela nos adscribimos a un personaje sin necesidad de compasión.

                Dicho esto, con el diarista de Año sabático, uno (yo, el lector) sí me iría a tomar una copa y a cruzar unas palabras. Eso sí, con más sosiego que en el diario, pues Benítez Ariza no para, no tiene apenas sosiego: visitas, viajes, caminatas, celebraciones, actos poéticos. (Confiesa uno que no sería capaz de seguir tanto ajetreo artístico-festivo). La mirada, esa sí, la mirada del diarista es sosegada, certera, reflexiva. En este diario se contempla la naturaleza, los fenómenos meteorológicos, la arquitectura, los sonidos, lo humano. Todo forma parte de lo narrado, de la crónica de cada jornada. ¿Es todo eso insignificante? Quizá, pero de nuevo Blanchot nos rescata: «el interés del diario reside en su insignificancia. Esa es su inclinación, su ley».

                Leer un diario es irse a vivir un tiempo a otra realidad, la del escritor que vive lo que escribe. Uno tarda en leer un diario mucho menos de lo que el diarista lo vivió, día a día, y lo plasmó, línea a línea, en su cuaderno. Uno (yo, el lector), ha tratado de demorar la lectura para no “devorar” un año de vida en unos días. He tratado de acompasar la lectura al paso de las jornadas. Me he quedado a “vivir” en este diario como quien visita a un amigo y se deja llevar por su rutina. Si bien he de confesar que habría preferido una estancia más corta.

                Conjeturo que el afán del autor por convocar la naturaleza novelesca de su texto ha alargado la obra. Al lector (del diario) le habría satisfecho otra longitud, menos páginas; que el tiempo pasara más rápido; hacer de la estancia con el amigo diarista una más festiva e intensa convivencia breve.

                Con todo —la contradicción sobre el género, la longitud de la obra—, uno sale satisfecho de la lectura. El estilo, el lenguaje, los hilos argumentales, las digresiones ensayísticas…, todo confiere al Año sabático de Benítez Ariza el esplendor de la buena literatura. El autor —lo digo ahora, apenas ante el cierre de esta reseña contradictoria— es poeta, novelista, crítico literario, columnista en prensa, fino dibujante. Bien, esto se nota. Se nota en la mirada, en los detalles, en la curiosidad del observador, en el matiz de lo reflexivo, en la lírica de las descripciones.

                Confieso que esta es la primera obra del autor que leo, pues no lo conocía hasta que me hice con su diario en la Feria del Libro de Madrid. Pues bien, no será la última, por mor del grato resultado de esta Novela de un ocioso concluida.

                Ha llegado agosto en el final del diario y en la realidad de esta reseña. Ha pasado un año en aquel y unos minutos en este texto imperfecto. Sin embargo, me adhiero a una de las últimas frases de Año sabático: «Si el año tiene una cumbre, es esta».


 


La banalidad del bien

Jorge Freire

Páginas de Espuma, 2023

 

Aquellos que deseen estar al tanto de lo que se cuece en la sociedad actual deberían leer este libro clarividente del joven filósofo Jorge Freire. La mirada aguda y aguzada del autor se planta ante los acontecimiento sociales y humanos más aparentes y decisivos: el bien y su banalización, la devaluación de las virtudes en valores de uso y exhibición, la abolición del conflicto, y más, mucho más.

No se han de arredrar los lectores ajenos al sofisticado mundo filosófico, pues la mirada de Freire se coloca en el lugar del lector/ciudadano atento, aunque no necesariamente erudito. Y es que el autor analiza ciertos efectos sociales que todos vemos cada día a nuestro alrededor. Aquellos efectos que han desvirtuado el humanismo para convertirlo en productos perfunctorios del capitalismo anímico.

El libro está estructurado en seis partes muy bien definidas y dedicadas a los diversos aspectos que nos conciernen. Parte el autor del concepto de «banalidad del mal» que Hannah Arendt acuñó en su libro Eichmann en Jerusalén. Si Arendt afirmaba que «profundo y radical es siempre y solamente el bien», Freire propone que «aun siendo profundo y radical, todo bien es susceptible de convertirse en mal al banalizarse». Las buenas acciones se trivializan en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo, dice al autor.

Se agradece —sobre todo lo hará el lector profano en formación filosófica—, que Freire no pretenda erigir su análisis sobre un constructo filosófico sistemático, a lo Hegel, sino que se acerque a la realidad humana desde lo fragmentario. Es una mirada que nos recuerda más a filósofos como Walter Benjamin o a escritores como Canetti. Miradas de observador tranquilo, miradas de flâneur ocioso pero atento. La sistemática de Freire, si se quiere, es la de una sutil mirada del observador curioso e impertinente que mete el dedo en el ojo del ciudadano con el fin de despertarlo del letargo infligido por el capitalismo tardío.

En la primera parte el autor advierte de la sustitución de la virtud por los valores que la obsesión contemporánea ha convertido en bienes susceptibles de ser vendidos como cualquier otro producto del mercado. Y es que el capital, según Freire, lo que hace es «vender bienes disfrazados de Bien». Con la era posmoderna llegó el escepticismo radical que se bifurcó en multitud de teorías relativistas de modo que los conceptos morales se devaluaron para convertirse en «absolutismo dogmático» (Alan Sokal).

La segunda parte la dedica Freire al efecto que el capitalismo anímico ha provocado en el ser humano de modo que el coraje ha cedido su puesto a la molicie y el amor propio al autodesprecio. Nos enfrentamos, alega Freire, a «un capitalismo manirroto y desculpabilizado que conmina al ciudadano a dar rienda suelta a los impulsos y a las emociones». Este capitalismo añade el autor, ya no crea productos sino yoes yertos e invoca el «optimismo cruel» del que hablara Lauren Berlant y que ha impuesto fantasías inalcanzables de vida buena.

Aspecto que alabar en la aproximación literaria de Freire es la agudeza filológica a la hora de utilizar términos relativamente desusados o arcaizantes con el fin de sacar brillo etimológico a un lenguaje que ha perdido su filo descriptivo por el desgaste y la manipulación. Sugiere esta disposición una suerte de reivindicación de la mirada nietzscheana —no en vano Nietzsche era filólogo—, asistemática y literaria más que de rígida construcción filosófica. El aprecio del autor por los refranes, proverbios y frases populares facilita al lector el entendimiento de los conceptos analizados más que aquella palabrería distante y distanciada de los filósofos posmodernos.

El desarrollo del texto de Freire nos acerca a conceptos como la empatía y la compasión, proponiendo aquella como una versión edulcorada y exhibicionista de la segunda. «La empatía nunca es suficiente para el comportamiento moral», explica el autor. Cada día asistimos —en los medios, en la publicidad— a la manifestación idiotizada de la empatía como si el mero hecho de declararnos afectados nos librara de la toma de acción y el compromiso.

No se trata, en esta reseña, de desmenuzar el magnífico análisis de Freire y su reflexión sobre tantos conceptos vigentes. El texto acompaña al lector curioso y escéptico por el impacto del progreso técnico y la productividad en las acciones humanas de cada día; nos alerta de los peligros de la precarización intelectual; advierte de la abolición del conflicto como motor del discernimiento; previene del riesgo de entronización del sentimentalismo. Y mucho más, claro.

El lector agradecerá el rigor de este libro tanto como su asequible legibilidad. Todo esto sin menoscabo de una muy completa construcción intelectual que se manifiesta en una nutrida bibliografía para aquellos lectores dispuestos a profundizar en la reflexión y un índice onomástico como guía para acudir a las referencias y citas de autores aludidos.

Una propuesta, esta de Jorge Freire, necesaria y clarificadora, un análisis riguroso del estado de la sociedad y de los riesgos de conformarnos con lo que el sistema y el poder nos propone e impone. Leer La banalidad del bien nos hará más vigilantes, más escépticos y críticos, es decir, más libres.


 



Soy Milena de Praga

Monika Zgustova

Galaxia Gutenberg, 2024

166 páginas

 

                Monika Zgustova ha escrito un libro delicioso, emotivo y convincente. El libro se publicó en febrero, una semana después de mi visita a Praga. Lamenté que no me llegara antes pues viajé a Praga sin ese libro. Viajé poco antes de que se publicara. Tengo la costumbre de leer algún libro relacionado con el lugar al que viajo. Ahora que lo he leído confirmo que habría sido una compañía apropiada. Y es que la Milena que nos muestra la autora es tan real que uno esperaría cruzársela en la calle Celetná o en la plaza de Venceslao.

                No pude ir a Praga tras las huellas de Milena, pero lo hice bajo el influjo de Kafka, de Haroslav Hašek y de Bohumil Hrabal, autores, por cierto, que Zgustova ha traducido repetidamente al español.

                En fin, que de regreso de Praga me hice con la historia de Milena Jesenská, periodista, escritora, traductora de Kafka y otros. La pericia de Monika Zgustova, a la hora de ofrecer voz a Milena, hace que el lector “crea” escuchar a la propia protagonista. Es una voz emotiva, verosímil, cercana y convincente, una voz verdadera.

                La autora ha dividido la novela en cuatro partes que exploran cuatro épocas en la vida de Milena. La primera parte, titulada La extranjera, nos muestra a la protagonista en Viena, donde ha seguido al marido infiel y desentendido de su esposa, el periodista Ernst Polak. Milena se mueve en los ambientes de literatos, donde conoce a Karl Kraus, a von Doderer y a Hermann Broch con quien mantuvo una relación. Pero Milena siempre evoca Praga y la echa de menos. Es a donde pertenece.

                En la segunda parte, La traductora, Milena decide regresar a Praga, pero relata, de modo retrospectivo su relación con Kafka con quien había estado carteándose desde hacía cuatro años. Milena había traducido El fogonero y ahora, desde Viena, le pide permiso para publicar el libro. Desde entonces su relación se hizo más intensa y, tras varios encuentros, se convirtió, más si cabe para el escritor, en una necesidad.

                Pero Kafka fue en realidad una etapa más, aunque profunda, en la vida de la periodista, que ahora sí, de regreso en Praga decide poner todo su empeño en escribir crónicas y reportajes. Esa tercera parte, La periodista, es una etapa decisiva en la vida de Milena Jenenská, Es contratada en la revista Národní listy, donde se haría cargo de la sección para mujeres. No es exactamente lo que Milena desea, pero ve una oportunidad y lo acepta.

                Durante aquellos años, anteriores a la guerra mundial, Milena va tomando conciencia política. Además de criar a su hija, Honza, fruto de su matrimonio ya roto, Milena comienza una actividad disidente y crítica contra las amenazas totalitarias. Aquel tiempo fue problemático y turbulento. Milena trabajó en varios periódicos y se enfrentó a la censura y a la sospecha. La maestría y sensibilidad de la autora de la novela nos introduce en las tribulaciones de su protagonista, con un relato de aquel tiempo, en primera persona, que huye de lo panfletario y se pega a lo individual. Es Milena la que aparece en primera línea y los acontecimientos la envuelven sin nunca sobrepasarla. Es a la persona a la que el lector contempla; sus vicisitudes y desafíos en aquellos dramáticos años. La historia la construyen los individuos con sus errores y aciertos.

                De este modo, el relato de Milena Jesenská llega a su parte final, la quita parte de la novela, titulada La prisionera. Es un relato desgarrado y emotivo. Milena es detenida por la Gestapo el 11 de septiembre de 1939. Trasladada al campo de concentración de Ravensbrück, y destinada a la enfermería. Allí conoce a la presa Margarete Buber-Neumann, Greta, con quien mantendrá una relación de afecto durante los años de internamiento.

                El libro de Monika Zgustova nos pasea no solo por Praga sino por los territorios convulsos de la Europa dañada por los totalitarismos. Pero lo hace desde la voz de una protagonista humilde y casi desconocida, la de Milena Jesenská, que a la vez es una voz poderosa y verídica, la memoria de una ciudadana europea libre y vital.

                Un libro, como dije al principio, muy recomendable. Tanto para viajar a Praga como para comprender la Europa de un tiempo dramático y turbulento.

viernes, 12 de julio de 2024

 


Robert Walser y los huecos en el ladrillo

 

A propósito de Diario de 1926

 

                «Los escritores de hoy aterrorizan a los lectores con sus aburridos ladrillos», le dijo una vez Robert Walser a su amigo y tutor, Carl Seelig. Esto lo dijo Walser casi un siglo, aunque la literatura de hoy no deja de aguantar ladrillos de todo tipo. Pero dejemos eso por el momento.

                Desde luego este Diario de 1926 es todo menos un ladrillo. Más bien es un ornamento, una digresión total, la figuración ligera de un yo en movimiento. O para seguir con la metáfora, Walser, en este librito que es un edificio en miniatura, se convierte en arquitecto, aunque él preferiría ser albañil por aquello de las “regiones inferiores”. En este libro de apenas 75 páginas encontramos una exposición de la poética walseriana con sus reflexiones teóricas, sus tesis y antítesis y las más inesperadas conclusiones. Me ha parecido ver toda esa carga conceptual expresada, paradójicamente, como al descuido, sin ninguna veneración. Y es que Walser es la máxima expresión de lo ligero, aquello que años más tarde reivindicara Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio.

                Este librito mínimo son en verdad los huecos del ladrillo, el aire que lo atraviesa y lo convierte en materia portátil como un alma literaria. No trato de decir nada nuevo de Walser pues otros más autorizados han dicho ya casi todo. Me quedo con mi lectura de este libro minúsculo. Todas las citas de este artículo las he hallado en los huecos de este ladrillo ligero que es Diario de 1926 (Traducción de Juan de Sola y editado por La uña rota).

                Se ha dicho que Robert Walser es uno de esos escritores que parece ponerse a escribir sin propósito alguno. Es cierto que es autor de varias novelas (Jacob von Gunten, Los hermanos Tanner, El ayudante y otras) y de poemas, pero también conocemos su pasión por esos escritos minúsculos —microgramas— que escribía en papeles de todo tipo, servilletas, prospectos o páginas de calendarios viejos.

                Este es el caso de Diario de 1926. Se trata de un texto cuyo manuscrito fue hallado en el reverso de un calendario de 1926 y que, más tarde, el autor había pasado a limpio con la intención de publicarlo. Sin embargo, dicen los editores, esto no sucedió pues un año más tarde el escritor ingresó en el sanatorio donde pasaría los últimos 28 años de vida.

                Diario de 1926 no es en verdad un diario. El propio autor nos confiesa al comienzo que bien podría haberlo llamado dietario y que su intención es, más bien, «escribir estas líneas de la manera más simple posible, es decir, sin la menor afectación».

                Se conoce bien la afición de Walser por los paseos (uno de sus libros de titula así, El paseo) y por el deambular sin motivo concreto excepto observar la vida y encontrar experiencias para llevarlas después a sus ficciones. Walser fue hallado muerto sobre la nieve durante un paseo por el campo aledaño al sanatorio alpino de Herisau. Así comienza su texto: «Hoy he dado un agradable paseíto, breve, mínimo y sin alejarme demasiado…», con el fin de ponerse a pensar sobre lo que escribiría más tarde. Bien podría haber sido este el inicio escrito el día de su muerte sobre la nieve.

                Paseo y escritura son dos actividades que se han ensamblado bien en la literatura. Rousseau, Stevenson, Sebald han hecho del paseo y el deambular un género literario que aún utilizan grandes escritores contemporáneos. En Walser el paseo es una forma de alegría y de inspiración. Su prosa parece más bien el propio pensamiento ejecutado durante el paseo y que se haya transferido al papel de modo misterioso, sin intervención manual. Son textos ligeros, sin aparente carga conceptual, que parecen más bien el aire que traspasa el ladrillo, que le da robustez y una estructura profunda.

                «Encuentro, por ejemplo, que la escritura corre pareja a la vida; se entrevera con ella; y a mi modo de ver cumple que así sea y así es como debe ser». Pareciera que Walser se adscribiera a aquellas Figuraciones del yo en la narrativa que analizara tan bien José María Pozuelo Yvancos a propósito de las obras de Javier Marías y de Enrique Vila-Matas. Walser se mueve en un terreno «que es mío y de nadie más… y me apoyo solo en lo que he conocido por mí mismo». Pero cuidado, nada más lejos de ese tan denostado género de la autoficción, pues el autor suizo inventa más que habla. Y así lo declara: «El héroe de un producto literario de auténtico valor no puede comportarse de tal modo que en todo lo que hace o dice se le confunda permanentemente con el autor».

                En este librito (y en toda su obra) hay narración, pero también reflexión ensayística, digresión teórica y fantasía de lo real. Walser se declara amigo de la apropiación y de la intertextualidad.  «Adquirí la costumbre de leer primero y estudiar estos libritos con ahínco, e inmediatamente después sonsacar de todo lo leído una historia propia». Es lo que llama arrancar y desplumar de creaciones ajenas motivos para escribir.

                Tampoco Walser le hace ascos a algo tan moderno como las constricciones, como si se integrara al OULIPO de Raymond Queneau y, en concreto, a las prácticas perecquianas. Dice que «imponerse una constricción determinada me parece sin más razonable». Perec, miembro destacado del grupo, escribió un libro entero poniéndose como “constricción” la ausencia de la letra e. Walser se impone —quizá de modo paradójico— conferir a su expresión de una «estructura de lo más agradable y amena» y, sin embargo, llega a la verdad más profunda.

                Así es que, como vamos viendo, no todo es simple y ameno en la escritura de Walser. En ocasiones se para y se interpela así mismo, como hacía Montaigne en sus Ensayos. «Soy yo, el que, a manera de un crítico, me doy amigablemente unas palmaditas en el hombro». Y antes llega a exclamar, «¡Pero no teorices tanto y vuelve por estos cerros!». Este falso diario, ladrillo minúsculo, lo va traspasando Walser de agujeros que son, en verdad, recursos de su poética narrativa.

                Y aunque en algún momento se declara atascado y en el dique seco, lo hace en la mayor de las felicidades pues considera que el hombre que escribe lo hace con la máxima seguridad si lo lleva a cabo «con alegría y de buena gana», como aquello que decía Flaubert de que para escribir «hay que hacerlo con una cierta alacridad». Esta alegría del narrar de Walser es lo que le hacía reír a carcajada limpia a Kafka cuando leía en voz alta pasajes del Jakob von Gunten y sus lamentos sobre lo poco que se aprendía en el Instituto Benjamenta.

                Walser es alegre, festivo, ligero y portátil, —lo contrario de todo ladrillo— pero a la vez niega la prosa «fácil y evidente» que, según cuenta en este diario, le pidió un día un amigo que decía no entender sus escritos. Porque nada más lejano en la escritura de Walser que lo desmañado, pues es consciente de estar haciendo arte literario y, por mor de la legibilidad y del buen gusto, [puede que] «realice alguna que otra modificación relativa al tiempo y al espacio». Esto no es escritura realista, me parece a mí porque Walser se aparta de la realidad y de la simple crónica de un yo autoral. Para él «la irrealidad aparente tiene más importancia, es decir, es mucho más real que eso que tanto se elogia y glorifica y que de hecho existe y llamamos realidad».

                Y, si bien, rechaza la escritura del yo no niega cierto egocentrismo pues «en cuanto al reproche de egocentrismo estoy muy tranquilo pues creo que rehuir el YO y todo lo relacionado con él sería un signo de mezquindad y flaqueza», pues no deja de ser en rigor «un fenómeno de naturaleza moral».

Publicada en Café Montaigne julio 2024

 


Hazte quien eres

Jorge Freire

Ediciones Deusto, 2022

165 páginas

 

                Uno de los aciertos de este libro—y adelanto que tiene muchos— es el subtítulo asignado, pues nada le viene mejor a su propuesta en estos tiempos de tribulación que un código de costumbres con el cual aderezar nuestro paso por la existencia.

                El libro del joven filósofo Freire ha llegado a mis manos tras haber leído (y reseñado) su última obra La banalidad del bien (Páginas de Espuma, 2024) y haber tirado del hilo de obras anteriores del perspicaz autor. Si en La banalidad del bien ponía en solfa la trivialización de comportamientos ciudadanos como la disrupción, la volatilidad y el exhibicionismo, en Hazte quien eres propone Freire, con sabiduría y humor, desmantelar ciertos mitos como la identidad, la repetición y el mal entendido consenso.

                Otro acierto de este libro es su forma de código. El índice de la obra se convierte en una especie de Tablas de la ley, en un Código de Hammurabi o en recomendable estatuto de vida virtuosa. Si el Ministerio de Educación tuviera dos dedos de frente haría clavar el sumario del libro en los tablones de anuncios de todas las escuelas públicas.

                Pero antes de hablar del libro que nos convoca he de decir que Jorge Freire es un humanista; es un joven filósofo, sí, pero también escritor, divulgador cultural, crítico social y columnista en prensa. Freire comparte atributos y talante con un puñado de filósofos y profesores contemporáneos donde estarían Javier Gomá, Juan Arnau, Gregorio Luri y algunos más que, con perdón, olvido mencionar. Como todos estos, Freire recoge una tradición de pensamiento crítico fundamentada en lecturas e interpretaciones heterodoxas, desde la fuente socrática hasta el escepticismo nietzschiano.

                He mencionado antes la solicitud del índice de la obra como código de virtudes. Y es que la sola enumeración del contenido puede servir al avisado lector ciudadano como un breviario de comportamiento. Cincela el carácter, Ten coraje, Sé aquello que deseas parecer, Incendia lo que veneraste, Desconfía del consenso, No desconectes, Cultívate, Impón tu suerte…, son algunas de las consignas que nos da el autor para llevar una vida virtuosa y acrisolar el carácter.

                «Este ensayo—nos dice Freire—, escrito en vocativo, se compone de mandamientos. Son, ante todo, sugerencias de amigo. Conforman mi código de buenas costumbres y a mí, sobra decirlo, me van bien. Quizá a ti no».

                Cuidado, la obra de Freire no es un manual de autoayuda, aunque pueda parecerlo. No lo es por una sencilla razón. En ningún momento nos dice el autor que siguiendo este código personal vayamos a reconvertirnos en mejores personas ni en ínclitos ciudadanos. El capítulo IV lo deja muy claro: Confía sin fiarte. Del dictum aristotélico hasta la aparente paradoja «confiar sin fiarse significa, más bien, ser consciente de tus propias fuerzas».

                Algo parecido escribió el poeta Robert Walser: «No tengo mucha confianza en mí mismo, pero creo en mi persona». Y Freire nos cita a Ortega por si las moscas: «Si no tenemos confianza en nosotros, todo se habrá perdido. Si tenemos demasiada, no encontraremos cosa de provecho. Confiar, pues, sin fiarse.»

                Y ese mismo “no fiarse” debemos aplicarlo a toda admonición y mandato. Tomar de los clásicos aquello que nos vale y mejora, sin excesivo entusiasmo pues deviene en estupidez. Cultivarnos según nuestro carácter y perspectivas desconfiando de los expertos. Apasionarse en lo personal y no en el criterio adocenado. Leer todo lo que uno pueda sin convertirse en fetichista de los libros y como dijo Voltaire, apunta Freire, «cojo lo bueno para mí donde lo encuentro».

                Ya ven, un libro sin desperdicio, una joya de la inteligencia y de la alegría vital. Nos aporta criterio, virtudes de nuestros clásicos, un toque de escepticismo y una toma de posición. Este es el código de costumbres de Jorge Freire y, como él mismo dice, podemos configurar el nuestro personalizado. Pero hagámoslo con valentía, con juicio, con cultura y con libertad. Huyamos de las multitudes iletradas y arrebañadas, impongamos nuestra suerte adquiriendo las virtudes apropiadas. Creemos nuestro código propio y tiremos para adelante.

                Con todo lo dicho hasta ahora pareciera que el libro de Freire es un texto sesudo, académico y profesoral. Y nada más lejos de la verdad. Freire es un tipo que, se ve, conoce mucho pero también sabe transmitirlo con alegría y amenidad. Freire nos diría lo mismo que dice en el libro en una terraza al fresco tomando unas birras. Su vocabulario ensarta con sutileza y dominio tanto la competencia coloquial y profana como el cultismo más acendrado, en una especie de pincho moruno lingüístico que impele al lector a llenar sus alforjas de útiles términos y conceptos. No en vano el propio Freire se ha denominado a sí mismo “soldado de la RAE” por su activismo en usar el más acendrado lenguaje.

                Lean este magnífico ensayo aquellos interesados en hacerse quienes son siguiendo el dictado del griego Píndaro y aquellos que dudan del discurso falso y manido de nuestro tiempo y pretenden crearse el hábito de la virtud. Y, recuerden, peguen el sumario de este libro en el salpicadero del coche, frente la taza del inodoro o sobre la pantalla de su ordenador y sigan las sugerencias/mandamientos del amigo Freire.

Publicada en Entreletras junio 2024

viernes, 21 de junio de 2024

 

Por qué Georges Perec

Kim Nguyen

La uña rota, 2024

67 páginas

 

 


 

                Las razones de Kim Nguyen para escribir Por qué Georges Perec solo tienen explicación para quienes hayan leído al autor francés. Lo dice la respuesta 229 del libro: «Porque cualquier tentativa de agotar la obra de Georges Perec sería, con toda seguridad, infructuosa».

                Pero antes de comenzar esta reseña voy a hacer una advertencia a potenciales lectores: este libro es adictivo. Yo caí en la trampa. Al llegar a casa con el librito quise echarle una rápida ojeada como quien abre la ventana al alba para ver qué día nos espera, pero me encontré pasando páginas sometido a una fuerza de atracción que impedía cerrar el libro y salir a la realidad. Era como si me hubiera lanzado a un río cuya corriente me arrastrara hacia un abismo desconocido. Leí respuestas y atravesé páginas como si de una novela de enigma se tratara. Me parecía que cada razón de Nguyen para acercarse a Perec fuera una pista para resolver el caso de una novela policiaca. Seguí los pasos de Nguyen para ver si al final saltaba alguna sorpresa, alguna revelación o el indicio de un misterio. No pude dejar de leer el libro hasta agotar las respuestas a la pregunta del título. Y sí, al final de la historia se resuelve un enigma. Nguyen nos muestra y demuestra que Georges Perec sigue vivo.

                Este libro atrapa. Gracias a dios que es un libro corto. Quizá esta reseña llegue a tener más palabras que el propio libro sobre Perec. Eso no sería nada extraño dado que Perec era el autor de la ligereza y de la brevedad. Su libro La vida instrucciones de uso —el primero que leí en los años ochenta— tiene más de seiscientas páginas, eso es cierto, pero es un libro de brevedades, de pequeñas piezas de un puzle que, juntas, crean la apariencia de totalidad, de infinito.

                Es lo mismo que ha hecho Kim Nguyen en este libro, construirlo con piezas del puzle de su amor por el autor. Cada una de las respuestas, que podrían ser infinitas, son huellas sobre las que ponemos nuestros propios pasos, con delicadeza, para seguir el rastro de un escritor feliz, tierno y juguetón. Seguimos las pisadas de Nguyen con la confianza en un lector ferviente, un lector que se ha adentrado en la topografía perequiana y ha salido de allí con un puñado de respuestas que no dejan de ser nuevas preguntas.

                Respuesta 108: “Porque Perec consideraba que la literatura es un gran puzle cuyas piezas son las obras de los escritores que le alimentaron y le dieron ganas de escribir. «Una especie de constelación con en el centro (o en los bordes) una pieza vacía que es la que yo vendré a llenar».”

                Respuesta 227: “Porque no cabe duda de que, para Perec, es un honor ser uno de los autores más saqueados de la literatura actual.”

                Lo decía el propio Perec en su libro El gabinete de un aficionado. En palabras de un ficticio crítico de arte, Lester K. Nowak, decía que “toda obra es el espejo de otra” y, asemejando el acto de escribir con el de pintar como una «dinámica reflexiva».

                Con las doscientas treinta y seis respuestas que Nguyen nos da en su libro crea un artefacto literario de primer orden, una máquina combinatoria como las que gustaba fabricar el OULIPO, al que perteneció el escritor Perec.

El libro de Kim Nguyen es también eso, “una dinámica reflexiva”.

                Y como dije al principio, el lector se ve atrapado en la topografía perequiana, entrando y saliendo por puertas que se comunican tanto con la tradición literaria como con la más divertida experimentación. Perec, nos viene a mostrar y demostrar Kim Nguyen, es un “tapiz que se dispara en muchas direcciones”, un escritor que a través del detalle llega hasta la totalidad.

                Lean esta propuesta de Nguyen los lectores adeptos y adictos a Perec y también los que pasen por ahí, los que esperan de la literatura algo más que productos fabricados en serie. Con este librito de Kim Nguyen tienen la llave para un universo infinito.

                “Porque Perec es futuro”, dice la respuesta 231.


Publicado en Entreletras, junio 2024

 

jueves, 20 de junio de 2024

 

La última frase

Camila Cañeque

La Uña Rota, 2024

 

 


 

                Habría que empezar por el final y seguir el juego de la autora para colocarse ante el abismo de los finales y mirar hacia abajo. Camila Cañeque falleció poco antes de ver publicado este su primer y último libro. Falleció mientras dormía, de muerte súbita con 39 años. La autora escribió su última frase en el entreacto del sueño, pero nos ha dejado este magnífico dispositivo de 452 frases finales de 452 libros para que contemplemos la inapelable terminación de todo cuanto nos acontece.

                La última frase es un libro de libros, un libro de fragmentos de libros con los que componer un libro renovado y de todo sentido. Es un libro de amor a lo literario, lo único verdaderamente real. Las últimas frases de los libros parecieran no tener importancia, serían amables e intrascendentes puertas de salida a otros mundos, al nuestro de cada día.

                En su ensayo Aspectos de la novela decía E.M. Forster que es en los finales donde el autor pierde aliento y, en ocasiones, no sabe cómo terminar y también en ocasiones lo hace de cualquier modo. Y, como demuestra Camila Cañeque con La última frase, esos finales, esas palabras —a veces eso, solo una palabra— dice más que todo lo dicho en el libro. O al menos no son pasadizos entreabiertos de cualquier modo por el autor para terminar su obra y despedirse sigilosamente.

                «y yo seguía centrada en las frases que están en la antesala de lo que no existe», dice la autora en la página 43 para explicarnos el proceso doloroso de darle sentido a una obra hecha de retazos y trozos (finales) de libros ajenos. Lo hace invocando la última frase de un libro de Annie Ernaux, Perderse, «Esta necesidad que tengo de escribir algo peligroso para mí, como la puerta de un sótano que se abre, donde hay que entrar cueste lo que cueste».

                Camila Cañeque no ha escrito un compendio de frases en fila, no se trata de un catálogo o de una lista de frases sin orden. La autora nos va mostrando su proceso vital durante la composición, de años, de un texto sin fin. «Era un impulso por paliar las despedidas propias y los finales personales, como si esperase una reparación o como si quisiera estar más preparada. Un constante ensayar la muerte sin entrar en ella».

                En literatura ha llegado el momento de la desaparición. Todo lo hasta ahora escrito es todo lo que se puede decir y, desde este momento, lo que viene, si viene, será un juego de recortes y reescritura, de reconstrucciones y puzles fabricados con lo que hay. En La última frase, Cañeque, ha sabido ver este instante y ha creado un architexto, una ficción de la ficción. Es esta una obra que ha entendido la necesidad de reconformar el ámbito literario partiendo de lo ya escrito. Es el final del principio o el principio del final.

                Pero ese final es asomarse al abismo y no mirar hacia abajo sino hacia delante. Dice la autora, en la página 60: «La ficción nos ofrece la seguridad de su propia muerte. Es la mayor fabricante de finales. Y la mejor». Así pues, de la muerte de la ficción —y de la propia literatura— surge la creación. Nos habla la autora de los finales como pequeños tratados del apocalipsis. Las llama «pequeñas criaturas apocalípticas» y las contempla como generadoras de expectativas. Todo pequeño final, transitorio, es el comienzo de algo, es una posibilidad de alargar el ahora.

                La autora, ya al final de su libro, nos avisa de haber salido de una prisión hecha de puertas de salida. Este libro, La última frase, es la puerta definitiva por la que escapar de esa prisión de fragmentos con forma de barrotes a través de los cuales, sin embargo, podían entrar los rayos del sol.

                Es este un libro para asiduos de la lectura, quizá para letraheridos y también, por qué no, para juguetones lectores de tipo perecquiano, esos que gustan de clasificar, repetir, agotar lugares y lecturas, aquellos que disfrutan a veces dolorosamente detectando grietas entre las palabras, casillas por rellenar, hacer juegos malabares con las frases ajenas para crear citas propias.

                La última frase escrita por Camila Cañeque, escritora, artista y filósofa, en su libro La última frase es:

«Una más».

Publicado en Entreletras, junio 2024

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