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lunes, 23 de septiembre de 2024

 



Nocturne de Gibraltar

Autor: Gennaro Serio

Editorial: Éditions L’orma, 2024

 

                Esta no va a ser una reseña al uso, lo advierto desde este momento. Al menos no será el tipo de reseña que quien escribe suele realizar. Aquí voy a hablar de un libro que no está en idioma español. Y eso ya no es normal, al menos para mí. El libro que pretendo reseñar aquí está escrito en francés y, además, su idioma original es el italiano. Por tanto, voy a hablar de un libro leído en francés y escrito originalmente en italiano. Si alguien —ya desde este instante— quiere desistir de seguir leyendo esta reseña, lo entenderé. Hasta pronto. Ciao!, ¡Au revoir!

                Para aquellos que se han quedado, diré que esta reseña no va a ser muy ortodoxa pues además pienso hablar de una novela propia. Sí, han leído bien, hablaré de una novela mía, que he escrito yo, que escribí con estas manos que escriben estos avisos necios. Voy a hablar de la novela del señor Serio y de mi novela (luego diré su título) porque en ambas hay coincidencias curiosas. No, no hablo de plagios, ni de inspiraciones comunes, ni siquiera hablo de coincidencias espirituales o demoníacas. Nada de eso. Hablo de coincidencias casuales. Ahora verán.

                La novela del señor Serio trata de un crimen. Eso es, de un asesinato. Esto, dirán ustedes, no es nada original. Pues no, nada original. ¡Cuántas novelas tratan de un crimen! Bien, pero no se apuren, lo original es quién es el asesino. No el asesinado, ni el método del criminal, ni siquiera de la investigación. No, lo original es que el asesino —ya lo digo— es el escritor Enrique Vila-Matas. Sí, Vila-Matas mata en esta novela. Vila-Matas mata, simplemente. Esto no es un…, ¿cómo dicen?, espóiler. Más bien es un gancho, un anzuelo. Lo dice la contraportada de la edición francesa que he leído. «En Barcelona, un joven periodista entrevista al escritor Enrique Vila-Matas. Pero todo se tuerce; el periodista es encontrado muerto y Vila-Matas se ha volatilizado». Si eso lo dice la contraportada del libro, yo puedo decirlo en esta anómala reseña.

                Bien, ya tenemos el caso. Entonces ¿se trata de una novela negra? ¿es una novela de crimen? ¿es esta del señor Serio, un giallo, como dicen los italianos? Sí, puede ser todo eso. Pero es mucho más. Si les digo la verdad, mi interés en leer esta novela la sugirió el hecho definitivo de que apareciera el señor Vila-Matas en ella. Confieso ser un admirador de Vila-Matas, un lector impenitente de todo lo que ha escrito. Considero a Vila-Matas uno de los más relevantes escritores europeos de las últimas décadas. Eso es. Por ahí me vino la curiosidad de leer la novela del señor Serio al que, hasta el momento, no conocía.

                Pero ¿eso es todo? ¿La novela es recomendable porque sale en ella Vila-Matas y mata a alguien? No. Confieso que el libro me ha gustado por más razones. ¿Habría leído la novela de Serio si no saliera Vila-Matas en ella y el asesino fuera —por ejemplo— Paulo Coehlo? Definitivamente no, no la habría prestado atención, en absoluto. Pero el caso es que sale el autor catalán y eso me interesó. Ya está explicado. Y ahora añadiré que la novela de Serio es buena, está bien construida y los personajes dan mucho juego.

                La novela es una construcción de carga metaliteraria, un juego de citas, referencias a múltiples escritores. Aparecen Maigret, Carvahlo, el Padre Brown, Ingravallo, Sherlock Holmes. Sí, todos son detectives, todos investigadores ficticios. Y es que al asesino Vila-Matas, desaparecido de la escena del crimen —el Hotel Rodoreda de Barcelona—, le persigue un joven detective sin nombre, enemigo declarado de la literatura, al que ayuda su hermana Soledad, experta en medicina legal y, esta sí, lectora sofisticada y con papel decisivo en la resolución del caso. El detective sigue la pista del huido Vila-Matas por territorios míticos de la literatura mundial hasta terminar … No, no seguiré desvelando el misterio.

                Pero, vaya, me doy cuenta de que el espacio establecido para esta reseña se acaba y no he hablado de mi novela como prometí al inicio. ¿Por qué este empeño mío en hablar de mi propia novela? ¡Una desfachatez!, dirán los unos. ¡Impropio de un crítico literario!, gritarán los otros. Bien. Aclaro que no soy crítico literario. Ni literario ni de nada que se pueda criticar. Soy un aficionado lector que escribe sobre libros ajenos. Y, sí, también escribo, así, sin más. Se me termina el espacio de esta reseña del libro del señor Serio y no he hablado de mi novela.

                ¿Qué conexión existe entre la novela Nocturne de Gibraltar y mi propia novela? ¿El título? No. ¿El caso? Tampoco. ¿El estilo? Ni por esas. Entonces, ¿qué diablos, dirán ustedes, pinta una promoción de novela propia en la reseña de un libro ajeno? Lo sé, es una anomalía. Pero como no soy más que un aficionado puedo permitirme ciertos requiebros al dogma.

                Mi novela trata de la desaparición de lo literario. Hay cuatro personajes que se hacen pasar por escritores muertos, Macedonio Fernández, Chesterton, Alfred Jarry y Gombrowicz. Estos montan una conspiración para destruir la literatura. Un detective joven, inexperto y bastante alejado de la buena literatura (¿les suena?) investiga la conspiración y, en el tráfago de pesquisas descubre a dos escritores que tienen el acuerdo de escribir a dos manos. Uno pone la aventura, otro pone las citas, las conexiones literarias, la metaliteratura. Estos dos escritores son un trasunto de los hermanos Schneider, personajes de Esta bruma insensata, novela de Enrique Vila-Matas. Fuchs, uno de los escritores falsarios, viaja a San Gallen para visitar el sanatorio donde estuvo ingresado Robert Walser y resulta que su guía es el bibliotecario Schwarz, autor del cuento que da origen a la estrafalaria conspiración de los autores muertos. No sé si me he explicado, pero es que se me acaba la hoja. En mi novela no sale Vila-Matas, pero casi, su espíritu anda por ella.

                Lean la novela del señor Serio. Léanla ya, en francés o italiano, o esperen a su edición española, que seguro alguien está realizando. Lean esta novela y lean mi novela. En ambas se juega con lo literario. Salen escritores y lectores locos y conspiradores. En ambas el detective sufre una mutación muy literaria, ya verán. En la mía salen dos escritores que son, juntos, una especie de Vila-Matas compuesto y bifronte. Es decir, como es el verdadero Vila-Matas, autor complejo y simple a la vez, autor enemigo de lo legible y de lo repetitivo, escritor generativo de nuevas literaturas, como un tapiz que…, ya saben.

                Nocturne de Gibraltar es muy entretenida novela, inteligente, enrevesada, lúdica. Y en ella Vila-Matas mata. En la mía el escritor mitad Vila-Matas también mata, pero…

                Ah, sí, mi novela se llama La paradoja del detective. Por si les da por buscarla. Adiós.

 


Año sabático o la novela de un ocioso

José Manuel Benítez Ariza

Editorial Polibea, 2024

 

                Voy a comenzar esta reseña contradiciendo al propio autor. Este libro no es una novela. Al menos yo no he leído una novela, he leído un diario. Y, por cierto, un buen diario. El autor, en el prefacio titulado Primera o última, ya nos advierte del dilema que tendrá el lector ante el ambiguo género otorgado al texto. Benítez Ariza quiere haber escrito —montado, compuesto— una novela pues toda construcción narrativa donde se administran diversos géneros, temas, hilos argumentativos, tramas y personajes será una novela. Y es que, sí, la novela lo aguanta todo. Todo puede ser novela. Y uno puede estar de acuerdo con el autor que en la página 749 confiesa su gusto por «armar libros diversos con textos que tuvieron su origen en el elusivo formato de un diario».

                En fin, qué más da. Sea novela, diario, crónica, este Año sabático es gran literatura. Pero como a mí me agradan los diarios celebro el texto —y así lo reflexiono en esta reseña— como un diario.

                Contradigo de nuevo al autor —cuánta vanidad en este nuevo desafío— en que este libro sea el objeto creado por un ocioso. Si bien es cierto que el diarista parece alejado de un trabajo obligado (el concepto romano de neg-otium), y remunerado, no deja de aparecer ocupado en las actividades más diversas: escribir, leer, presentar libros ajenos, asistir a exposiciones, visitar amigos. Es, decir, el diarista vive la vida y, por eso, la narra. Alguien lo dijo de otro modo: «Aquel que no hace nada en su vida escribe que no hace nada y, de ese modo, no obstante, hace algo». (Blanchot, El libro por venir)

                El propio autor se para a reflexionar sobre el acto de escribir un diario: «No es que vida y escritura sean, como dicen algunos biempensantes del vitalismo per se, inversamente proporcionales. Hay vida que te aleja del cuaderno, sí, pero lo que deja a cambio no vale lo que el cuaderno por sí mismo elige para sí y cree digno de preservar. Ni tampoco es que escribir te quite de vivir. Vives escribiendo. Lo otro es pasar los días». (p. 270)

                El diarista-narrador de Año sabático no para de hacer porque no para de escribir y de «salvar la vida mediante la escritura» (Blanchot). Como en todo buen diario, el lector se acomoda al autor, a sus días, a sus reflexiones, se desvía por los mismos senderos interpretativos. Podría ser, también, que uno (el lector) no congeniara con el espíritu del diario, es decir, que el autor no “cayera bien” al lector. Uno ha leído diarios así, en los que el diarista no se convierte en “amigo” del lector y este, durante y tras la lectura de cada jornada, no se iría a tomar una copa con el autor. En ese caso no pasa nada, leemos el diario con otra distancia, claro, pero con el mismo interés pues es como cuando en una novela nos adscribimos a un personaje sin necesidad de compasión.

                Dicho esto, con el diarista de Año sabático, uno (yo, el lector) sí me iría a tomar una copa y a cruzar unas palabras. Eso sí, con más sosiego que en el diario, pues Benítez Ariza no para, no tiene apenas sosiego: visitas, viajes, caminatas, celebraciones, actos poéticos. (Confiesa uno que no sería capaz de seguir tanto ajetreo artístico-festivo). La mirada, esa sí, la mirada del diarista es sosegada, certera, reflexiva. En este diario se contempla la naturaleza, los fenómenos meteorológicos, la arquitectura, los sonidos, lo humano. Todo forma parte de lo narrado, de la crónica de cada jornada. ¿Es todo eso insignificante? Quizá, pero de nuevo Blanchot nos rescata: «el interés del diario reside en su insignificancia. Esa es su inclinación, su ley».

                Leer un diario es irse a vivir un tiempo a otra realidad, la del escritor que vive lo que escribe. Uno tarda en leer un diario mucho menos de lo que el diarista lo vivió, día a día, y lo plasmó, línea a línea, en su cuaderno. Uno (yo, el lector), ha tratado de demorar la lectura para no “devorar” un año de vida en unos días. He tratado de acompasar la lectura al paso de las jornadas. Me he quedado a “vivir” en este diario como quien visita a un amigo y se deja llevar por su rutina. Si bien he de confesar que habría preferido una estancia más corta.

                Conjeturo que el afán del autor por convocar la naturaleza novelesca de su texto ha alargado la obra. Al lector (del diario) le habría satisfecho otra longitud, menos páginas; que el tiempo pasara más rápido; hacer de la estancia con el amigo diarista una más festiva e intensa convivencia breve.

                Con todo —la contradicción sobre el género, la longitud de la obra—, uno sale satisfecho de la lectura. El estilo, el lenguaje, los hilos argumentales, las digresiones ensayísticas…, todo confiere al Año sabático de Benítez Ariza el esplendor de la buena literatura. El autor —lo digo ahora, apenas ante el cierre de esta reseña contradictoria— es poeta, novelista, crítico literario, columnista en prensa, fino dibujante. Bien, esto se nota. Se nota en la mirada, en los detalles, en la curiosidad del observador, en el matiz de lo reflexivo, en la lírica de las descripciones.

                Confieso que esta es la primera obra del autor que leo, pues no lo conocía hasta que me hice con su diario en la Feria del Libro de Madrid. Pues bien, no será la última, por mor del grato resultado de esta Novela de un ocioso concluida.

                Ha llegado agosto en el final del diario y en la realidad de esta reseña. Ha pasado un año en aquel y unos minutos en este texto imperfecto. Sin embargo, me adhiero a una de las últimas frases de Año sabático: «Si el año tiene una cumbre, es esta».


 


La banalidad del bien

Jorge Freire

Páginas de Espuma, 2023

 

Aquellos que deseen estar al tanto de lo que se cuece en la sociedad actual deberían leer este libro clarividente del joven filósofo Jorge Freire. La mirada aguda y aguzada del autor se planta ante los acontecimiento sociales y humanos más aparentes y decisivos: el bien y su banalización, la devaluación de las virtudes en valores de uso y exhibición, la abolición del conflicto, y más, mucho más.

No se han de arredrar los lectores ajenos al sofisticado mundo filosófico, pues la mirada de Freire se coloca en el lugar del lector/ciudadano atento, aunque no necesariamente erudito. Y es que el autor analiza ciertos efectos sociales que todos vemos cada día a nuestro alrededor. Aquellos efectos que han desvirtuado el humanismo para convertirlo en productos perfunctorios del capitalismo anímico.

El libro está estructurado en seis partes muy bien definidas y dedicadas a los diversos aspectos que nos conciernen. Parte el autor del concepto de «banalidad del mal» que Hannah Arendt acuñó en su libro Eichmann en Jerusalén. Si Arendt afirmaba que «profundo y radical es siempre y solamente el bien», Freire propone que «aun siendo profundo y radical, todo bien es susceptible de convertirse en mal al banalizarse». Las buenas acciones se trivializan en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo, dice al autor.

Se agradece —sobre todo lo hará el lector profano en formación filosófica—, que Freire no pretenda erigir su análisis sobre un constructo filosófico sistemático, a lo Hegel, sino que se acerque a la realidad humana desde lo fragmentario. Es una mirada que nos recuerda más a filósofos como Walter Benjamin o a escritores como Canetti. Miradas de observador tranquilo, miradas de flâneur ocioso pero atento. La sistemática de Freire, si se quiere, es la de una sutil mirada del observador curioso e impertinente que mete el dedo en el ojo del ciudadano con el fin de despertarlo del letargo infligido por el capitalismo tardío.

En la primera parte el autor advierte de la sustitución de la virtud por los valores que la obsesión contemporánea ha convertido en bienes susceptibles de ser vendidos como cualquier otro producto del mercado. Y es que el capital, según Freire, lo que hace es «vender bienes disfrazados de Bien». Con la era posmoderna llegó el escepticismo radical que se bifurcó en multitud de teorías relativistas de modo que los conceptos morales se devaluaron para convertirse en «absolutismo dogmático» (Alan Sokal).

La segunda parte la dedica Freire al efecto que el capitalismo anímico ha provocado en el ser humano de modo que el coraje ha cedido su puesto a la molicie y el amor propio al autodesprecio. Nos enfrentamos, alega Freire, a «un capitalismo manirroto y desculpabilizado que conmina al ciudadano a dar rienda suelta a los impulsos y a las emociones». Este capitalismo añade el autor, ya no crea productos sino yoes yertos e invoca el «optimismo cruel» del que hablara Lauren Berlant y que ha impuesto fantasías inalcanzables de vida buena.

Aspecto que alabar en la aproximación literaria de Freire es la agudeza filológica a la hora de utilizar términos relativamente desusados o arcaizantes con el fin de sacar brillo etimológico a un lenguaje que ha perdido su filo descriptivo por el desgaste y la manipulación. Sugiere esta disposición una suerte de reivindicación de la mirada nietzscheana —no en vano Nietzsche era filólogo—, asistemática y literaria más que de rígida construcción filosófica. El aprecio del autor por los refranes, proverbios y frases populares facilita al lector el entendimiento de los conceptos analizados más que aquella palabrería distante y distanciada de los filósofos posmodernos.

El desarrollo del texto de Freire nos acerca a conceptos como la empatía y la compasión, proponiendo aquella como una versión edulcorada y exhibicionista de la segunda. «La empatía nunca es suficiente para el comportamiento moral», explica el autor. Cada día asistimos —en los medios, en la publicidad— a la manifestación idiotizada de la empatía como si el mero hecho de declararnos afectados nos librara de la toma de acción y el compromiso.

No se trata, en esta reseña, de desmenuzar el magnífico análisis de Freire y su reflexión sobre tantos conceptos vigentes. El texto acompaña al lector curioso y escéptico por el impacto del progreso técnico y la productividad en las acciones humanas de cada día; nos alerta de los peligros de la precarización intelectual; advierte de la abolición del conflicto como motor del discernimiento; previene del riesgo de entronización del sentimentalismo. Y mucho más, claro.

El lector agradecerá el rigor de este libro tanto como su asequible legibilidad. Todo esto sin menoscabo de una muy completa construcción intelectual que se manifiesta en una nutrida bibliografía para aquellos lectores dispuestos a profundizar en la reflexión y un índice onomástico como guía para acudir a las referencias y citas de autores aludidos.

Una propuesta, esta de Jorge Freire, necesaria y clarificadora, un análisis riguroso del estado de la sociedad y de los riesgos de conformarnos con lo que el sistema y el poder nos propone e impone. Leer La banalidad del bien nos hará más vigilantes, más escépticos y críticos, es decir, más libres.


 



Soy Milena de Praga

Monika Zgustova

Galaxia Gutenberg, 2024

166 páginas

 

                Monika Zgustova ha escrito un libro delicioso, emotivo y convincente. El libro se publicó en febrero, una semana después de mi visita a Praga. Lamenté que no me llegara antes pues viajé a Praga sin ese libro. Viajé poco antes de que se publicara. Tengo la costumbre de leer algún libro relacionado con el lugar al que viajo. Ahora que lo he leído confirmo que habría sido una compañía apropiada. Y es que la Milena que nos muestra la autora es tan real que uno esperaría cruzársela en la calle Celetná o en la plaza de Venceslao.

                No pude ir a Praga tras las huellas de Milena, pero lo hice bajo el influjo de Kafka, de Haroslav Hašek y de Bohumil Hrabal, autores, por cierto, que Zgustova ha traducido repetidamente al español.

                En fin, que de regreso de Praga me hice con la historia de Milena Jesenská, periodista, escritora, traductora de Kafka y otros. La pericia de Monika Zgustova, a la hora de ofrecer voz a Milena, hace que el lector “crea” escuchar a la propia protagonista. Es una voz emotiva, verosímil, cercana y convincente, una voz verdadera.

                La autora ha dividido la novela en cuatro partes que exploran cuatro épocas en la vida de Milena. La primera parte, titulada La extranjera, nos muestra a la protagonista en Viena, donde ha seguido al marido infiel y desentendido de su esposa, el periodista Ernst Polak. Milena se mueve en los ambientes de literatos, donde conoce a Karl Kraus, a von Doderer y a Hermann Broch con quien mantuvo una relación. Pero Milena siempre evoca Praga y la echa de menos. Es a donde pertenece.

                En la segunda parte, La traductora, Milena decide regresar a Praga, pero relata, de modo retrospectivo su relación con Kafka con quien había estado carteándose desde hacía cuatro años. Milena había traducido El fogonero y ahora, desde Viena, le pide permiso para publicar el libro. Desde entonces su relación se hizo más intensa y, tras varios encuentros, se convirtió, más si cabe para el escritor, en una necesidad.

                Pero Kafka fue en realidad una etapa más, aunque profunda, en la vida de la periodista, que ahora sí, de regreso en Praga decide poner todo su empeño en escribir crónicas y reportajes. Esa tercera parte, La periodista, es una etapa decisiva en la vida de Milena Jenenská, Es contratada en la revista Národní listy, donde se haría cargo de la sección para mujeres. No es exactamente lo que Milena desea, pero ve una oportunidad y lo acepta.

                Durante aquellos años, anteriores a la guerra mundial, Milena va tomando conciencia política. Además de criar a su hija, Honza, fruto de su matrimonio ya roto, Milena comienza una actividad disidente y crítica contra las amenazas totalitarias. Aquel tiempo fue problemático y turbulento. Milena trabajó en varios periódicos y se enfrentó a la censura y a la sospecha. La maestría y sensibilidad de la autora de la novela nos introduce en las tribulaciones de su protagonista, con un relato de aquel tiempo, en primera persona, que huye de lo panfletario y se pega a lo individual. Es Milena la que aparece en primera línea y los acontecimientos la envuelven sin nunca sobrepasarla. Es a la persona a la que el lector contempla; sus vicisitudes y desafíos en aquellos dramáticos años. La historia la construyen los individuos con sus errores y aciertos.

                De este modo, el relato de Milena Jesenská llega a su parte final, la quita parte de la novela, titulada La prisionera. Es un relato desgarrado y emotivo. Milena es detenida por la Gestapo el 11 de septiembre de 1939. Trasladada al campo de concentración de Ravensbrück, y destinada a la enfermería. Allí conoce a la presa Margarete Buber-Neumann, Greta, con quien mantendrá una relación de afecto durante los años de internamiento.

                El libro de Monika Zgustova nos pasea no solo por Praga sino por los territorios convulsos de la Europa dañada por los totalitarismos. Pero lo hace desde la voz de una protagonista humilde y casi desconocida, la de Milena Jesenská, que a la vez es una voz poderosa y verídica, la memoria de una ciudadana europea libre y vital.

                Un libro, como dije al principio, muy recomendable. Tanto para viajar a Praga como para comprender la Europa de un tiempo dramático y turbulento.

viernes, 12 de julio de 2024

 


Hazte quien eres

Jorge Freire

Ediciones Deusto, 2022

165 páginas

 

                Uno de los aciertos de este libro—y adelanto que tiene muchos— es el subtítulo asignado, pues nada le viene mejor a su propuesta en estos tiempos de tribulación que un código de costumbres con el cual aderezar nuestro paso por la existencia.

                El libro del joven filósofo Freire ha llegado a mis manos tras haber leído (y reseñado) su última obra La banalidad del bien (Páginas de Espuma, 2024) y haber tirado del hilo de obras anteriores del perspicaz autor. Si en La banalidad del bien ponía en solfa la trivialización de comportamientos ciudadanos como la disrupción, la volatilidad y el exhibicionismo, en Hazte quien eres propone Freire, con sabiduría y humor, desmantelar ciertos mitos como la identidad, la repetición y el mal entendido consenso.

                Otro acierto de este libro es su forma de código. El índice de la obra se convierte en una especie de Tablas de la ley, en un Código de Hammurabi o en recomendable estatuto de vida virtuosa. Si el Ministerio de Educación tuviera dos dedos de frente haría clavar el sumario del libro en los tablones de anuncios de todas las escuelas públicas.

                Pero antes de hablar del libro que nos convoca he de decir que Jorge Freire es un humanista; es un joven filósofo, sí, pero también escritor, divulgador cultural, crítico social y columnista en prensa. Freire comparte atributos y talante con un puñado de filósofos y profesores contemporáneos donde estarían Javier Gomá, Juan Arnau, Gregorio Luri y algunos más que, con perdón, olvido mencionar. Como todos estos, Freire recoge una tradición de pensamiento crítico fundamentada en lecturas e interpretaciones heterodoxas, desde la fuente socrática hasta el escepticismo nietzschiano.

                He mencionado antes la solicitud del índice de la obra como código de virtudes. Y es que la sola enumeración del contenido puede servir al avisado lector ciudadano como un breviario de comportamiento. Cincela el carácter, Ten coraje, Sé aquello que deseas parecer, Incendia lo que veneraste, Desconfía del consenso, No desconectes, Cultívate, Impón tu suerte…, son algunas de las consignas que nos da el autor para llevar una vida virtuosa y acrisolar el carácter.

                «Este ensayo—nos dice Freire—, escrito en vocativo, se compone de mandamientos. Son, ante todo, sugerencias de amigo. Conforman mi código de buenas costumbres y a mí, sobra decirlo, me van bien. Quizá a ti no».

                Cuidado, la obra de Freire no es un manual de autoayuda, aunque pueda parecerlo. No lo es por una sencilla razón. En ningún momento nos dice el autor que siguiendo este código personal vayamos a reconvertirnos en mejores personas ni en ínclitos ciudadanos. El capítulo IV lo deja muy claro: Confía sin fiarte. Del dictum aristotélico hasta la aparente paradoja «confiar sin fiarse significa, más bien, ser consciente de tus propias fuerzas».

                Algo parecido escribió el poeta Robert Walser: «No tengo mucha confianza en mí mismo, pero creo en mi persona». Y Freire nos cita a Ortega por si las moscas: «Si no tenemos confianza en nosotros, todo se habrá perdido. Si tenemos demasiada, no encontraremos cosa de provecho. Confiar, pues, sin fiarse.»

                Y ese mismo “no fiarse” debemos aplicarlo a toda admonición y mandato. Tomar de los clásicos aquello que nos vale y mejora, sin excesivo entusiasmo pues deviene en estupidez. Cultivarnos según nuestro carácter y perspectivas desconfiando de los expertos. Apasionarse en lo personal y no en el criterio adocenado. Leer todo lo que uno pueda sin convertirse en fetichista de los libros y como dijo Voltaire, apunta Freire, «cojo lo bueno para mí donde lo encuentro».

                Ya ven, un libro sin desperdicio, una joya de la inteligencia y de la alegría vital. Nos aporta criterio, virtudes de nuestros clásicos, un toque de escepticismo y una toma de posición. Este es el código de costumbres de Jorge Freire y, como él mismo dice, podemos configurar el nuestro personalizado. Pero hagámoslo con valentía, con juicio, con cultura y con libertad. Huyamos de las multitudes iletradas y arrebañadas, impongamos nuestra suerte adquiriendo las virtudes apropiadas. Creemos nuestro código propio y tiremos para adelante.

                Con todo lo dicho hasta ahora pareciera que el libro de Freire es un texto sesudo, académico y profesoral. Y nada más lejos de la verdad. Freire es un tipo que, se ve, conoce mucho pero también sabe transmitirlo con alegría y amenidad. Freire nos diría lo mismo que dice en el libro en una terraza al fresco tomando unas birras. Su vocabulario ensarta con sutileza y dominio tanto la competencia coloquial y profana como el cultismo más acendrado, en una especie de pincho moruno lingüístico que impele al lector a llenar sus alforjas de útiles términos y conceptos. No en vano el propio Freire se ha denominado a sí mismo “soldado de la RAE” por su activismo en usar el más acendrado lenguaje.

                Lean este magnífico ensayo aquellos interesados en hacerse quienes son siguiendo el dictado del griego Píndaro y aquellos que dudan del discurso falso y manido de nuestro tiempo y pretenden crearse el hábito de la virtud. Y, recuerden, peguen el sumario de este libro en el salpicadero del coche, frente la taza del inodoro o sobre la pantalla de su ordenador y sigan las sugerencias/mandamientos del amigo Freire.

Publicada en Entreletras junio 2024

viernes, 21 de junio de 2024

 

Por qué Georges Perec

Kim Nguyen

La uña rota, 2024

67 páginas

 

 


 

                Las razones de Kim Nguyen para escribir Por qué Georges Perec solo tienen explicación para quienes hayan leído al autor francés. Lo dice la respuesta 229 del libro: «Porque cualquier tentativa de agotar la obra de Georges Perec sería, con toda seguridad, infructuosa».

                Pero antes de comenzar esta reseña voy a hacer una advertencia a potenciales lectores: este libro es adictivo. Yo caí en la trampa. Al llegar a casa con el librito quise echarle una rápida ojeada como quien abre la ventana al alba para ver qué día nos espera, pero me encontré pasando páginas sometido a una fuerza de atracción que impedía cerrar el libro y salir a la realidad. Era como si me hubiera lanzado a un río cuya corriente me arrastrara hacia un abismo desconocido. Leí respuestas y atravesé páginas como si de una novela de enigma se tratara. Me parecía que cada razón de Nguyen para acercarse a Perec fuera una pista para resolver el caso de una novela policiaca. Seguí los pasos de Nguyen para ver si al final saltaba alguna sorpresa, alguna revelación o el indicio de un misterio. No pude dejar de leer el libro hasta agotar las respuestas a la pregunta del título. Y sí, al final de la historia se resuelve un enigma. Nguyen nos muestra y demuestra que Georges Perec sigue vivo.

                Este libro atrapa. Gracias a dios que es un libro corto. Quizá esta reseña llegue a tener más palabras que el propio libro sobre Perec. Eso no sería nada extraño dado que Perec era el autor de la ligereza y de la brevedad. Su libro La vida instrucciones de uso —el primero que leí en los años ochenta— tiene más de seiscientas páginas, eso es cierto, pero es un libro de brevedades, de pequeñas piezas de un puzle que, juntas, crean la apariencia de totalidad, de infinito.

                Es lo mismo que ha hecho Kim Nguyen en este libro, construirlo con piezas del puzle de su amor por el autor. Cada una de las respuestas, que podrían ser infinitas, son huellas sobre las que ponemos nuestros propios pasos, con delicadeza, para seguir el rastro de un escritor feliz, tierno y juguetón. Seguimos las pisadas de Nguyen con la confianza en un lector ferviente, un lector que se ha adentrado en la topografía perequiana y ha salido de allí con un puñado de respuestas que no dejan de ser nuevas preguntas.

                Respuesta 108: “Porque Perec consideraba que la literatura es un gran puzle cuyas piezas son las obras de los escritores que le alimentaron y le dieron ganas de escribir. «Una especie de constelación con en el centro (o en los bordes) una pieza vacía que es la que yo vendré a llenar».”

                Respuesta 227: “Porque no cabe duda de que, para Perec, es un honor ser uno de los autores más saqueados de la literatura actual.”

                Lo decía el propio Perec en su libro El gabinete de un aficionado. En palabras de un ficticio crítico de arte, Lester K. Nowak, decía que “toda obra es el espejo de otra” y, asemejando el acto de escribir con el de pintar como una «dinámica reflexiva».

                Con las doscientas treinta y seis respuestas que Nguyen nos da en su libro crea un artefacto literario de primer orden, una máquina combinatoria como las que gustaba fabricar el OULIPO, al que perteneció el escritor Perec.

El libro de Kim Nguyen es también eso, “una dinámica reflexiva”.

                Y como dije al principio, el lector se ve atrapado en la topografía perequiana, entrando y saliendo por puertas que se comunican tanto con la tradición literaria como con la más divertida experimentación. Perec, nos viene a mostrar y demostrar Kim Nguyen, es un “tapiz que se dispara en muchas direcciones”, un escritor que a través del detalle llega hasta la totalidad.

                Lean esta propuesta de Nguyen los lectores adeptos y adictos a Perec y también los que pasen por ahí, los que esperan de la literatura algo más que productos fabricados en serie. Con este librito de Kim Nguyen tienen la llave para un universo infinito.

                “Porque Perec es futuro”, dice la respuesta 231.


Publicado en Entreletras, junio 2024

 

jueves, 20 de junio de 2024

 

La última frase

Camila Cañeque

La Uña Rota, 2024

 

 


 

                Habría que empezar por el final y seguir el juego de la autora para colocarse ante el abismo de los finales y mirar hacia abajo. Camila Cañeque falleció poco antes de ver publicado este su primer y último libro. Falleció mientras dormía, de muerte súbita con 39 años. La autora escribió su última frase en el entreacto del sueño, pero nos ha dejado este magnífico dispositivo de 452 frases finales de 452 libros para que contemplemos la inapelable terminación de todo cuanto nos acontece.

                La última frase es un libro de libros, un libro de fragmentos de libros con los que componer un libro renovado y de todo sentido. Es un libro de amor a lo literario, lo único verdaderamente real. Las últimas frases de los libros parecieran no tener importancia, serían amables e intrascendentes puertas de salida a otros mundos, al nuestro de cada día.

                En su ensayo Aspectos de la novela decía E.M. Forster que es en los finales donde el autor pierde aliento y, en ocasiones, no sabe cómo terminar y también en ocasiones lo hace de cualquier modo. Y, como demuestra Camila Cañeque con La última frase, esos finales, esas palabras —a veces eso, solo una palabra— dice más que todo lo dicho en el libro. O al menos no son pasadizos entreabiertos de cualquier modo por el autor para terminar su obra y despedirse sigilosamente.

                «y yo seguía centrada en las frases que están en la antesala de lo que no existe», dice la autora en la página 43 para explicarnos el proceso doloroso de darle sentido a una obra hecha de retazos y trozos (finales) de libros ajenos. Lo hace invocando la última frase de un libro de Annie Ernaux, Perderse, «Esta necesidad que tengo de escribir algo peligroso para mí, como la puerta de un sótano que se abre, donde hay que entrar cueste lo que cueste».

                Camila Cañeque no ha escrito un compendio de frases en fila, no se trata de un catálogo o de una lista de frases sin orden. La autora nos va mostrando su proceso vital durante la composición, de años, de un texto sin fin. «Era un impulso por paliar las despedidas propias y los finales personales, como si esperase una reparación o como si quisiera estar más preparada. Un constante ensayar la muerte sin entrar en ella».

                En literatura ha llegado el momento de la desaparición. Todo lo hasta ahora escrito es todo lo que se puede decir y, desde este momento, lo que viene, si viene, será un juego de recortes y reescritura, de reconstrucciones y puzles fabricados con lo que hay. En La última frase, Cañeque, ha sabido ver este instante y ha creado un architexto, una ficción de la ficción. Es esta una obra que ha entendido la necesidad de reconformar el ámbito literario partiendo de lo ya escrito. Es el final del principio o el principio del final.

                Pero ese final es asomarse al abismo y no mirar hacia abajo sino hacia delante. Dice la autora, en la página 60: «La ficción nos ofrece la seguridad de su propia muerte. Es la mayor fabricante de finales. Y la mejor». Así pues, de la muerte de la ficción —y de la propia literatura— surge la creación. Nos habla la autora de los finales como pequeños tratados del apocalipsis. Las llama «pequeñas criaturas apocalípticas» y las contempla como generadoras de expectativas. Todo pequeño final, transitorio, es el comienzo de algo, es una posibilidad de alargar el ahora.

                La autora, ya al final de su libro, nos avisa de haber salido de una prisión hecha de puertas de salida. Este libro, La última frase, es la puerta definitiva por la que escapar de esa prisión de fragmentos con forma de barrotes a través de los cuales, sin embargo, podían entrar los rayos del sol.

                Es este un libro para asiduos de la lectura, quizá para letraheridos y también, por qué no, para juguetones lectores de tipo perecquiano, esos que gustan de clasificar, repetir, agotar lugares y lecturas, aquellos que disfrutan a veces dolorosamente detectando grietas entre las palabras, casillas por rellenar, hacer juegos malabares con las frases ajenas para crear citas propias.

                La última frase escrita por Camila Cañeque, escritora, artista y filósofa, en su libro La última frase es:

«Una más».

Publicado en Entreletras, junio 2024

jueves, 23 de mayo de 2024

 




El futuro futuro

Adam Thirlwell

Anagrama, 2024

 

                Voy a arriesgarme, desde luego. Voy a aventurar una interpretación del libro de Adam Thirlwell. No es fácil saber de qué trata esta novela. De qué trata, de quién trata y en dónde ocurre. Cuál es su paisaje, su época, qué lenguaje hablan sus personajes. No es fácil asegurar el argumento de El futuro futuro. Pero lo vamos a hacer.

                Todo empezó con la escritura, dice el libro. No lo dice el narrador, o sí, pero el narrador está desaparecido. Hay una ausencia de mirada. ¿Estamos en el siglo XVIII o estamos (están los personajes) en el futuro?

“El verdadero futuro no era lo que iba a acontecer dentro de un mes o incluso un año, sino el futuro futuro, decía Saratoga: ajeno e incomunicable”.

                Alguien nos cuenta la historia de una tal Celine y sus amigas. Y lo que le rodea son las palabras, todo es lenguaje. Un lenguaje que crea desinformación y donde es “muy difícil encontrar alguna seguridad personal”.

                El universo se desintegra en una nube de calor, cae inevitablemente en un vórtice de entropía, en una sociedad hecha de palabras e imágenes que circulan y recirculan,

“—Necesitamos escritores —dijo Celine.

—¿Escritores? —dijo Marta—. ¿Hablas en serio? ¿No has conocido nunca a un escritor? Les damos alcohol y chicas. Les damos glamour.”

                ¿Qué pasa con los escritores? Toda la novela está recorrida por el espectro (a veces corpóreo, sí) de los escritores.  “En la historia del mundo, dijo Marta, los más corruptibles, los más letales y más inocentes siempre habían sido los escritores”.

                En ese siglo de las Luces, que parece desplazado al futuro, había escritura por todas partes. El mundo era una jungla llamada escritura. ¿Es, pues nuestra época, el siglo XXI? O es más bien el futuro del nuestro siglo donde ya todo se iba convirtiendo en datos y desinformación.

                Thirlwell juega con los tiempos, y juega con el lenguaje. Esparce términos “modernos” en un espacio temporal remoto. Aquí circulan taxis, la gente lleva mochilas, repostan en gasolineras, están sometidos al algoritmo, contemplan fotografías

                Entonces, esa Celine y sus amigas (y amigos) ¿en dónde viven? Viven en el lenguaje. Viven en el libro que leemos. Viven el nuestra imaginación, en la ficción.

                El mundo de esta novela es un viejo mundo a punto de desaparecer “por completo y convertirse en una pequeña cadena digital de símbolos, desvaneciéndose en el aire blanco”.

                ¿Se refiere el narrador al blanco de una página en blanco? En ese espacio disponible para el autor, en el que está a su disposición todas las posibilidades del universo, es donde residimos quienes nos adentramos en un libro.

                Solo al escribirlas, las cosas toman sentido y, de algún modo acontecen y se proyectan hacia el futuro en nuestro recuerdo. Esto es lo que Thirlwell nos plantea. La creación del mundo, de la realidad. Y aquí se aprecian trazas de grandes creadores de mundos: Nabokov, Vonnegut, Flaubert.

                Thirlwell ya nos trasladó al espacio de la escritura en aquel alucinante y alucinado libro La novela múltiple, un ensayo sobre la creación donde aparecían Laurence Sterne, Nabokov, Bohumil Hrabal, Gadda y algunos más.

                Y este El futuro futuro bebe de esas fuentes. Y de Joyce, Gombrowicz, Diderot. Y, claro, con esos mimbres la historia de esta novela se nos va de las manos y se le va de las manos al autor (porque la suelta), y viajamos a la luna con Celine en un futurible episodio con encuentro extraterrestre y donde fabrican libros sin autor, ¿les suena esto? “—Hace mucho tiempo —dijo Harper— nos dimos cuenta de que una historia no necesita autor”.

                Y luego atravesamos el espejo como la Alicia de Carroll.

                Y a vuelta con los escritores, la novela los halaga y los desprecia, leemos: “Un escritor es un animal que suele ser puro pero que de alguna manera busca la fama en todo momento, por letal que pueda ser esta, porque también está infectado por la enfermedad de la intemporalidad. Ama el lenguaje y quiere crear obras en las que esa materia oscura se haga luz, pero también quiere que ese lenguaje dure para siempre. Y así, tristemente, el escritor es ese animal que confunde fama con amor”.

                La novela de Thirlwell “crea” el mundo, su mundo. ¿Como toda novela? Puede, pero aquí es el lenguaje, las palabras las que generan a partir del vacío. Es la fiesta del lenguaje. Mención escondida a aquello que dijera (escribiera) Sergio Chejfec sobre que en el centro de ese vacío había otra fiesta.

                Y, según el narrador, los libros se habían acabado, pero había brotado otro poder: el lenguaje. ¿Paradoja? ¿Sinsentido? Nada de eso. Ya nos advirtió Ray Bradbury en su Fahrenheit 451. Libros prohibidos y demasiadas palabras en las paredes. Y gente viajando para no pararse a pensar, todos en continuo divertimento. ¿Les suena?

                “Los libros se habían acabado, lo decía todo el mundo constantemente, pero las revistas seguían estando por todas partes, y tal vez era lógico. La revistas eran lo contrario a la literatura; no eran escépticas ante nada, el universo que describían era del todo irreal…”

                Así es el mundo de El futuro futuro. Casi el presente de un pasado inmediato. Un mundo donde los clásicos se habían acabado y en el que haría falta un nuevo tipo de escritura, “algo que permitiera a los lectores comprender la fuerza histórica de las verdades nuevas”.

Esta es la realidad de El futuro futuro. El lector termina de leer y no tiene ni idea de dónde se ubica exactamente “esa realidad que producen las palabras”, pero sabe también que tal realidad existe.

Publicado en Entreletras, mayo 2024

martes, 26 de marzo de 2024

 




Baumgartner

Paul Auster

Seix Barral, 2024

                                                               Auster y la novela por venir

 

                Lo confieso, he tenido que hacer dos lecturas de Baumgartner para comprender por qué en la primera la novela no me había llegado del todo. Una ventaja del lector aficionado, sin lealtades vicarias, es escribir sobre libros que le han dejado buena impresión o aquellos de donde ha obtenido algún conocimiento. Esta última novela de Paul Auster —en el mejor de los casos— estaría en la segunda premisa pues algo he aprendido, sobre la vida y sobre lo literario.

Mi primera lectura perpleja me condujo a sospecha de una verosímil ineptitud personal pues en ocasiones el lector está en una longitud de onda lejana al texto abordado por contingencias privadas, preocupaciones o iniquidades externas. A todos nos ha ocurrido aborrecer un libro a las cuarenta páginas, apartarlo y, pasado un tiempo —días, meses, años—, regresar sobre él y amarlo, disfrutar de su delicada textura que antaño nos pareció rugosa e insípida.

                Prometo —a mí mismo, antes que nada— releer este Baumgartner dentro de un tiempo. Semanas, meses, años…, quién sabe. Pero es este un litigio privado…

                Mis dos lecturas del libro de Auster se instruyen por respeto al autor, a quien admiro por toda su obra y en especial por obras maestras como La trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, Leviatan o La noche del oráculo, en donde el lector saborea, aún, el manjar de la gran literatura. Cómo no respetar y admirar la prosa radiante de Auster. Me propuse por tanto releer y comprender. Pero ¿qué comprender? Pues las razones personales —pero también técnicas, argumentales, estilísticas— que me han llevado a una conclusión tajante. La novela de Auster no es buena.

                Comencemos por lo más dramático. ¿Recuerdan aquello que le dijo John Banville al también escritor Rodrigo Fresán en una entrevista? “El estilo avanza por delante dando zancadas triunfales mientras la trama va por detrás arrastrando los pies”. En las grandes obras de Auster el estilo tiraba de la trama, avanzaba como un general valiente a la cabeza de sus tropas, confiadas en el éxito de la batalla. Sin embargo, aquí, en Baumgartner, es la trama, el argumento, la historia del setentón Sy la que encabeza las huestes narrativas. El gran estilo austeriano se ve así sometido a las vicisitudes del protagonista, a su lentitud, su convalecencia, su tristeza. ¿Dónde queda aquella escritura vibrante, ingeniosa, arriesgada de La noche del oráculo o Leviatan?

                ¿Se imaginan conducir un Ferrari como coche auxiliar en la vuelta ciclista? Qué sentido tendría subirnos a trescientos caballos para ir a cincuenta por hora. Nadie usaría un caballo pura sangre como montura de los Reyes Magos en su cabalgata. Y no es que no vea en el texto el estilo poderoso de Auster. Se lo ve, pero acongojado, marchito. Es el tema —la vida otoñal del protagonista— lo que paraliza al estilo. Tanto es así, que las mejores páginas de la novela son los fragmentos autobiográficos de la esposa, Anna Blume, insertos al modo cervantino donde sí contemplamos al estilo, valiente y con brío, a la cabeza de la narración.

                Ya el inicio de la novela (y más habiendo leído el final, sobre el que volveremos más adelante) conduce al lector —a quien esto escribe—, con tanto tropiezo, resbalón y caída, a imaginarse al histriónico actor Steve Martin interpretando el papel de un vejete rijoso y torpe en una suerte de cómica dramaturgia. Y es que los tres primeros capítulos resultan tediosos, inanes, sin fuerza. Los salvan, como he apuntado antes, los fragmentos “narrados” por Anna con una prosa mordaz, ágil y verosímil.  Ahí el estilo sí avanza “a zancadas triunfales”.

                En la segunda lectura, en vez de al rijoso Steve Martin, imaginé, en un instante de lucidez, a un Buster Keaton crepuscular y perplejo, pero imbuido de una cierta ternura que parecía un giño al magnífico Hector Mann de El libro de las ilusiones. Resultó un espejismo. Y es que la artesanía austeriana falla en esta novela. La sugerente aparición del joven Papadopoulos al inicio de la novela —mediante una de esas famosas llamadas intempestivas de otras novelas de Auster—, del que se pierde el rastro y que sólo al final reaparece como si Auster, al repasar la novela, cayera en la cuenta de aquel hilo perdido y desperdiciado.

                Para terminar, lo mejor de la obra: el final y el futuro. Y es que Baumgartner pareciera más bien los preliminares de la verdadera novela que Auster se proponía (y se propondrá, arriesgo), escribir. Porque la verdadera novela se intuye al final, en el magnífico capítulo cinco, con la aparición de la joven estudiante Beatrix Coen. Esa es la novela que nos interesa, la historia y relación del viudo Baumgartner y la joven Bebe, relación intrigante bajo el fantasmático influjo de esposa muerta y obra literaria a revivir por Beatrix y Sy en tardes de té, pastas y poemas. Ese es el triángulo dramático que Auster deja abierto al final de su novela. Y es hasta posible —aventuro— que el texto ya lo tenga el gran Auster sobre su mesa. Y ahí ponemos la esperanza en que el gran estilo austeriano regrese a la batalla.

“Y así, con el viento en la cara y la sangre aún rezumando de la herida en la frente, nuestro héroe se dirige en busca de ayuda, y cuando llega a la primera casa y llama a la puerta, empieza el último capítulo de la historia de S. T. Baumgartner”.

Así sea. Salud.


 




Ocho entrevistas inventadas

Enrique Vila-Matas

H&O Editores, 2024

 

                Es paradójico que este último libro de Enrique Vila-Matas no sea de Enrique Vila-Matas, porque —digámoslo— el “autor” de aquellas entrevistas no era aún el autor que sus lectores conocemos. Y no solamente porque fuera un escritor en sus inicios sino porque ni siquiera él mismo se sabía escritor. Las ocho entrevistas incluidas en este librito fueron publicadas a finales de los años sesenta y principios de los setenta, antes de que Vila-Matas se marchara a vivir a París y de cuya estancia nos habló en su París no se acaba nunca.

Creo que fue Musil quien renegaba de esos escritores (y editores) que publicaban textos inacabados o borradores o cuadernos de notas, es decir que el autor de El hombre sin atributos negaba valor literario a textos tangenciales y ancilares de un autor. Por suerte, sus cuadernos de apuntes y sus diarios fueron publicados de forma póstuma.

Entonces, ¿cuál es el valor de las entrevistas de un autor que aún no lo era? Si la lectura de las preguntas y respuestas (algunas totalmente “falsas”) nos hace entrever cierto estilo, ciertos motivos, ciertas posiciones del futuro autor, lo que más sorprende es el carácter fundacional en cuanto a la posterior actitud de Vila-Matas hacia la práctica literaria. ¿Qué es inventarse las preguntas y las respuestas de una entrevista sino contemplar la realidad con escepticismo y someterla a la ficción?

Todo es ficción.

¿Qué supone suplantar al entrevistado y darle la propia palabra sino una atracción por la impostura, por convertirse en otro? Muchos años después de estas fingidas entrevistas leeremos libros como Impostura, Doctor Pasavento o Montevideo en los que el autor maduro reafirma la posición literaria intuida en aquellas entrevistas ficcionadas.

Todo es ficción en Vila-Matas.

Yo me imagino al joven redactor de Fotogramas ante la propuesta de sus jefes para realizar aquellas entrevistas como a un Bartleby receloso que pensara: “¿Entrevistas? Preferiría no hacerlas, así que me las invento”.

Y es que todo es ficción en Vila-Matas, desde el principio.

En el libro que nos ocupa hay una especie de epílogo, “pieza vertebradora de su obra posterior” en palabras del prologuista Mario Aznar, que es el relato Recuerdos inventados, donde ya entrevemos las posiciones que tomará el autor. «Como nada memorable me había sucedido en la vida, yo antes era un hombre sin apenas biografía. Hasta que opté por inventarme una. Me refugié en el universo de varios escritores y forjé, con recuerdos de personas que veía relacionadas con sus libros o imaginaciones, una memoria personal y una nueva identidad. Consideré como propios los recuerdos de otros, y así es como hoy en día puedo presumir de haber tenido vida».

Recuerdos inventados, entrevistas fingidas: ingenio, ficción.

Algunas de las entrevistas son composiciones de otras que el joven redactor tomó como materia prima. Es el caso de la realizada a Patricia Highsmith para La Vanguardia. Otras están “intervenidas” por el autor, como las de Bardem o Rovira Veleta. Y por fin la apoteosis de la impostura es la realizada a Rudolf Nuréyev, que directamente fue fabricada por Vila-Matas sin siquiera acudir al encuentro con el bailarín en su hotel.

Como bien apunta Mario Aznar en su prólogo al referirse a la entrevista a Marlon Brando, Vila-Matas se erige —ya entonces— en ventrílocuo y pone en boca de su personaje las propias palabras. Es el adelanto de la obra posterior (muy posterior) Una casa para siempre, en la que el protagonista quiere tener una voz propia. La entrevista a Brando, sin desmerecer a las demás, es una pirueta genial pues en ella reconocemos al actor o al menos —bajo la dirección y el método de Vila-Matas— representa el papel verosímil de una actuación íntima y personal.

Ha escrito en algún lugar Vila-Matas que “la creatividad es la inteligencia divirtiéndose”. Y qué mayor ejercicio de juego y diversión que publicar — en su momento— unas supuestas entrevistas en las que casi todo es ficción, creatividad y juego.

De aquella dualidad o ingenio bifronte al asumir el papel de entrevistador y entrevistado viene la afición inquebrantable de Vila-Matas por convertirse a la vez en escritor y lector, en escritor y personaje, en escritor y crítico. Si Borges prefería hablar de libros inexistentes como si ya hubieran sido escritos, Vila-Matas prefirió que sus entrevistados se convirtieran en personajes de una creación literaria propia.

El no menor detalle de la evolución de las firmas del futuro escritor nos pone en la pista de que la formación de una conciencia de “autor” se construye en aquellos meses y en aquellas primeras “obras”, si podemos llamarlas así. Desde un absoluto seudónimo como Mary Holmes hasta el definitivo Enrique Vila-Matas observamos la materialización de una conciencia creadora y propia.

Con todo lo anterior queda claro que este libro agradará a los lectores fieles del autor, que con perspectiva comprenderán muchas cosas. Sobre todo, comprenderán cómo Vila-Matas se adscribió a una “extraña forma de vida”.

Publicado en Entreletras, marzo 2024

Incluído por Enrique Vila-Matas en su web.

viernes, 23 de febrero de 2024

 



El estilo de los elementos

Rodrigo Fresán

Random House, 2024

 

Los lectores de Fresán saben—sabemos— que no entenderemos todo desde un principio. Los lectores de Fresán saben—sabemos— de la cierta/incierta dificultad de adentrarse en ese territorio inexplorado (por el momento) pero que, a golpe de machete abriremos camino para llegar a los claros del bosque aclarados por el autor. Quienes pretendan entender todo, desde el principio, harán mejor en ascender esas escaleras ordenadas de los libros más vendidos donde (ahí sí) todo se entiende y se tiende como sábanas blancas al sol de lo legible.

Para empezar una cita de Jean Cocteau dedicada a Marcel Proust que en la página 202 le recuerda César X Drill a Land: «No se asemeja a nada que conozca y me recuerda a todo lo que más me gusta».

El estilo de los elementos es el nuevo libro de Fresán y recuerda a todos los anteriores libros de Fresán porque—digámoslo desde el principio— el estilo de Fresán es jugar y escribir/reescribir sobre los mismos elementos, sí: memoria y olvido; lectura y escritura; sueño y realidad; cuento y recuento… Y, digámoslo también, desde el principio (segundo principio) los libros de Fresán son un Maelström, un torbellino, un vórtice, un agujero negro (o azul y rojo) a donde el lector se arroja o se deja arrojar—empujado o de la mano como un Dante cualquiera— por su guía-autor en busca de un misterio. Y quien no desee adentrarse tras esa Puerta de Tannhäuser que abandone toda esperanza y regrese a la confortable literatura de salón.

Y, sí, de nuevo más metáforas. Los libros de Fresán son aquellos textos “decorosamente elaborados” que elogiaba Th. W. Adorno en su Mínima moralia. «Son como las telarañas: consistentes, concéntricos, transparentes, bien trabados y bien fijados. Capturan todo cuanto por ahí vuela».

Los lectores de Fresán sabemos muy bien donde nos metemos. En esa telaraña. Nos mudamos ahí por un tiempo (y un espacio) indeterminado. A veces uno desea avanzar para llegar al final, pero a la vez lamenta el avance y el principio del fin y el viajero se da vuelta y regresa a páginas anteriores por pasadizos y puertas falsas o falseadas.

Entonces, cómo hablar de este libro de Fresán. Cómo hacer la crítica de El estilo de los elementos. Pues como proponía Anatole France: «El mejor crítico es el que refiere las aventuras de su alma por las obras maestras». Y este lector que les habla—y escribe— es lo que pretende hacer. Referir las aventuras vividas y revividas durante las setecientas páginas de viaje submarino al Maelström fresaniano.

Y, entonces, ¿qué es El estilo de los elementos?

Pues es una novela de iniciación, una novela construyendo al lector y deconstruyendo al escritor, es una novela negra (o roja y azul), una novela política sin política, una novela de memoria con (muchos) olvidos, una novela de hijos y de padres. Pero sobre todo es una novela de la imaginación. Más que autoficción es novela de autoedición y reedición. O como dice uno de los personajes, Ella: «Pero me parece que esto no es una novela…Me parece que esto es como tu autobiografía pero escrita por otro, ¿no?».

Para el lector que esto escribe todo comenzó hace mucho, mucho tiempo, o no tanto, cuando leyó otros libros del escritor Fresán y, entonces, eso: aquellos libros le recordaban a todo lo que más le gustaba, pero no se parecía a nada conocido. O sí. Sonaba aquello a autores tan poco legibles como Melville, Faulkner, Musil, Nabokov, Banville o Vila-Matas. Y se dio cuenta—el lector de aquello— de la necesidad (y el placer) de tener que releer esos libros. Sucedió con Historia argentina y con La velocidad de las cosas y con el tríptico de La parte contada. Y es que eso ya le pasaba (al lector-relector) con libros de autores como—por mencionar uno actual y cercano— Enrique Vila-Matas, libros con marcha adelante y marcha atrás, libros como yacimientos donde volver a escarbar para—siempre, siempre— encontrar un objeto inesperado.

Y lo mismo ocurre con este El estilo de los elementos. El lector—aquí—, una vez terminado el libro hace unos días sintió de inmediato el deseo de volver al principio y comenzar de nuevo ya con parte del código secreto del autor aprendido y aprehendido. Y así un repaso a las primeras diez páginas resultó suficiente para comprender que las relecturas procurarían instantes de placer sin fin. Porque, como afirma uno de los personajes «el verdadero núcleo de todo libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está escrito sino el idioma dentro de ese idioma».

El estilo de los elementos, como todo libro de Fresán, no tiene una explicación sino muchas interpretaciones. Y lo dice el narrador, quien quiera que sea: «Pero hay algo formidable en leer algo no entendiendo lo que se lee y aun así entender que no se puede dejar de leer ese algo».

Y, sin embargo, no se asusten lectores primerizos de Fresán. Al final todo se entiende. Hay un hijo que es un padre que habla al hijo pero que se habla a sí mismo cuando era hijo y no quería ser escritor sino lector, pero acabó siendo escritor para escuchar unas cintas grabadas por una joven cuando él también era joven y que otra joven que no es Ella sino ella le trae cuando es mayor y escritor, pero imagina ser el niño lector que ahora, realmente, escribe. O algo así, NOME.

Y aviso. En este libro de Fresán, y en todos, lo que encontrarán, además de muchos escritores y lecturas y lectores que escriben y escritores que no paran de leer, es mucha sabiduría. «Algo de lo que uno puede entender lo que más le convenga y mejor le parezca: lo que más le sirva y le funcione y, sí, lo ayude».

Y todo esto es el estilo de este libro. Y de sus elementos.

Y Big Vaina.


jueves, 14 de diciembre de 2023

 



El arte del saber ligero

Xavier Nueno

 

Confiesa quien esto escribe haber tomado al pie de la letra la propuesta del autor de este libro y reducido su contenido a diez frases. ¿Habré conseguido atrapar el mensaje que Xavier Nueno deseaba transmitir? ¿Me atrevería a decir que ahora poseo un arte del saber ligero? ¿Son esas diez frases del libro una lectura suficiente, ligera, portátil y abreviada del texto?

El libro de Xavier Nueno es ya en sí un tratado resumido de la función histórica de la escritura, de su producción excesiva y de la pulsión humana de su destrucción. Es este un libro entretenido, bien documentado y con una bibliografía muy completa.

«Frente a la pulsión universalista hay otra que desea reducir la biblioteca, hacerla portátil». Tras la invención de la imprenta, en el siglo XV, la capacidad de producción de libros se multiplica de tal modo que en los siglos posteriores se crean profusas bibliotecas con el fin de alojar los millares de ejemplares publicados. La conversión del libro en mercancía iniciada en el siglo XVI supone una superabundancia que convierte a las bibliotecas en recintos desbordantes y desbordados en cuyos anaqueles es ya difícil encontrar un libro concreto. La percepción es la de un mundo lleno de libros.

Levanto la vista de mi cuaderno de notas y contemplo mi propia biblioteca y, sí, me doy cuenta de que ahí también sobran libros. ¿Qué hacer? El libro de Nuno me pone en la pista.

Ante este panorama, surge una figura contradictoria. Son los «escritores del no (el autor los llama terroristas), que escriben sobre el abandono de la literatura. Se presenta, pues, una paradoja. El discurso contra los libros es parte de la tradición humanística. Será durante la Ilustración cuando esta pulsión contra el exceso de libros y de información adquiera mayor alcance. No en vano, la Enciclopedia de D’Alembert y Diderot no es sino un arte de la reducción, una búsqueda de síntesis del conocimiento.

Sobre la negación o abandono de lo literario nos puso al corriente el escritor Enrique Vila-Matas en aquel raro libro Bartleby y compañía, donde hacía un repaso por la historia de autores que dejaron de escribir o que jamás escribieron. La contradicción —según Nueno— es que muchos de los negadores de la escritura recurrieron a ella para negarla. Escriben sobre no escribir. Así pues el arte de la reducción es también un arte de la destrucción. Se trata de orientarse entre los demasiados libros.

Así lo hicieron las vanguardias de principios del siglo XX —surrealistas, dadaístas— en un afán por destruir los vínculos de la literatura con el poder político. Disertaron sobre «la necesidad de acabar con la literatura». De esta estirpe son Bartleby, Lord Chandos y Monsieur Teste.  «Desconfían del lenguaje, pero se van abocados a narrar esa desazón», añade Nueno. Se llega, entonces, a la paradoja de que «la única razón legítima por la que escribimos es porque hay demasiados libros».

Son los escritores con tijeras, empeñados en reducir las bibliotecas y la sobreabundancia de libros. «Se trata, pues, de crear un canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil», sigue el autor. Y de nuevo tenemos que invocar un libro de Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátil, como texto canónico sobre el asunto. Y es que, en aquel divertido y subversivo texto, el escritor nos presentaba la conjura shandy contra la pesadez de lo literario. Los conjurados —escritores como Larbaud, Walter Benjamin y Alberto Savinio y pintores como Duchamp o Picabia— conspiraban por un saber portátil, una obra ligera y reducida que cupiera en una maleta. Quizá yo mismo podría reducir mi biblioteca a unos pocos libros que transportar en una maleta. ¿Cuáles elegiría?

Xavier Nueno acierta en su libro al entreverar las épocas —Renacimiento, Ilustración, vanguardias del XX— en las que el afán de ligereza ha atravesado la historia de la escritura. Repasa, en un vaivén histórico, las fobias contra lo literario: misología, misografía, biblioclasmo. Un posible precursor de los lectores con tijeras sería Montaigne, de quien Nueno dice que «su arte de la lectura tiene que ser entendido como una estrategia subversiva». El autor francés abogaba por una lectura que trajera «placer, juego y pasatiempo».

Y el tipo de lector que es Montaigne nos conduce directamente al lector amateur. La biblioteca del amateur nos dice el autor, «es precaria e imperfecta», ajena a la exhaustividad de las bibliotecas profesionales, a los bibliotafios donde los libros viven una vida en la muerte. Nueno invoca a Roland Barthes. «El Amateur —escribió el ensayista francés— (aquel que pinta, toca…, sin espíritu de control o competición), el Amateur reconduce el placer, se instala graciosamente en el significante…, […], es tal vez el artista contraburgués»

El Amateur de Barthes se asemeja al honnête homme que proviene del lector que fue Montaigne, un lector de un «saber mundano». Este lector lúdico y despreocupado no deja de ser una figura muy actual en el tráfago de sobreabundancia libresca de los últimos tiempos. Su consigna debiera ser la de no hacer caso a tanta recomendación editorial masiva, rechazar el brillo excesivo de ciertos premios siderales y dedicarse a indagar en las grietas del exceso literario para realizar hallazgos insólitos y minoritarios.

De este modo la biblioteca del lector aficionado y exigente ha de estar formada por unos cuantos libros de cabecera, «libros-amuleto a los que volver una y otra vez sin agotar nunca su sentido», afirma Nueno. Se trata pues de una estrategia de aligeramiento, de levedad (como proponía Italo Calvino en los años ‘80), una voluntad de crearnos «un canon brevísimo y muy personal reunido, por ejemplo, en un cuarto oscuro de casa», como ha dicho el autor de la desaparición y lo portátil, Enrique Vila-Matas.

Convencido me pongo en acción. Dejo de escribir, apago la luz de este cuarto e imagino los libros que metería en una maleta pero que aún están por venir.

El arte del saber ligero es en definitiva un ensayo clarividente para aquellos lectores que han hecho de la lectura una cierta estrategia detectivesca y se fabrican una biblioteca ligera en la que nunca se agote el sentido.


  Nocturne de Gibraltar Autor: Gennaro Serio Editorial: Éditions L’orma, 2024                   Esta no va a ser una reseña al uso, lo advie...