EL LECTOR-ESTUCHE (I)
Impertinencia, polémica y destrucción
Tres lecturas
diferentes me han llevado a consensuar las categorías que subtitulan esta
reflexión.
La primera
lectura es un compendio de ensayos y artículos de Juan Benet en el que se
incluyen respuestas a entrevistas de los años 80 (Ensayos de incertidumbre,
Lumen 2011, Ed. Ignacio Echevarría). Decía Benet a propósito: «Yo creo
bastante en la eficacia de la impertinencia, sobre todo en la de determinadas
opiniones impertinentes. En cierto modo esas opiniones son, por impertinentes,
las más útiles, las más atractivas. Si las opiniones se matizan, pues se
vulgarizan, y entonces caen en el lugar común»
Un artículo de
Beatriz Sarlo en Babelia, publicado recientemente, es la segunda lectura
motivadora. Su título no puede venir más a cuento, Elogio de la polémica.
En su reflexión, la escritora argentina, defiende la polémica como herramienta
de conocimiento ya que «respetar las ideas es polemizar sobre ellas pues
para polemizar hay que conocerlas bien». Así se interpreta la polémica como
acercamiento a los otros, a sus ideas con respeto y profundidad. Hay una
coincidencia entre Benet y Sarlo en cuanto al matiz como postura temerosa,
insípida y acrítica. Si las opiniones se templan en demasía se corre el riesgo
de hacerlas transparentes y poco efectivas. La utilidad de la polémica conlleva
una cierta alacridad, una mala leche medida, de forma que siempre las opiniones
sean un modo de «radicalidad de la vida privada», en palabras de Benet.
La tercera
lectura, relacionada a las anteriores, pues no hay nada independiente, ha sido
un corto ensayo de Walter Benjamin titulado El carácter destructivo,
publicado en 1931, (Iluminaciones, Taurus, 2018. Ed. Jordi Ibáñez) Una
primera lectura del análisis del filósofo alemán pudiera limitar nuestra
apreciación a la índole meramente negativa, violenta y aniquiladora de la
destrucción. Pero Benjamin deja entrever una capacidad creativa y regeneradora
en la destrucción. Y es que, en oposición a la destrucción apolínea, la del
sistema económico capitalista, existe una destrucción dionisíaca, caótica,
constructiva y esencial. En ella el sujeto destructor puede revertir la
destrucción total y crear algo nuevo.
En su ensayo, Benjamin,
habla del “hombre estuche”, aquel que ante el sometimiento de los poderes se
repliega al calor de la cultura blanda y masticada del main stream y se
despoja del espíritu crítico necesario para una reflexión propia. Y este
concepto se nos ocurre trasladarlo- en el ámbito literario- a lo que podemos
llamar lector-estuche. «El hombre-estuche busca su comodidad y la
médula de esta es la envoltura», dice Benjamin. ¿Y no es tal descripción el
guante que se ajusta al tipo de lector por el que se mide la actual ética
comercial libresca? ¿Acaso las grandes editoriales (y muchos autores) no van
reemplazando al lector adiestrado, crítico, exigente por un tipo de lector
envuelto en mullidas narraciones digeribles?
El único modo
de combatir al lector-estuche es mediante la impertinencia de Benet, la
polémica elogiada por Beatriz Sarlo y el carácter destructivo de Benjamin.
La
impertinencia, si volvemos con Benet, es una toma de posición, una actitud
radical de ámbito privado (aunque pueda salir a terrenos públicos). Se muestra
como rasgo de carácter. La eficacia de la impertinencia se valoriza por su
afrenta a las posiciones vulgares, matizadas y conciliatorias. «Me gusta ir
por el mundo con ideas radicales. Es una radicalidad de la vida privada».
Esto nos recuerda a opinadores “contundentes” como Nabokov que arriesgaba su
radicalidad hasta vilipendiar al Quijote. Del escritor ruso-americano dijo Saul
Bellow que era «uno de los grandes molestadores de todos los tiempos». Pero
de eso se trata, de confrontar la opinión privada y personal con el sentir
común e inmovilista. Recordemos la beligerancia de Benet contra el anodino
panorama literario español de finales de los 60 y que estableció en su famoso
libro de ensayos La inspiración y el estilo.
El objetivo de
la impertinencia es el conflicto y la polémica, pues restaura la dialéctica de
la reflexión (aquí, de nuevo, Benjamin) y esta remueve el presente. Sarlo también
cita a Benjamin: «La única y verdadera forma para una reflexión sobre el
presente es la polémica». Y la escritora argentina trae, en su artículo,
una conexión muy oportuna entre polémica y literatura. Y en el tráfago de lo
literario propone una crítica arriesgada, que se manche las manos (o la pluma)
con opiniones contundentes y polémicas. «El conflicto es tan interesante en
la ficción literaria como en las reflexiones críticas sobre esa ficción»,
apunta Beatriz Sarlo. Conflicto y polémica eran armas de Benet para remover el
estado de cosas de la literatura de los 70 y famosas sus acometidas contra rocosos
mitos literarios, por ejemplo, contra la pertinencia del Ulysses de
Joyce, su desprecio a Galdós o sus andanadas contra el boom
latinoamericano.
La polémica es
crítica del presente, pues como dijo Benjamin, «La posteridad olvida o
ensalza, solo el crítico juzga en presencia del autor». Por eso Sarlo
comparte con nosotros una fantasía que debiera ser la norma, «un espacio
literario donde sea posible polemizar sobre el último éxito. Polemizar no años
después en una revista universitaria, sino escribir en la caliente actualidad».
Pero esta polémica no es la candente rabia de las redes, ni es acólita del
insulto ni compañera del desprestigio. No, ni las redes ni las ubicuas
tertulias de los medios, donde los “tertulianos” saben de todo y opinan con
necesidad metafísica (o mejor, crematística), no, esos no son los yunques donde
polemizar las ideas. En la literatura lo que está fallando es una crítica capaz
de exorcizar las obligaciones de las grandes maquinarias editoriales y dar
opiniones autorizadas a los cada vez más legos lectores (que se convierte en
lector-estuche). Pero esas opiniones hay que darlas en el presente, ante el
autor y para los lectores sumisos.
EL LECTOR-ESTUCHE (y
II)
En
la primera parte de este artículo definíamos el concepto de lector-estuche.
Pues bien, vamos al grano: ¿Qué libros no lee el lector-estuche?
Nada de Kafka.
Nada de Vila-Matas. No leerá jamás a Roberto Bolaño ni a Italo Calvino. Nunca
sabrá que existieron Roberto Arlt o Kurt Vonnegut. El lector-estuche, encerrado
en su mullido receptáculo, no se interesará por los libros de Fresán ni por los
de John Banville. La lista sería interminable: Faulkner, Denis Johnson, Sebald,
Musil, Broch, Magris, Sciascia, Bufalino; interminable: Julian Barnes, María
Negroni, Pessoa, Tabucchi, Piglia y así hasta “casi” el infinito.
Y es que el
lector-estuche sólo lee lo que le meten por los ojos (y los oídos), aquello que
gana premios galácticos y que cubre las mesas de novedades de los puntos de
venta. El lector-estuche cree que los libros se compran en las grandes
superficies donde acude con el carro de la compra para acopiar lechugas, latas
de sardinas, zapatos, camisetas y cosas así. Y ese acto de consumo incluye el
producto libro.
Y, claro, en
estos lugares (no-lugares) jamás encontrará a los autores mencionados más
arriba. Y si por casualidad están, el lector-estuche los mirará de reojo. No le
suenan, no han ganado un reciente super premio reseñado en la televisión del
mismo grupo que la editorial que da el premio a sus propios autores. No, el
lector-estuche sólo lee lo que se anuncia. No esperemos que busque, que
indague, que se pregunte si hay algo más allá de los seriados thrillers
superventas de autores tan visibilizados que parecen de la familia. El
lector-estuche comprará libros de presentadores de televisión, de famosos del
corazón, de políticos o libros que hablen de políticos que salen en televisión.
Y aún esto
ocurre porque en el acto de lectura aún pervive un cierto prurito (quizá llegue
a desaparecer como en la novela Fahrenheit 451, de Bradbury), un prurito, digo,
de valor. Mucha gente aún cree que la lectura supone un “bien” en sí misma, que
leer es bueno. Aquí recabo la opinión de un reputado crítico literario (y
editor de libros), Ignacio Echevarría, que, en un artículo de 2022 en El
Cultural, Los mejores, realizaba certeras consideraciones sobre la
lectura. «Lo que nos hace mejores no es leer, ni siquiera leer mucho. Lo que
nos hace mejores es leer bien, y leer según qué cosas», escribía el
crítico. Y es que leer es como comer. No basta con alimentarse de cualquier
cosa sino hacer una dieta sana y variada. Quien come siempre hamburguesas o
siempre cocido madrileño no se está alimentando bien, ni siquiera estará
disfrutando de esos platos pues la carencia de variedad reduce su capacidad
para el gusto. «Quien lee idioteces, se idiotiza. Y por desgracia hay muchos
libros, demasiados, que no son otra cosa que idioteces», escribe
Echevarría. Por eso el lector-estuche es el epítome del idiotizado (no del
idiota, pues quizá tenga atributos valiosos desaprovechados por sus lecturas),
y esa idiocia le viene impuesta por una falta de criterio y por un supuesto
mercado del libro sin piedad, sólo construido para atiborrar del lector
consumidor del forraje más inane.
Al igual que
el hombre-estuche de Benjamin acepta la destrucción apolínea del mundo, el
lector-estuche acata la destrucción de la cultura por el mismo capitalismo de
la producción que le da un trabajo y unos ingresos para que consuma aquello que
ese capitalismo produce. Y otro “producto” más es el libro. Como ese tipo de
lector lee para entretenerse (igual que ve series y viaja y va a la playa, para
divertirse), no necesita autores que hagan preguntas (a sí mismos y a los
lectores), no necesita a autores que escriban “complicado”. ¿Para qué?, eso no
entretiene, ni divierte. Mejor -se dice el lector-estuche- libros con frases
sencillas, que se entiendan, que utilicen las mismas palabras que se usan en
los programas de televisión, o en la publicidad comercial.
El
lector-estuche no lee para explicarse el mundo. Eso lo conoce por los medios de
comunicación, por las redes, ve la realidad a través de las series de
plataformas que producen objetos de consumo. El lector-estuche compra libros
por internet, en plataformas amazónicas que también le suministran un vestido,
una cacerola o unas vitaminas. Ese lector se guía por lo que recomiendan las
listas de libros más vendidos o lo que se lee en streaming. También hay
autores que escriben para esos lectores, es verdad. Hay autores que buscan los
nichos de lectura donde más se vende. Pero esos nichos son como abrevaderos de
pienso para lectores adocenados. Porque al lector-estuche le gusta abrevar
donde muchos lo hacen. Se fían del gusto de la mayoría, de la masa. Se fían de
las opiniones de otros lectores-estuche que puntúan los libros con pulgares
augustos. Existen -qué pena- autores que se congratulan de reseñas de
lectores-estuche en esas redes de lecturas abrevadas.
Al
lector-estuche le importan tres pimientos los críticos. Qué es eso, se pregunta.
Todas las opiniones son tan válidas como las de cualquiera, piensa. ¿Autoridad?
¿profesionalidad? ¿experiencia?, para qué, se pregunta el lector-estuche. Lo
que dicen la redes es lo que vale. Lo que más se vende es el patrón de nivel. Datos,
listas, estadística. Se ven autores -nada más patético- que anuncian en las
redes el puesto de su último libro en el top de ventas. Y se quedan tan
tranquilos con su afán comercial. Han recibido un premio de la misma editorial
que le publica sus libros y salen por ahí henchidos de orgullo a pregonar su
puesto en el ranking de ventas. No mencionan la ostentosa campaña publicitaria
que ha hecho su grupo editorial, medios de comunicación afines incluidos. Hay
otros que se indignan en las redes por el alto precio de los libros
electrónicos de otros autores cuando ellos -grandes superventas- “dejan” sus
libros -algunos verdaderos engendros- a bajo coste. Algunos de estos autores,
que se han enriquecido -enhorabuena- a costa de escribir lamentables productos
legibles “que se leen de un tirón”, dan, ya ven, lecciones de ética comercial. Son
los autores que, como decía Canetti «han pasado a administrar posiciones
como cualquier burgués». Estos son los autores que lee el lector-estuche.
En fin..., a
propósito de todo lo escrito arriba, alguien me acusará de faltarles el respeto
a esos lectores a los que denomino (con la complicidad de Benjamin)
lectores-estuche. Pues bien, sí, esos lectores no me gustan, no congenio con
ellos, los respeto como personas libres de elegir sus intereses, pero no los
respeto como lectores. El lector es una categoría de la literatura, junto al
autor, y si la lectura se degrada también lo hace la literatura. Lo dijo
Nietzsche «un siglo más de lectores y hasta el espíritu olerá mal».