viernes, 15 de agosto de 2025


 

Canon de cámara oscura

Enrique Vila-Matas

Seix Barral, 2025

218 páginas

                                              

Canon & Co. y otros elementos

Dado que antes de terminar este artículo ha sucedido un gran apagón en todo el país, me pregunto si habrá proliferación de Denver-7 en todas las ciudades y si estos se dedicarán cada uno a crear su canon desplazado y muy personal. Vila-Matas, entonces, tendrá gran trabajo si decide hacer un inventario —como ya hizo con los bartlebys— de androides nuevos o estos se integran en una comunidad shandy que se mueva en los intersticios de lo literario.

Pero volvamos a lo que nos interesa, es decir, hablar de la novela.

Lo sabemos, la escritura de Vila-Matas siempre sugiere, es generativa. Densidad y ligereza, es su paradójica condición. Sus obras engendran, son muníficas, se expanden, alimentan la creatividad, «tapiz que se dispara en múltiples direcciones». Para empezar, el nombre del protagonista y narrador Vidal Escabia conecta con el Vidal Escabia de su juvenil novela La asesina ilustrada.

Canon de cámara oscura no es otra cosa: ligereza y densidad. Pues aquí la trama es ligera, apenas función ancilar. La tensa la imprevista —sin antecedente— condición androide del narrador. Es parca también la trama en su tiempo de acción: apenas dos días. ¡Para qué más! —habrá decidido el autor—, si el núcleo es una cámara oscura, cuna de libros y de una hija cuya llegada, “brusco eclipse” desahucia de ejemplares la habitación.

La condición androide del narrador no debe sorprender al lector que ya ha conocido a los excéntricos narradores de novelas anteriores. Un enfermo de literatura en El mal de Montano, un Doctor Pasavento que se convierte en doctor Ingravallo y en Pynchon, el narrador de Paris no se acaba nunca que se cree el doble de Hemingway, el bloqueado escritor de Montevideo obsesionado con una «puerta condenada».

Así pues, la índole generativa de la escritura vilamatiana permite al lector indagar su interpretación. Tanto que este lector administra las conexiones del nuevo libro con la poética narrativa del autor. Y, claro, ve uno que en Canon … se manifiestan los «cinco rasgos esenciales, irrenunciables» de toda futura novela que Vila-Matas desenredó en aquel mínimo, pero superior libro que es Perder teorías.

Intertextualidad, las conexiones con la alta poesía, la escritura vista como un reloj que avanza, la victoria del estilo sobre la trama y la conciencia de un paisaje moral ruinoso. Todo esto y más lo encuentra el lector en Canon de cámara oscura. Y al lector de la nueva novela le corresponde averiguar esas conexiones con los rasgos de aquella «teoría (no) perdida».

Me quedo, por el momento, con dos. El estilo, que se come todo, se impone sobre la trama, sobre acción y anécdota. Lo dijo Proust, que de esto sabía un poco: «La palabra humana está relacionada con el alma, pero sin expresarla como sí hace el estilo.» La trama de Canon…, mínima, reducida como un elixir mágico, ese método de biblioteca, ventana y gabinete, ese escribir el presente, la selección de fragmentos, todo esto, sí, la trama nos alegra el día, pero el estilo, esa voz irónica, desinhibida, lateral, ese estilo nos alegra el alma. Es decir, Canon… es una fiesta.

Y de la conciencia de un paisaje moral ruinoso el autor percibe una visión del futuro. ¿No es acaso el androide Escabia la contraparte, la cara opuesta al hombre actual, tan maquinizado, tan absorto en el consumismo, atrapado en la pérdida de sus capacidades? Escabia, un androide fabricado, se ha humanizado al recibir el legado de Altobelli, su biblioteca. «Había aprendido a leer y, a través de los libros, había ido entrando en contacto con otras conciencias», reconoce Vidal. ¿Es la parte Denver de Vidal la parte literaturizada que puede devolver al ser humano sus atributos? Sí, a Alonso Quijano dicen que le volvieron loco los libros, pero también le volvieron más humano.

Que vivimos ya en la fantasía, Vila-Matas lo ha percibido al poner en circulación a su humanizado androide que, tras el nuevo apagón, dará nuevas generaciones.

Si existe un autor que ha sabido conectar y reutilizar los materiales propios (novelas, artículos, cuentos y ensayos) para ir creando sus nuevas obras, ese es Vila-Matas. ¿No hablaba ya de una biblioteca de cuarto oscuro en Los escritos shandys del libro Desde la ciudad nerviosa (2000)? ¿No es una imagen especular el padre sin padres Vidal Escabia de aquellos personajes del libro Hijos sin hijos? ¿acaso el suicidio de su mujer Aiko no podría incorporarse a uno de aquellos Suicidios ejemplares de 1991?

Y ya sabemos que lo que cuenta Vila-Matas en sus libros es lo que «en realidad» le pasa en su vida. El canon que realiza el androide Escabia, lo ha ido realizando el propio autor en su Café Perec, columna donde varios de esos libros han ido apareciendo en el último año.

Y bien. ¿Qué más hay en Canon de cámara oscura? Sí, los elementos. Temas, citas, diálogos, lugares, fragmentos, conexiones, el canon y la oscuridad. La oscuridad que es el lugar de donde sale la escritura. La cuna: «secretissima camera de lo cuore». Acaso una oscuridad luminosa.

Así pues, los elementos de esta novela son los elementos propios de Vila-Matas. Y esos elementos, al lector, le cambian la vida. «Me sirve el Canon para vivir mejor —dice Escabia—, tal vez para vivir con mayor pasión la lectura, metido a fondo en la construcción de algo.»

Canon de cámara oscura reafirma, como todas las novelas de Vila-Matas, que la literatura es la mejor y más feliz ocupación que tienen los seres humanos. Y algunos androides.



 


Crítica de la razón maquinal

Basilio Baltasar

KRK Ediciones, 2024

230 páginas

 

El escepticismo del pensador ambulante

 

Es este un libro sutil, delicado, conceptual y, a la vez, un texto intempestivo, acuciante, un paradigma de la más refinada sabiduría.

El autor, Basilio Baltasar, sabe de lo que escribe. Es autor de otros ensayos que también se adentran en el ámbito del humanismo (El intelectual rampante y El Apocalipsis según san Goliat).

Leer este libro, Crítica de la razón maquinal, supone un despertar de la mente, deambular por los recovecos de la conciencia para salir de él, como de un retiro de la mundanidad, más avisado y limpio de la estupidez que asola la mente del ciudadano del siglo XXI.

La figura del pensador ambulante, el filósofo agonista, como Virgilio hizo con Dante, acompaña al lector que se adentra tras los muros de la macabra construcción mecanicista. Aquí, sin embargo, existe más riesgo, pues quien acompañe al pensador agonista ha de convertirse en equilibrista, en acróbata y pensador ambulante, para correr el riesgo de comprender el mundo que lo contiene.

«El pensador ambulante de la filosofía agonista despliega un discernimiento subversivo, arrogante y sutil», nos avisa el autor.

Confieso que he leído, en el último año, varios ensayos en los que los autores tratan la apoteosis mecanicista, el positivismo exacerbado y el absolutismo tecnicista. En todos ellos he encontrado inteligencia y rigor, pero en este de Basilio Baltasar existe, además, una voluntad poética, una reverberación sapiencial, una fructífera apelación al «orden sagrado de lo mitológico, al orden santo de lo religioso, o al orden lógico de lo profano».

Crítica de la razón maquinal es un constructo poético que nos vincula con la tradición del pensamiento ancestral, con los orígenes del lenguaje filosófico y, mediante la potencia del aforismo, nos adentra por el lúcido camino de la emancipación.

 Porque de lo que se trata, según Baltasar —o, mejor, su narrador dantesco— es de apostarse contra la «estrategia maquinal [que] hace imposible la conciencia de la Humanidad», la fragmenta «en un puzle de identidades psicóticas, en innumerables sectas hostiles entre sí».

En el magnífico preámbulo titulado acertadamente La gran maquinación, el autor nos pone en antecedentes de cómo ocurrió todo. Bacon, Hobbes, Descartes plasmaron el programa del pensamiento contemporáneo. Ahí radica el punto de inicio de la Gran Restauración (Bacon), esa que se ha ido desarrollando en el siglo XX (Skinner, Wiener) y en nuestro tiempo y cuyo objetivo es anular todo lo humano que hay en el individuo.

El dominio de la técnica, la dinámica conductista, el uso del conocimiento humano para otorgar a las máquinas una apariencia de inteligencia. Todo ello ha hecho crecer aquello que predijo Nietzsche: el crecimiento del desierto. El desierto crece en el hombre por la voracidad de las corporaciones que pretenden vaciar al humano y llenar sus máquinas. «El desierto crece, ay de aquel que alberga desiertos», se lamentaba Nietzsche. Recuerda a aquella metáfora que usaba Ernst Jünger en su libro La emboscadura. La vida del hombre actual es «un pozo en el que desde hace siglos viene arrojándose escombros y desechos. Si se los retira, se encontrará en el fondo no sólo el manantial, se encontrarán también las viejas imágenes».

Basilio Baltasar lo deja bien claro. Se trata del antagonismo declarado entre dos ideas sobre el Hombre. «En el lado de la luz, el hombre autónomo, el hombre interior, libre de coerciones…»; en el lado fe la sombra, la versión protésica del hombre mecanizado, atrofiado, reducido y programado… […], un instrumento, un autómata, un androide».

El cientifismo egocéntrico y exacerbado ha supeditado la ciencia al servicio de la técnica y ha creado infinitas aplicaciones para la manipulación del hombre a cargo de la ingeniería gubernamental. «Se ha reducido —encogido, plisado y plegado— las dimensiones de la mente al tamaño de un mantel», avisa el autor.

Y bien, no todo está perdido. Una línea de luz se atisba para el hombre singular. Se trata de llevar a cabo «la más radical emancipación que ha concebido el espíritu humano». Se trata de adquirir el escepticismo, la ironía y el sarcasmo del filósofo agonista, su conjura contra el «apotegma de la doctrina mecanicista», contra la descripción del universo como un engranaje mecánico que ha convertido al ser humano en mero dispositivo emisor de datos manipulables.

«La filosofía del siglo XXI rescatará la dialéctica de la mística ambulante», propone con esperanza el autor. Se trata de lo que Baltasar denomina «la filosofía agonista». Es una filosofía dialéctica y de alianza «entre el pensamiento y los sentidos, el entendimiento y las sensaciones, entre las ideas y las cosas…».

Ya ven, Crítica de la razón maquinal no es un mero bosquejo de las dificultades del humanismo en los tiempos actuales, no es tampoco un simple lamento de lo ya perdido. Es un compendio de síntomas, de especificidades, de metáforas clarividentes; es también un modo de reflexión, una metafísica, una poética de lo humano y de la conciencia.

En fin, es un libro singular que es recomendable leer.



 


Historia abreviada de la literatura portátil

Enrique Vila-Matas

Libros del Zorro Rojo, 2025

132 páginas

A finales del siglo XX, en 1985, Enrique Vila-Matas publicó Historia abreviada de la literatura portátil.

Como en aquel tiempo quien esto escribe era joven e indocumentado no pudo leer el libro ni, por supuesto, decir nada acerca de él. Pocos se atrevieron o supieron de la repercusión que aquel texto tendría en las letras hispanas y europeas. Una de las pocas personas que tuvieron la perspicacia de intuir el atrevimiento de esta obra fue la gran crítica literaria Mercedes Monmany quien, en su reseña de 1985 en La Vanguardia, prefiguraba —adelantándose al futuro— el destino de la obra vilamatiana y su proyección en la obra posterior del autor catalán.

Confieso que mi entrada en el mundo literario de Vila-Matas fue a través de Bartleby y compañía, publicado en el año 2000 que, a pesar (o por ello) de ser un número redondo, dio paso a un nuevo siglo en el que Vila-Matas se convertiría en uno de los más significativos y originales escritores europeos.

Para quien esto escribe, Bartleby y compañía resultó ser el agujero imprevisto y mágico por el que la Alicia de Carrol se adentra para descubrir el fantástico mundo de las maravillas. Y, sí, al otro lado, encontré, como el conejo que arrastra a Alicia de acá para allá, la Historia abreviada de la literatura portátil, obra «curiosa y desconcertante con la que el autor culmina la capacidad de duplicidad e ironía, de equívoco y juego, de relativización desquiciada de la realidad» (Monmany, 1985).

Hoy, cuarenta años después, como si el conejo carroliano hubiera atravesado en sentido contrario el agujero o el espejo improbable, nos llega una reedición de esta Historia abreviada.., ilustrada con magníficos dibujos de Julio César Pérez, para invitarnos a entrar —a algunos de nuevo, a otros por vez primera— al mundo literario de Vila-Matas.

En este libro portátil, ligero y, a la vez, denso y repleto de inesperadas consecuencias, encontraremos a los miembros de una atrabiliaria comunidad shandy, escritores y artistas imprevisibles que se conjuran contra el aburrimiento y la pesadez del mundo y que «hicieron posible la novela de la sociedad secreta más alegre, voluble y chiflada que jamás existió». Los shandys se mueven de ciudad en ciudad. Palermo, Viena, Zúrich, Praga, Port Actif, Sevilla, son los escenarios de esta aventura disparatada.

Por sus páginas veremos conspirar a Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Tristan Tzara, Valery Larbaud, Picabia, Aleister Crowley, Rita Malú y a tantos otros personajes (y personas, pessoas, máscaras) que llenarán el maletín vilamatiano del cual el autor irá, en los años sucesivos, fabricando obras tan arriesgadas como Bartleby y compañía, Paris no se acaba nunca, El mal de Montano y Doctor Pasavento. Pues en aquel maletín (boîte-en-valise) ya estaba prefigurado el canon literario que Vila-Matas iba a desplegar en el siglo XXI y que traería la producción literaria más atrevida y sugerente escrita en español.

Si Hª abreviada no fue en su tiempo bien entendida (a excepción de la mencionada Mercedes Monmany, y algo después, por Christopher Domínguez Michael y pocos más), ahora, esta edición ilustrada, puede ser el mejor pasadizo para adentrarse —y hacerse quizá una casa para siempre— en el fantástico mundo ficcional de Enrique Vila-Matas.

Uno, que ha leído la obra en varias ocasiones desde su descubrimiento, no podía dejar escapar la oportunidad (sí, somos oportunistas, aprovechados) de esta estupenda edición ilustrada para hacerse el loco (o el shandy o el chiflado) y reseñar el libro como si apareciera por primera vez o, en una jugada de espejo reversible, pudiera regresar al año 1985 para ser uno de aquellos pocos que atisbaron la trascendencia de la obra.

Entonces, ¿qué decir de esta Historia abreviada de la literatura portátil?

Pues, en primer lugar, decir que cuenta la historia de la conspiración shandy o sociedad secreta de los portátiles. Los conspiradores portátiles son todos transeúntes del mundo europeo de los años ’20 del siglo pasado. Los shandys traviesos deben cumplir dos condiciones para pertenecer a la sociedad secreta. Su obra ha de ser portátil y, por tanto, fácil de transportar, y deben funcionar como máquinas solteras y rechazar la idea de suicidio.

De dónde saca Vila-Matas estas raras características de los shandys no ha de preocupar demasiado al lector si se adentra en la obra futura del autor y entiende su pasión por utilizar los más diversos y disparatados movimientos literarios de la tradición europea. Lo shandy aparece por primera vez en la obra de Laurence Sterne Tristram Shandy, autor al que Vila-Matas aprecia especialmente por su vena cervantina. De ahí al afán vilamatiano en descubrir «terrenos literarios inéditos» o rescatar a autores felices, pero injustamente olvidados, hay un paso que en la narrativa futura del autor catalán será constante.

La Historia abreviada de la literatura portátil es, evidentemente, una historia, el relato de lo que “realmente” aconteció con la sociedad shandy y su disolución en 1927. Pero ya sabemos lo que en Vila-Matas significa real o la realidad o lo verdadero. Ficción es ficción y como bien dijo Vladimir Nabokov: «Realidad» es la única palabra que siempre debe escribirse entre comillas. Para Vila-Matas todo es ficción, todo es literatura. Y esa arriesgada impostura de historicidad de esta historia portátil le lleva a añadir una nutrida bibliografía esencial al final del libro, por si algún lector avispado quisiera llegar más allá de lo que nos cuenta el libro.

No queda más espacio para explorar el abismo de la historia de los shandys. Tenemos que traspasar el agujero que ha abierto esta reedición (ahora ilustrada) para abandonar el año 1985 y regresar a 2025, a poco menos de un mes de que un anunciado nuevo libro de Vila-Matas haga su aparición.

Mi recomendación a los lectores nuevos es que lean antes esta Historia abreviada…, y se preparen para lo mejor.


jueves, 6 de marzo de 2025


 

Plagie

Valeria Mata

Ediciones Comisura, 2024

169 páginas

 

Si de un libro se puede decir, para empezar, que no es nada original, es este de Valeria Mata. Es un libro que, como la propia autora confiesa, ha escrito no solamente ella. El título completo del libro permite a los posibles lectores comprender por donde van las cosas. Plagie, copie, manipule, robe, reescriba este libro, es el lema de lo que vamos a leer.

Este libro nació, según confiesa Mata, hace seis años, en primera edición de 2018, autopublicado por la autora en Ciudad de México. Luego, con los años «estas páginas se escribieron de manera discontinua y zigzagueante» y se ha formado «como capas de sedimentos de distintas temporalidades».

Parte la autora de una (o varias premisas) que conectan la escritura con dinámicas abiertas, negando la originalidad, la autoría, el respeto, la propiedad, el derecho sobre las palabras.

Recordaremos que, como avisa la autora, todo lo que se dice en este libro se circunscribe al ámbito artístico y a la producción cultural. Aparte quedan el ámbito académico o la piratería comercial, sujetos a relaciones de legitimidad alejadas de las que operan en el campo literario y artístico. De ningún modo propone la autora el “robo” de obras de otros autores sino más bien a la legítima libertad del uso artístico de la tradición artística y literaria, su reordenamiento, su manipulación y, en definitiva, su reconstrucción.

Ningún texto sale de la nada, ni nadie es totalmente original. Las palabras, las imágenes pertenecen al mundo, a todos los hablantes o artistas. Opone Mata el concepto autopoiesis al de simpoiesis, que significa «generar-con», y que celebra en sí la práctica artística como colaboración y participación.

El desprestigio del plagio y de la copia viene de la sumisión del campo artístico al estatuto del acto de producción en el mundo capitalista, en el que parece que el plagio es «la nueva inmoralidad, lo único que mueve al escándalo.»  El capitalismo exacerbado lo admite todo, lo asimila todo, cualquier aparente acto de rebelión excepto que le quiten un bocado de su plusvalía.

Así, lo que propone y alienta Valeria Mata con noble determinación y con gran aparataje documental, citas y obras relacionadas, es una dinámica abierta de cogeneración de manifestaciones artísticas. Cita para ello un artículo de Jonathan Lethem, publicado en 2007, en el que el escritor «argumenta que el arte está hecho de apropiaciones de manifestaciones anteriores y que la originalidad absoluta es un mito».

Respecto del concepto de autor, la autora reivindica ideas de Paul Valéry, de Roland Barthes, de Gilles Deleuze, quien «consideraba que la escritura podía ser un vehículo de desterritorialización siempre en devenir», y que «sería un transitar por espacios intermedios, cultivando la transversalidad y las mutaciones».

En el capítulo Jugar a ser otros: autorías ficticias y fakes, Valeria Mata menciona los experimentos de artistas, escritores que buscan desvanecerse o multiplicarse mediate la fragmentación del nombre propio y la construcción de personajes múltiples. Son los caos de Fernando Pessoa, de Romain Gary, la mexicana Josefina Vicens, los gestos de polifonía y multiplicación de la voz en Macedonio Fernández. De este modo asistimos a un territorio que cuestiona la verdad, la belleza o la pureza y que promociona la burla política, poética y estética.

En El carácter colectivo del lenguaje, vemos referencias a Borges y a su idea del «autor universal» que es a la vez todos los autores de un mismo texto atemporal. De igual modo se recuerda la rupturista propuesta del OULIPO creado por Raymond Queneau en el París de 1960, que reivindicó el plagio, el reciclaje y las apropiaciones de textos. Solo hay que leer las obras de Italo Calvino, de Georges Perec y atender a la afirmación de Marcel Benabou, miembro del OuLiPo, que señalaba que: «lejos de limitarse a la mera reproducción en circuito de un déjá écrit, lo que el plagio oulipiano pone en marcha es un mecanismo abierto y eminentemente cargado de posibilidades».

Como ha propuesto Luis Othoniel Rosa: ¿por qué no pasar de concebir la literatura como mera expresión a pensarla mejor como alusión? Sería así, un ejercicio constante de referencias a ideas, autores o situaciones mencionados de forma directa o implícita.

En el apartado Obras abiertas, indeterminación y posibilidad, se alega que la escritura es «un encadenamiento de citas infinitas que vienen de otros textos «y que convertiría a los autores en lo que Foucault llamó «instauradores de discursividad». Así, quien escribe no crea obras particulares, aisladas y clausuradas, sino que explora relaciones con otros textos. Italo Calvino habla de autores generadores, artistas que se prestan a ser robados o que «se ofrecen como alimento del arte futuro».

Heteroglosia, intertextualidad, las escrituras del compostaje de Verónica Gerber, las escrituras geológicas de Rivera Garza son así mismo conceptos aludidos que establecen una dinámica del texto como red de intercambios y complicidades.

Un capítulo que, personalmente, me ha parecido estimulante es el referido a la Escritura como bricolaje, al que Mata accede a través del concepto propuesto por el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss. Para el francés bricoleur es aquel o aquella que al trabajar utiliza medios desviados, que no opera con materias primas, sino ya elaboradas, con fragmentos de obras, con sobras y trozos. Y también se menciona a Jacques Derrida que afirmaba que todo discurso es un bricolage, una actividad de segunda mano en la que siempre se toman prestadas ideas y palabras.

Es pues este un libro muy recomendable para aquellos que escriben y para cualquier amante del arte y de la creación. Además, es un libro sembrado con decenas de fotografías, imágenes, glosas al margen y citas de autores que van completando un artefacto artístico de lo más interesante.

Para concluir, tomaré prestada la misma cita con la que Valeria Mata (no solamente) termina su libro. Es de André Breton y dice: se publica para encontrar camaradas.

Sí, ahí nos encontraremos, en los textos.



 

Conciencia o colapso

Jordi Pigem

Fragmenta Editorial, 2024

185 páginas

 

Ahora que nos encontramos al inicio de un nuevo año, es tiempo de esas promesas de cambio que todos nos hacemos a propósito de nuestro modo de vida y comportamiento. Salud, formación, buenos propósitos son objetivos que cada cual se plantea al principio de cada año sin que acaben produciendo un verdadero cambio en nuestras vidas.

Este libro de Jordi Pigem bien sería (tras su lectura) una guía para saber a lo que nos enfrentamos en cuanto a vida personal y social. Ya en el propio título el autor nos proporciona la alternativa: o tomamos conciencia o llegaremos al colapso.

Conciencia de qué, sería la pregunta.

Pues conciencia de en qué sociedad vivimos y en qué estado mental nos encontramos. El autor parte de una afirmación radical: El mundo está bajo un hechizo, que se va extendiendo e intensificando.

Y este hechizo sucede porque todo se ha vuelto representación y, en consecuencia, mentira. Según el autor existe una intención de sustituir la presencia por esa representación que, a su vez, está sustentada en la predominancia de la mente algorítmica sobre la mente holística. «Mienten los gobiernos y miente, en general, el poder: manipula la percepción y la opinión de las personas en beneficio de lo que interesa al poder y no a las personas.»

A ese hechizo que ahora nos gobierna lo denomina el autor CIRCE 2.0. Y el tal hechizo está tanto promovido por los gobiernos como por las grandes corporaciones, cuyas seducciones incluyen las promesas de la digitalización, la robotización, el metaverso y el transhumanismo.

«La propaganda extravía la atención con técnicas sofisticadas. Las tecnocracias que se visten de democracias controlan a la población», nos advierte Pigem.

Y es que el objetivo de tal hechizo (yo diría que maleficio) es «sustituir todo lo humano, vivo y espontáneo por lo programable, mecánico y controlable»

Como decía al principio este es un libro que debiera ser lectura imprescindible para el acto de resistencia necesario a fin de no dejarnos controlar por el poder del tecnocapitalismo.

Pero el autor no hace solamente un diagnóstico claro y certero de la situación. Además, explica de dónde viene esta manipulación y proporciona claves para su desactivación. El problema, dice Pigem, es que estamos perdiendo el contacto vital con la realidad, que todo se acelera cada vez más y que la realidad se fundamenta cada vez más solo en datos, cifras, códigos y abstracciones.

Y el problema es que cada vez nos parece más aceptable y hasta deseable este hechizo de CIRCE 2.0.

El texto se adentra en al análisis de la conciencia. Y es que, como bien explica Pigem, la conciencia no es un producto del cerebro. No todo son conexiones neuronales y corrientes eléctricas que se pueden convertir en datos. El cuerpo humano no es una máquina: es un prodigio que no acabamos de conocer.

El autor nos habla de las funciones complementarias de los hemisferios cerebrales y cómo cada uno de ellos mantiene una relación distinta con la realidad. El hemisferio derecho proporciona una visión holística del mundo, es decir, una percepción de totalidad, de conjunto, que integra de este modo lo que nos rodea (otros seres, las cosas, el entorno) para así proporcionar una visión amplia e integradora.

Por otro lado, el hemisferio izquierdo proporciona una percepción algorítmica que, en positivo, nos permite tomar decisiones inmediatas y procesar de modo automático ciertas capacidades humanas.

El problema viene cuando a alguien —gobiernos, poder, corporaciones— le interesa anular aquella mente holística y convertirnos en algoritmos que a su vez todo lo ven como cosas. Para ese poder, todos somos cosas. Manipulables, intercambiables y prescindibles.

El autor es duro en su diagnóstico hasta afirmar que «los núcleos de poder del mundo de hoy están ocupados mayoritariamente por psicópatas. El mundo está regido por personas y estructuras psicopáticas». Sin embargo, esta dureza no es sino realismo y acertada ilustración de la realidad.

¿Qué hacer por tanto? Tomar conciencia, nos indica el autor, es posicionarnos en el aquí y en el ahora como centro de gravedad de nuestra existencia. Se trata de entender que «la vida espontánea se contrapone a la razón pura», que hemos de conocernos y conocer el mundo como dos actividades simultáneas y complementarias. «Dar vida y fluidez al conocimiento».

Pigem propone un estado de atención, pues «la mirada de la mente holística es más profunda y verídica que la de la mente algorítmica». Lo algorítmico se aleja de la vida y nos sumerge en una estado de excepción continuado.

«Las fuerzas económicas, digitalmente empoderadas en el actual tecnocapitalismo, aceleran el impulso hacia el control, la cosificación y la alienación», termina diciendo el autor. Todo progreso pasa por revitalizar lo humano, lo espontáneo y despertar del mal sueño de la manipulación algorítmica.

Vuelvo al principio de esta breve reseña para insistir en la necesidad de concienciarnos ante los desafíos sociales en marcha. Pigem, en este libro, nos pone en alerta con una esclarecedora narrativa y un muy documentado fundamento intelectual. En definitiva, un texto sabio.

Conciencia o colapso es parte de una trilogía que el autor inició con Pandemia y posverdad y que continuó con Técnica y totalitarismo. Ahora, completo el tríptico, no tenemos excusa para ignorar a dónde quieren conducirnos.


 


Los extrañados

Jorge Freire

Libros del Asteroide, 2024

218 páginas

 

 

 

Jorge Freire, escritor y filósofo que en los últimos años ha publicado tres ensayos éticos transidos de recomendaciones del buen vivir, de las costumbres virtuosas y de la toma de posición ante las banalidades de una sociedad adocenada, regresa, de alguna manera, a espacios literarios ya transitados en sendas biografías del filósofo Arthur Koestler y de la escritora Edith Wharton (también compareciente en este nuevo libro).

Vistos entonces los precedentes, el lector que haya seguido la trayectoria literaria de Freire se preguntará: ¿Qué es este libro titulado Los extrañados? ¿Es ensayo? ¿Es biografía? Pues es ambas cosas. Es género mixto, ruptura de las fronteras nítidas y asalto a la mejor literatura.

Luego, la propia etimología de la palabra latina extraneare, que tanto puede evocar el sentido de ajeno y fuera de lugar (aquello que no encaja) como el uso más regular de asombro y admiración, marca la posición del autor ante los personajes tratados y sugiere al lector apreciarlos en su individualidad.

Los protagonistas son cuatro. El escritor inglés de novela humorística P. G. Wodehouse, la escritora estadounidense Edith Wharton y los españoles José Bergamín, poeta del 27 y Vicente Blasco Ibáñez, novelista de principios del XX.

La pregunta es ¿por qué estos? Freire podría haber elegido a tantos otros —como estos, poetas, narradores, gente de la cultura— tan extrañados o más, alienados de su tiempo, apartados de su sociedad, libérrimos extravagantes o apestados de los cónclaves normalizados.

Los cuatro elegidos por Freire valen tanto como cualquier otro si el fin es mostrar y demostrar la índole “intempestiva” a la que todos debiéramos adscribirnos alguna vez en la vida. Porque lo que Wodehouse, Bergamín, Blasco y Wharton enseñan es su vocación de independencia, de individualidad, de sabia intolerancia a someterse al statu quo, a lo normal y tibio. Se trata de rebeldes interiores por mucho —y bien merecido— que alcanzaran éxitos y reconocimientos en sus vidas públicas y profesionales. También sufrieron el desarraigo, la incomprensión, el aislamiento.

La pericia de Freire está en hacernos interesante la vida y la contingencia de cuatro personalidades que a priori no resultarían atractivas (ni intrigantes) a lectores actuales. Ni sus historias ni su presencia en la memoria social vigente los convierte en apetecible asunto de revisión. A Bergamín o a Blasco Ibáñez ya nadie los lee en la España actual; tampoco han dejado huella en el imaginario cultural. Wodehouse y Wharton quedan un tanto lejos de la atención del lector nacional, ni siquiera de los muy lectores.

La pericia de Freire, repito, mediante un relato divertido y ligero, un afilado uso de las metáforas, giros y cadencia narrativa eleva estos exempla elegidos a paradigmas de la individualidad y del compromiso con los propios valores. La propia lectura hace convincente la elección, pues se trata de vidas poderosas, conflictos personales con la historia y con sus propios conciudadanos.

Y es que Freire ejecuta una especia de magia con su verbo fluido para convertir, por ejemplo, la más que probable animadversión hacia un tipo tan atrabiliario como Bergamín —y su despreciable adscripción a los crímenes del terrorismo de ETA— en benevolencia hacia el nonagenario poeta del 27, o nos acerca —como si hubiera ocurrido anteayer— la figura periclitada de Blasco Ibáñez para presentarlo como epítome del hombre de acción y carácter.

Es, pues, el entusiasmo de Freire el que nos convence de que las figuras de Wodehouse y Wharton merecen nuestra atención. Y es esta magia la que anima al lector a seguir leyendo acerca de las tribulaciones de estos extrañados extraños. La lectura, desde el inicio, se hace agradable paseo por escenarios, épocas y confrontaciones personales.

Este entusiasmo freiriano es virtud ética, posicionamiento humanista y facundia narrativa. Decía Flaubert que «para escribir bien es necesaria una cierta alacridad». Así es el estilo freiriano, alegría y presteza para contar lo que toque.


viernes, 22 de noviembre de 2024

 


Infinidad de revoluciones ligeras

 

A propósito del artículo dedicado por Diderot a la palabra encyclopédie, nos advierte Hans Blumenberg de la tarea plástica de la lengua y niega que ésta posea la capacidad creadora. La lengua —añade el filósofo alemán— se adapta a las exigencias de la descripción «siguiendo la realidad con la paulatina transformación de sus medios». Citando a Diderot, Blumenberg alude a une infinité de revolutions légères que acaban cambiando la lengua.

Estas fluctuaciones —dice el autor— recuerdan las «variantes subliminales que, para Leibniz, deforman las repeticiones de la historia». Diderot hace hincapié en los elementos involuntarios, esporádicos, no centrales ni revestidos de una forma acabada a la hora de comprender el lenguaje de un escritor. Se trataría, sobre todo, y aquí coindicen ambos autores, de prestar atención a las mots échappés par hasard en un texto, a sus luces, su exactitud y su indecisión.

En todo autor, viene a concluir Blumenberg, existe una grieta entre propósito y horizonte y, en ese rastreo minucioso, el crítico o el lector deben encontrar las huellas de aquellas revoluciones ligeras.

El análisis de Blumenberg parece conectar con un breve texto de Walter Benjamin titulado Secreto signo incluido en el libro Discursos interrumpidos. En ese texto de apenas diez líneas, Benjamin se refiere a las «desviaciones insignificantes» que hacen avanzar el conocimiento. El autor de El libro de los pasajes cita una frase de Schuler en la que éste utiliza la metáfora de los dibujos en los tapices para comprender que lo decisivo en el conocimiento son esos pequeños contrasentidos, las desviaciones insignificantes y los saltos imperceptibles que dan rango de autenticidad a toda obra frente a las mercancías elaboradas en serie.

Me parece ver cierta conexión entre esas «infinitas revoluciones ligeras» de Diderot y las «desviaciones insignificantes» benjaminianas (o schulerianas). Aplicados tales conceptos a la obra de un autor —o mejor, a su estilo— vendríamos a concluir que lo relevante son esos saltos o elementos involuntarios y esporádicos (imperceptibles, dice Benjamin) que revelan la autenticidad de ese autor y muestran su desviación del canon mercantil de manufactura seriada.

La lectura en paralelo —accidental en mi caso— de ambos textos me avisa de cierta correspondencia con propiedades de la ciencia física. Volumen y movimiento se hacen cargo de los conceptos: Lo mínimo, lo insignificante, lo imperceptible vendrían a ser metáfora del ser y de lo real; contrasentido, desviación y salto parecen postular un vector espaciotemporal de leve movimiento histórico.


 


Literatura y entropía


Algunas definiciones dicen que la entropía es la medida del desorden. También que la entropía mide la energía perdida en un proceso termodinámico. Se trata de la segunda Ley de la termodinámica, establecida por Rudolf Clausius en 1865.

Según otros la entropía es una medida de la incertidumbre, no del desorden. Se confunde con el desorden porque un sistema desordenado resulta en una gran incertidumbre. Dan Styer usa la palabra libertad: «Un club (macroestado) con normas más permisivas que otro permite a sus miembros (microestados) una mayor variedad de opciones.»

Fue el físico Boltzmann quien introdujo el concepto de «medida estadística del desorden entendido como distribución de probabilidad; desorden no, probabilidad.»

El título de un texto del escritor Sergio Chejfec, titulado Entropía me confirma que ese proceso termodinámico podría explicar ciertos comportamientos literarios. Una vez leído y releído el texto me ha invadido cierta desilusión, y es que Chejfec confunde —un error corriente— entropía con desorden y desaprovechamiento de la energía.

Con todo, algunas reflexiones de Chejfec apelan al criterio que intuyo aún puede jugar la entropía en la explicación del acto literario. Me refiero a su afirmación de que «el lugar de desarrollo de la entropía» lo podemos encontrar en esa «tensión de incertidumbre» propia de la ambigüedad de la lengua que le confiere rango de arte.

Ilya Prigogine, físico y químico de origen ruso y nacionalizado belga desarrolló algo llamado Termodinámica No Lineal de los Procesos Irreversibles (TNLPI), denominación que bien se les podía haber ocurrido a William Burroughs o a Philip K. Dick.

Lo que dice Prigogine es que «en situaciones lejos del equilibrio se forman nuevas estructuras» (las llama estructuras disipativas) y denominó «orden mediante fluctuaciones» a la dinámica de formación de tales estructuras.

Pues bien, lo que descubrió Prigogine es que el equilibrio no es más (no es siempre) el único estado final posible de un sistema. En términos físicos, no es el único atractor. Es más, dice el científico, «en ese camino entrópico los atractores caóticos son fuente de creación, de aparición de nuevas estructuras y pautas complejas de organización.»

Recomiendo leer La nueva alianza (1980), libro de Ilya Prigogine escrito en colaboración con su ayudante Isabelle Stengers.

La literatura y, subrogada a ella, la narración (novela, relato, ensayo) o el hecho poético, son sistemas abiertos y complejos. Son, me parece a mí, estructuras disipativas sujetas a transformaciones.

Me da por pensar, entonces, que el máximo equilibrio del lenguaje es el diccionario, donde se produce el máximo desorden. Cuando un escritor se propone crear literatura con el lenguaje comienza a alterar ese equilibrio inane (el del diccionario) y a producir un nuevo caos estructurado. En el proceso de desorden que provoca el escritor al manipular el sistema — y aquí incluimos tanto al lenguaje como a la tradición literaria, es decir, otras obras, escritores, o géneros— utilizará atractores como puedan ser el estilo, la metáfora, la cita o la intertextualidad. De esta última trata Yuri Lotman en La estructura del texto artístico, donde trata de la entropía en los textos literarios, pero no iremos por ese camino tan académico.

Esto lo ha expresado muy bien Rodrigo Fresán, otro escritor argentino, que ha dicho: «Mientras escribo pienso que ordeno el caos cuando en realidad genero un nuevo tipo de desorden.»

El Ulises, de Joyce es cuando menos un exacerbamiento de la entropía narrativa.

Los hallazgos de Prigogine desmontaron el determinismo. Las cosas —el mundo, el cosmos— no tienen un único final. Recordemos: «el equilibrio no es más el único estado final.» También desmontan, me parece, las teorías del estructuralismo, claramente deterministas.

En su libro Teoría general de la basura (2018) el escritor, físico y ensayista Agustín Fernández Mallo alude al también escritor, artista y filósofo Manuel de Landa, impulsor de la Teoría del Ensamblaje. Propone De Landa la existencia de dos magnitudes: magnitudes extensivas, aquellas que pueden sumarse y restarse, es decir, elementos como el arroz, la arena, y magnitudes intensivas, aquellas que no se suman ni restan. Magnitudes intensivas serían la densidad, la velocidad, la presión, los colores. Por tanto, diría yo, un texto literario posee, también, una magnitud intensiva que incluiría el sentido del texto, que modifica su morfogénesis mediante metáforas, apropiaciones, transformaciones sociales y de interpretación. Un texto, entonces, se convierte en un sistema complejo y abierto.

Las nociones de no linealidad, fluctuación, bifurcación y autoorganización son fundamentales en la evolución de los sistemas complejos y, por tanto, lo son en la construcción de textos literarios. Recordemos que entropía, en griego, significa evolución, movimiento.

Me he puesto a pensar en autores cuyas obras siguieran un modelo de construcción similar a los procesos termodinámicos que muestran los sistemas complejos y, por tanto, son generadores de entropía y me doy cuenta de que el propio Fresán o Enrique Vila-Matas, cuyas obras se mueven en el no equilibrio de los géneros y proponen «estructuras disipativas» sobre continuas fluctuaciones y bifurcaciones, convierten sus textos en «genuina radicalidad de lo entrópico.»

Me he acordado de Thomas Pynchon, autor de lo inestable, que escribió un relato titulado Entropía (Entropy), donde un personaje dice: «—Sin embargo —continuó Callisto—, encontró en la en­tropía, o la medida de la desorganización en un sistema cerrado, una metáfora adecuada aplicable a ciertos fenóme­nos de su propio mundo.»

También he revisado un libro de César Aira, Evasión y otros ensayos donde el escritor habla de Raymond Roussel: «Roussel —dice Aira—neutraliza las categorías habituales del juicio, pone el azar al servicio de una formación lingüística.»

El propio Vila-Matas, escritor entrópico ya mencionado aquí, ha reconocido cierta influencia rousseliana al confesar que el «uso exasperado de citas literarias distorsionadas ha funcionado como una sintaxis o modo de darle forma a mis textos.»

Vemos, por tanto, que existe una evidente afinidad constructiva y de funcionamiento entre la creación literaria y los procesos entrópicos. Pero la pregunta es ¿podemos sistematizar tal afinidad creando un modelo entrópico de interpretación de los textos narrativos?

Me atrevería a decir que sí. Y para ello hemos de regresar a Prigogine y resumir su ensayo El desorden creador, título muy apropiado a nuestras intenciones.

«En el equilibrio, la materia es ciega; lejos del equilibrio la materia ve.», escribe Prigogine. Pura poesía, diría yo.

Según el físico existen sistemas estables y sistemas inestables. La historia y la economía son inestables. Karl Popper decía que existe la física de los relojes (determinista) y la física de las nubes (no determinista). Entonces, digo yo, la literatura es un sistema inestable y no determinista.

Todo esto, afirma nuestro querido Prigogine, da pie a «la certeza de que podemos reconciliar la descripción del universo con la creatividad humana. Es decir, un diálogo entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, incluidos el arte y la literatura.»

¿Qué conceptos deberíamos entonces tomar de la dinámica entrópica para entender la creación literaria?

Uno de ellos es el de atractores, que son estados hacia los que un sistema dinámico evoluciona. Otro concepto sería el de estado atractor, que es el punto final hacia el que tiende un sistema. Y otro más el de campo atractor, representación que describe cómo evolucionan los estados posibles de un sistema. Y a estos se les añaden las fluctuaciones, las bifurcaciones y la no linealidad.

«La nueva relación —dice Prigogine— hacia el mundo presupone un acercamiento entre las actividades del científico y el escritor.»

Necesitamos un respiro y, sobre todo, me doy cuenta, necesito la ayuda de un escritor, de alguien que respalde mis intuiciones (que van siendo certezas).

Y creo haber encontrado al mejor compañero. Se trata de Italo Calvino quien, con sus palabras, nos dejará las cosas más claras.

Recordemos los valores que Calvino, En sus seis propuestas para el próximo milenio (Siruela, 1998), sugería como imprescindibles en la escritura: Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad.

Ahora les propongo un juego, como le gustaba hacer al mismo Calvino. Se trata de un juego un tanto perequiano, no en vano ambos escritores, Calvino y George Perec fueron miembros del OULIPO (Ouvroir de littérature potentielle), taller amigo de la entropía.

En el texto de Calvino sobre la Exactitud he añadido, en negrita, conceptos de la entropía, que sustituyen a los de Calvino (en cursiva): «El universo se deshace en una nube de calor, se precipita irremediablemente (irreversiblemente) en un torbellino de entropía, pero en el interior de este proceso irreversible pueden darse zonas de orden (nuevos estados), porciones (estructuras disipativas) de lo existente que (mediante atractores) tienden hacia una forma (nueva estructura), puntos privilegiados (bifurcaciones) desde los cuales parece percibirse un plan, una perspectiva (un campo atractor). La obra literaria es una de esas mínimas porciones en las cuales lo existente se cristaliza en una forma, adquiere un sentido (un estado), no fijo (indeterminado), no definitivo (en no equilibrio), no endurecido en una inmovilidad mineral (no determinista) sino viviente como un organismo.»

¿Les parece suficientemente esclarecedor? A mí sí.

Y es que Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad y Multiplicidad no dejan de ser características de la entropía. Bien lo intuyó Calvino, que, por cierto, había leído a Prigogine y dedicado un artículo a La nueva alianza.

Pero si me pongo a pensar —ahora, tras desarrollar este modelo— que la mayoría de los autores a los que admiro han sido o son aquellos que en sus obras proyectan esta dinámica gaseosa de la irreversibilidad, el no equilibrio, las estructuras caóticas, las bifurcaciones y la no linealidad, me convenzo de que la índole entrópica les confiere una estética singular.

Si me interesan y leo con pasión autores contemporáneos como César Aira, Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas, Borges, Calvino, Gadda, Gombrowicz, Macedonio Fernández, Nabokov, Roussel y unos pocos más, igualmente aprecio la dinámica entrópica (avant la lettre) en El Quijote, en el Tristram Shandy de Sterne, en Diderot, en La Comedia de Dante o en Rabelais.

El modelo, me parece a mí, nos pondrá en la pista de las virtudes de un texto por su condición más o menos entrópica, o si existe una estética literaria propia de textos entrópicos, o qué autores y géneros son más proclives a comportarse con la dinámica de la incertidumbre. Para ello habría que analizar algunas obras de autores con la mirada del modelo entrópico. Pero de eso me ocuparé en otra ocasión.

Por el momento, la entropía es mi humilde propuesta de escritura para el milenio actual.


                                                                Publicado en Café Montaigne noviembre 2024

 

 


Yo estoy en la imagen

Miguel Ángel Hernández

Acantilado, 2024

259 páginas

 

Por distintos motivos he tardado en leer el libro de Miguel Ángel Hernández desde el día en que me hice con él. Y, también por circunstancias personales, lo he leído en diversos lugares: la sala de espera de un hospital, el banco de un parque, en el metro, en el coche (aparcado), en otro hospital, en mi sillón de lectura…

Ha sido, pues, una lectura dispersa, azarosa, inconstante. Y al terminar de leer el libro —hace cuatro días, bajo la sobrecarga visual del desastre en Valencia— he reparado que no lo había subrayado apenas como suelo hacer con este tipo de lecturas. No he subrayado apenas porque, he imaginado, que esta primera lectura la he realizado como esas visitas a los museos en las que uno apenas se para ante los cuadros que admira postergando una mirada atenta en la segunda pasada. Lo intempestivo de mi lectura ha hecho que leyera los capítulos del libro de Hernández como lector salteado, ese que quería Macedonio Fernández para sus textos. Esta lectura a saltos (constato ahora) le viene bien a estos Ensayos afectivos y ficciones críticas que nos presenta Hernández.

El libro es una (re)construcción formada por textos varios: notas para catálogos de exposiciones, artículos para revistas, reflexiones sobre fotografías…, textos escritos por el autor en los últimos años, publicados aquí y allá al tiempo que sus novelas de largo alcance (Intento de escapada, El instante de peligro, El dolor de los demás) iban dando cuenta de una capacidad narrativa por encima del mediocre panorama nacional.

El yo de Yo estoy en la imagen es el mismo que está en las novelas de Hernández. Es un yo que mira, que se para ante la realidad (o la ficción) de una escena, de una fotografía, de un video. Es un yo observador, mirante, escrutador de espacios y de vacíos.

Como decía, mi primera lectura resultó fugaz, sin marcas en los renglones, sin notas ni citas extraídas. Solo me quedó el recuerdo, el rastro, las trazas de textos potentes y evocadores, unos más que otros, como todo recuerdo filtrado por la propia imaginación. En efecto, hay textos que me han interesado más que otros, por su hondura, su temática, su punto de vista.

Antes de sentarme a escribir esta reseña, he releído el libro de MAH con el afán de demora, de detenerme ante la escritura como si esa escritura fuera una imagen. Y ahí sí, ahí se han manifestado las frases a subrayar, la sintaxis adecuada, el trazo, el foco, el objetivo. Porque Hernández está en la imagen de sus textos, porque se mezcla (ese yo) con la materia tratada en un afán autobiográfico, afectivo, personal y propio.

El libro está organizado en cuatro bloques bien definidos, aunque en todos se dejan ver los recursos del autor: el yo narrador, el recuerdo, el viaje, la mirada crítica… Cada bloque —como indica el propio autor en el prólogo— atañe a un concepto o «campo magnético»: imágenes, tiempos, espacios y memorias.

Como mi lectura ha sido a salto de mata, he ido alternado textos de diferentes bloques, creando, de algún modo mi propio orden de la obra.

Durante la relectura del libro me han ido asaltando sin remisión las imágenes de la devastación, escenas de la catástrofe provocada por la gota fría (me resisto a llamar con nombre de mueble de Ikea a un fenómeno meteorológico tan devastador), las lluvias torrenciales y las crecidas de torrentes. Y la incompetencia del estado.

Algunas afirmaciones de Hernández (o citas de otros autores) se adaptaban a lo que pasaba ante mi vista.

Jaques Rancière sobre la obra de Alfredo Jaar: «No es que veamos demasiados cuerpos que sufren, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos que no nos devuelven la mirada que les dirigimos, de los que se habla sin que se les ofrezca la posibilidad de hablarnos.»

De este modo mi relectura de Yo estoy en la imagen se entrelazaba con los videos de supervivientes y afectados entre el barro y la chatarra. ¿Estaba yo (y ustedes) en la imagen?

¿Nos olvidaremos de estas imágenes, algún día?

¿Será verdad, como apunta Hernández que sugiere Georges Didi-Huberman en Ante el tiempo, «que toda imagen es anacrónica y lo es porque toda imagen, por definición, está siempre fuera de su tiempo y, que, además, la imagen nos sobrevive?»

¿Será esto cierto con las imágenes de Valencia?

Quizá miremos estas imágenes en el futuro con la mirada del arte, «como una pantalla de protección, que muestra y a la vez esconde, que nos sitúa frente a la luz deslumbrante de lo real, pero al mismo tiempo la recubre para que no nos ciegue del todo, que revela el fuego, pero no quema, que punza, pero no hiere.»

¡Quién sabe qué será el futuro!

Ahora lean el libro de Miguel Ángel Hernández, merece la pena.

Y quédense en la imagen, por un tiempo.


                                                                                                Entreletras octubre 2024


sábado, 2 de noviembre de 2024

 

Un puñado de flechas

María Gainza

Anagrama, 2024

244 páginas


«Podría decirse que alguna vez fui una coleccionista de subrayados. Muchos de ellos han terminado en este texto», dice la autora en una nota de la página 44.

Se trata de una advertencia (o constatación) de la forma audaz de escribir o enfrentarse a la escritura que tiene María Gainza. Su modo es un poco aquello del «modo linterna» de Chejfec, un modo de paseante con candil que ilumina las zonas oscuras.

Este modo de Gainza, por cierto, ya lo ejecutaba en su libro El nervio óptico, que quien escribe leyó tras lectura del título reseñado aquí. Así pues, lo que diga vale para ambos libros, adscritos a la misma y conjunta excelencia narrativa. Libros, además, con la virtud de proponer lectura y relectura.

Un puñado de flechas son textos mestizos, aquellos que toman y dan referencias de otras artes. No en vano Gainza, nacida en Buenos Aires, fue crítica de arte y ha impartido cursos sobre ello. Es de lo que va este libro, de las tangentes y tangenciales flechas entre arte y literatura. La propia autora nos lo avisa: «La escritura de mis libros debe ser algo que sucede mientras hago otra cosa…». Escribir mientras se mira de reojo entorno.

Y así sucede en este libro, que no es novela, ni ensayo, ni relato autobiográfico, ni crónica porque es todo eso a la vez, quizá más cerca de conceptos afortunados como «ficción crítica». Aquí se habla mucho de arte, de cuadros, de historias de la pintura, de las venturas y desventuras de pintores conocidos y menos. Gainza sabe de lo que habla, pues habla de su vida en el arte y de su experiencia vital y de su tarea escritural.

César Aira ha dicho que la literatura es la forma superior de expresión pues acoge a las otras artes y, paradójicamente, han sido otras artes, pintura, escultura, las que han imbuido a la narrativa técnicas y formas novedosas y arriesgadas. Así pasa en este libro de Gainza, que lo narrativo administra miradas artísticas aledañas a la literatura, pues ese deambular de la autora por las vidas y trasiegos de pintores, coleccionistas de arte y familiares no es sino administrar los residuos que han ido dejando aquellas experiencias artísticas y confabularlas para crear un sistema personal.

La lectura de Un puñado de flechas (y de El nervio óptico, ya que nos ponemos), se hace fluida, natural, dialogante y cómplice. El lector se apega al delirio y a las vicisitudes de la autora, sufre y ríe con ella, se lamenta y se entusiasma. Y aprende; el lector aprende de pintura, de arte, de la vida (ajena); se inmiscuye en la intimidad de la narradora para congraciarse con la propia.

Por estas páginas aparecen Francis Ford Coppola, Cézanne, Thoreau, el enigmático Bodhi Wind, el pintor Guillermo Kuitca, Alberto Goldenstein y muchos otros. El lector —y este que escribe lo admite— puede que no haya oído hablar hasta ahora de la mayoría de ellos, que sus nombres no le digan nada, pero Gainza se ocupa (y eso lo hace bien) de adscribir al lector a esos nombres y personajes. Tanto daría si existieran como si no (que es que sí), porque en la lectura se hacen visibles, tangibles, toman cuerpo narrativo.

Todo lo que nos cuenta Gainza se hace de nuestra incumbencia porque la autora lo trasmite sin mayor retórica que la natural de su estilo. Todo lo que nos cuenta parece hablar de otra esfera, como si hubiera una reverberación aledaña a la melodía nuclear. «Uno escribe algo para contar otra cosa», ha dicho Gainza en El nervio óptico, página 20. Y esa es la textura de Un puñado de flechas, un tapiz formado de palabras y de imágenes, verbo y mirada. No sin razón en el libro se incluyen fotos, grabados, imágenes de cuadros, fotogramas de películas. Sin exceso, es cierto, y se agradece la mesura, pues lo que prima es lo narrativo, lo literario, el lenguaje, la voz.

Quien esto escribe se ha divertido mucho con ambos libros de María Gainza. Me he divertido y aprendido. Uno, por tanto, está deseando dar con nuevos libros de la autora, libros nuevos o (por ahí tiraré, de momento) libros anteriores. Averigua el lector que existe una novela, La luz negra, de 2019 que obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz y una edición de notas y ensayos sobre arte argentino, Textos elegidos.

Entonces, seguir las huellas de María Gainza, de aquellos y estos libros, y terminar esta reseña con una cita de la propia autora que nos instala en un lugar adecuado. «No se necesitan más libros en este mundo, pero la sensación de estar absorbida por la escritura es una tarea de placer exquisito porque te exime de la realidad. A estar en estado de escritura, no al libro en sí, es a lo que aspiro cada mañana».

A eso mismo aspiramos los lectores, y el talento de María Gainza nos lo facilita, a estar en estado de lectura. Déjense, pues, atravesar por este puñado de flechas. Que lo disfruten.


 

Cartas desde la Biblioteca Marciana




Aquí estoy, entonces, convirtiéndome en un fantasma. Un fantasma que observa el Molo desde la ventana. ¿Soy acaso el guardián de los libros olvidados? ¿Soy el cautivo de esos mismos libros? Leo, no leo, busco frases de otros, las recito y las olvido.

Observo, para describirlo, el panorama ante mí, frente al Adriático, en la Riva dei Schiavioni; en San Marcos, sobre las columnas: El león. El santo. Las góndolas como delfines que no volverán a sumergirse en las profundidades. Figuritas en la Basílica: leoncitos, hombres de leyes, reos que van a morir, tozudos turistas, el mar, el Lido, las obstinadas naves nodriza vomitando visitantes en tiempo de su recreo. Es decir, ahí fuera el espectáculo. Aquí dentro, la sombra, el orden…, los libros. No sé si esto es un diario o una carta. Un diario se escribe para uno mismo (¡bueno!). Una carta va dirigida a otro.

Escribo esto para ti, Clarisse, pero te confieso que no la enviaré. Y si no llega a un destino, si nadie la lee, no es una carta. No sé qué voy a contarte de lo que hago aquí, Clarisse. Hoy miraba en internet y encontré una frase que ahora modifico a mi gusto y que dice: “La cultura, forma lenta de psicosis, también conduce al delirio”.

La última vez que estuve en esta Biblioteca Marciana fue el año de la plaga de insectos. Boccioni, entonces, era subdirector de la librería. Me enseñó los efectos de la plaga sobre cientos de volúmenes. Se había iniciado el tratamiento días antes y todo el recinto olía a insecticida. Recorrimos los almacenes donde guardaban miles de libros aun por recuperar. El olor a insecticida impregnaba todavía las paredes y las estanterías. Vimos ejemplares en los que el hambre de los xilófagos había dejado huellas evidentes. Habían devorado páginas enteras, comenzando por los bordes hasta engullir todo el papel. Según Marco aquellos bichitos se llaman pececillos de plata, en latín Lepisma Saccharina y que no se comen exactamente el papel. Estos devoran la superficie, es decir se comen literalmente los escritos, las palabras, la tinta de esos textos. Son bibliófagos. De algún modo se comen la escritura, son un tipo de lector devorador.

Me pregunto si esos bichos llegaron a entender algo de lo que comieron. El saber no ocupa lugar, dicen. En este caso, sí. Parte de estos libros carcomidos acabó en el estómago de unos insectos minúsculos y ahítos de literatura. Sospecho que ahora las editoriales fabrican los libros con insecticidas contra estas plagas y con esencias para atrapar a los incautos lectores

Recuerdo mi teoría sobre la equivalencia entre metro y literatura. Creo que alguna vez te la he contado, Clarisse. Es una metáfora, por supuesto. Las estaciones del suburbano, aparte de tragarse personas como en el cuento de Cortázar, pueden representar los diferentes estilos de la literatura. Representan estilos, épocas y autores, Y corrientes literarias.

Hay estaciones de metro refinadas como los habituales pasajeros que las usan, y estaciones depravadas donde el crimen es irremisible, estaciones vasallas que viven al servicio de otra mayor, las hay advenedizas que prosperan con el barrio. Existen también estaciones demediadas donde los viajeros no ven su propio reflejo viajando a otra parte, estaciones ociosas que apenas nadie utiliza, estaciones noctámbulas donde los viajeros duermen un sueño ebrio y donde los orines amarillean las paredes. Están esas estaciones que son como plazas públicas donde la gente se cita, pasea y encuentra el amor; hay estaciones prostitutas, que todos usan, pero nadie reconoce, y estaciones trascendentes donde las paredes exhiben mensajes profundos Hay estaciones madrugadoras, estaciones superficiales, estaciones olvidadas…

Ya ves, hay de todo en el metro. Como en la literatura. Del mismo modo existen, o han existido, diferentes correspondencias literarias. Hago una lista. Tren, estación. Autor, estación. Joyce es una línea sin conexión, Faulkner es una estación transbordo. Borges, nueva red interconectada con la red principal o un túnel de un solo sentido. Benjamin es una red de metro que conecta con otros sistemas de comunicación, ferrocarril, aeropuertos, salida a centros comerciales. (Filosofía, ciencia).

Hay autores que crean estación. Los pasajeros en un momento del viaje deciden parar, bajar y constituir un punto de encuentro y fundar una estación nueva, de la que pueden partir nuevos túneles, que conectarán con otras estaciones (autores). A veces nos prometen una línea de sensación extraordinaria. Todos van allá y se encuentran una especie de tren de la bruja, de cartón piedra, que únicamente nos proporciona algún susto pueril y un decorado estrafalario que solo emociona a unos. Esos son los best sellers. Tours guiados, te llevan y te devuelven sano y salvo, por túneles iluminados, sin acechos, sin peligros, sin esfuerzos. Es la literatura temática. Parques temáticos, sí, plagios de grandes estaciones. El realismo mágico y sus seguidores.

Vuelvo a pensar en el delirio, esa forma de ver el mundo. Es tan parecido a escribir que no renuncio a seguir escribiendo para descubrir algo. Uno no sabe los males que tiene hasta que no se lanza a poner frases en un papel. El delirio interpreta lo real. Algunos delirios son desconfiados, navegan en el misterio, inquietos, sorprendidos, alertas. Algunos locos imaginan que todo el mundo conspira contra ellos y otros imaginan que son felices.

Ya ves, Clarisse, que esa manía de los escritores de acumular analogías, símbolos, nombres y números no deja de ser el síntoma de su propia psicosis. He vuelto a dar con una cita con la que no estoy de acuerdo. Dice Cicerón que todas las personas sin sabiduría deliran. Pues no, es al revés en mi modesta opinión. Cuanta más sabiduría y cultura, más cerca de la locura estás. Eso no quita que algunos enfermos sean personas iletradas. Esos analfabetos delirantes estarían, en cualquier caso, más cerca de la sabiduría que el iletrado que parece cuerdo.

Así que esta tarde se me ha ocurrido teclear frases relacionadas con lo literario. Sí, no soy muy original, lo sé, Clarisse; más bien soy obsesivo. Vivo de y para los libros, aunque a veces odie su proliferación agotadora. Sé por experiencia que cualquier frase está dicha, sobre todo si es limitada y usa términos ordinarios. Si uno escribe, por ejemplo, “la casa es para dos” el buscador devuelve tres mil cuatrocientos sesenta millones de coincidencias o como se llamen. Pero si escribimos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”, devuelve solo dos millones ochenta mil entradas. Y, además, en este caso relaciona la frase con su autor, Pascal.

Si acortamos la frase y ponemos “el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas”, el resultado asciende a seis millones novecientos setenta mil entradas. Al parecer el detalle de la superación de la razón hace a la frase más restringida e ingeniosa. Y si reducimos la frase a “el último paso de la razón es reconocer” los resultados ascienden a setenta millones. Y es que eso es una obviedad, mucha gente ha podido decir esa frase, quizá en el cine o en el peluquero, «el último paso de la razón es reconocer… una buena película»; o «el último paso de la razón es reconocer un buen corte de pelo».

¿Qué te parece?, Clarisse. Yo no sé si con esto llegaré a una teoría. Me temo que no. Sigo escribiendo frases que se me ocurren a ver de quién dice el aparato (el buscador) que son propiedad. Escribo la frase “la literatura de calidad sigue empeñada en contar las mismas historias y repetir los mismos mensajes” y la máquina devuelve 152000 resultados (muy pocos) y dice que el primero en decir o escribir esa frase fue el escritor Andrés Ibáñez y me dirige a un artículo titulado ¿Qué se lee en el metro?, del año 2005. Y me pregunto, ¿es esta una frase tan original? ¿son sus términos tan poco ordinarios como para que tan poca gente la haya dicho o escrito? Y me doy cuenta de que la frase, así al pie de la letra es solo la que escribió ese escritor, el resto son encuentros de palabras sueltas de esa frase, segmentos de la frase, pero no en el orden en el que la escribió Ibáñez. Y, por tanto, concluyo que lo original es saber encadenar términos e ideas, como Pascal o Andrés Ibáñez y como Descartes o Borges. Pero un poco más tarde me he confesado a mí mismo —y ahora a ti— que he hecho trampas al solitario. La frase de Ibáñez la leí hace tiempo en aquel artículo interesante y que tenía tanta razón.

Vuelvo a nuestro paseo por Zúrich. Hicimos ese juego de perderse por las calles y retar al azar para encontrarse. Cambiamos París por Zúrich, eso sí. A la media hora nos vimos al principio de la Spiegelstrasse. Recorrimos la calle, despacio. Fue cuando me señalaste la fachada del Cabaret Voltaire. Me preguntaste desde cuando no venía por el barrio. A los de Zúrich nos gusta eso de que los dadaístas salieran de allí. No todo era París, Roma o Londres. Por aquí cerca vivió Lenin antes de hacer la revolución, ¿no? Sí, ahí mismo, dijiste, y señalaste un edificio de color sepia. Ya casi no me acordaba.

Hacía más de diez años que no iba por aquella zona. Y hablamos del Dadaísmo. La verdad, yo solo me acuerdo de Tzara, de Ball y pocos más. Tú habías trabajado en el archivo y administración de los documentos relacionados con aquel movimiento. Ya no hay revoluciones como aquellas, creo que dije. Siempre he imaginado que Lenin se inspiró en los dadaístas para su propia revolución, contestaste mientras contemplabas la fachada del local. Quizá bajó alguna noche a escuchar los poemas de Tzara o de Janko y de ahí sacó la idea, dije yo. Te pregunté si algo así sería posible ahora, en el siglo veintiuno. Y tú dijiste la frase que inspiró mi relato. Se me quedó grabada. Dijiste: Nun, Kunst verschwor sich nur mit sich selbst. (Bueno, el arte solo conspira consigo mismo). Seguimos nuestro camino mientras se hacía de noche y seguiste contando cosas de los dadaístas. Y dijiste una cita de Hugo Ball. “Acoge con alegría cualquier máscara”.

Y es que tenía razón Oscar Wilde al decir que la ficción tenía las horas contadas, agotada. Proponía la tarea del crítico como creador de nuevos espacios. Lo que sí me parece, como lector, es que no se debe escribir a comienzos del siglo XXI como en el siglo XIX y desdeñar las aportaciones de las vanguardias, de autores como Kafka, Joyce, Broch, Nabokov, Borges y otros tantos. Ahora muchos aprenden la técnica de Faulkner, de García Márquez, de Henry James y la aplican de forma nauseabunda a todo lo que escriben logrando así el beneplácito del público, pero creando meros productos de consumo. ¿Pero qué aportan?

He buscado en internet, ya puestos, la cita exacta de Wilde, y dice: «El crítico de arte y solo él puede apreciar todas las formas y todas la maneras. A él es a quien se dirige el arte». Yo creo que Wilde, cuando habla del crítico, se refiere al lector como nuevo ordenador del caos. El lector es el depositario del arte, el verdadero receptor de la sensibilidad.

La literatura— se me ocurre ahora— es como este agua de Venecia que carcome los ‘fondamenta’ y corrompe la piedra como un magma insidioso corrompe los cerebros de los hombres, delimita sus pensamientos y sus fantasías, recreándose a cada instante y absorbiendo el alma de la memoria, de igual modo que esta agua negra de Venecia va tragándose la tierra y las casas y algún día cubrirá por completo la ciudad donde sólo veremos libros de esta biblioteca Marciana flotando entre los restos del Campanile y del Palacio Ducal, entremetiéndose por los ventanales anegados, disueltos en millones de partículas tipográficas que buscarán recomponerse en nuevas combinaciones, formando nuevas frases e historias, ficciones desconocidas, otros laberintos.

Toda ciudad es un laberinto. Venecia es dos laberintos, entrelazados. La literatura es un laberinto. La literatura es Venecia.

 

Extracto de los capítulos El hombre del gabinete de mi novela La paradoja del detective (Ondina Ed. 2023)


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