Genealogía del oficinista
De Melville a Vila-Matas
Resulta
evidente el vínculo entre el Bartleby de Melville y el narrador del libro de Enrique
Vila-Matas acerca de los escritores que renunciaron a la escritura y ya no
publicaron más. Pues no es solo el nombre del copista lo que toma prestado el
autor de Bartleby y compañía, sino que le da la misma profesión, la de
oficinista. Y sospecho que esto no es pura casualidad sino una clara intención
de iluminar una genealogía que atraviesa la obra de Robert Walser y la del
esquivo oficinista Franz Kafka.
Ya
en su libro sobre el Laberinto del No, hablaba Vila-Matas de que “del cruce
entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que
estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo…” Y seguía el autor
buscando paralelismos con el paseante Walser por su apariencia de bonachón
suizo y hombre sin atributos musiliano.
Pero
como la cosa va de oficinistas veo conveniente encontrar el rastro del
oficinista en Robert Walser que, si bien él mismo fue amanuense y copista,
parecía no disponer de un personaje que lo representara. Pero resulta que sí,
que Walser ya “creó” a su oficinista, y nada menos que en su primer libro, Los
cuadernos de Fritz Kocher, publicado en 1904 y que, en palabras de Hermann
Hesse —quien leyó el libro en su tiempo— eran «casi pueriles composiciones […],
ejercicios de estilo característicos de la retórica de un joven irónico».
El
texto de Walser, titulado El oficinista/una especie de estampa, parece
inscribirse entre el Bartleby de Melville y el Franz Kafka de los Diarios
y de la vida real. Sabemos que Kafka leyó y admiró el Jakob von Gunten
de Walser, con el que se partía de risa, pero es casi seguro que Walser no
conoció al copista de Melville. Y esto es lo que resulta más sugerente al
contrastar el comienzo de los textos de ambos autores.
Melville
nos habla de “un gremio interesante y hasta singular del cual, entiendo, nada
se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas”. Y Walser propone:
“Aunque en la vida es un personaje notable, el oficinista no ha sido nunca
objeto de un estudio escrito. No, al menos, que yo sepa”. De modo que Melville
y Walser, cada uno por su lado, inauguran la genealogía del oficinista a partir
de su propia experiencia sin sospechar que años más tarde (pocos en el caso del
suizo) sus personajes se encarnarían en el empleado praguense Franz Kafka.
El
oficinista de Walser es hombre “de pocos excesos, come poco, posee aplicación,
tacto y adaptabilidad; prefiere parecer estúpido antes que sensato; es joven,
pálido, delgado, trabaja en paz, soledad y discreción. Frente a las malas
costumbres, adopta fríamente una actitud negativa”. Y añade que “sobrelleva con
gusto su silenciosa existencia. Cuando los otros se marchan, él queda, abismado
en sus pensamientos”.
El
de Melville destaca por “su aplicación, su falta de vicios y una laboriosidad
incesante”. Posee “gran calma y ecuánime conducta”. Dice que es “pálido y
delgado”; hombre de “descolorida altivez y austera reserva”. Y, si el copista
de Melville se planta y, ante la petición de que copie, responde «preferiría
que no», el oficinista walseriano “puede insistir en lo mismo hasta el
ridículo”. Si el de Walser “come poco” recuerden que Bartleby se alimentaba
exclusivamente de bizcochos.
Con
todo esto, ¿a quién nos recuerdan los atributos tanto físicos como morales de
ambos oficinistas? En efecto, parecen los atributos exactos del escritor Franz
Kafka, empleado en una oficina de Praga. Pero también son los atributos que
marcarían la vida de Robert Walser, hombre inclinado a desaparecer, a convertirse
en “cero absoluto” y que, según sus propias palabras, “solo podía respirar en
las regiones inferiores”. Walser fue copista en una Cámara de Escritura para
Desocupados de Zúrich, sirviente y oficinista antes de internarse en un
sanatorio mental donde pasó los últimos veinte años de su vida convertido en
paseante de largo alcance. También Melville terminó sus días trabajando en una
oficina de la Aduana de Nueva York tras el escaso éxito de sus obras. Vida y
ficción parecen fundirse.
Y
si, como dije al principio, todo esto viene a cuento de una genealogía, podríamos
hablar abiertamente de la estirpe de los oficinistas, que se inicia en
Melville, pasa por Walser y Kafka y se hace materia narrativa en la obra de
Vila-Matas. Es bien conocida la admiración del autor catalán por la obra de
Walser, a quien ha llamado “su héroe moral”, y su aparición en varias novelas y
ensayos. En Doctor Pasavento, Walser es el héroe del narrador
para construir su arte de la desaparición. “Admiraba de él la extrema
repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda
esperanza de éxito, de grandeza”, dice el narrador.
Llegamos
por tanto al oficinista vilamatiano, compendio de los anteriores, una
clase de copista posmoderno que, en el libro dedicado a los escritores del No,
se conforma con añadir notas a pie de página a un texto inexistente. El
narrador de Bartleby y compañía podría haber tenido cualquier otra profesión,
periodista, editor, espía o crítico literario. Sin embargo, Vila-Matas se pone
la máscara de un solitario oficinista, un hombre que se presenta a sí mismo de
esta manera: “nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una
penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre
solitario que trabaja en una oficina pavorosa”.
Una
oficina pavorosa que nos recuerda a la oficina de Wall Street donde se oculta
el Bartleby de Melville; pero también a la Cámara de Escritura para Desocupados
donde trabajó Walser; y, por fin, a la oficina de la calle Na Poříčí en Praga, donde
Franz Kafka acudía todos los días hasta caer enfermo en 1922.
El
rastreador de bartlebys de Vila-Matas, de nombre Marcelo, pide unas
vacaciones de su oficina para dedicarse a buscar las huellas de los escritores
de la negación. Se encierra en su casa, aunque “no ir a la oficina aún me hace
vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo
contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo…”. Es decir, huye de la oficina
para estar más aislado, como quería Kafka cuando hablaba de su sola aptitud
para la finalidad de escribir: “naturalmente, no di con esta finalidad de un
modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se
ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina”.
La
estirpe de los oficinistas, vamos viendo, es una estirpe de seres aislados,
poco habladores, negados y negadores del éxito y del reconocimiento social. Son
seres que viven en la extrañeza, pero como dice el narrador vilamatiano
“vivo a gusto en mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo
aislado. Encuentro cierto placer en ser tan arisco…”.
Pero
cuidado, no nos equivoquemos. Aunque los cuatro personajes de que hemos hablado
comparten un parentesco no son réplicas uno de otro, pues, como advertía Borges
“el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es nunca
platónico”.
La
estirpe del oficinista es la de individuos que desean estar en otro lugar y que
los dejen en paz (el Walser del manicomio). Como Scapolo, “viven en el filo del
horizonte de un mundo muy lejano”. El personaje de Vila-Matas, Marcelo, hereda
la displicencia del Kafka oficinista ante supuestos hechos grandiosos. “Esta
mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina,
me han despedido. Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer
el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo”, escribe el narrador
de Bartleby y compañía. “2 de agosto de 1914. Alemania ha declarado la
guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de natación", anota Franz
Kafka en su diario.
Los
oficinistas, “un gremio interesante y hasta singular”, “un personaje notable”,
seres aislados, huidizos y amigos de la desaparición, como los escritores más
genuinos, seres con ciertas anomalías. Personas y personajes, en fin, que
pasean “por los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las
literaturas contemporáneas”.
Publicado en Café Montaigne, mayo 2024