lunes, 25 de septiembre de 2023

El test Calvino

 


EL TEST CALVINO

En la página 229 de su Si una noche de invierno un viajero (Ed. Bruguera, 1983, trad. de Esther Benítez), Italo Calvino (su personaje Arkadian Porphyritch) propone las distintas situaciones de los libros según la sociedad en la que se desarrollan.

Se me ocurre llamarlo el Test Calvino y podría ayudarnos a establecer la salud de nuestra literatura.

Amable lector, ¿cuál cree que es la actualidad de los libros?

A.      Los países donde todos los libros son secuestrados sistemáticamente;

B.      Los países donde pueden circular sólo los libros publicados o aprobados por el Estado;

C.      Los países donde existe una censura tosca, imprecisa e imprevisible;

D.      Los países donde la censura es sutil, erudita, atenta a las implicaciones y a las alusiones, regido por intelectuales meticulosos y malignos;

E.       Los países donde las redes de difusión son dos: una legal y otra clandestina;

F.       Los países donde no hay censura porque no hay libros, pero hay muchos lectores potenciales;

G.      Los países donde no hay libros y nadie lamenta su falta;

H.      Los países, por último, donde se publican todos los días libros para todos los gustos y todas las ideas, entre la indiferencia general.


Vila-Matas piensa en su arte

 


Vila-Matas piensa en su arte          o

El doctor Pasavento busca una puerta en el Retiro

 

Visité a Vila-Matas en la sombra de la Feria pues las zonas iluminadas quedaban para las numerosas filas que conducían a los autores de la visibilidad. A lo largo del paseo de coches se veían grandes espacios luminosos, donde los autores de la luz firmaban sus libros con celeridad y artesanía.

Cuando me acercaba a la caseta donde el escritor recibiría a sus lectores, le vi salir por la parte trasera de la Feria, como si hiciera mutis por el foro del teatro literario. Ese día tenía el escritor que firmar sus libros de doce a dos y esa era la razón de mi presencia. Divisé al escritor a pocos metros de la caseta mientras se adentraba en la sombra pues como él mismo había escrito, «a la literatura puede que le siente mejor la oscuridad». Llevaba yo el reciente libro del autor, Montevideo, para que me lo firmara. Libro que había leído ya dos veces para entenderlo del todo pues los libros de Vila-Matas son como esas habitaciones con puertas que hay que abrir varias veces para saber qué hay allí dentro. No le hablaría de mis reiteradas lecturas de sus obras al escritor no fuera a decirme aquello de Valéry de que «no había estado levantándose toda la vida entre las cuatro y las cinco de la mañana para escribir necedades».

Vi que el escritor se alejaba por una alameda a la sombra de árboles centenarios. Me pareció más alto que en imágenes vistas. Caminaba con los hombros echados hacia delante como si le faltara un escritorio donde apoyar los codos. Caminaba sin prisa, como sabiendo que sus lectores esperarían o simplemente le buscarían en sus libros más que en los angostos templetes del mercado libresco.

Se alejaba el escritor por la alameda, a la sombra de castaños y acacias. Se alejaba del lugar acompañado de un joven con mochila a la espalda. Los seguí a cierta distancia, por ver qué pasaba. ¿Estaba el autor desapareciendo? ¿Había decidido desertar de su compromiso de firmas? ¿Se había convertido Vila-Matas en Pasavento y pretendía dejar tirados a lectores y editores? «Y se va. Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado? Le veo proseguir su camino y veo cómo da un paso más allá…».

Como digo, le seguí a unos metros. Él y su acompañante giraron a la derecha, donde comienza una avenida que lleva a una de las puertas de salida del Retiro, la de Alfonso XII. ¿Era verdad que se marchaba? No sucedió nada de eso. El joven de la mochila hizo una señal hacia una de las terrazas del parque y los dos caminantes se sentaron a una mesa del café. Vila-Matas se quedó allí, esperando, mientras el joven hacía el pedido en la barra (¿era su editor, un fámulo puesto por la editorial o un guardaespaldas encargado de que el escritor no desapareciera?)

Me senté en un banco desde donde podía observar sus maniobras y su posible siguiente paso. Quería saber si tras el refrigerio volvería a la caseta o seguiría su proceso de huida. Recordé que al principio de Doctor Pasavento el narrador dice estar paseando por la «alameda del fin del mundo» y que su acompañante —¿era el de la mochila un trasunto de aquel? —le preguntaba sobre «su pasión por desaparecer».

Quizá era cierto aquello que el escritor había afirmado sobre su tendencia a escribir escenas que viviría más tarde y estaba aquí en el Retiro ejecutando las palabras del libro. Recordé también que unos días antes de aquella escena que yo presenciaba en directo, Vila-Matas había contestado a una revista literaria que era una «tradición en la Feria que haya escritores de gran valía en la sombra», escritores, vino a decir, que no son visibles al contrario de tanto autor falso a la vista de todos. Al observar al escritor allí en la sombra, tomando algo, se me ocurrió que él mismo se había convertido en uno de esos escritores poco o nada visibles, refugiados en la sombra. Supuse que no se refería a sí mismo sino a verdaderos escritores totalmente desconocidos —en la sombra del mundo de lectores— y cuyos libros no pasan de ser leídos por familiares y amigos. Estaba claro que el escritor hablaba de autores como yo mismo, autor de una novela reciente y que había también presentado días antes en la sombra de una caseta poco visitada una tarde lluviosa.

Si en su famoso libro Bartleby y compañía, Vila-Matas había rastreado a autores que dejaron de escribir, ahora, con esas palabras a la revista, ponía el ojo en humildes escritores a oscuras y que sin embargo podrían tener más luz —y lucidez— que tanto escritor de largas colas al sol y libros que se entendían a la primera, esos de los que decía Valéry que tienen «la estúpida manía de su nombre». Tenía, pues, al autor frente a mí, a cierta distancia, pero al alcance de la vista y de mi móvil, así que decidí tomar alguna foto por si era aquella la primera y última vez que lo veía. Aún existía el riesgo de una desaparición pues nadie me aseguraba que, como Pasavento en la alameda del fin del mundo, el autor tomara un tren en la cercana estación de Atocha y se marchara con viento ligero y fresco.

Tiré una foto desde mi posición de espía con cuidado de pasar inadvertido por el propio autor y, sobre todo, por algún turista envidioso de mis imágenes. Ya se sabe el ansia de todo turista fanático por fotografiar lo que otros miran. Temí que, al verme poner el objetivo en un señor sentado en la terraza, una turba de mirones se congregara para acechar al posible famoso. Hice mi foto con disimulo y luego la revisé mientras no quitaba ojo de los movimientos del escritor, no fuera a desaparecer en un descuido. Tuve que ampliar la foto como en aquella película de Antonioni, Blow-Up, que estaba basada en cuento de Cortázar. Revisé la imagen y comprobé que no era demasiado buena. Era oscura por la distancia y por las sombras de los árboles. Esto, pensé, no suponía tanto problema pues al fin y al cabo todo el asunto iba de metáforas de sombra y desaparición. Lo que sí me pareció un estorbo fue una de esas pizarras con ofertas de raciones que ponen los bares a la puerta del local. Y es que justo debajo de la figura concentrada de Vila-Matas se veía un cartel anunciando boquerones en vinagre, mejillones y patatas cuatro salsas. Pensé que aquel cartel de menús me había arruinado la fotografía del gran escritor, pero luego vi que el contraste de literatura y tapas no vendría tan mal.

El escritor seguía concentrado en su móvil quizá buscando un plano online del camino más corto para escapar del Retiro y desaparecer de los lectores y de los boquerones en vinagre. Quizá buscaba la puerta más adecuada, como hacía en Montevideo, que conectara con otra ciudad, Cascais, St. Gallen o Bogotá. El caso es que allí seguía el escritor, sentado y concentrado y me di cuenta de que aquella imagen evocaba el título de uno de sus decisivos ensayos, aquel de Chet Baker piensa en su arte. La foto podía, por tanto, titularse Vila-Matas piensa en su arte. Y a mí se me ocurrió la pregunta de si aquella pizarra con las tapas veraniegas estaría más del lado finnegans o del lado hire de lo literario.

Pero antes de llegar a una conclusión, noté que el escritor y su acompañante se levantaban para abandonar la terraza y las sombras tomando el camino de la alameda, en dirección a la caseta de la feria. Los seguí de nuevo para asegurarme de que el autor no ejecutaba ninguna maniobra de escapada final. Nada imprevisto ocurrió pues Vila-Matas llegó a la caseta en la sombra y se instaló en el rincón donde recibiría a sus lectores. «Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado?». Me incorporé a la fila de admiradores y esperé mi turno.

viernes, 22 de septiembre de 2023

Lecciones

 



LECCIONES

Ian McEwan

¿Qué tipo de lecciones nos da McEwan en su última novela? ¿Lecciones de vida? ¿Lecciones de literatura? ¿Se trata de que entendamos la imposibilidad de aprender algo de la experiencia? Sabemos que la literatura no tiene porqué dar respuestas sino más bien hacer las preguntas pertinentes. Y de esto va la cosa. La prodigiosa novela de Ian McEwan trata —en un recorrido que abarca casi los últimos cien años de Europa— de ponernos ante la historia de una vida particular, la del protagonista Roland Baines, y ante la gran Historia en la cual se engarza aquella mediante el atributo más preciado que tenemos, la memoria.

Y es que esta podría ser la novela de vida de cualquier ciudadano europeo si bien, como es lícito entender, el autor la encuadra en el propio y apropiado ámbito británico para, en un recorrido vital del protagonista, atravesar los más relevantes hitos del devenir europeo y, por expansión, occidental, desde la Segunda Guerra Mundial, Crisis de los Misiles en Cuba, tragedia de Chernobil, Caída del Muro, Brexit, hasta el reciente Covid.

El protagonista, un hombre sin grandes aventuras heroicas, pero sí sujeto a (y de) vicisitudes aventuradas, se inició en la vida con adolescente relación amorosa-sexual con su profesora de piano —madura y un tanto desequilibrada— para pasar, ya en la treintena a ser abandonado por una esposa insatisfecha y radical deseosa de emancipación y exitosa carrera literaria. Alissa Eberhardt desaparece de la vida de Roland y lo deja, casi padre soltero, con un hijo de meses y ante un panorama perplejo de trabajos precarios, nuevas relaciones sentimentales y la desazón ante un mundo que no comprende o atisba malogrado.

Roland sigue adelante, criando al hijo al que no oculta la deserción materna y al que no inocula el rencor ni la nostalgia de lo que pudo ser. Y es que Roland parece hacer honor, en su vida, al epígrafe que el autor espiga del Finnegans Wake de Joyce: «Primero sentimos. Luego caemos». Y esta es una de las lecciones que nos concede McEwan, que toda vida es narración de una vida y la herramienta más potente es el recuerdo de lo vivido y la esperanza de que lo porvenir sea mejor para los que dejamos. Lecciones de vida, sí, pero también lecciones de literatura que nos da un escritor prodigioso en su salsa y demostrando su maestría para trasladar al lector por estructuras laberínticas que viajan al pasado o lo insertan en la más efervescente actualidad.

                Esta Lecciones demuestra, a su vez, la capacidad del propio autor por regresar a narración poderosa tras obras penúltimas deslizadas a terrenos experimentales de la ciencia-ficción, la fábula política y la fantasía (Máquinas como yo, La cucaracha y Cáscara de nuez) para llegar a esta obra maestra que bien podría ser una despedida de una intensa carrera. Y lo que hace McEwan es reivindicarse como gran novelista británico actual ante otros grandes de su generación como el recientemente fallecido Martin Amis y el aún en activo Julian Barnes. Porque, eso sí, el autor de Expiación y Chesil Beach demuestra en esta novela que aún se puede escribir de la existencia sin necesidad de recurrir a atrabiliarias narraciones sangrientas o terroríficas tan propias de los manidos thrillers de los últimos tiempos.

La vida aparentemente anodina del Roland Baines de Lecciones nos advierte sin aleccionar sobre el mito de que una vida heroica ha de estar por encima o delante de la Historia y demuestra que no, que toda vida, por muy común que parezca, tiene cabida en una narración si esa narración se ejecuta con vigor y solvencia. Este es el caso del libro de McEwan. Su habilidad para los tránsitos temporales, las digresiones del protagonista, las relaciones metaliterarias y la gracia para entreverar el devenir histórico particular con la superestructura social de la Historia.

Roland Baines somos cualquiera de nosotros, ciudadanos europeos del último medio siglo que hemos crecido con el recuerdo —en algunos casos más literario que vital, por edad)— con los acontecimientos históricos más relevantes del occidente y podemos reivindicarnos en la vida de Roland por los amores (trágicos o festivos) que hemos vivido, los abandonos y las rupturas, los traspiés económicos o los fantasmas del pasado, en definitiva, por lo que representa vivir. Porque como dice el narrador, hablando del ocaso en la marea de la vida de la madre de Roland, «A medida que se retiraba dejaba charcos de recuerdos extraviados al azar».

Sí, memoria, escritura…Son un atributo importante de esta novela. Porque McEwan juega con múltiples referencias literarias, como si reivindicara que una vida es más plena si tiene cerca la literatura y los libros. Y en esta novela-historia muchos escriben: Alissa, la esposa que abandona a Roland, lo hace para ser escritora de fama; Jane, madre de aquella y escritora frustrada por elegir una vida conyugal opresiva y frustrante; el mismo Roland, escritor de diarios. Y también lecturas, autores. Conrad, Musil, Proust, Seamus Heaney, pasean por la novela como si el autor quisiera dar una lección añadida: que la vida es literatura.

Y es en la cuarentena cuando Roland comprende que la existencia son recuerdos y que esos recuerdos, si están escritos, parecen más verdaderos. Entonces decide llevar un diario que se alarga hasta su vejez. Diarios que se multiplican en decenas de cuadernos con las notas del presente y se convierten en la memoria de una toda una vida. Sin embargo, ya en la vejez, Roland relee esos cuadernos y los compara con los que escribió su suegra Jane durante la Segunda Guerra Mundial y que una vez pudo leer y comprende que los suyos no tienen la fuerza de la gran literatura y los destruye en pira literaria con un té en la mano pues «albergaba más en la memoria y la reflexión de lo que podría haber hallado en sus diarios».

Los lectores estamos, en resumen, de celebración por esta gran novela de un McEwan de setenta y cinco años en plena forma creadora. Leamos pues este libro y aprendamos la lección, aunque no haya lección que enseñar, pues, como le pasa al protagonista, «en ese momento liberado pensó que no había aprendido nada en la vida ni lo aprendería nunca».


viernes, 8 de septiembre de 2023

Peripecias de los hermanos Schneider de Esta bruma insensata

 


El último libro publicado por Enrique Vila-Matas fue Esta bruma insensata, (Seix Barral 2019). Desde entonces nada se sabe del escritor.

Para ser más exactos, en 2020 se publicó un libro-entrevista en Wunderkammer, realizado por Anna María Iglesia. Pero esa entrevista, tanto preguntas como respuestas, bien podría haber sido una construcción ficticia de la periodista (genial en todo caso), inventando las respuestas del escritor desaparecido. Ya el título, Ese famoso abismo, nos hace dudar de la presencia del autor en terreno firme. No, no se fíen, Vila-Matas ha estado estos tres años de ausencia en un lugar desconocido, sí, explorando un abismo, el abismo de la desaparición de la literatura.

Permítanme desvelarles dónde ha estado el escritor barcelonés. O mejor, lean mi propio libro, La paradoja del detective donde desentraño las circunstancias de la desaparición del escritor. Vila-Matas ha estado conspirando para hacer desaparecer la literatura. Así, como lo leen. En mi novela demuestro que Vila-Matas son, en realidad, dos personas, dos escritores de vocaciones diversas (Pregunta: ¿es uno Vila y otro Matas?, quién sabe). El propio autor dio alguna pista en su último texto. En Esta bruma insensata, los dos hermanos, Simon y Rainer, son los trasuntos de las dos personas que forman la marca Vila-Matas. En todos sus libros V-M ha ejercido el arte de desaparecer y el arte de transmutarse en heterónimos, en pessoas múltiples, Doctor Pasavento, doctor Ingravallo, doctor Pynchon, los (tres) hermanos Tenorio de Lejos de Veracruz, y así hasta el casi infinito. Sí, lean mi libro y descubrirán quienes son los dos escritores de estilos opuestos que escriben los libros de V-M.

En La paradoja del detective describo la escisión de esos dos autores que se conocieron en Paris en los años setenta y decidieron formar una sociedad literaria. Pero tras su última novela rompieron su sociedad. Uno ponía las citas y el otro las aventuras, uno aportaba la literatura y el otro la vida. Ya desde mis primeras lecturas de V-M intuí que este autor era, realmente, un escritor de novelas de aventuras. Más que Ian Fleming, más que Salgari. Viajes no faltan en las novelas de V-M. Viajes y desventuras, viajes y encuentros inesperados, viajes y monstruos, llegadas a puertos y aeropuertos, desapariciones, asesinatos, traiciones. ¿No es todo eso literatura de aventuras?.

En mi libro desvelo las últimas peripecias de los dos Vila-Matas. Han descubierto la organización que controla la literatura y que está transformando los libros en barato objeto de consumo. Las dos personalidades de V-M han luchado para desenmascarar el complot y han conseguido salvar a la literatura. ¿Cómo?. Haciéndola desaparecer, llevándola a las catacumbas, a los sótanos de lo literario verdadero, luchando contra los «cuervos perdidos en el mafioso centro de la selva fúnebre de su industria». En mi libro desvelo quienes, junto a V-M, han conspirado contra lo putrefacto de la literatura, de las libros legibles, de los autores mediocres, de tanto advenedizo famoso que pone nombre a novelas vomitivas. Tras la aventura los dos escritores se han separado y tomado caminos diferentes.

En los últimos días se da la noticia de la aparición de un nuevo libro de V-M para fin de agosto. Su título es Montevideo (Seix barral, 2022). Noticia fantástica para los lectores de V-M. Pero la pregunta es ¿quién ha escrito ese nuevo libro, el autor literario o el escritor de aventuras?. ¿El gran experto en citas distorsionadas y vidas de otros autores o el narrador de viajes, ausencias y desapariciones?

Ignoro el asunto y la trama de Montevideo pero seguro, tratándose de V-M, que hay mucha literatura y muchos viajes, como si leyéramos a Borges y a Stevenson a un tiempo.

«Ojalá comprendas que tu destino es el de un hombre que debería estar deseando elevarse, renacer, volver a ser. Te lo repito: elevarse

Si desean elevarse «sobre la pesada vida terrestre» lean La paradoja del detective. Y, por supuesto, lean el libro de los Vila-Matas.

Denominación del blog

 

La ciudad ascendente es la ciudad de los libros.

Qué es este blog

 Para viejos lectores que leen con asiduidad ya tengan 20 o 60 años. Son lectores con una lupa que no se dejan atrapar por portadas de colorines.

(El viejo lector no cumple años, cumple lecturas)

Poesía cuántica

 

             



Poesía cuántica

 

             Siempre había considerado eso de los heterónimos pessoanos un asunto esotérico y más bien una retórica poética. Pero ya sabemos que la literatura casi siempre es más certera que la propia ciencia.

             Hace un tiempo leí una noticia sobre científicos de la NASA que habían hallado evidencias de la existencia de un universo paralelo donde el tiempo corre hacia atrás. La física cuántica ha desarrollado tales potenciales y llegado a hablar no de uno sino de múltiples universos.

             La llamada «Interpretación de Copenhague» afirma que hasta que no se produce una medición del objeto básico de esa mecánica, la función de onda está formada por la suma de todos los posibles estados. Véase a propósito el famoso “gato de Schrödinger”. Ya en 1955, Hugh Everett defendió que esas otras posibilidades no desaparecen, sino que el universo se ramifica en tantos otros universos como posibilidades.

             Y aquí viene de nuevo Pessoa y sus múltiples personalidades, cada una autora de una obra propia. También la intuición de Oscar Wilde en su Dorian Grey podría estar en la senda de esas teorías de múltiples y paralelos mundos y vidas.

             Pessoa no solo creó varios heterónimos y sus correspondientes obras, sino que alguno de ellos mantuvo una ética cercana a esas teorías científicas cuánticas. La Oda 94 de Ricardo Reis dice así:

 

Viven en nosotros innúmeros

Si pienso o siento, ignoro

quién es quien piensa o siente.

Soy tan solo el lugar

donde se siente o piensa.

Tengo más de un alma.

Hay más yos que yo mismo.

Existo, sin embargo

indiferente a todos.

Los hago callar, yo hablo.

Los impulsos cruzados

de lo que siento o no siento

porfían en quien soy.

Los ignoro. Nada dictan

a quien me sé; yo escribo.

 

             Recordemos que Pessoa/Reis escribió esto antes de 1936, año de “sus muertes”. Hace menos tiempo, ya en el siglo XXI, el científico Sean Carroll reafirma su convencimiento de esos mundos paralelos y según sus palabras «tendré que aceptar la incomodidad de esas otras copias de mí que se producen continuamente».

             Llegados aquí, ¿Quién dice que la literatura, la poesía sólo trata de imaginaciones sin fundamento?

El poder de la distracción, de Alessandra Aloisi

 




El poder de la distracción

Existen conceptos sobre los que todos creemos saber algo o los consideramos asuntos nuevos o sólo contemporáneos. Es el caso del objeto de este breve ensayo sobre la distracción. La sociedad actual considera la distracción una actividad alternativa a las ocupaciones obligatorias formalizadas socialmente, esto es, al trabajo, a las tareas organizativas, los convenios sociales… Cualquier ciudadano definiría la distracción como los ratos de ocio y diversión.

En el libro que nos ocupa, la autora ha preferido remontarse a la raíz del término y, acompañada de testimonios filosóficos, literarios y artísticos, llevarnos de paseo por los caminos menos transitados o, al menos, más desconocidos. Y digo desconocidos no para personas eruditas o formadas en filosofía, sino para el lector común, que, aunque interesado, estará menos al tanto de las referencias cultas. Pues este libro se dirige a un público general, no a doctos especialistas. Se agradece ese afán divulgador en temas nada superficiales.

Así que la autora nos remonta a Pascal ya su concepto del divertissement, que el filósofo utiliza para referirse a la «dinámica a través de la cual los hombres tienden a apartar la vista de las preguntas o las tareas fundamentales de su existencia y llegan insensiblemente a la muerte». Por tanto, el divertissement pascaliano no es divertimento sino el conjunto de «actividades que llenan nuestras jornadas apartándonos de la tarea de pensar en nosotros mismos».

Desde este comienzo tan profundo y de carga tan teológica y moral del pensamiento pascaliano, la autora nos deja transitar por referentes más amenos. Del uraño y misántropo Pascal nos encontramos con el reflexivo y condescendiente Montaigne para quien el término divertissement refiere más bien a la distracción, a la desviación del intelecto hacia los objetos más variados. Para el “inventor” del ensayo «la variación siempre alivia, disuelve y diluye». Lo que en Pascal es tendencia general de la vida humana en la condición de pecado, para Montaigne se trata de un valor ético y «práctica de vida buena y saludable».

Personalmente me agradan esos libros cuyo título comienza con Elogio de…, o El arte de…. Así recuerdo los magníficos Elogio de la ociosidad de Russell o Elogio de la estupidez, de Erasmo de Roterdam. Y aquellos de El arte de la guerra de Sun Tzu, o El arte de callar, del Abate Dinouart. Y es que este ensayo bien habría podido llamarse Elogio de la distracción o El arte de estar distraído. Y esto viene al caso porque la autora, Alessandra Aloisi, hace en su libro un elogio de la distracción y nos revela la deuda del arte con esos episodios de desvío de la realidad.

El recorrido por la historia de las ideas sigue y nos encontramos con Leopardi y sus pensamientos en aquel delicioso libro Zibaldone. Conocemos a Maine de Biran, a Rousseau, a Horacio Walpole.

Leopardi escribió: «Yo considero aquellos a los que se llaman placeres como útiles y conductores de felicidad».

Otro acierto de Aloisi es aludir, sin caer en la polémica actualizadora, a las distracciones tecnológicas, a las que no considera formas de distracción artística, sino más bien meros pasatiempos que sin embargo nos impiden el ensueño y constriñen la imaginación.

El rastro que la autora sigue nos conduce a Proust y a las sugerentes revelaciones que su memoria involuntaria trae al espíritu del narrador. En la Recherche encontramos continuas referencias a la rêverie, al ensueño del recuerdo. En realidad, nos dice la autora, «el gran descubrimiento proustiano tiene menos que ver con la memoria que con el poder de la distracción».

Locke, Rousseau, Xavier de Maistre, Poincaré son algunos más de los autores a los que la autora apela para indagar en la capacidad de la distracción y el ensueño para traernos a la consciencia sensaciones que parecieron pasar inadvertidas. Es, por tanto, una potencia evocadora y creadora la de la distracción. Aloisi analiza la conexión de la distracción con locura, con la pereza, con el sonambulismo, con el viaje. Y ese es, por tanto, el poder de la distracción, su capacidad para crear el mundo y moldear la realidad.

Y ahora, para no distraernos de nuestra función, diremos de este libro que es un ensayo magnífico, de una longitud acertada y muy esclarecedor. Si a primera vista el título podría hacer pensar en uno de esos manuales de autoayuda sobre cómo pasar el tiempo libre, tras la mera lectura de su introducción nos revela una medida profundidad. Ensayo asequible, por tanto, para lectores sin una profunda formación filosófica ni literaria pero que busquen ciertas coordenadas intelectuales.

De agradecer las notas aclaratorias, no muy profusas y un índice onomástico que servirá al lector curioso para visitar el vínculo de ciertos autores con el asunto del ensayo.

Lean, pues, este libro y, una vez terminado, abandónense a sus distracciones y a sus rêveries.

El lector estuche I y II

 


EL LECTOR-ESTUCHE (I)

 

Impertinencia, polémica y destrucción

 

Tres lecturas diferentes me han llevado a consensuar las categorías que subtitulan esta reflexión.

La primera lectura es un compendio de ensayos y artículos de Juan Benet en el que se incluyen respuestas a entrevistas de los años 80 (Ensayos de incertidumbre, Lumen 2011, Ed. Ignacio Echevarría). Decía Benet a propósito: «Yo creo bastante en la eficacia de la impertinencia, sobre todo en la de determinadas opiniones impertinentes. En cierto modo esas opiniones son, por impertinentes, las más útiles, las más atractivas. Si las opiniones se matizan, pues se vulgarizan, y entonces caen en el lugar común»

Un artículo de Beatriz Sarlo en Babelia, publicado recientemente, es la segunda lectura motivadora. Su título no puede venir más a cuento, Elogio de la polémica. En su reflexión, la escritora argentina, defiende la polémica como herramienta de conocimiento ya que «respetar las ideas es polemizar sobre ellas pues para polemizar hay que conocerlas bien». Así se interpreta la polémica como acercamiento a los otros, a sus ideas con respeto y profundidad. Hay una coincidencia entre Benet y Sarlo en cuanto al matiz como postura temerosa, insípida y acrítica. Si las opiniones se templan en demasía se corre el riesgo de hacerlas transparentes y poco efectivas. La utilidad de la polémica conlleva una cierta alacridad, una mala leche medida, de forma que siempre las opiniones sean un modo de «radicalidad de la vida privada», en palabras de Benet.

La tercera lectura, relacionada a las anteriores, pues no hay nada independiente, ha sido un corto ensayo de Walter Benjamin titulado El carácter destructivo, publicado en 1931, (Iluminaciones, Taurus, 2018. Ed. Jordi Ibáñez) Una primera lectura del análisis del filósofo alemán pudiera limitar nuestra apreciación a la índole meramente negativa, violenta y aniquiladora de la destrucción. Pero Benjamin deja entrever una capacidad creativa y regeneradora en la destrucción. Y es que, en oposición a la destrucción apolínea, la del sistema económico capitalista, existe una destrucción dionisíaca, caótica, constructiva y esencial. En ella el sujeto destructor puede revertir la destrucción total y crear algo nuevo.

En su ensayo, Benjamin, habla del “hombre estuche”, aquel que ante el sometimiento de los poderes se repliega al calor de la cultura blanda y masticada del main stream y se despoja del espíritu crítico necesario para una reflexión propia. Y este concepto se nos ocurre trasladarlo- en el ámbito literario- a lo que podemos llamar lector-estuche. «El hombre-estuche busca su comodidad y la médula de esta es la envoltura», dice Benjamin. ¿Y no es tal descripción el guante que se ajusta al tipo de lector por el que se mide la actual ética comercial libresca? ¿Acaso las grandes editoriales (y muchos autores) no van reemplazando al lector adiestrado, crítico, exigente por un tipo de lector envuelto en mullidas narraciones digeribles?

El único modo de combatir al lector-estuche es mediante la impertinencia de Benet, la polémica elogiada por Beatriz Sarlo y el carácter destructivo de Benjamin.

 

             La impertinencia, si volvemos con Benet, es una toma de posición, una actitud radical de ámbito privado (aunque pueda salir a terrenos públicos). Se muestra como rasgo de carácter. La eficacia de la impertinencia se valoriza por su afrenta a las posiciones vulgares, matizadas y conciliatorias. «Me gusta ir por el mundo con ideas radicales. Es una radicalidad de la vida privada». Esto nos recuerda a opinadores “contundentes” como Nabokov que arriesgaba su radicalidad hasta vilipendiar al Quijote. Del escritor ruso-americano dijo Saul Bellow que era «uno de los grandes molestadores de todos los tiempos». Pero de eso se trata, de confrontar la opinión privada y personal con el sentir común e inmovilista. Recordemos la beligerancia de Benet contra el anodino panorama literario español de finales de los 60 y que estableció en su famoso libro de ensayos La inspiración y el estilo.

El objetivo de la impertinencia es el conflicto y la polémica, pues restaura la dialéctica de la reflexión (aquí, de nuevo, Benjamin) y esta remueve el presente. Sarlo también cita a Benjamin: «La única y verdadera forma para una reflexión sobre el presente es la polémica». Y la escritora argentina trae, en su artículo, una conexión muy oportuna entre polémica y literatura. Y en el tráfago de lo literario propone una crítica arriesgada, que se manche las manos (o la pluma) con opiniones contundentes y polémicas. «El conflicto es tan interesante en la ficción literaria como en las reflexiones críticas sobre esa ficción», apunta Beatriz Sarlo. Conflicto y polémica eran armas de Benet para remover el estado de cosas de la literatura de los 70 y famosas sus acometidas contra rocosos mitos literarios, por ejemplo, contra la pertinencia del Ulysses de Joyce, su desprecio a Galdós o sus andanadas contra el boom latinoamericano.

La polémica es crítica del presente, pues como dijo Benjamin, «La posteridad olvida o ensalza, solo el crítico juzga en presencia del autor». Por eso Sarlo comparte con nosotros una fantasía que debiera ser la norma, «un espacio literario donde sea posible polemizar sobre el último éxito. Polemizar no años después en una revista universitaria, sino escribir en la caliente actualidad». Pero esta polémica no es la candente rabia de las redes, ni es acólita del insulto ni compañera del desprestigio. No, ni las redes ni las ubicuas tertulias de los medios, donde los “tertulianos” saben de todo y opinan con necesidad metafísica (o mejor, crematística), no, esos no son los yunques donde polemizar las ideas. En la literatura lo que está fallando es una crítica capaz de exorcizar las obligaciones de las grandes maquinarias editoriales y dar opiniones autorizadas a los cada vez más legos lectores (que se convierte en lector-estuche). Pero esas opiniones hay que darlas en el presente, ante el autor y para los lectores sumisos.

 

 

EL LECTOR-ESTUCHE (y II)

 

             En la primera parte de este artículo definíamos el concepto de lector-estuche. Pues bien, vamos al grano: ¿Qué libros no lee el lector-estuche?

Nada de Kafka. Nada de Vila-Matas. No leerá jamás a Roberto Bolaño ni a Italo Calvino. Nunca sabrá que existieron Roberto Arlt o Kurt Vonnegut. El lector-estuche, encerrado en su mullido receptáculo, no se interesará por los libros de Fresán ni por los de John Banville. La lista sería interminable: Faulkner, Denis Johnson, Sebald, Musil, Broch, Magris, Sciascia, Bufalino; interminable: Julian Barnes, María Negroni, Pessoa, Tabucchi, Piglia y así hasta “casi” el infinito.

Y es que el lector-estuche sólo lee lo que le meten por los ojos (y los oídos), aquello que gana premios galácticos y que cubre las mesas de novedades de los puntos de venta. El lector-estuche cree que los libros se compran en las grandes superficies donde acude con el carro de la compra para acopiar lechugas, latas de sardinas, zapatos, camisetas y cosas así. Y ese acto de consumo incluye el producto libro.

Y, claro, en estos lugares (no-lugares) jamás encontrará a los autores mencionados más arriba. Y si por casualidad están, el lector-estuche los mirará de reojo. No le suenan, no han ganado un reciente super premio reseñado en la televisión del mismo grupo que la editorial que da el premio a sus propios autores. No, el lector-estuche sólo lee lo que se anuncia. No esperemos que busque, que indague, que se pregunte si hay algo más allá de los seriados thrillers superventas de autores tan visibilizados que parecen de la familia. El lector-estuche comprará libros de presentadores de televisión, de famosos del corazón, de políticos o libros que hablen de políticos que salen en televisión.

Y aún esto ocurre porque en el acto de lectura aún pervive un cierto prurito (quizá llegue a desaparecer como en la novela Fahrenheit 451, de Bradbury), un prurito, digo, de valor. Mucha gente aún cree que la lectura supone un “bien” en sí misma, que leer es bueno. Aquí recabo la opinión de un reputado crítico literario (y editor de libros), Ignacio Echevarría, que, en un artículo de 2022 en El Cultural, Los mejores, realizaba certeras consideraciones sobre la lectura. «Lo que nos hace mejores no es leer, ni siquiera leer mucho. Lo que nos hace mejores es leer bien, y leer según qué cosas», escribía el crítico. Y es que leer es como comer. No basta con alimentarse de cualquier cosa sino hacer una dieta sana y variada. Quien come siempre hamburguesas o siempre cocido madrileño no se está alimentando bien, ni siquiera estará disfrutando de esos platos pues la carencia de variedad reduce su capacidad para el gusto. «Quien lee idioteces, se idiotiza. Y por desgracia hay muchos libros, demasiados, que no son otra cosa que idioteces», escribe Echevarría. Por eso el lector-estuche es el epítome del idiotizado (no del idiota, pues quizá tenga atributos valiosos desaprovechados por sus lecturas), y esa idiocia le viene impuesta por una falta de criterio y por un supuesto mercado del libro sin piedad, sólo construido para atiborrar del lector consumidor del forraje más inane.

Al igual que el hombre-estuche de Benjamin acepta la destrucción apolínea del mundo, el lector-estuche acata la destrucción de la cultura por el mismo capitalismo de la producción que le da un trabajo y unos ingresos para que consuma aquello que ese capitalismo produce. Y otro “producto” más es el libro. Como ese tipo de lector lee para entretenerse (igual que ve series y viaja y va a la playa, para divertirse), no necesita autores que hagan preguntas (a sí mismos y a los lectores), no necesita a autores que escriban “complicado”. ¿Para qué?, eso no entretiene, ni divierte. Mejor -se dice el lector-estuche- libros con frases sencillas, que se entiendan, que utilicen las mismas palabras que se usan en los programas de televisión, o en la publicidad comercial.

El lector-estuche no lee para explicarse el mundo. Eso lo conoce por los medios de comunicación, por las redes, ve la realidad a través de las series de plataformas que producen objetos de consumo. El lector-estuche compra libros por internet, en plataformas amazónicas que también le suministran un vestido, una cacerola o unas vitaminas. Ese lector se guía por lo que recomiendan las listas de libros más vendidos o lo que se lee en streaming. También hay autores que escriben para esos lectores, es verdad. Hay autores que buscan los nichos de lectura donde más se vende. Pero esos nichos son como abrevaderos de pienso para lectores adocenados. Porque al lector-estuche le gusta abrevar donde muchos lo hacen. Se fían del gusto de la mayoría, de la masa. Se fían de las opiniones de otros lectores-estuche que puntúan los libros con pulgares augustos. Existen -qué pena- autores que se congratulan de reseñas de lectores-estuche en esas redes de lecturas abrevadas.

Al lector-estuche le importan tres pimientos los críticos. Qué es eso, se pregunta. Todas las opiniones son tan válidas como las de cualquiera, piensa. ¿Autoridad? ¿profesionalidad? ¿experiencia?, para qué, se pregunta el lector-estuche. Lo que dicen la redes es lo que vale. Lo que más se vende es el patrón de nivel. Datos, listas, estadística. Se ven autores -nada más patético- que anuncian en las redes el puesto de su último libro en el top de ventas. Y se quedan tan tranquilos con su afán comercial. Han recibido un premio de la misma editorial que le publica sus libros y salen por ahí henchidos de orgullo a pregonar su puesto en el ranking de ventas. No mencionan la ostentosa campaña publicitaria que ha hecho su grupo editorial, medios de comunicación afines incluidos. Hay otros que se indignan en las redes por el alto precio de los libros electrónicos de otros autores cuando ellos -grandes superventas- “dejan” sus libros -algunos verdaderos engendros- a bajo coste. Algunos de estos autores, que se han enriquecido -enhorabuena- a costa de escribir lamentables productos legibles “que se leen de un tirón”, dan, ya ven, lecciones de ética comercial. Son los autores que, como decía Canetti «han pasado a administrar posiciones como cualquier burgués». Estos son los autores que lee el lector-estuche.

En fin..., a propósito de todo lo escrito arriba, alguien me acusará de faltarles el respeto a esos lectores a los que denomino (con la complicidad de Benjamin) lectores-estuche. Pues bien, sí, esos lectores no me gustan, no congenio con ellos, los respeto como personas libres de elegir sus intereses, pero no los respeto como lectores. El lector es una categoría de la literatura, junto al autor, y si la lectura se degrada también lo hace la literatura. Lo dijo Nietzsche «un siglo más de lectores y hasta el espíritu olerá mal».

 

ELIZABETH FINCH, de Julian Barnes

 

Con Elizabeth Finch, Barnes añade un título más a los libros biográficos de su producción literaria. Si con El loro de Flaubert, publicado en 1984, el autor consiguió la excelencia narrativa, posteriores obras han demostrado su interés por el afán de «hablar del asunto» de las vidas ajenas.

El hombre de la bata roja, dedicado a Samuel Jean Pozzi y El ruido del tiempo, donde cuenta algunos episodios de la vida del músico Shostakóvich son las otras dos obras netamente con vocación biográfica. Habría que añadir a esta lista el libro Nada que temer en el que Barnes realiza, aquí más, un ejercicio autobiográfico pues trae a la luz a familiares cercanos y ancestros.

Elizabeth Finch no llega a la excelencia de las obras anteriores. Y podría achacarse tal menor nivel a un cierto “apresuramiento”. Y es cierto que esta novela será considerada de talla menor en la obra del autor inglés, pero no es menos cierto que pocos autores mantienen un nivel de obra maestra en todas sus tentativas.

Aquí, a diferencia de las obras dedicadas a Flaubert, a Pozzi y a Shostakóvich, el personaje biografiado es alguien anónimo, es decir no se trata de un famoso artista o un relevante dandi, todos ellos personajes reales. Elisabeth Finch fue una profesora del narrador con la que mantuvo una relación de aprendizaje vital, intelectual y, sólo platónicamente, de amor. Y es que Barnes parece decirnos que toda vida puede ser motivo de interés. Quizá es la propia mirada del biógrafo la que constituye el elemento narrativo más allá de los méritos y los episodios más o menos relevantes del personaje.

En esta obra Barnes parece decirnos que es sólo en la ficción como todos podemos ser personajes. Así lo explica Anna, uno de los personajes del relato: «la idea de que una vida, por mucho que quisiéramos, no equivalía a un relato; o no a un relato tal como lo concebimos y esperamos». Y es que una vida se compone de meros episodios sin ilación y es la mirada del narrador, del biógrafo o de cualquier otro la que construye el relato de esa vida.

Hay una frase del libro El hombre de la bata roja que esclarece la concepción barnesiana de la existencia como materia de ficción. Allí se nos dice «la biografía es una colección de agujeros unidos por un cordel». Y es esta máxima la que fundamenta toda especulación sobre las existencias ajenas y las propias. Y así nos muestra Barnes la vida de su admirada profesora, mediante la indagación detectivesca en los agujeros de la vida, en los papeles que ha dejado y en las opiniones de los que la trataron.

El narrador recibe el legado escrito de la profesora y amiga una vez fallece. Cuadernos deslavazados con apuntes para una biografía de Juliano el Apóstata que Finch había dejado inacabados. Se crea de este modo un efecto de cajas rusas, de derivaciones biográficas que solo pueden ser completadas por la ficción.

Elizabeth Finch es, pues, una obra menor de Barnes, pero mantiene la ironía y el juego de alusiones propio del autor inglés. Su estilo se hace en esta obra más sosegado, menos artístico y sofisticado quizá porque el escritor profesional de obras anteriores se baja de su pedestal y delega en un narrador aficionado la construcción del relato. Y es el propio narrador, el alumno enamorado de su profesora, el que desestima la posibilidad de agotar la existencia de la amiga. «Guardaré lo que he escrito en un cajón, junto con los cuadernos de EF, quizás. De vez en cuando, me imagino a alguno de mis hijos encontrándolo tras mi muerte. “¡Anda, mira, papá escribió un libro! ¿Alguien quiere leerlo?”.

Y es así como Barnes considera la posibilidad de escribir sobre las vidas ajenas. Una consecuencia de la casualidad, del encuentro inesperado, de una mirada a los agujeros unidos por un cordel invisible.

 


Libros y ropa: mundos con prisas

 

Libros y ropa: mundos con prisas

 

                Dos libros publicados en el último año hacen sendos diagnósticos de ámbitos en apariencia lejanos pero que, ante una mirada atenta, viven malos tiempos comunes.

                En No, no pienses en un conejo blanco (CSIC 2022), Patricio Pron analiza la situación actual de la literatura desde el punto de vista de los modos y usos de la lectura y la publicación de libros. En La moda justa (Anagrama 2021) Marta D. Riezu, elabora un exhaustivo informe del sector de la moda y el consumo de ropa.

                Lo que acerca a ambos mundos no es solo que provengan de una tradición artesana, cuando  vestidos y libros se creaban en unos reducidos talleres y en gabinetes donde el silencio era rasgado por el filo de unas tijeras o por una pluma sobre el papel. Lo que pone a estos dos mundos culturales en conexión es que el capitalismo los ha convertido en sistemas productivos acelerados. Tanto la ropa (y la moda) como los libros son desde el pasado siglo productos equivalentes a coches, teléfonos móviles, lavadoras o series de televisión. Todos son productos de un consumo desaforado. En su diagnóstico de «los males» que aquejan a ambos productos Pron y Riezu llegan a conclusiones parecidas: sobreproducción, rápida obsolescencia, precarización de los trabajadores de la cadena, excedentes que se destruyen, baja calidad.

                La ropa actual es barata y caduca, los libros cada vez más superficiales y poco trabajados. Los lectores son cada vez menos exigentes. El marketing desaforado se fundamenta en las continuas “novedades”. La ropa mala y su consumo obsesivo daña los recursos naturales; los malos libros dañan la cultura y anulan el espíritu crítico.

                En La moda justa, Riezu propone múltiples soluciones, entre ellas la responsabilidad de los consumidores. En No, No pienses…, Pron señala a diversos actores de la cadena literaria (autores, editores y críticos) como elementos imprescindibles para un cambio de rumbo. Sin embargo, la situación es compleja pues el hipercapitalismo no tiene límites y, es de esperar, que la sobrexplotación tanto del vestir como de los libros siga su curso hasta un abismo que no podemos imaginar (o sí).

                En lo literario (y es humilde opinión de lector) las cosas no irán a mejor. Por tanto intuyo que será responsabilidad de los lectores convertirse en otra cosa que consumidores. Si el establishment libresco (que no literario), esto es, los grandes grupos editoriales, los autores cómplices de la fabricación de productos superfluos y una crítica saturada de novedades no parecen tener capacidad de parar este desaguisado, habremos de convivir con este panorama.

                El lector deberá convertirse en detective de la buena literatura (no solo de las novedades sino de la tradición), en un lector que busque lo minúsculo, que indague en los aledaños del mercado, en lo local; un detective que siga el rastro de lo literario verdadero. A pesar de que el mercado ha convertido el mundo de los libros en una selva intrincada, el lector genuino, el lector instruido (quizá el último lector) sobrevivirá ante tales peligros.

                Al crítico le queda una salida: convertirse también en descifrador de enigmas. Ya lo dijo Osca Wilde: «El crítico de arte y solo él puede apreciar todas las formas y todas la maneras. A él es a quien se dirige el arte», y añade después, «el porvenir pertenece a la crítica».

                Ante el proceloso mercado banal de los libros, solo busquemos lo verdadero.


Del Drina al Vístula, Mercedes Monmany

 

Con su habitual sensibilidad y fortuna literaria, Mercedes Monmany nos presenta el libro Del Drina al Vistula para mayor entusiasmo de sus lectores y de los amantes de la literatura europea. En unos tiempos en los que nacionalismos separadores y nuevas beligerancias afrentan el espíritu europeísta, la literatura bien puede convertirse en vínculo de entendimiento y consenso.

Del Drina al Vistula recorre las creaciones literarias del corazón de Europa en un recorrido fluvial—no en vano su título lo enmarcan dos ríos centroeuropeos—de ligera navegación, exactitud analítica y pasión por la historia literaria del viejo continente. Y es que la autora, como ya hizo en sus obras Por las fronteras de Europa, Sin tiempo para el adiós o Ya sabes que volveré, profundiza en el alma común de una Europa que ha expresado tanto sus conflictos como sus afinidades en la mejor literatura desde el siglo pasado hasta nuestros días.

Merece un aprecio especial la gran labor divulgativa de Monmany respecto a la literatura europea en general y la de Centroeuropa en particular. Una divulgación que la propia ensayista ha denominado una suerte de «evangelización» literaria. Y es que no es menor la necesidad de que el occidente europeo preste atención a aquellos países que durante tantos años—sobre todo tras la caída de imperio austrohúngaro y las dos guerras continentales— cayeron en el ostracismo y el aislamiento bajo el oscuro yugo soviético.

Quién mejor que Mercedes Monmany, ella misma educada en un imaginario literario de frontera —entre España y Francia; Portbou y Cérbère—, para comprender y hacernos traspasar las fronteras que durante tanto tiempo nos han alejado de las literaturas de países como Hungría, Polonia, Rumanía, Serbia o Ucrania. En este maravilloso libro podemos conocer a autores como Magda Szabó, Adam Zagajewski, Mircea Cărtărescu, Dubravka Ugrešić o Yuri Andrujovich. Países y autores que, según palabras de la autora «encarnaban enormes y profundos agujeros negros de desconocimiento». Y así lo expresa en el prólogo la autora, citando al Premio Nobel de 1980, Czesław Miłosz, que, en su obra La mente cautiva diría: «Cualquier polaco, checo o húngaro sabe bastante de Francia, Bélgica u Holanda, pero en cambio un francés, belga u holandés de cultura media apenas sabe nada de Polonia, Checoslovaquia o Hungría».

De reparar esta anomalía se ocupa Monmany en este nuevo libro con el cuidado y la sensibilidad habituales en sus obras. Aquí nos presenta unas decenas de autores y sus obras más relevantes con una mirada a las circunstancias históricas de cada uno de ellos con el fin de romper aquella invisibilidad en la que se desarrollaron ante la desidia de los países de la Europa libre. Sin embargo, no se trata sólo de dar a conocer obras y autores para equilibrar el injusto olvido de aquellos durante casi un siglo. Somos los lectores de la Europa occidental quienes más ganamos al acercarnos a estas literaturas. Somos los lectores quienes accedemos a un acerbo cultural de enorme calidad estilística y de pensamiento. Conocer la literatura húngara, rumana, croata, eslovaca, etc, amplía nuestro acerbo cultural y el acceso a experiencias diversas, dispares de las vidas de los países del oeste.

Este itinerario fluvial de mano de la autora nos hará atravesar historias y experiencias particulares, sencillas, de personas y personajes que sufrieron persecución, falta de libertad, terror dictatorial pero que, en su tragedia, mantuvieron el orgullo de nación y la dignidad anclada en la cultura. Su literatura muestra un apego a la sencillez y al compromiso con la belleza de sus lenguajes y sus ciudades. Sus historias se expresan sin el arrebato mercantilista de parte de la literatura occidental, subordinada en demasiadas ocasiones a la lista de ventas y al beneplácito de un mundo de lectores ávidos de novedades.

No quisiera cerrar este texto sin llamar la atención sobre los títulos descriptivos que acompañan, en cada capítulo, a los nombres de los autores. Muestran el don de la autora para resumir en pocas palabras el atributo más ajustado a cada autor. Representan, en sí, sugerentes títulos de posibles novelas, creando en el lector una poderosa expectativa de lectura. Algunos ejemplos. El rumor del tiempo. Elogio del nomadismo. Los sótanos de Bucarest. Los nuevos apátridas. Una sutil obra maestra. Ya sólo la lectura del evocador índice nos adelanta un horizonte de delicias literarias de primer orden.

El libro de Mercedes Monmany, digámoslo para terminar, es un libro imprescindible para aquellos lectores que deseen abrir su frontera literaria a autores de enorme calidad estilística y sensibilidad humana, una frontera que no ha de ser muro sino puerta amable de entrada al corazón de la Europa que siempre existió y a la que pertenecemos todos.

 


Yo recordaré por ustedes, de Juan Forn

 


Estamos ante un libro que rompe las expectativas del lector (al menos de quien esto escribe) y lo ubica, tras asimilarse a la propuesta del autor, en una zona literaria alejada de lo manido, de lo ya visto, del conformismo maximalista y de la crónica reiterada. Y es que el lector podría estar esperando relatos sobre autores famosos, sobre libros clásicos o sobre novedades autorizadas por la crítica y, sin embargo, Forn nos entrega otra cosa, por supuesto, mejor. Y cuando el lector entiende esto se aleja de la perplejidad inicial y se adentra en un devenir acogedor y sugerente.

Los textos que Juan Forn (Buenos Aires, 1959- Mar de las Pampas, 2021) escribía para el diario Página/12, y que forman parte del libro, eran más bien indagaciones en la sutil espesura de lo literario. Hablaba allí, y lo encontramos en el libro que nos ocupa, de personajes anónimos, de desplazados, de seres fuera del foco de la historia y de la literatura. Son búsquedas de lo ignorado o de lo olvidado. Nos habla de un tal Nkoloso, que creó un Ministerio de Asuntos Estelares en Zambia que, realmente, encubría un campo de entrenamiento de guerrillas, de Nadezhda, esposa del poeta Mandelstam, y de su libro de memorias Contra toda esperanza, en las que recuerda una frase de su marido digna de recordar: «No hay que quejarse; vivimos en el único país que respeta la poseía; matan por ella». De Dubravka Ugresic relata la herencia que recibió de un admirador, una herencia en forma de vivienda en Zagreb y de cómo la escritora viajó hasta el pueblo, llamado Kuruzovac, donde era propietaria de una cabaña en el campo.

El tono de Forn en estas narraciones es desenfadado, con un toque de humor que, sin embargo, se desplaza en ocasiones hacia lo terrible de asuntos como el exilio, la muerte, la represión, el olvido. Las historias son, todas, un paseo por el siglo XX, por los aledaños de la historia y de sus conflictos, pesquisas de sutil elaboración por las afueras de la literatura. Y es que este detalle no es menor si consideramos la propia biografía del escritor. Juan Forn se retiró a una casita en la costa por razones de salud, tras sufrir un colapso y buscar un retiro de la vorágine agobiante del trabajo editorial. Se retiró para vivir tranquilo, pero siguió comprometido con la literatura de una forma tangencial, sólo enfocada a leer y a indagar en los detalles.

Si he utilizado antes el término narraciones para calificar a los textos es porque la mirada de Juan Forn es literaria, roza la ficción, son relatos ante los que el lector duda si está ante la realidad o ante invenciones del escritor. Y es que Forn nos lleva de la mano por esas historias como si nos estuviera contando, ambos sentados frente a frente en un porche junto al mar, sueños de la noche anterior o como quien sabe algo que los demás ignoramos.

No me resisto a poner algunos ejemplos de maravillosos relatos. En el texto titulado Las piernas de Dora Markus, Forn junta al poeta Eugenio Montale con el crítico Bobi Bazlen (ágrafo reconocido) y nos habla de la foto de unas piernas que Bazlen le habría mandado al poeta con un mensaje en el reverso: «Una amiga de Gerti, con piernas magníficas. Escríbele un poema. Se llama Dora Markus». A partir de esta anécdota Forn relata la peripecia del poema y el enigma de la mujer cuyas piernas inspiraron el poema Dora Markus, enigma que, tras recibir Montale el Nobel, se convirtió en objeto de interpretación por los estudiosos. De allí, Forn, nos transporta hasta los años ‘80 en que el escritor Del Giudice escribe En el estadio de Wimbledon, donde investiga la vida de Bobi Bazlen y mantiene un encuentro con una mujer que pudo ser la Dora Markus poseedora de aquellas «piernas magníficas».

Este es el tipo de relato que encontramos en el libro que nos ocupa. Un libro repleto de detalles, guiños a la historia y a la literatura, búsquedas que sólo puede emprender un agudo observador y lector como lo fue Juan Forn, henchido de lecturas y capaz de transmitir su pasión con generosidad y soltura. Y es por eso por lo que el lector agradece ese deambular por lugares poco transitados, caminos que ignoraba y que conducen a otros parajes de lo literario, aunque en ellos nos encontremos a veces con nombres conocidos: Robert Walser, Natalia Ginzburg, Le Corbusier, Duchamp y otros renombrados artistas entre muchos personajes anónimos y olvidados por la historia.

La mirada furtiva de Forn no nos habla de anécdotas trilladas sobre aquellos artistas de renombre, más bien nos introduce por las rendijas de lo intuido para abrir una puerta a realidades inesperadas. Ese tipo de realidades que el lector ha de indagar por sí mismo, aprendiendo del maestro, de su instinto y de su estilo delicado.

Cuando uno termina este libro tiene la sensación de haber asistido a una novela con múltiples capítulos, en apariencia inconexos, pero hilados de tal modo que se tiene la convicción de la homogeneidad, de la coherencia y, usando una acertada metáfora de Julian Barnes, como si todas las biografías fueran «un collar de agujeros unidos por un cordel».


A propósito de Montevideo. La aventura de leer a Vila-Matas

 






Montevideo, Seix Barral 2022, Enrique Vila-Matas

                                                                                                                                              

¿Qué decir a estas alturas de Montevideo, la última novela de Enrique Vila-Matas? Sí, se ha escrito mucho, ¿pero se ha dicho todo? Y no digamos de toda su obra literaria. Porque Vila-Matas es de la estirpe de escritores cuya obra se expande y se convierte en una estructura múltiple e infinita, la estirpe de Borges, Kafka y Joyce, de quienes siempre cabe añadir un nuevo hallazgo pues hacen del lector consecuente el artífice de un tapiz literario propio.

Permítanme, pues, añadir algo nuevo al campo literario vilamatiano, ¿por qué no? Esto es un salto mortal, lo aviso. Pues tanto en Montevideo como en muchas de sus obras he dado con un filón propio, una genuina visión personal de la obra de Vila-Matas.

Quisiera que esta fuera una reseña para aquellos que aún no leen a Vila-Matas. Sí. ¿Les parece arriesgado, inútil, un efímero esfuerzo? Quizá, pero vayan avisando a los de su alrededor, a los que buscan emociones en los libros, a quienes anhelen la fantasía. Adviertan a familiares y vecinos y díganles que leyendo a Vila-Matas uno se lo pasa en grande. Porque Vila-Matas escribe novelas de aventuras. Sí, como lo oyen. Uno ya tenía esta intuición desde hace tiempo, desde sus primeras obras, pero tras leer Montevideo, no puedo mantener el silencio. Pues bien, digámoslo: las novelas de Vila-Matas se leen como las de Kipling, de Stevenson, de Conrad o de Salgari.

¿Qué era Federico Mayol, el protagonista de El viaje vertical, sino una especie de Marlow en busca de su Kurtz en Lisboa? Un Mayol a quien no le encargan una misión trascendente, cierto, ni navega el río Congo. A Mayol le ha echado su mujer de casa, harta de su abulia e intrascendencia. Pero el caso es que Mayol se larga a Lisboa para saber quién es él mismo y convertir el viaje en una reinvención de su vida.

¿No es el Enrique Tenorio de Lejos de Veracruz un personaje a lo Stevenson, una clase de Ballantrae, viajero incansable que regresa al hogar para refugiarse en su cuarto y escribir la obra de su propio hermano?

Espías, conspiradores chiflados «con alto grado de locura» que cultivan el «arte de la insolencia» transitan por las novelas de Vila-Matas, «héroes de esa batalla perdida que es la vida, amantes de la escritura cuando ésta se convierte en la experiencia más divertida y también la más radical».

Por tanto, viajes, conjuras, desapariciones… Y espacios. En las novelas de Vila-Matas se multiplican los espacios, ese atributo de las buenas novelas que César Aira, en su ensayo Evasión, echaba tanto de menos en la novela actual. Según Aira ahora prima el tiempo sobre el espacio, no hay imaginación sino confesión lastimera. «Hoy la novela fluye directamente del autor, sin pasar por la intermediación de la literatura; el trabajo que la respalda ya no es el de la escritura, sino el de la publicación». Y es que hubo un tiempo en que la novela era espacio, estructura, luz, escenarios, en definitiva: evasión, novela de aventuras.

Porque en las historias de Vila-Matas ese espacio que reclamaba Aira, está. Está en su geografía imaginada (metaliteraria, si quieren) y en la real (aunque imaginada); está en las ciudades (Veracruz, París, Barcelona, Kassel), en las montañas de Herisau, en la torre de Montaigne, en las azoteas de Montevideo, en los infinitos hoteles donde se refugian los protagonistas. Y es que el autor nos lleva por el mundo a pasar riesgos terribles, de acuerdo, pero necesarios. «Me dio por pensar que había un punto en común entre las grandes expediciones de otro tiempo y la que me proponía emprender en solitario con las miras puestas en Kassel. Ese punto era el peligro, elemento inseparable de todo viaje que se precie».

¿Recuerdan aquella escena de Indiana Jones y el arca perdida, donde Jones, perseguido por un guerrero con turbante se ve atrapado en un callejón sin salida? El malhechor blande su cimitarra y corta el aire para temor del protagonista. El rostro de Indiana se muestra contrariado, parece que no hay salida y que al héroe sólo le queda usar su famoso látigo. El guerrero amenaza, Indiana se tensa. De repente, Jones se relaja, compone una sonrisa, saca su revolver y dispara al espadachín, que cae fulminado, ¿La recuerdan ahora?

Bien. Pues eso hacen los narradores de Vila-Matas. Buscar un recurso inesperado para salir de la trampa. Recursos como las citas. «La cita siempre estaba ahí para ayudarme en caso de que quedara estancado en una línea de una novela y no supiera cómo salir». Y es que a Vila-Matas siempre le ha gustado meterse en callejones sin salida, como a un imprudente aventurero, y ver cómo salir de allí. Lo hizo con sus primeras novelas, de las que la crítica se preguntaba cómo haría para crear algo nuevo.

Y es que los personajes de Vila-Matas, salen de viaje, pasean, traspasan puertas de hotel como la del antiguo Cervantes en Montevideo, para asomarse al abismo; puertas que los trasladan de ciudad en ciudad como un James Bond letraherido que en vez de bolígrafo explosivo usara una cita bomba o se deslizara por la tirolina de una insólita conferencia para desaparecer de la vista de sus enemigos.

Imagino ahora lectores que duden: ¿aventura?... ¿en Vila-Matas?… Hum…, si ahí sólo se habla de escritores, de libros, de cosas literarias, piensan. De acuerdo, un momento. Es que ustedes no tienen en cuenta lo que dijo Pierre Mac Orlan en su delicioso Petit manuel du parfait aventurier, un libro de 1920: «un buen aventurero debe alejarse lo menos posible de su lugar de trabajo, es decir, de su biblioteca». El autor distingue dos clases de aventureros, el activo y el pasivo. El activo es el que realmente viaja, las pasa canutas, regresa extenuado y no quiere ni oír hablar de grutas, pasajes, sudor y lágrimas. «Sus rasgos esenciales son: falta total de imaginación y sensibilidad; no teme a la muerte porque no se la explica». Por el contrario, el aventurero pasivo disfruta de la aventura desde su sillón pues «ha de vivir siempre de su imaginación».

Así son los narradores de Vila-Matas, aventureros que no se alejan de su biblioteca y viven de su imaginación. De la imaginación inteligente. Narraciones que los llevan a ciudades, a hoteles, a subir montañas, atravesar puertas tras las que hay muertos que hablan, pasar peligros o vivir unos días en un restaurante chino donde los ignoran. Ya ven, ¿no es esto aventura?

Vila-Matas ha logrado aunar la novela de evasión, sus espacios, sus escenarios, su luz con la novela del discurso, del ensayo y la digresión, una cartografía literaria por donde transitar. «El tema de una novela de aventuras es menos importante que su forma», asegura Mac Orlan. Esto es lo que ocurre en Montevideo, la realización de aquello que deseaba Flaubert, «hacer una novela sobre nada». En Vila-Matas el lenguaje es el tema; el discurso, lo narrativo puro.

Y una advertencia final. Si transitan Montevideo, tengan cuidado al pisar el capítulo Reikiavik. Es un capítulo minúsculo, de un párrafo, pero recuerden que en Islandia se encuentra el volcán por donde, según Verne, se entra al centro de la tierra. O al centro de la literatura.

Publicado en Entreletras, mayo 2023

Incluido en la web oficial de Enrique Vila-Matas

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